GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

domingo, 21 de noviembre de 2010

LIBRO KEROS






IR POR LANA Y SALIR TRASQUILADO

- Me han dicho que en la orilla del río crecen unas plantas con raíces muy tiernas, dijo el Jabalí a su vecino el hurón.
- Tenga cuidado amigo, dicen que por ahí anda un enorme cocodrilo en busca de presas con que llenar la panza. Yo cuidaré su guarida mientras usted está afuera.

El Jabalí recorrió el río en busca de raíces sin percatarse de que el cocodrilo lo estaba vigilando con suma atención.

- Esto está delicioso, dijo el Jabalí relamiéndose los monos, mientras engullía buenas hatajos de raíces y hierbas.

En tanto el cocodrilo, con mucho sigilo, se deslizaba entre unos matorrales buscando sorprender al Jabalí. Entusiasmado este con sus hierbajos no se percató de la bocaza que se abría detrás de él. Un mal cálculo hizo que el cocodrilo sólo atrapara al Jabalí por la cola.

¡Vaya que dolía aquel feroz mordisco!

Pero el Jabalí soportó el dolor y burlonamente dijo:
- ¡Oye, bocón!, debes afilar mejor tu puntería, pues, le has dado una dentellada a una rama cuando tu intención era comerme. ¿No es así?

Desilusionado y sorprendido, el cocodrilo abrió la boca y soltó al Jabalí quien puso “Patas en fuga”. Ya en el río, el cocodrilo cayó en la cuenta de que lo habían timado.

- Vaya, granuja, dijo el cocodrilo al notar los pelos de la cola del Jabalí entre sus afilados dientes.

Otro día, el cocodrilo vio salir al Jabalí de su guarida.

- Ahora sí te atraparé, amiguito.

El reptil se introdujo en la guarida cuan largo era.

- Esperaré a que venga y me lo almorzaré de un solo tirón, dijo el cocodrilo asentado cómodamente en la guarida.
Cuando horas más tarde apareció el Jabalí, notó las huellas del cocodrilo que llevaban al interior de la cueva.

- Así que tenemos visita ¡Eh! Pues ya verá este ceporro con quién se está enfrentando.

El Jabalí juntó un cocodrilo de ramas secas en la puerta del cubil y lo encendió; para que hubiera más humo le agregó algunas ramas verdes. El humarazo, llevado por un aura liviana y apacible, llenó la cueva de una nube sofocante haciendo que el cocodrilo saliera pitando, tosiendo y con los ojos enrojecidos como un grosella.

- El diablo me lleve si no logro atrapara a ese granuja, dijo el cocodrilo aún con los estragos que le había ocasionado el humo.

Ya recuperado de su último de desliz; el cocodrilo cavó un profundo pozo el cual cubrió de ramas, lianas y hojas secas.

- Aquí caerá ese escurridizo Jabalí. Lo último que me comeré será su fea cabeza.
El Jabalí, después de darse una empanzada con la vegetación de la ribera del río, volvía a su escondrijo decidido a dormir el resto del día.

- ¡Qué es esto!, gritó el Jabalí.

El cocodrilo se hallaba escuchando tras el tronco de un grueso árbol.

- ¡Cataplum!, resonó, escuchándose un largo y aterrador alarido.
El cocodrilo corrió hasta el pozo frotándose las patas y relamiéndose el hocico.

- ¡Ahora sí te atrape jabonoso y devoraré en este momento!, gritó el cocodrilo triunfante.

De unos arbustos surgió el Jabalí quien había fingido una caída estrepitosa; de una feroz arremetida mandó al cocodrilo al fondo del pozo cayendo el incauto sobre la roca que el Jabalí había utilizado para simular que había caído en la trampa.
- ¡Qué ingenuo eres, manganzón!, dijo el Jabalí desternillándose de risa.

El cocodrilo nuevamente había caído en su propia trampa; pero testarudo como era, echó patas a la obra.

Colocó un lazo en forma circular atando el extremo en la copa de una palmera.

- Lo cogeré de las patas y quedará a mi merced colgado como un cerdo. Ahora sí que no fallaré, dijo el cocodrilo convencido de su triunfo.

Un grupo de monos observaba la escena con curiosidad, preguntándose que se traía entre manos aquel enorme animal que había dejado la comodidad del río para internarse en aquel lugar tan ajeno a su hábitat. El Jabalí, matrero en el arte de escabullirse de sus depredadores, estudiaba la escena mientras mascaba unas hojas de alcaparra.
- Debo pensar detenidamente cuál será mi próxima jugada, se dijo el Jabalí limpiándose los colmillos entre la espesa vegetación.

Esperó pacientemente toda la tarde y la silenciosa noche hasta que llegó el alba. Las horas pasaban; el cocodrilo cada vez más ansioso, el Jabalí más pensativo y los monos más intrigados corriendo y saltando de un lado a otro.

Por la noche, se escucharon unos gritos de alarma lanzados por los monos:

- ¡Cayó el Jabalí! ¡Cayó el Jabalí!

Los bufidos del Jabalí se escuchaban por toda la floresta despertando a todas las aves que reposaban en sus nidos. El cocodrilo se deslizó como una serpenteante víbora en busca de su presa, de repente… ¡Plum! Su cuerpo atrapado en su propia trampa se elevó con gran estrépito; así estuvo hasta el amanecer. La oscuridad jugó a favor del Jabalí quien fingiendo caer en la trampa, y en complacidas con los monos, timó nuevamente al cocodrilo.
- Creías que me atraparías fácilmente, pues, te equivocaste de lleno; ahora quedarás a merced de estos viejos amigos, dijo el Jabalí dándole al cocodrilo una patada en el hocico.

Los monos empezaron a lanzarle cocos al cocodrilo como una forma de vengarse por las veces que los había dejado sedientos cuando habían asomado por el río.

- Este es por el susto que me diste, dijo una mona flaca lanzando un enorme coco que dio en el ojo derecho del saurio.

- Y este es por esta pata que me falta, dijo un mono a quien el cocodrilo había arrancado una pata en cierta ocasión.

El pobre cocodrilo quedó deshecho; sólo las tibias aguas del río lograban aplacan en algo su dolor. A partir de ese día cambió su dieta y se limitó a comer cangrejos y camarones. Cada vez que algún Jabalí o mono se asomaba al río, el cocodrilo se sumergía como un temeroso submarino.





KEROS

Los vasos ceremoniales que los incas usaron fueron de madera en los que estaban grabados escenas de la vida real y en el que sobresalían multiplicidad de vistosos colores. Pero el oro era tan abundante que también los había de aquel metal brillante, laminados y con incrustaciones preciosas.

En ellos se vertía la chicha sagrada elaborada por las vírgenes del Acllahuasi con la finalidad de brindar por sus dioses en las fiestas imperiales. La historia de estos vasos habría que rastrearla desde los tiempos aquellos en que el sol aún no alumbraba la tierra y esta era habitada por unos hombres que tenían cierto poder sobre las rocas, pues, movían éstas a voluntad.

Haciendo uso de sus hondas y con disparos certeros, estos extraños habitantes allanaban las cumbres con un solo tiro.

Debido a  su avanzada edad estos hombres fueron llamados Ñaupa Machu, que significaba “los muy antiguos”.  Admirado por esto, Roal, el rey de los Apus, quiso otorgarles su poder para convertirlos en semidioses.  Ellos se negaron a recibir la presea divina, provocando la furia del espíritu creador quien creó al sol para enceguecer a los ñaupas.  Refugiados en sus viviendas, los ñaupa machu se deshidrataron  por la fuerza del calor hasta el punto de convertirse en huesos cubiertos de carne seca.

Para sorpresa de muchos, algunos de ellos resistieron los embates del sol y sólo salían cuando asomaba la luna.

Se llamaron socas y vivían en el fondo de algunas cavernas, pues, ya conocían la fuerza destructora de los rayos solares. Como la tierra fue privada de toda actividad con la desaparición de los ñaupas, los Apus se vieron en la necesidad de crear a un hombre y a una mujer a quienes bautizaron con los nombres de Inkari y Collari respectivamente.

Inkari recibió una barreta de oro y Collari una rueca, como símbolo de poder y laboriosidad.   Inkari iba investido de la Mascaypacha y el manto que daba a su cabeza una grave solemnidad.  Sobre el uncu, y cayendo desde sus hombros, la colorida yacolla contrastaba con el tocapo policrómico que ceñía su cintura. Collari, con vestimenta más sobria, lucía la ñañaca sobre su sobria cabeza, así como una lliclla que le cubría los hombros.

Cubriéndole casi todo el cuerpo, el acsu era sujetado por el tocapo o cinturón. Inkari tenía el encargo de fundar un imperio en el lugar en el que el bastón de oro se hundiera. Luego de lanzar la barreta por segunda vez ésta se clavó entre unas montañas e Inkari fundó un pueblo al que llamó Kero. Pero la ciudad fue fundada desobedeciendo el deseo de los Apus quienes le habían exigido que andará varias jornadas. El cariño que Inkari había tomado a Kero sería a la larga la causa de su huida, pues, esta fundación había permitido que los ñaupas, habitantes de esas montañas, cobraran vida. Furiosos, los habitantes de las cavernas, lanzaron enormes bloques de piedras para hacer huir a quienes consideraban intrusos. Más adelante cerca de las cumbres de la Raya, Inkari fundó el Cusco, pues, la barreta lanzada desde la cúspide del cerro había herido el centro de un valle fértil. Allí se reunieron en un solo Imperio diversos pueblos  dispersos. Años después, cuando Inkari sintió que había llegado su fin, el príncipe se internó en la selva, pero antes pasó por Kero, el pueblo que llevaba en su corazón por ser el primero de los que fundó. Desde esos tiempos remotos, los habitantes de Kero se sintieron orgullosos de su estirpe divina. Cuando Pachacútec, el gran estadista cusqueño que quiso consolidar su poder organizando campañas militares para expandir sus dominios, pidió a los Keros que se unieran al Tahuantinsuyo, los Keros rechazaron aquella petición que consideraron ofensiva.

Ya Pachacútec había conquistado a los Vilcas, Soras, Lupacas y Pacayes y no estaba dispuesto a ceder en sus pretensiones. El enojo de Pachacútec cobró fuerza cuando una gran mayoría de sus heraldos reales enviados por él a Kero, fueron asesinados. Los pocos que regresaron habían perdido orejas y nariz y habían sufrido todo tipo de vejaciones. Ante la imposibilidad de llegar a Kero, pues, esta se erigía entre las altas montañas nevadas a casi cuatro mil metros de altura, Pachacútec tomó su honda gigantesca y la hizo girar durante todo un día. La inmensa roca lanzada por el Inca impactó en las laderas de las altas cumbres nevadas. Fuego calcinante el despedido por tan certero disparo, no podía menos que abrir una boca terrígena ingente que fue el terror y la sumisión incondicional de los habitantes de Kero. Los vencidos no encontraron mejor forma de agradar al Conquistador Imperial que haciéndole llegar unos vistosos vasos ceremoniales que fueron llamados Keros como buscando perennizar la gloria de los vencidos.

Wolfsschanze, octubre 10 del 2000.







PIKILLAQTA

Yawar Kuna era un curaca, allá por los años en que el famoso Imperio de los Incas era gobernado por Inca Roca. Como curaca era la máxima autoridad de la comunidad Vilcapanaca, asentamiento de chozas al sur del Cusco. Yawar Kuna tenía una hija muy bella, resultado de su amorío con Mama Micay, la muchacha se llamaba Tina Súmac. La joven era muy apreciada no sólo por sus gracias físicas, sino por su responsabilidad y seriedad, sólo tenía un defecto al decir de muchos: su excesiva vanidad. Muchos caminos pasaban por Vilcapanaca, y muchos los guerreros que venían de diversos pueblos de los andes a cortejar a la hija del curaca, buscan obtener su mano, pero ninguno es bastante inteligente y generoso como para que su padre se la conceda, decía Ama Runa, la criada que atendía a Tina Súmac.

Hubo un año en que la escasez de agua se constituyó en un problema para el pueblo y en un dolor de cabeza para Yawar Kuna, que como máxima autoridad, debía asegurar el bienestar y prosperidad de toda su gente.
- ¿Dónde está ese curaca ahora que no hay agua?, decía uno de sus más enconados enemigos.

Los niños de la comunidad eran llevados a los campos con alguno que otro brujo o hechicero, buscando en coro mancomunado, ablandarle las entrañas al cielo para que hiciera brotar la tan ansiada lluvia, hasta niños de otras comunidades vallunas fueron traídos para reforzar las voces sedientas de los Vilcapanacos:

Cielito serrano,
estás ocultando a mi pueblo
unas gotitas de lluvia.
Cielito serrano,
no te olvides de tus hijas,
no te olvides de tus madres,
unas gotitas de lluvia
para mojar esta boca que arde.
Ven a mi chacrita, cielito,
ven con tu agüita divina,
mira mis ojitos llorosos.

Pero el cielo no se abrió a los ruegos, ni escuchó las jaculatorias con que los niños lo celebraron: los dioses del viento, de las nubes y de la lluvia dejaron a Vilcapanaca en la orfandad y el abandono. El campo amarillo, los pocos frutos que aún quedaban se secaron y de nada valieron los cantos y rezos ofrecidos a los dioses.

Debido a lo dramático de la sequía, Mama Micay propuso a su marido organizar una gran ofrenda para solicitar la compasión de los dioses. Es difícil para un hombre ver sufrir a su pueblo por tal atrocidad. Mis enemigos también son enemigos de mi gente. No se unen a nosotros para invocar al cielo que abra sus entrañas y nos dé la lluvia. Deben estar contentos con tanta calamidad, dijo Yawar Kuna lleno de amargura.

En la plaza central de Vilcapanaca comenzaron a llegar las donaciones: talegos de maíz, sacos de papa, uno que otro carnerito y toda prenda de valor que, a través del sacrificio del desprendimiento, pudiera aplacar la negativa de los dioses. No creo que esto baste, Mama Micay, dijo el curaca. Encerrado en su choza, Yawar Kuna meditó largamente buscando una salida a ese caos que estaba destruyendo Vilcapanaca. Al otro día, el curaca anunció:

-         Aquel que sea capaz de construir un canal para transportar el agua desde algún cerro donde haya lluvia hasta Vilcapanaca tendrá a mi hija como esposa.

El bando del curaca corrió por los pueblos aledaños como el viento; comunidades enclavadas en cerros, colinas, valles y en los lugares más inhóspitos se enteraron del ofrecimiento. ¿Quién a muchas leguas de distancia no había oído hablar de la belleza de la hija del curaca? Vinieron muchos indios de otros lares y vieron el ambiente de desolación de aquel pueblo fantasma. Donde antes crecieran los pastizales cubriendo las planicies de verdor reinaba el secano plagado de raíces secas; altezas y vaguadas encenizadas donde la tierra se agrietaba más y más según el paso de los días. En ese ambiente cataclísmico de aridez, pequeños árboles y arbustos parecían estatuas invocando al cielo su conmiseración. Muy pronto los recién llegados se dieron cuenta que la tarea era casi imposible para ellos, como si las pretensiones de la mano de la bella muchacha se fuera desvaneciendo como un espejismo de desencanto. Intenciones había, contaría a los jóvenes de otras comunidades un anciano viajero, lo que les faltaba era experiencia y capacidad para una empresa tan complicada. Muchos se fueron tan rápido como vinieron. Mientras tanto el viento levantaba inmensos remolinos de polvo, arrastrando hojas, ramas y hasta pequeños pedruscos que ponían nerviosos a hombres y animales. Después de unos días de estudiar la situación sólo quedaron dos pretendientes en competencia: Huayna Rimuchi, de la comunidad de Ansuna, y otro joven desconocido que siempre andaba acompañado de un gran número de perros. Ese indio no me gusta, dijo Mama Micay, nunca dice su nombre ni de dónde viene; y esos perros que se rascan todo el día me dan mala espina. Yawar Kuna evitó el comentario, la situación era tan desesperada que le importaba poco si ese indio extraño terminaba siendo su yerno siempre y cuando salvara a la comunidad.

-    Tienen quince lunas para cumplir con lo que requerimos, ni una noche más, les dijo a los dos hombres el curaca. No sé cómo, pero quiero ver llegar el agua a Vilcapanaca.

Ambos hombres, cada uno por su lado, echaron manos a la obra. Huayna Rumichi visitó los andenes y lugares cultivables de las laderas y mesetas y las encontró polvorosas, con la tierra árida como roca. Tanta miseria contrastaba con su pueblo, donde todos los caminos estaban orillados de frondosos árboles, altos, de troncos luminosos y cargados de frutos y flores; recordó los pequeños ríos de agua fresca y límpida formando remansos, remolinos, curiosas cascadas y vistosos vados. Algo habrá que hacer por esta pobre gente, dijo el indio noble. Sacó unas hojas de coca, las colocó sobre una roca y cantó un harawi para despedir a los malos espíritus que habían traído la desgracia a Vilcapanaca:

¡No te olvides!, ¡No te olvides!,
agua de la montaña
manantial de nube y cielo
no hagas que muera de sed
esos tus hijos buenos.
Y que a los malos sus lenguas
agrieten el polvo de la muerte.
¡No te olvides!, ¡No te olvides!,
lluvia de la montaña,
agua de la montaña.

Allí quedó Huayna Rumichi hasta que el cielo oscureció y oyó hablar a los Apus. En tanto el indio de los perros, que al fin supieron que se llamaba Pikillaqta, había reunido a muchos indios que habían venido de lugares remotos; todos tenían una características común, expedían un tufo a coca y a chicha y se rascaban constantemente, son como perros, comentó una vieja india de la comunidad. Trataron  de traer el agua desde una laguna distante, hicieron trochas, canales, cavaron hoyos, sacaron rocas, pero al final sólo lograron hacer un  pantano de barro y piedras que los dejó más sucios de lo que estaban. Los comuneros llegaron con gran esfuerzo hasta el lodazal y encontraron a los indios de Pikillaqta y a éste maldiciendo a cuanto cerro lograban avistar sus ojos. Maldecir a los Apus no es bueno para nadie, dijo Yawar Kuna muy preocupado. Las burlas de los niños enfurecieron más a Pikillaqta quien comenzó a lanzarles pedruscos para que marcharan. Huayna Rumichi hizo reunir a los comuneros de Vilcapanaca y les dijo:

- Vendrán conmigo y trabajarán desde el amanecer hasta el atardecer, sin descanso, comerán algo mientras trabajan. Soportarán la sed, pero les aseguro que tendrán su recompensa.
Impulsados por una esperanza y alentados por la voz firme de ese indio extraño, los Vilcapanacas tomaron toda herramienta que pudiera servirles en su lucha por obtener agua; tenían la convicción de que en esa lucha contra la muerte vencerían. Represaron un río lejano, hicieron canales con rocas y piedras formando pequeños arroyos por donde el agua, serpenteante, comenzó a fluir a torrentes. Después de siete días de arduo trabajo, el agua comenzó a llegar al pueblo. La algarabía era indescriptible, se sacrificó los pocos animales adultos aún quedaban para organizar una cena, se preparó chicha en base a quinua y maíz que se trajo de comunidades vecinas. Los hombres y las mujeres bailaron diferentes danzas y cantaron alrededor de algunos leños encendidos cuando ya la noche asomaba. Pocos se percataron de que Hayna Rumichi no estaba por los alrededores, debe estar agradeciendo a los Apus el haberlo ayudado a encontrar solución al problema del agua, dijo Mama Micay, ese indio sabio e inteligente no desechará la mano de nuestra hija, tenlo por seguro Tayta. El curaca la escuchó con atención y siguió bebiendo chicha y masticando un amasijo de coca. La hija del curaca lucía sus mejores ropajes, el indio sería su marido no era mal parecido, pero sobre todo el atraía la idea d que siendo la esposa de Huayna Rumichi sería la mujer más envidiada y adinerada de Vilcapanaca, estas indias se jalarían los pelos de envidia, pensó la hija del curaca lanzándole  las muchachas una mirada despreciativa.

Al otro día, día de la entrega de la mano de Tina Súmac, el pueblo se reunió en la única plazoleta del pequeño pueblo. Cerca  aun cerro vecino, Pikillaqta, en compañía de unos perros, observaba con el rostro petrificado por la rabia y la envidia; sus hombres se habían marchado ya, humillados y derrotados. Cuando Huayna Rumichi apareció, los indios dejaron de cantar y los pincullos y pututos detuvieron sus armónicos sonidos.

-           Si yo hubiera ganado el amor de vuestra hija por méritos brotados del corazón aceptaría casarme con ella, noble curaca, pero no lo aceptaré de esta manera. He ayudado a tu pueblo como lo hubiera podido hacer con cualquier otro que se hallase en tal situación. Es todo cuanto tengo que decirte.
El curaca abrazó a Huayna Rumichi y le agradeció en nombre de su pueblo por su valentía y bondad. Cuando vio que su rival se había marchado, Pikillaqta dio rienda suelta a sus poderes de brujo maléfico, podrás derrotarme en bondad, Huayna Rumichi, pero nadie vence a Pikillaqta en hacer daño, y daño tendrán esos hombres por haberse burlado de Pikillaqta. Su piel se rascarán hasta hacerse sangrar y sobre sus llagas estas pulgas sus huevos pondrán, y así se rascarán hasta que el hueso vea el aire. Las pulgas enviadas por Pikillaqta cayeron sobre el pueblo como nubes de langostas voraces, zancudos molestosos, dijeron alguno pobladores en la noche oscura, mientras despertaban rascándose piernas, manos, brazos y hasta el rostro. Una epidemia de llagas, vómitos y fiebre atacó a los comuneros en los días que siguieron. Habría que abandonar esta tierra, dijo el curaca, después de haber sepultado a su mujer y a su hija a causa de las pulgas. Maleficio de ese Pikillaqta ha traído desgracia a Vilcapanaca, huyamos antes que no quede ningún comunero vivo.  Los Vilcapanaca se refugiaron en un valle a cientos de kilómetros de aquel pueblo ocupado ahora por las pulgas. Todo viajero que pasaba cerca de lo que fue Vilcapanaca era advertido de no acercarse a ese pueblo infectado.  Ese Pikillaqta, “Tierra de pulgas”, decían, quien entra ahí sale loco de tanto rascarse.

Wolfsschanze, abril 2009.






EL VECINO DEL HORTELANO

Acostumbrado a saltarse el muro que separaba su casa de la de su vecino, un sinvergüenza se apoderaba de la fruta que en el huerto del hortelano abundaba. Para ello, el hombre descendía desde lo alto de la tapia aprovechándose de las fuertes ramas de un peral las cuales usaba a manera de escalera. Una mañana, en que el hortelano se disponía a podar el peral, el ladronzuelo vio en aquel acto peligrar su vía de acceso.

- No, vecino, dijo el facineroso, matará usted al pobre árbol, eso sería como arrancarle un brazo a un ser humano.  Además esas ramas se ven tan bellas.
Convencido por la locuacidad del ladrón, el hortelano decidió no perseverar en su intención.

- ¡Vaya!, Díjose el peral, cómo no va a ver mis ramas bellas, cuando lo único que busca el sinvergüenza, es treparse por el muro y luego encaramarse con ellas.
Fue entonces que haciendo un gran esfuerzo, el peral dejó caer una de sus ramas más gruesas la cual impactó en la cabeza del ladrón provocándole una profunda escisión en el cráneo.

- Ya ve, vecino, dijo el hortelano, lo peligroso que son esas ramas.
Y el peral fue podado.

Wolfsschanze, enero 16 del 2001.





LA SOGA

Habiendo caído en desgracia, un campesino no pudo seguir sembrando la tierra, provocando con ello la furia del rey, dueño de toda la región.  El hombre, acompañado de su hijo, se acercó hasta el castillo donde habitaba el monarca.

-      Mi señor, dijo el campesino, me postro de rodillas ante ti suplicando tu comprensión.  La muerte de mi mujer ha cubierto mi corazón de pena tan grande que durante mucho tiempo no  pude tomar el arado, pero ahora, ya recuperado en algo mi ánimo, te ruego me permitas retomar mi trabajo, pues, sino, yo y mi pequeño hijo moriremos de hambre.

-      Lárgate de mi presencia, vago infame, tronó la voz del rey.


El campesino se  puso de pie y con voz solemne, replicó:

-Sois el poder en esta región, pero no es digno de ti que me llames vagabundo cuando tantas veces te he servido con lealtad y honradez.

Al ver que el campesino no daba señas de marcharse, y ya con el ánimo contrariado, el rey tomó una soga y le dijo al campesino, cuyo pequeño hijo se había aferrado a las piernas de su padre temeroso de aquel hombre de voz grave que sobre la cabeza llevaba una diadema de oro reluciente.

-      No te daré un arado, lo que te daré es esta soga, a ver si de algo te sirve.

El campesino cogió la soga y la acercó a su pecho.  Luego, antes de marcharse, con voz rencorosa dijo al rey.

-      Sí, la llevaré conmigo, pero que no te quepa la menor duda que algún día te la devolveré.

Las estaciones se sucedieron y el buen clima trajo prosperidad al rey, pero no por ello el insensible monarca trató de ser más gentil con sus súbditos, por el contrario se fue volviendo más exigente con ellos a medida que crecía su ambición.

En tanto, el campesino  despreciado por el rey había trajinado junto a su hijo por varios lugares desempeñando diferentes oficios: carpintero, avituallador, cerero, especiero, vinatero, portero y hasta de aguador, pero todos aquellos trabajos eran inestables y lo que ganaba sólo le alcanzaba para comer él y su hijo.  Un día el campesino llegó al sucucho que compartía con su hijo y le dijo:

-      No me gusta nada el trabajo que he conseguido, mas  es lo único disponible que he podido encontrar, hijo mío.

Pero llegó el momento en que el mal tiempo se ensañó con aquel reino de injusticia.  La falta de lluvia trajo consigo una sequía como jamás se hubo visto en las tierras del rey.  El monarca enfurecido, culpaba a sus súbditos de la mala suerte que lo aquejaba.  Años más tarde, empobrecido y sin poder alguno, anduvo deambulando de región en región, mendigando algún bocado que llevarse a la boca.  Nadie, quizá por el recuerdo de haber sido un rey malvado, se dignó a brindarle ayuda.  Desesperado, el rey robó unas joyas a unos comerciantes a quienes asaltó en un camino.

Atrapado a los pocos días, el rey fue llevado a prisión y condenado  a muerte.  Ya en el cadalso y a punto de ser ahorcado, el rey pidió al verdugo una última voluntad.

-      Sí, por supuesto, contestó el hombre enmascarado sin preocuparse por saber cuál sería la petición del rey.

El verdugo se sacó el paño negro que cubría su cabeza y tomando la soga que tenía entre sus manos, la anudó en el cuello del condenado diciéndole:

-Te devuelvo la soga que me diste, y cayó la trampa.

Wolfsschanze, enero 5 del 2001.




domingo, 14 de noviembre de 2010

LIBRO EL CABALLO DEL REY





ESCRITO SOBRE LA ROCA

Viajaban dos hermanos por el desierto, luchando contra las inclemencias de las tormentas de arena, la falta de agua y el sol abrasador.

- Si no encontramos un oasis pronto, nos vamos a cocinar. Maldita sea nuestra suerte, dijo Yamir, el hermano mayor.

Bahur, el menor, lo escuchaban rezongar a cada instante.
- Con tres mejores maldiciones no mejorarás nuestra situación, hermano, decía Bahur con voz serena.

Bahur, mientras avanzaban sobre los camellos, pensaba en la grandiosidad del sediento; la arena, las rocas, los cactos y el calor daban al paisaje un ambiente silencioso y pacífico.

- Sólo el viento es capaz de moldear una belleza como aquella, dijo Bahur señalando una inmensa arena que elevaba su cima con gran majestuosidad.

Yamir lo miró con rabia.

-  No te doy un porrazo por no bajarme de este estúpido camello. Sólo tú puedes ver belleza en este infierno.

A medida que avanzaban el calor se iba poniendo más fuerte. A lo lejos, la pulida superficie de los guijarros emitía un brillo amarillento.

- Todo parece ser agua en este endiablado desierto,     Yamir.

Al caer la tarde llegaron a un oasis donde algunos nómadas daban de beber a sus ovejas y cabras antes de seguir camino.

- Bebed todo lo que podáis, no encontraréis agua en varios     de camino, dijo un beduino a Yamir. Aquí hasta los animales se mueven únicamente en el fresco de la noche, la madrugada o la tarde.

Molestado por una cabra. Yamir reaccionó violentamente contra el pastor de la manada. Bahur trató de calmar los ánimos, pero su hermano le aplicó un golpe en el rostro.

Después de abandonar el oasis y avanzar uno kilómetros, Bahur descendió del camello y escribió sobre la arena. “Tengo un moretón en la mejilla, mi amado hermano me dio un fuerte golpe”.

Yamir, algo avergonzado, no hizo ningún comentario y ambos hermanos siguieron camino.
- No creo que haya un lugar en la tierra fuera del desierto, en que la arena y el viento tengan una acción recíproca realmente libre, sin estorbos materiales; esto es grandioso realmente, dijo Bahur secándose el sudor que mojaba su rostro.

Yamir se limitó a escucharlo, sin proferir sus acostumbrados gruñidos.

Llegados a un inmenso Oasis, ambos hermanos decidieron darse un baño. En un descuido, Bahur, que no sabía nadar muy bien, comenzó a ahogarse. Yamir no vaciló en ir tras el hermano y lo salvó de una muerte inminente.

Nada se dijeron durante la noche. Al otro día continuaron su camino. El fresco del socaire les había devuelto las energías. Después de unas horas de camino, Bahur divisó una roca, descendió del camello y corrió hacia ella. “Mi hermano amado me salvó de morir ahogado”.

Yamir quedó pensativo, pero guardó silencio.
De regreso, en casa de sus padres, Yamir preguntó a su hermano por qué había escrito en la arena y luego de la roca.

- Tu reacción iracunda te llevó a golpearme; pero sé que en tu sano juicio no lo hubieras hecho, por eso lo que puse en la arena ya debe haber sido borrado por el viento del olvido y el perdón. Después, ya calmado, me viste en peligro y no dudaste, aún a riesgo de su vida, en salvarme. Eso fue grandioso para mí, por eso lo grabe en la roca que perdura en la memoria donde ni el viento ni la lluvia podían borrarlo. Es la roca del corazón que ama.

Esa noche Yamir soñó con la grandeza del desierto; en el horizonte veía el rostro sonriente de Bahur.





EL CABALLO DEL REY

I

Paseaba un monarca por el campo en compañía de su séquito cuando de improviso apareció un perro que comenzó a ladrar furiosamente.

La cabalgadura en que se encontraba el rey se espantó, tumbando a éste para asombro de todos.

-La herida es muy grave, dijo el médico del rey.

El dueño del perro, un humilde pastor, se alarmó al oír la nefasta noticia y trató de huir, pero fue apresado en el acto.  Como era de suponer, el rey ordenó que fuera torturado y que después se le cortara la cabeza.

-Pero por qué me van a condenar si el perro no tuvo la culpa, dijo el pastor consternado. Sino que se lo pregunten al caballo quien me lo dijo ayer.

Todos los acompañantes del rey miraron al pastor con extrañeza.

-Estás diciendo que el caballo del rey te habló para decirte que tu perro era inocente, preguntó el chambelán.

El pastor asintió con la cabeza.

-Y tú crees que el rey se va a creer tamaña mentira, sucio bellaco, gritó el bufón del rey.

-Sólo cumplo con decir lo que el caballo me ha dicho, señor mío, contestó el pastor con voz sumisa.

Ya ante el rey, el pastor dijo:

-No digo más que la verdad, señor, pero necesitaré de por lo menos un año para adiestrar al caballo para que hable frente a otras personas, pues, pues parece que es muy tímido.

El rey, quien se hallaba bastante delicado, accedió a la petición del pastor.
-Soy el único que puede revocar o hacer ejecutar tu sentencia.  Te daré un año, ni  un día más y de no cumplir con tu parte, te cortaré el pescuezo yo mismo.

-Lo que sea vuestra voluntad, mi señor, contestó el pastor.


II

El pastor fue bien atendido, disfrutó de buena comida, una buena alcoba y personal de servicio a toda hora.  Todas las mañanas se le veía partir al campo montado en el caballo del rey y regresar muy entrada la tarde con un apetito feroz.

Luego se echaba a dormir para levantarse al otro día muy temprano.

Cuando el rey, cuya salud empeoraba cada día, lo llamaba a sus habitaciones para ver cómo marchaba el asunto del caballo...

-Vamos en progreso, majestad, contestaba el pastor.

Los meses fueron pasando y la salud del rey desmejoró considerablemente, al punto, que mandó llamar al pastor con suma urgencia.

-Me estoy muriendo, han pasado once meses y tres semanas y no he visto resultado alguno, dijo el monarca.

-Resista por favor, majestad, dijo el pastor casi sollozante.  Ya falta muy poco para que vuestro caballo os hable.  No se muera sin que él se despida de usted.

El rey sonrió y se quedó dormido.

Un día antes de cumplirse el año, fecha prevista para la ejecución del pastor, el rey murió víctima de una dolencia provocada por la caída sufrida.  A los pocos minutos el pastor ingresó en los amplios salones del palacio gritando:

-Ya está listo, el caballo ya está listo.

El séquito del rey en pleno, acudió presuroso a espectar aquel caso insólito
-El rey ha muerto y ya no podrá oír lo que su caballo tenía que decirle, pero de todas maneras tenemos curiosidad por oírlo, dijo el chambelán.

-¡Oh! No, no puede ser, un año perdido, todo mi esfuerzo para nada
El chambelán y el bufón del fallecido rey se miraron como interrogándose “Y ahora qué hacemos. El rey ha muerto y sólo él podía condenarlo”

-¿Y no es posible que escuchemos lo que el caballo tiene que decir? preguntó el bufón.

-¡Oh! No señor mío, lo siento mucho pero eso no puede ser,  el sólo quería hablar con su amo, dijo el pastor señalando al caballo.

Ya de vuelta con sus ovejas, un amigo del pastor le preguntó:

-Pero eso de que hablara el caballo iba a ser un imposible.

A lo que el pastor contestó:

-Existía la posibilidad de que en ese año el rey o yo, o el caballo muriera o en el último caso, de que el caballo hablara.  Eran cuatro probabilidades contra uno.  Como ves, cuando me enteré de que el rey había sufrido una herida muy grave, se me ocurrió lo del caballo para salvar el pellejo.

Casma, octubre de 1996.







CADENA DE SUEÑOS

Para Milagros Mora



Se detuvo ante el escaparate que mostraba a la bailarina que giraba como una pequeña peonza y recordó la cajita de música que su padre le regalara cincuenta años antes. Era entonces la niña mimada a quien todo se le daba. Ser hija única tenía sus ventajas. También evocó a su padre en el sanatorio, “algo no andaba bien en su cabeza”, dijo su madre.

-      Taxi, gritó un hombre desde su coche amarillo.

Ignoró el llamado y siguió a paso lento su camino. Cuando entró en la
Tienda notó que no había nadie. “Es temprano”, se dijo. El tendero leía el “Washington Post”, mientras daba unas bocanadas al Marlboro. Recorrió los estrechos pasillos llenando la canastilla de mano. Cereal, galletas, café instantáneo, leche descremada.

Siempre olvidaba algo y tenía que recorrer las calles de la Quinta Avenida, la mayoría de las veces atestada de gente apurada.

-      No intente hacer nada o le vuelo la cabeza.

Se alarmó. Miró entre unas cajas de galletas y vio al tendero con los brazos en alto. Un hombre de traje negro lo apuntaba con un arma. Se sintió aterrada. Era un asalto no había duda. El hombre hurgaba en la caja registradora. El tendero estaba temblando en el suelo, boca abajo, inmóvil como una estatua de hielo. Se agazapó en un rincón. Un tarro de jalea cayó y rodó unos metros. Se sobresaltó. Su corazón latía agitadamente. Más aún cuando el asaltante la vio arrinconada como un gato. Sus ojos se fijaron en aquel extraño como implorando.

 El hombre del traje negro colocó el arma en ristre y disparó. Se desplomó dejando caer el contenido de la canastilla cuya asa sujetaba fuertemente. Una oscuridad total la embargó.
-      ¡Ah! gritó agitada.

Miró a su alrededor y vio su habitación como la veía todos los días cuando despertaba.

Estaba sentada  en su cama.

Vio la canastilla y la soltó horrorizada. Todo en su mente era una confusión. Algo recorría su vientre llegando hasta el muslo derecho. Palpó con su mano izquierda y notó un líquido rojo y viscoso.

Es sangre, pensó. Su confusión fue mayor. En el baño, con una gasa, pudo contener el flujo que se  mostraba incontenible. El proyectil no había dañado ningún órgano interno. Eso parecía y eso la tranquilizaba.

Se vistió como pudo. Bajó los tres pisos y, ya en su carro, enrumbó hacia una clínica particular. Es el lugar más cercano y seguro, pensó. Además nadie le preguntaría nada sobre lo ocurrido. ¿Y qué podría contestar?, pensó.

¿Qué es lo que ocurría?

Cuando despertó, se sentía mareada. La anestesia, le dijo el médico. Estaba tendida en una camilla. Una enfermera la miró escrutadora.

Tomó la receta que el médico le dio y la guardó en su bolso. Duerma un poco, después hablaremos, le dijo el doctor. ¿Y qué podré decirle?, pensó. En un descuido logró salir de la clínica sin ser vista.

No se sentía con ganas de manejar.

Caminó a través de unas calles desiertas en busca de una farmacia.

De repente miró hacia la acera de enfrente y vio a su madre que le hacía señas. Llevaba el vestido de flores con que fue sepultada. Parecía querer decirle algo. Así como apareció se esfumó. Sintió una profunda tristeza. Caminó unos pasos, y vio salir de un edificio a tres hombres. Uno llevaba camisa de fuerza y era casi arrastrado por los otros dos. Ambos vestían de blanco, como aquellos que atendían en el sanatorio donde su padre estuvo internado hasta sus últimos días. Papá, gritó. El hombre de la camisa de fuerza la miró y movió la cabeza de un lado a otro. La visión se le nubló y los hombres desaparecieron. Se detuvo. Buscó a su madre y a su padre. Esto no es real, pensó. La risa de unos niños que pasaron al lado de ella la reanimaron. Vio esos rostros inocentes y recordó una imagen del pasado. Una pareja iba detrás de los niños. Parecían ser los padres, iban de la mano, mirándose con la sonrisa con que suelen mirarse las parejas que se aman.

Es él, no cabe duda, pensó. El hombre que había amado toda su vida y a quien creía muerto pasaba a su lado como si ella no existiera. Esos niños, dijo casi sollozando.

Encontró una farmacia lindante con un terreno baldío. Entró, dio la receta a la intendente y esperó. La espera se le hizo larga. Sentía un ardor en la herida y un ligero mareo. Recibió la bolsa con los medicamentos.

En ese momento vio que un hombre entraba. No le costó reconocer al hombre de traje negro que le había disparado. Asustada corrió hacia la puerta trasera y salió. No se detuvo hasta llegar a una callejuela. Llovía tenuemente. Buscó ayuda, pero las calles estaban desiertas. Qué extraño, pensó. Cuando miró alrededor con la esperanza de encontrar a alguien vio al hombre de traje negro que venía hacia ella con paso ligero. Tomó un callejón y trató de correr, pero el dolor y los rezagos de la anestesia  se lo impidieron. En su alocada huida tropezó con una piedra y cayó. Los medicamentos se desperdigaron. Trató de juntarlos, pero el hombre ya le había dado alcance. Cuando le apuntó con la pistola ella cerró los ojos. El fogonazo retumbó en la estrecha callejuela y la mujer cayó de espalda.

La visión se le fue nublando hasta quedar en una cerrada oscuridad.

-      ¡Ah!, gritó. Casi ahogada por la agitación.

Se vio tumbada en su cama. La habitación permanecía inmutable. Se sentó con gran dificultad. Su ropa estaba húmeda. Unos medicamentos con los envases casi mojados estaban sobre el cubrecama. Esto es una locura, se dijo. Quiso bajar de la cama pero un dolor intenso sumamente agudo se había sumado al interior.

Ahora sangraba del lado izquierdo.

Colocó su índice derecho en la herida y pudo contener en algo la hemorragia. Pensó que estaba muerta, luego que soñaba, luego que se había vuelto loca, luego ya no sabía qué pensar. En el baño buscó un poco de gasa, pero no había. Vio el envase vacío con huellas de sangre en el tacho de basura y recordó la herida anterior, colocó una pequeña toalla en la herida, la ajustó con un cinturón.

Se colocó un abrigo encima y salió.

Busco el coche en el estacionamiento y recordó que lo había dejado en la clínica. Ese hecho la confundió más. Su mente era un marasmo de contradicciones y suposiciones que no tenían sentido alguno.

Tomó un taxi y pidió que la llevaran al hospital más cercano.

-      Sabía que necesitaría un taxi, dijo el chofer, esbozando una maquiavélica sonrisa que ella vio como una mueca en el espejo retrovisor. Recordaba esa voz.

A los pocos minutos descendió ante las puertas de un hospital donde un par de enfermeros la llevaron en una camilla. Un médico con mascarilla le guiñó un ojo y le dijo: No se preocupe, todo va a salir bien. Cuando despierte verá que todo no es más que un sueño. Sí, un sueño, repitió ella en un susurro. Las luces del quirófano se fueron diluyendo poco a poco.

-      Tome esta pastilla para que duerma un poco, lo necesita.

Miró al médico sin poder articular palabra alguna. El dolor, la anestesia, el cansancio y la incertidumbre eran demasiado.

El médico le dijo que unos policías querían interrogarla, pero que lo harían después. Mientras dijo esto le mostró una bala y le señaló el abdomen. Le dejó entrever que había otro orificio de entrada que aún no cicatrizaba. Ella permanecía muda. Cómo explicar lo inexplicable. Cuando el médico abandonó la habitación arrojó en la escudilla la pastilla, se quitó el apósito de la frente y con dificultad y con mucho dolor se bajó de la cama. Miró por el visillo de la puerta y vio a unos policías sentados, bebiendo café y leyendo el diario.

Se vistió como pudo y salió por una puerta que daba a un almacén de limpieza. Allí espero unos minutos y, a la primera oportunidad, salió provista de un uniforme de limpiadora. Ya en la calle deambuló como un velero a la voluntad del viento. Sentada en una banca contempló el parque en toda su extensión.

Árboles, plantas, parterres, almácigas y macizos, todo le parecía irreal. Los globos de sus ojos, enrojecidos y vidriosos, parecían a punto de estallar. Un ligero temblor se apoderó de su cuerpo. Debe ser la anestesia, pensó. Vio a su alrededor. Solo vio al hombre que limpiaba el parque. Se le veía ocupado, llevando un carruaje abarrilado lleno de hojas y ramas recién cortadas.

Terminaré en un sanatorio como mi padre, pensó. Tal vez sea algo de aquí dentro.

Se había tocado la cabeza, algo no andaba bien ahí. Un ruido como un tintineo se apoderó de su mente.

Al comienzo ni lo noto, pero poco a poco se fue haciendo más evidente, como una estrella que brilla en el héspero y que a medida que oscurece se hace más brillante.

Cuando el ruido se hizo un chirrido se llevó las manos a la cabeza y recordó el grito de Munch. Ya no era un puente sino la banca de un parque donde ese ser solitario y enloquecido era víctima de un destino confuso y horrendo. Cerró los ojos un instante y cuando los abrió vio esos zapatos que habían seguido sus pasos y vio ese traje negro que parecía una sombra que la perseguía y ese rostro impenetrable que asomaba otra vez como una pesadilla interminable y vio por última vez el arma que le apuntaba y que en un instante último era detenida por una voz de ¡alto! El hombre del traje negro se volvió rápidamente y vio al policía descender de la patrulla portando un arma que parecía apuntarle al pecho. Suelte el arma, gritó, pero el hombre del traje negro giró y quiso dispararle, el policía fue más certero y el hombre cayó al piso al pie de esa mujer que no volvería a ver nunca más porque ahora el que despertaba era él, en una cama, en una habitación solitaria y con una profunda herida que sangraba incontenible.

Wolfsschanze, setiembre / noviembre 2013.






TRES CALAVERAS

La inteligencia que Dios les había dado no quisieron aprovecharla para transitar por el camino del bien. Eran ociosos y descubrieron que se podía vivir cómodamente a costa de los otros.

-      El mundo está lleno de incautos, es cuestión de encontrarlos y echar mano de ellos, dijo Tirio.

-      Palabras sabias, amigo. ¿Sabes cuanta gente anda por ahí con su dinero en la mano pidiendo que lo estafen?

Esa era la voz de Adso, el más joven de los tres rufianes.

-      Lo que es yo, como buen hijo, seguiré el camino de mi padre. Pienso hacer una fortuna timando a la gente y después me retiraré a disfrutar de lo ganado, dijo Antón, el mayor de todos.

-      Pero tu padre murió en la cárcel, amigo, dijo Adso.

-      Yo no cometeré los mismos errores. Eso es todo, ahora, a trabajar se ha dicho.

Transitaron durante dos días por una campiña donde los campesinos se rompían  el lomo trabajando en las tareas de labranza. En la puerta de una vieja casa de madera encontraron a una muchacha, joven y desgreñada, que separaba el trigo de las mieses.

-      No tienes, buena muchacha, un trozo de pan para estos tres necesitados que andan hambrientos por la vida, dijo Antón.

-      Claro que sí, esperad por favor.

La muchacha regresó con una hogaza de pan y se las entregó.

-      ¿Di dónde y vienen y a dónde van?, interrogó la muchacha con timidez.

Antón se dio cuenta que era una muchacha ingenua, sin educación y que sería fácil aprovecharse de su condición.

-      Venimos del cielo, San Pedro nos ha dado permiso para regresar a la tierra y ayudar a la gente buena como tú, muchacha.

-      ¡Oh! Qué suerte la mía. Hace unas semanas mi prometido tuvo un accidente en la noria y murió a los pocos días. De repente lo conocen, se llama Guillermo.

Antón se rascó la barbilla y miró a los otros granujas con picardía. “Si esta estúpida cree lo que le hemos dicho nos creerá cualquier cosa”, murmuró Antón a los otros dos.

-      Te agradecería que me dieras algunas señas sobre él, hay muchos jóvenes que han llegado en estos últimos meses, dijo Antón.

-      Es alto, guapo, ojos azules, cabello castaño, ¡ah!, eso sí un hombre muy gastador. Era un manirroto que despilfarraba el dinero sin control alguno, creo que por eso mi padre no lo quería, dijo la muchacha.

Los tres bandidos intercambiaron algunas palabras en voz baja. Luego Adso, que era el más locuaz de los tres, le dijo a la muchacha.

-      Ya sé quién es. Pero tengo una buena noticia que darte, tu Guillermo ha cambiado totalmente, el poco dinero que tiene lo gasta con frugalidad y comparte sus alimentos con los pobres.

-      Qué feliz me haces con esas palabras, dijo la muchacha casi sollozante.

-      Pero, hay un problema, muchachita. Sus reservas de dinero se le están agotando y dentro de poco pasará hambre, pues, no tendrá dinero para comprar sus alimentos; dijo Adso.

La muchacha quedó pensativa.

-      Y ahora que escasean las gallinas, los huevos han subido, la huelga de las vacas ha generado un caos y la leche está carísima, el trigo no da lo suficiente y encontrar un pan es más difícil que hablar con San Pedro, dijo Tirio.

-      No sigáis, por favor. Esperad, dijo la muchacha y entró a la casa.

-      La tonta mordió el anzuelo, muchachos, ahora sólo hay que esperar, dijo Tirio.

La muchacha regresó con un atado de ropa, dos pares de zapatos y una hucha llena de dinero.

-      Aquí hay dinero suficiente para que viva cómodamente durante un año. Llevadle también esta ropa seguro que hay noches que hace frío y …

-      Que no se diga más, esto es lo que se llama una mujer de buen corazón, todo un ser abnegado. Ten por seguro que le hablaremos a San Pedro de ti, para que cuando Dios te llame a su reino, te reciba con gran algarabía, dijo Antón.

Cuando se alejaban, Adso regresó a donde estaba la muchacha.

-      Dime, buena mujer, no tendrás por ahí un poco de vino y algo de queso. Bajar del cielo requiere mucho esfuerzo y más se necesita para regresar.
La pobre chica entregó una garrafa de vino hasta el tope, un buen gajo de queso y una pierna de jamón.

-      Si esperan unos minutos, mi padre que es minero, seguro que os dará una buena cantidad de oro para que le llevéis a mi pobre Guillermo. Si bien no simpatizaba mucho con él, ahora que se entere que ha cambiado se pondrá muy contento. Quizá hasta les preste su burro para que puedan regresar al cielo, dijo la muchacha.

La oferta era tentadora, pero el riesgo era fatal, eso lo sabían esos tres calaveras.

-      Lamentablemente la trompeta de San Pedro está sonando y debemos regresar, así que adiós y gracias por todo, niña.

-      Pero yo no escucho ninguna trompeta, dijo la muchacha.

-      Es que no tienes los oídos de los difuntos, querida, cuando mueras la escucharas, estate preparada, y ahora, adiosito.

Más rápido de lo que sale un zorro de un gallinero con su presa, los tres facinerosos se marcharon de ahí.

A los pocos minutos regresó el padre de la muchacha.

-      Hija, vengo agotado y hambriento.

Le daré de comer al burro, pues, como verás, vengo con dos buenas talegas cargadas de oro. Prepárame pan, queso, jamón  y vino, para darme un atracón.

La muchacha contó a su padre lo de los tres angelitos venidos del cielo.

-      Maldita sea, qué bruta eres, no te das cuenta que te han engañado; gritó el hombre al borde de un colapso.

-      ¿Por dónde se fueron?, preguntó el padre.

La muchacha señaló el sendero por donde los vio irse. Montado en el burro, el hombre partió tras ellos.

En tanto, los tres sinvergüenzas comían las vituallas que la muchacha les había dado. Un viejo florista trabajaba en el cuidado de un campo de margaritas, girasoles y azucenas cerca de ellos.

-      ¡Eh!, buen hombre, bebe un poco de vino, toma, le dijo Antón.

-      Eso llamo yo un corazón generoso, dijo Adso en son de broma.

-      Para el que convida no hay mala comida, dijo Tirio.

El viejo aceptó de buena gana. Cuando contaban el dinero sacado de la hucha, sintieron el roznar de un burro.

-      Que el diablo nos proteja, dijo Antón.

-      Buen hombre, dijo Antón, te ves cansado, dame tu azadón, tu regadera y tu ropa, yo haré tu trabajo. Anda con mis amigos a descansar tras esos matorrales.

A poca distancia se veía al padre de la muchacha, llevaba un látigo en la mano y en el rostro unas ansias tremendas de descargarlas en los truhanes que habían engatusado a su hija.

El florista aceptó de buena gana.

-      Hoy es mi día de suerte, dijo.

Antón se puso a regar las flores. Cuando llegó el padre de la muchacha, lo interrogó.

-      Dígame, ¿no ha visto pasar por aquí a tres hombres?

-      Sí, se han ido por este camino, no hará más de media hora.

Llevaban pan, queso, vino y una apetitosa pierna de jamón. Creo que en una bolsa tenían ropa, ya deben estar por esa loma que se ve allá, donde terminan los campos de flores.

-      Gracias, buen hombre, en mi burro me será fácil alcanzarlos en poco tiempo y entonces les daré un buen escarmiento, dijo el minero emocionado.

Antón vio que algo brillaba en las bolsas que había en el burro. “Pero si es oro”, pensó. Casi se desmaya de la emoción.

-      Señor, si usted atraviesa el campo con este burrito se maltratarán las plantas y el dueño de este floral me castigará,  creo que he sido generoso con usted. ¿No querrá hacerme daño, verdad?

-      Diantre, ¿y ahora qué hago con el animal?

Era lo que Antón esperaba que el hombre dijera.

-      Debo estar aquí un par de horas por lo menos, no sería molestia para mí cuidar de este animalito de Dios.

-      Sois pura bondad, amigo, aquí te dejo al burro.

A pie, bajo el ardiente calor, anduvo buscando el padre de la muchacha a los tres bribonzuelos. Recorrió todos los caminos imaginables, subió y bajo siete lomas, dos ceros y una montaña y no encontró ni rastro de los tres muchachos. Agotado, hambriento y desalentado, regresó al lugar donde había dejado al florista y a su burro. Sólo entonces se dio cuenta que lo habían engañado como lo habían hecho con su hija.

Humillado y cariacontecido regresó a su casa.

-      ¿Y qué fue, padre, lograste darles su merecido a esos canallas?, preguntó la muchacha.

-      ¿De qué canallas hablas, muchacha?

Eran tres ángeles, hija mía, tres ángeles venidos del Paraíso, mi pequeña. Les obsequié mi burro para que no tuvieran que caminar tanto. Dicen que los caminos al cielo están muy difíciles hoy en día.

-      ¿Y el oro?, preguntó la muchacha.

-      El que da su oro antes de la muerte, abre las puertas de la suerte, hijita, dijo el minero.

Esa noche, mientras la muchacha dormía, el minero se daba de cabezazos contra todo poste o columna que encontraba en el establo mientras maldecía  a la muchacha, al burro, a los tres bribones y al prometido de su hija, causante de todo ese embrollo.


Wolfsschanze, diciembre 2013.