GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

viernes, 11 de marzo de 2011

LIBRO PUCCURE



LA DAMA DE NIEVE

Para Charo Murriel


A pocos kilómetros de la ciudad de Casma se encuentra Condorarma, una especie de paraíso enclavado en una enorme quebrada donde los cerros parecen acariciar la nubes y, en donde las frías noches de invierno, las aguas del río Sechín amenazan con inundar los campos, pero este raro fenómeno de la naturaleza sólo acontece cuando los rayos de la luna caen verticalmente sobre una zona de cultivo, toda ella rodeada de suntuosos y bellos naranjos, llamada desde los tiempos de don , donde las Federico Murriel Dueñas, su primer propietario, Cocopoto.  En este lugar paradisiaco, donde las aguas del río parecen que emitieran unos sonidos guturales de llamado, un llamado seco y mortecino que algunos vecinos del lugar, osados a avecinarse a las aguas cuando el torrente se halla enfurecido, han traducido en un solo nombre.  Juan Pineda.


Cuenta la leyenda que este Juan Pineda, bandolero, abigeo y mujeriego, fue en una época el terror de los hacendados del lugar a quienes robaba no sólo sus cosechas y ganado, sino que a veces se llevaba (algunas no contra su voluntad) a las hijas o a las mujeres de hacendistas y estancieros.  Dicen también que fue una noche, en la que se celebraba la fiesta de la Virgen de Quisquis en que Juan pineda se cargó treinta sacos del mejor maíz de los graneros de don Roberto Céspedes Lomparte.


                No dejaré que ese sinvergüenza se salga con la suya.

Por orden del anciano, los hijos convocaron a más de una veintena de lugareños, de los más curtidos en seguir los pasos a salteadores de esa calaña.

                Al que me traiga los ojos de ese canalla, le daré la mano de mi hija.

Motivados hasta el delirio por alcanzar el amor de la muchacha más bella de todo Condorarma, los peones salieron en diáspora para cazar esa preciada presa.  De los veinte que partieron aquella noche sólo uno regresó, Amancio, un indio gigantesco de fuerza descomunal, capaz de tumbar una res y ponerla patas arriba, el indio era parco como una roca; los azotes que le propinó don Eloy no lograron arrancarle una palabra de lo sucedido.  Lo  único que se pudo esclarecer cuando lo encontraron deambulando como un aparecido por entre los naranjos de Cocopoto, eran las palabras que repetía como un autómata: la Dama de Nieve, la Dama de Nieve.


Cuando el indio murió años más tarde parecía una estatua de hielo; el médico que lo atendió movía la cabeza como un imbécil, sin poder explicar aquel extraño suceso.  El viejo Eloy fue a hablar con Emma, la mujer de Amancio.  La india dijo que no le había hecho ninguna confesión, pero que si quería averiguar algo fuera a buscar a Dalmasia, una vieja ermitaña que habitaba una casucha al final de una quebrada donde los cerros que rodeaban Condorarma se abrazaban como los enamorados. 

Nadie se había atrevido a acercarse a aquel inhóspito paraje donde vivía, según los campesinos del lugar, aquella bruja hechicera.  El odio que sentía por Juan Pineda y el hecho de que dos de sus hijos estuvieran entre los desaparecidos llevó al viejo Eloy hasta esos lares misteriosos.  Dalmasia, presintiendo que alguien se avecinaba, azuzó a sus feroces penas, vayan, pequeños, arrojen a ese intruso dijo la vieja abriendo la portezuela del aprisco donde dormían los canes.  Un fogonazo al aire puso a los animales en fuga; en el interior de la covacha, Eloy interrogó a la mujer.  El frío cañón de la escopeta en la sien derecha quebró toda resistencia.  Te volaré la cabeza y daré tus sesos a los perros, masculló con rabia.


Dalmasia contó que esa noche Amancio se había presentado en su casucha diciéndole que habían perseguido al bandolero hasta llegar al valle donde nace el Callejón de Huaylas.  Dijo que muchos de los hombres se resistieron a seguir en esa loca cacería, pues, las huellas de Juan Pineda se internaban entre las moles de roca y hielo que forman las cordilleras.

La vieja bebió un oscuro líquido que tenía en una botella mohosa y polvorienta y continuó con su relato. Dijo que Amancio les pidió que no siguieran, pero el recuerdo de la recompensa ofrecida los animó a seguir.  Se encontrarán con la Dama de Nieve, les había dicho.  Se rieron de él, lo llamaron indio cobarde y mentiroso.


Amancio los vio desaparecer entre unas orcas enormes.  Sin saber porqué, el indio los había seguido, siempre a una distancia prudencial.  Tras una hora de fatigada caminata, los vio detenerse frente a una gruta que se abría entre una ingente masa de hielo.  Una luz resplandeciente salía de aquella gélida cueva, donde la figura de una hermosa mujer de largos cabellos negros y piel de nieve aparecía en la entrada.  De sus ojos manaba, radiante, una clara luz de luna, similar a la que Amancio vio salir de la gruta.  Los hombres, deslumbrados por la belleza de aquella extraña mujer, dejaron sus armas y uno a uno fueron internándose en la cueva.


Aterrado, el indio observaba.  Al poco rato vio salir a los hombres, que más que humanos parecían unas transparentes estatuas de hielo, uno tras otros fueron escalando la empinada cuesta blanquecina de aquella montaña.  Habían  sido condenados a vivir eternamente en esas cumbres inhóspitas.


La Dama de Nieve es cruel, dijo el Amancio, un alarido, más que un grito, sacó al indio de su ensimismamiento.  Era Juan Pineda, quien cubriéndose el rostro con las manos, gritaba y maldecía a la mujer que, para retenerlo, le había arrancado los ojos.  Ojos que la Dama de Nieve tenía entre sus dedos.  Sangrantes aún, los ojos azulinos del bandolero, aquellos que habían hecho caer en desgracia a muchas mujeres, habían cambiado ahora de dueño.


El relato de la vieja ermitaña se vio interrumpido por un estruendo que bajada de la cordillera como un aluvión.


Eloy llamó a la vieja embustera.


                Tus historias no son más que una sarta de mentiras, tus maléficos no te llevarán ni al infierno.


Antes de que el hacendado pusiera los pies fuera de la casucha, la vieja puso frente a él los ojos del bandolero.  Colocados cuidadosamente en un frasco transparente, cubiertos por un líquido blanquecino, las esferas azulinas del desdichado bandido hicieron retroceder al viejo Eloy.


                La misma dama de Nieve me los entregó a su paso hacia Condorarma.  Iba tras los pasos de ese mal hombre.  A él también lo vi, trastabillando como un loco, huyendo de aquel espectro que lo había privado de la visión.


La vieja posó sus manos sobre las de Eloy. Vieja maldita, están heladas


 ****

Ajena a los cambios de temperatura, la enigmática mujer continuó su búsqueda, se sentía hechizada por ese hombre.  Rojizas llamas de amor habían encendido su corazón.  Lenguas de fuego, fruto del encantamiento amoroso, iban diluyendo su frágil piel que iba humedeciendo la tierra como cristalinas gotas de rocío. De qué celeste sueño me ha llegado el amor de este hombre, pensó, ya con el cuerpo algo debilitado.


Asustado, el viejo Eloy atravesaba las tierras que durante años sus ancestros habían cultivado.  Después de recorrer Cocopoto y a poca distancia de su caserío, el viejo se detuvo; estaba exhausto, las pernas, en esa noche de calor abrasante, les temblaban.  Apoyado en un árbol, sintió una corriente de aire frío que acarició sus brazos.  Un riachuelo que corría a sus pies llamó su atención, en todos los años que había pasado en esos hermosos parajes jamás se había percatado de aquella corriente de agua, que, casta y humilde, se mostraba tan vivida en aquellas horas en que la luna llena asomaba en todo su esplendor.


El sopor lo adormeció por un instante.  Al despertar notó que el riachuelo había crecido tanto que semejaba un pequeño río cuyo caudal iba en aumento.  Un suave cántico emergió entre la negrura de unos árboles por donde corría el agua.  Recordó unos versos que su madre canturreaba al pie de su cuna… “¡Hermosura del agua, que en su cauce retrata, sin temblores, el paisaje que en torno de ella vive deslumbrante de luz!”  Avanzó unos pasos y quedó paralizado, la Dama de Nieve estaba a pocos metros y, a sus pies, el cuerpo inerte de Juan Pineda yacía semicubierto por el agua de aquel extraño río que ahora lograba comprender de dónde provenía. 


La Dama de Nieve moría lentamente, uniéndose al hombre que había matado, arrastrándolo hacia el mar, como buscando la felicidad en la inmensidad del océano.


Cuando ya de ella no quedaba casi nada, el viejo Eloy vio pasar junto a sus pies el cuerpo hinchado y amoratado del temible Juan Pineda, aquel hombre que él había odiado tanto y que ahora, camino al infierno, aún tenía fuerzas para arrastrar consigo al causante de su desgracia.  El viejo comprendió en ese último instante que la muerte, algunas veces, no es un secreto de dos.

Casma, Agosto de 1987.






LOS ESTÚPIDOS DEL ZORRO

Preocupado por la poca caza que había en su territorio, un lobo abandonó su territorio y se dirigió a las montañas. Allí se encontró con un pequeño zorro que de inmediato reclamó sus derechos sobre esas tierras y de toda la caza que por allí hubiera.

-       Por qué he de ceder a tus requerimientos si yo también soy astuto como tú, reclamó el lobo.

El zorro no estuvo de acuerdo, por lo que se estipuló que si el lobo demostraba el ingenio que decía poseer, el zorro le permitiría quedarse y compartir la caza con él. Seguido de cerca por el zorro, el lobo comenzó sus acechanzas. Tras poco andar, encontraron a una mula con la pata atascada entre unas rocas.

-       Esta mulita tiene pinta de tener buena carne, dijo el lobo preparándose a darle una dentellada en el anca.
La mula lo detuvo, diciéndole:

-       Si fueras más astuto primero me ayudarías a sacar mi pata atascada para que puedas devorarme con comodidad.
Entonces el lobo ayudó a sacar la pata de la mula de entre las rocas y de inmediato recibió una coz en el hocico y la mula se fue tranquila y satisfecha.

-       ¡Vaya que si es estúpido el lobo!, pensó el zorro.

Aún con el dolor por efecto de la patada recibida, el lobo, seguido por el zorro, continuó su camino. Cerca a mi arroyuelo encontraron una enorme águila de cabeza blanca que trataba afanosamente de liberar una de sus alas presa entre unos arbustos.

-       Aunque no acostumbro a comer aves, esta amiguita no me vendría mal, pero primero tendré que sacarle las plumas.

El águila dijo de inmediato:

-       ¡Qué tonto eres, lobo! Si fueras astuto te darías cuenta que con mis alas puedo elevarte por los aires e introducirte en aquel redil donde hay tantas ovejas.

El lobo, que no se había percatado que ahí cerca había un corral donde balaban un gran número de ovejas, le dijo al ave:
-       Claro que lo había pensado, sólo estaba bromeando al decir que te comería.

Ya libre, el águila tomó al lobo y lo elevó hasta una altura  tal que el zorro lo veía pequeñito.

-       Adiós, amigo, dijo el águila soltando al lobo quiere en breves minutos se estrelló contra el suelo.

De no haber sido por unos matorrales que amortiguaron la caída, el lobo hubiera resultado muerto.

-       ¡Qué animal más estúpido!, dijo el zorro.
Arañado y magullado salió el lobo de los matorrales para seguir en su afanosa pretensión de demostrarle al zorro que también él era un animal astuto.

Luego de reponerse unos instantes, el lobo volvió a las andanzas seguido de siempre por el zorro. Casi al mediodía, ambos animales llegaron hasta una granja donde un gallo de vistosa cresta picoteaba unos granos de maíz. De un salto, el lobo se introdujo dentro del vallado donde estaba el plumífero.
-       Ahora, gallito, dijo el lobo apretándole el pescuezo al gallo, te voy a comer con mucho placer.

El gallo, logrando articular algunas palabras con dificultad, díjole al lobo:

-       Debes saber, señor mío, que soy un caballero y que por ello exijo morir con honor.

-       Pues, te será permitido tal honor, hijo mío, ya que yo también soy un caballero, dijo el lobo con voz ceremoniosa y desternillándose de risa.

El gallo pidió lanzar su último canto, en el cual puso todas sus energías, pues, sabía que de aquel canto dependía su vida. Atraídos por aquel inusual cacareo meridiano, los dueños del ave acudieron provistos de palos con los cuales dieron una feroz paliza al atrevido lobo.

-       ¡Pobre estúpido!, dijo el zorro mientras veía el lobo huir como una centella.
Luego de darle alcance, el zorro encontró al lobo lleno de moretones pero sin dar muestra de haber perdido el entusiasmo. En una pradera, encontraron a dos carneros que habían atascado sus cornamentas uno contra otro en su afán de decidir quién conquistaría el amor de una ovejita.

-       No se muevan, muchachos, así me los puedo engullir juntos a los dos, dijo el lobo preparando sus fauces para tamaño festín.

El carnero más grande, dijo al lobo:

-       Mira, amigo, somos mucha comida para ti, pero te proponemos que escojas a uno de los dos para que te des un buen banquete.

-       Y cómo sabré a cual me comeré, dijo el lobo.

-       Pues, muy fácil, dijo el carnero. Yo me iré a un extremo de la pradera y mi compañero al lado opuesto. Luego vendremos a toda carrera hasta aquí y estrellaremos nuestras cornamentas. Aquel que quede moribundo será tu almuerzo.

El lobo se sonrió mientras los carneros se alejaban rápidamente a tomar sus puestos de combate.

-       Hay que ser carnero para ser tan tonto, dijo el lobo riéndose. Creen que después de tal encontronazo alguno quedará vivo. ¡Ji, Ji, Ji!

Las figuras de los carneros se fue esfumando mientras el lobo se sentó en una piedra a esperar el duelo carneruno que nunca se dio, pues, aprovechándose de la ingenuidad del lobo, cada uno fugó por su lado.

-       ¡Cómo puedes haber animal tan estúpido!, dijo el zorro. Alejándose de aquel lugar donde el lobo movía  la cabeza de un lado a otro esperando que aparecieran los carneros.
A pocos metros de una madriguera, el lobo y el zorro divisaron a una liebre.

-       Se ve gordita esa orejona, dijo el lobo lamiéndose el hocico.
De dos brincos llegó hasta la liebre a quien cogió por las orejas.

-       Ahora verás, zorrito quién es el astuto, dijo el lobo dispuesto a comerse a la liebre.

-       Un momento, dijo la liebre. Sólo quisiera que me permitas llevar este hatajo de hierbas a mis pequeños que me esperan hambrientos en mi madriguera, luego podrás hacer lo que desees conmigo.

El lobo pensó que su fortuna había llegado, pues, pensaba comerse no sólo a la liebre sino a todos sus lebratos.

-       Está bien, pero no creas que soy tonto. Te acompañaré a tu madriguera y entraré en ella contigo, no vaya a ser que quieras escaparte.

De esa manera, la liebre entró en la madriguera seguida por el lobo quien se quedó atrapado en la entrada por ser esta muy angosta. Tal como había pensado que sucedería, la liebre dio de comer a sus crías mientras el lobo luchaba denodadamente por liberarse del aprieto en que se hallaba. Luego la liebre salió por otro agujero y luego de tomar una rama espinosa, comenzó a golpear al lobo, quien con la cabeza y las patas delanteras atascadas en la entrada de la madriguera, no podía evitar el castigo. El zorro tuvo que tirar fuertemente de la cola del lobo para sacarlo de su atascadero.

-       ¡Bah! Qué estúpido lobo.

El zorro comprendió que aquella tarea en la que estaba empecinada el lobo nunca terminaría y se marchó.





LA AMBICIÓN DEL DESEO

Perseguido por sus enemigos, mi príncipe árabe llegó hasta un desierto.

-       Debo arriesgarme, se dijo a sí mismo. Si me quedo aquí, ellos me matarán. No tengo otra alternativa.

Fue así como el monarca, desafiando las inclemencias del desierto, subió a su caballo y se internó en él. Sin agua y sin alimento alguno, no tardó en dar muestras de cansancio y debilidad. Ya agónico, escuchó una voz que le decía:

-       Ven, bebe de mi savia, eso calmará tu sed y tu hambre. También puedes darle un poco a tu caballo.

El príncipe cortó un trozo de corteza del tronco del árbol que le hallaba y calmó su hambre y su sed. Le llamó la atención aquel árbol que no había visto y lo atribuyó a su cansancio. Horas más tarde, una tormenta de arena lo obligó a detener su marcha. De nuevo el hambre y la sed habían hecho presa e él, cuando se volvió  escuchar una voz.

-       Ven, refúgiate en mí, y corta otra corteza para que tú y tu caballo puedan beber.

El hombre hizo lo que el árbol le dijo, pero quiso saber cómo hacía para estar en un sitio diferente al de la primea vez. El árbol no contestó y el hombre siguió su camino cuando la ventisca amainó. La escena se repitió tres veces más, y el hombre, ante el mutismo del árbol, no lograba saber cómo hacía este para trasladarse de un sitio a otro. En el último tramo, el árbol le dijo al hombre:
-       Bien amigo, ya has llegado al límite del desierto, ya estás salvado.

    Lo único que te pido en mérito a todo lo que he hecho por ti, es que me des agua de ese pozo que ves ahí si no bebo de esa agua moriré y ya no podré ayudar a otros como te he ayudado a ti.

El hombre miró el pozo y luego le dijo al árbol:

-       Sólo te daré el agua de aquel pozo si me dices cómo hacer para ir de un sitio a otro por este desierto.

Como el árbol se resistió a confesarse a las pocas horas murió. Pero antes de morir le había dicho al hombre:

-       Ingrato, has de sucumbir a tu ambición como yo sucumbí tiempo atrás.

Al ver al árbol, ahora ya inerte, sin vida, el hombre dijo con voz despreciativa:

-       Estúpido, nada te costaba decírmelo. ¡Eh!.. pero que tonto he sido. El agua, todo el poder mágico debe estar en el agua.
Dicho esto, el hombre bebió con fruición una gran cantidad de agua del pozo y cayó en un profundo sueño. Cuando despertó, un hombre a caballo se acercaba por las arenas del desierto.

-       Ven, le dijo, bebe de mi savia, eso calmará tu sed y tu hambre. También puedes darle un poco a tu caballo.





EL CABALLO Y EL HOMBRE

Un hombre vio que un jinete maltrataba un caballo brutalmente. Las marcas del látigo habían lacerado la piel del animal, dejando unos surcos donde la sangre escarada dejaba notar los constantes arrebatos coléricos del amo. Decidido a intervenir, se aproximó a la escena.

-       Esta bestia no entiende otro idioma que el del látigo y el palo, dijo el hombre mientras continuaba su castigo.

No pudiendo convencerlo, el recién llegado decidió comprarlo.
-       Comprármelo, dijo el hombre, no amigo, se lo regalo, este animal es una maldición. Le aseguro que no tardará en regalarlo, pues, es usted una persona de buen corazón.

Llegado a su casa, el hombre dio al caballo el mejor heno que puedo conseguir, curó sus heridas con suma bondad y lo cubrió de cariño. Un día en que el hombre quiso pasear sobre su cabalgadura, pero éste se negó a ser ensillado.

-       El hecho de que me hayas dado de comer y curado mis heridas no te faculta a colocar esa pesada silla sobre mi lomo. Si quieres dar un paseo tendrás que hacerlo a pie, o si no toma tu látigo como hacía mi antiguo amo y desfoga tu malhumor sobre mi cuerpo.

Para sorpresa del caballo, el hombre abrió la puerta del corral y le dijo con voz tranquila:

-       No, amiguito, no esperes eso de mí. No harás que actué como tú quieres que yo sea, eso sería llenar mi corazón de furia y rencor, de cólera y odio. Así que haz el favor de marcharte y quedaremos como antes. Tu, buscando a quien transmitir tu amargura y yo con mi corazón en paz.
El caballo se marchó lentamente y se perdió entre unos árboles.





PUCCURE
Para el flaco, César Calvo, que
en tantas lecturas nocturnas de
su Ino Moxo me enseño a
sentir la Selva con sus mágicos
y entrañables secretos, a recibir de
las manos de Iván las medusas
remotas del rio Mapuya, a
descifrar los secretos del maestro
Ino Moxo, a escribir y vivir con
la alegría y el coraje de un brujo
amazónico.

Cuando murió la madre de Puccure, este tenía solo un año y su padre  no tardo en casarse de nuevo con una aborigen venida de Sepahua, llamada Yarapa. La mujer lucia en los brazos cicatrices semejantes a los lunares. “Cuando niña las tangaranas me atacaron mientras dormía. No sentí dolor alguno, de ahí, dicen los shamanes, me viene el poder que tengo para adormecer al huangana y amigar con el chullachaqui”.

La muerte de la esposa, la soledad, habían arrastrado a Pihua a recorrer por las noches grandes distancias por la selva indómita, como buscando en esa oscuridad un sendero que lo llevara a la otra vida y reencontrarse con la muerta.

Puccure tenía aún tres años cuando por uno de los ventanucos del palafito veía alejarse a su padre y perderse entre los frondosos árboles.

Fue una de esas noches en que Pihua, descansando bajo una incira, escuchó el llanto de un niño. Después de unas sigilosas andadas lo encontró de pie, paralizado, frente a una shushupe lista para el ataque. El hombre buscó una rama con que hacerle frente, pero la serpiente se interpuso en su camino. “Ven todo, sienten todo, pero no oyen”, pensó Pihua y se quedó quieto.

Cuando ya la alimaña se preparaba para el ataque, una voz firme y retadora la detuvo:

-      Chipi, usaqui… chipi… usaqui.

La shushupe quedó estática, extasiada, como adormecida por algún conjuro mágico. Pihua vio a una famélica mujer de ojos negros y grandes que miraba fijamente al animal; luego tomó al niño y siguió por un sendero aledaño a un pequeño río en donde ya los loros, huacamayos y algunos coro- coros anunciaban el amanecer.

Pihua la siguió con cautela, la mujer caminaba lento, como un otorongo que sigue la pista de un capibara. Junto al río hablaron, ella había abandonado su aldea; había tomado a su hijo y se había marchado, nunca volveré allá, dijo. Pihua se la trajo a vivir con él y con Puccure. Los niños tenían casi la misma edad y, desde el comienzo, congeniaron, parecen hermanos, sonrió pihua; pero a Yapara no le agrado la presencia de ese niño que, con el tiempo, asumiría el control de la tribu cuando ya no estuviera Pihua. ¿Y qué quedará para mi hijo Tuyá?, pensó la nativa.

Puccure era valeroso y fuerte. A medida que su padre envejecía, sus decisiones y sugerencias para expandir los dominios de la tribu se hicieron más determinantes. Los celos y el odio que con el tiempo habían germinado en el corazón de Yapara eran bien disimulados por esos ojos negros que podían ver de noche como si fueran de día. “Esta noche buscare el consejo del chullachaqui”, pensó una mañana Yapara al ver que Puccure era felicitado por su padre tras una buena caza,  dos añujes y un venado, sólo Puccure puede hacerlo,  dijo Pihua palmeándole el hombro.

Yapara veía que a cada logro, a cada triunfo, a cada solo Puccure puede hacerlo,   su hijo Tuyá se debilitaba, perdía el animo, se marchitaba como la flor de orquídea cuando se la priva del tallo; eso la animó a lavarse los senos con el agua tempranera que extraía del  allcu chuchu;  a tantas mujeres esta agüita mágica les ha hecho salir abundante leche aun cuando nunca hayan tenido hijos,  pensó mientras llevaba a cabo ese rito secreto, como antesala de la preñez que cada noche buscaría en el lecho junto a Pihua; pero las noches se esfumaban y no lograba el embarazo.

-      Esta noche volveré a buscar al chullachaqui, ya se me van secando las carnes y nada germina en mi vientre,  pensó amargamente.

Por la misteriosa y umbría selva vagaba una noche de luna el chullachaqui. Trepó a un árbol y echado sobre una larga rama vio su imagen en un charco de agua. Vio sus pies desiguales y pensó en su cojera y en su andar al revés, con el talón hacia adelante, para que la gente, al ver la dirección que toma su huella y por miedo, busque huir, precisamente por la ruta que los llevara a caer en sus brazos. Había escuchado que entre los nativos se hablaba de él con temor,  es un trasgo chiquitito y cojo,  decían;  es un monstruo de cara horrible,  decían;  y con el talón hacia adelante,  decían¸ y otro pequeño en posición normal,  decían.

-      Pero lo que no dicen es que cuando caigan en mis manos los hare sufrir horrores, hasta morir en una macabra agonía, pensó el chullachaqui mientras bajaba del árbol porque había escuchado el andar nervioso de la chosna.

Seguro que alguien viene hacia mí, dijo,  y se escucho su ricilla maliciosa. Pero no venia hacia él, mas bien se alejaba, como incitándolo a seguirlo; alguien que conocía sus engañosas pisadas quería engañarlo ahora a él. Anduvo sigilosamente un trecho y perdió el rastro.  Es una mujer,  dijo chullachaqui. Así se estuvo, pensativo, pero, alerta como venado que escudriña en el aire el olor del otorongo. Pero  Yapara era más silenciosa que el otorongo, más que un gato peludo, pensó, Pihua la noche que la conoció; más que tigrillo, dijo Shumpi, el cazador de monos. 

-      Ihuischi, huene – fuschi. Ihuischi,  se escuchó la voz de Yapara cortando el silencio y el aire ceniciento.

El chullachaqui se turbó tanto que casi tropieza con un cariado tronco de huasal tumbado entre la espesa maleza.

-      Eres tú, taeg chasu,  dijo el endriago mostrando su maléfico rostro.
-      Sí, soy yo, contestó la mujer guturalmente.
-        El poder del otro hombre es fuerte como lagarto negro, astuto como muca,  dijo el chullachaqui.
Pero nada es invencible aquí abajo. En el aire, Añá es poderoso, embustero, invisible. Sólo él puede vencer al lagarto negro, a ese que perturba tu noche, que quita tu sueño, que ponzoña tu corazón.


El chullachaqui alertó el oído y escuchó al viento.

-       Vienen pucunas apuntando al cielo; esta noche hundiré mis manos en sus vientres y sufrirán hasta el amanecer.
-      Fuerte es Puccure con pucuna de día cuando caza; de noche, indefenso como punchana,  dijo Yapara alentando al trásago.

 Casi infalible el Puccure, cuando caza, había dicho su hijo Tuyá y Yapara recordaba esas palabras como dardos con curare que le emponzoñaban el cuerpo quitándole el aire y las fuerzas de vivir.

 Se desliza sin hacer ruido, tan suavemente que da la impresión de no pisar el suelo; no quiebra los palos secos y hasta la hojarasca parece que ignorara su peso. Ojo avizor el de Puccure, madre, oído alerta el de Puccure, madre,  contaba Tuyá.  Medio agachado va de prisa, casi corriendo, nada de lo que ve se pierde en su memoria, todo lo escudriña y lo guardan con recelo sus ojos. No escapa a su vista una insignificante rama que se mueve, ni a su oído el suave crujir de la broza; de de inmediato localiza cualquier ruido o canto; su olfato Naca – Naca diferencia bien las ráfagas de olor que despiden fieras y flores, lianas y bejucos; más poderoso que Añá es Puccure, había dicho sacrílegamente Tuyá.  Puccure desprecia la vida por eso no teme internarse por lugares desconocidos o intransitables que solo Añá conoce. No rehúye el ataque de las fieras, aunque sean  caimanes, tigres o boas y eso ofende y mata el alma de Tuyá,   le había dicho el muchacho a su madre.   Sólo necesita un instante para hacer puntería y el tiro no falla. Maldito sea Puccure, madre. Se vanagloria de su destreza y todos gritan Puccure, Puccure. Conoce el rastro de todos los animales y los persigue hasta dar con ellos; sabe donde están los collpas; imita el canto del paujil, del loro, del Paca Paca, de panguana, de la pia pia, de la paloma y la pava, y los atrae hasta su acecho. La viveza y agilidad del mono y la desconfianza del pato, la fortaleza de la danta y la fiereza del tigre son superadas por la astucia y serenidad de Puccure,  había dicho Tuyá sumido en su tristeza. Un día mataré al chullachaqui y me comeré su corazón y sus pies retorcidos,  había dicho Puccure en un mareo de ayahuasca.

Yapara estaba pensativa y el chullachaqui la miraba con una mueca de desprecio y resignación. Sabia del poder del hijo de Pihua y de las constantes maldiciones que decía contra él.
-      Invoca a Añá, él te hará llegar el secreto para vencer a ese soberbio hijo de Pihua,  dijo el endriago y desapareció entre la maleza.

Yapara retorno a la aldea con los primeros cantos de los guacamayos. Estaba decidida a valerse de cualquier medio para que las posesiones que por herencia recibiera Puccure, pasaran a su hijo Tuyá. En una noche cálida, Yapara invocó a Añá.
-       Duerme, el sueño del dormir hará que ingreses a un mundo misterioso y sagrado, allí encontrarás un camino pedregoso que te llevará a una quebrada y oirás la voz de las ánimas de todos los tiempos, los secretos ocultos que te indicarán como vencer  a aquel que se ha atrevido a desafiar mi poder,  dijo Añá. Yo tengo tangaranas que comerán de Puccure su corazón hasta hacerlo débil.

Esa noche en su sueño Yapara se vio sentada sobre una enorme piedra, al pie de un precipicio donde las voces de las ánimas prisioneras de Añá la invitaban a que saltase. La aborigen indómita titubeó; sus grandes ojos miraron en lo profundo y vieron a Añá castigar a aquellos  que no habían creído en su poder  o se habían atrevido a retarlo. Añá la miró desde sus ígneos ojos enrojecidos y  la invitó a que saltase; entonces Yapara no dudó y se dejo caer. Había confiado en su idolatrado Añá y este la había recompensado diciéndole al furtivo camino que llevaba a la destrucción y muerte de Puccure.  Envíamelo, Yapara, que en estas profundidades conocerá de los sufrimientos que sólo Añá conoce, le había dicho aquel diabólico ser.

Había visto discurrir ante ella paisajes bellísimos, hombres en extremo atractivos, animales monstruosos que nunca había visto en la selva; había exterminado a muchos hombres en arriesgadas guerras y cacerías, todo eso había visto, y más; había adivinado quienes eras sus enemigos (había visto entre ellos el rostro de Puccure  deformado en mil rostros engañosos) y quienes eran sus amigos, y más; había visto que las cosas que más amaba o aborrecía adquirían extraordinario colorido, y más; había visto toda su vida pasada adoptando las más bellas y emocionantes expresiones. Se había visto en Calembe y Pampanilla; esta última adornada con conchitas que su madre había confeccionado con destreza y dedicación. Había visto sus piernas luciendo cintas de varios colores por debajo de la rodilla y en las canillas, y también sus muñecas lucían las cintas coloridas, y también en los brazos debajo del morcillo las había visto. También pequeños abalorios, brillantes y pequeños adornando sus sienes pudo ver, y plumas de varios colores por su cabello hirsuto y por sus orejas pudo ver; y también dos conchillas, una menor que otra, sutilmente labradas pendientes de la ternilla de la nariz, pudo ver.

***
Bueno, conmigo, Añá. Me dio el secreto de la fuerza de Puccure. Ese amuleto que cuelga de su cuello lo hace andar como en el aire para cazar, lo hace fuerte para vencer  a sus enemigos y aplastar las cabezas de sus contendores, lo hace mirar por sobre las estrellas y atravesar  con sus ojos soberbios la corteza del babasu.  Ahora sólo me falta hacer un  talismán como el que Puccure  tiene y cambiarlo. Añá está conmigo, Añá es poderoso, Añá me dará la fuerza de la concha del Yangunturo y el hechizo de la pusanga para que Puccure sucumba a mi trampa. Yo,  Yapara, nativa de bravíos sepahuas, dominadora  como ninguno de la lengua cachiba no he corrido nunca al canto del ayaymama. La luz de la luna ha brillado esplendorosa en la noche clara y serena y yo no he temido al canto amenazador del supay. Tú eres testigo, luna, que cuando tu luz nacarina se ha posado con ternura en las serenas y espejeantes aguas  de ríos y lagos y yo he querido en ese instante supremo adormecer mi espíritu en el misterio de esta selva protectora, jamás he corrido al canto del ayaymama porque yo soy Yapara, dominadora de encantamientos que ha liberado a hombres y mujeres de partos, empachos y gualichos. Añá es mi Señor y yo estoy con él; Tuyá  está con él; el isango está con él; la isula y el canero están con él; el chullachaqui  y la ayaymama están con él.

Durante tres semanas estuvo Yanapara haciendo el amuleto falso con el dual suplantaría el que Puccure llevaba siempre con él. No será fácil, pero con un poco de infusión de hierbas soporíferas lo haré dormir como a un niño, pensó Yapara mientras preparaba el menjurje. El día llego con su oportunidad para Yapara; el muchacho había estado bebiendo chicha después de una sesión de caza de donde salió, como siempre, triunfador. Tres torcazas, dos leoncitos, un choro y una nutria; solo Puccure puede hacerlo, dijo sonriente Pihua. Puccure bebió con inocencia y al poco rato se hallaba en su bohío, ebrio de chicha y gloria, adormecido, despatarrado en su petate disfrutando de su gloria. Yanapara camino en el aire y con manos de tarántula cambió el talismán bueno por el falso.

El cambio coincidió con la enemistad que se produjo con una tribu vecina. Puccure recibió la bendición de su padre, mujeres y niños y salió a hacer frente al enemigo. Peleó junto a sus hombres con su acostumbrada osadía; arengó a sus guerreros y atacaba siempre primero, para  enseñarles que Puccure no tenía miedo a la muerte. Junto  a el peleó Tuyá, quien llevaba el talismán robado por su madre escondido entre sus ropas. Puccure cayó gravemente herido y tuvo que ser llevado de regreso a la aldea; a los dos días regresaron el resto de sus hombres, triunfantes y dirigidos ahora por Tuyá, quien era aclamado como un héroe. Yapara ocultaba su alegría como se esconde la chicharra  para atacar; Yapara no quería despertar la más mínima sospecha, Añá estaba con ella y con  Tuyá.

Pihua entristeció y enmudeció al ver a su hijo convaleciente, hundido en su amargura y su derrota.

Los nativos habían mudado de ídolo, habían olvidado las proezas de Puccure, sus cacerías,  sus palabras y sus silencios, su voz imperativa, sus gestos adustos y su mirada retadora e inquisitiva; Puccure era ya parte del pasado, su nombre se había desvanecido entre las sombras nocturnales de aquella selva umbrosa. Tuyá podía dormir en paz; por primera vez en su vida conciliaba el sueño sin que el ulular de la lanchina lo asustase.

Pihua veía a su hijo languidecer, agotarse como una flor carente de luz solar. Todas las mañanas llenaba el bohío de flores de Victoria regia;  su hijo, como esa maravillosa planta también resurgiría de un nuevo amanecer. Muy temprano, con las primeras clarinadas de los pájaros anunciando un nuevo día, el viejo cacique llegaba hasta las lagunas de bajo fondo y poca corriente a buscar las preciadas flores. Veía las enormes hojas de la Victoria  flotar sobre un largo pecíolo. A veces regresaba por las noches para ver como las flores se sumergían hasta el amanecer, en que afloraban victoriosas y abiertas para recibir las caricias de los rayos solares.

Una mañana Puccure le dijo a su padre que Tupá lo había visitado en sueños. Pihua abrió los ojos sorprendido,  el dios Tupá no permite que el mal venza por mucho tiempo, pensó el cacique.

Le dijo que Tupá sabía que su amuleto no había perdido sus virtudes sino que la soberbia maligna de la cual había hecho gala, había permitido que Añá penetrara en su cuerpo y cambiara su valioso talismán por uno falso. Uno de mis guerreros me adormeció para que Añá cumpliera su cometido. Eso me ha dicho Tupá, padre, y yo le creo, dijo Puccure sollozando.

Pihua descendió a las profundidades de la melancolía en que se hallaba su hijo y, después de abrazarlo fuertemente, se elevó con él como un Ave Fénix.

-      No te preocupes, valeroso Puccure, el dios Tupá te favorece, le dijo Pihua. El volverá a ti y te revelará el rostro humano de la malignidad y entonces llegará tu momento y le darás muerte con la misma fiereza con que el otorongo mata a la danta; atraparás a la malignidad y la abrazarás como hace la shushupe hasta que sus ojos mentirosos vuelen como zancudos, hasta que sus huesos suenen como los del ronsoco entre las fauces del caimán; todo eso harás Puccure, todo eso harás.

Pasaron los días con sus cálidos vientos y las noches con sus lluvias y sus enjambres de moscos y niguas y, Puccure, con el ánimo mejorado, permanecía en su bohío observando como Tuyá disfrutaba de la gloria que en otro tiempo a él le había pertenecido. Lo veía emborracharse con sus hombres más cercanos, con aquellos de cuya fidelidad siempre había dudado; en cambio, aquellos a los que había tratado con frialdad y distancia, permanecían fieles al nombre de Puccure.

Ya siento el calor de Tupá recorriendo mi sangre, ya siento su aliento, zumbando como arambasa mis orejas, ya Tupá viene hacia mí y yo lo espero con regocijo, dijo Puccure y se durmió.

Esa noche Puccure escuchó el canto de la ayaymama emitiendo su canto lúgubre  cerca de su cabaña. Con rapidez y destreza tomó su Pucuna y la calentó con sus manos, acariciándola y cantándole.

Pucuna, canuto sagrado
de mil fortunas
Dame tu  gracia, dame ocasión
Para castigar a Añá en el corazón.

Pucuna, bella Pucuna,
dame la fuerza de mil tigrillos
para quebrar el hechizo
de mi enemigo.

Pucuna, bella Pucuna,
dame el curare de los Tucunas.

Tomó el muchacho un bote que su padre le había dado para que untara las flechas con curare cuando iba de caza.  El  curare es mejor veneno que el de las víboras, aun los animales grandes como el danta, el caimán o los grandes capibaras caen como moscas, ya verás Puccure el poder que tiene el curare.

El muchacho untó las puntas de sus dedos con sumo cuidado, luego limpió el dedo en su boca, bien sabía que el curare era inofensivo si se le bebía,  solo cuando penetra en la sangre se muere,  le había advertido su padre.

La ayaymama seguía chillando como endemoniada cuando cayó al suelo con un dardo atravesándole la garganta; Puccure se sintió aliviado- abajo entre el suelo amalgamado de plantas y bejucos podridos, una Naca – Naca disfrutaba de ese maná caído del cielo.

Cuando el guaá enviado por Tupá, acudió donde Puccure a través de su sueño, este dormía sobre un jergón que su padre le había traído, para que tu sueño sea más plácido y Tupá pueda encontrarte de mejor ánimo, le había dicho el viejo Pihua. El guaá le contó todo lo que Tupá le había dicho cuando lo visitó en sueños. Ahora el guaá transformado en rostro humano, le mostró la faz de la malignidad. También le explicó lo que debía hacer para recuperar el talismán verdadero.

Cuando Pihua llegó a la cabaña de su hijo le encontró durmiendo. Sólo con verle el rostro se dio cuenta que la verdad se le había revelado, las ánimas que habitan nuestros sueños nos nutren de experiencias, nos dan aliento y alumbran el camino por venir, pensó Pihua.

-       Es la mujer con la que has compartido tu lecho la que nos ha traicionado, padre,  dijo Puccure con desprecio.

-      La traición no envejece porque se le mata apenas nace, cuando se le descubre, dijo el Viejo cacique.

-      Debo matar una Yacumama, cortar su cabeza y enterrarla en un calvero que éste rodeado de bejuco; antes debo sacarle los ojos y colocar en cada huesa tres semillas de huito. La cárcava debe ser regada con agua de río durante siete días; después debo esperar que brote la planta, colocar sus hojas en mi boca y así podré hacerme invisible a los ojos de Añá y de sus seguidores malignos, dijo Puccure.

***
Pasados los años, una ayaymama contaba a otra que en ese bohío abandonado vivió en otro tiempo el cacique Pihua, cuyo hijo se hizo invisible y pudo recuperar un talismán que le había sido robado. Dicen que nadie lo vio entrar en la cabaña de Tuyá, ni siquiera Yanapara, su madre, tan propensa a las artes del sortilegio y el gualicho pudo percibir sus pasos, y dicen que así dormido encontró al hurtador y que le fue fácil quitarle su amuleto. Dicen también que en la batalla que sostuvieron los hombres de Puccure volvió a ser el guerrero batallador que había sido siempre; muchos hombres mató, dicen; muchos hombres mutilados por Puccure fueron, dicen.

-      ¿Y qué fue de Tuyá?, preguntó la otra ayaymama.
-      Murió, una flecha envenenada estuvo agonizando durante varias lunas; ni los ruegos de Yanapara a Añá, salvarlo pudo; ni los encantamientos, ni los ensalmos a los reinos de Añá, salvarlo pudo.
-      ¿No es ese canto el de Yanapara?, preguntó la otra ayaymama.
-       Puede ser, si es que ahora es manshaco; porque saber debes que puede ser chosna, o gavilán, u ocelote o sólo viento, o sólo arroyo, o sólo hoja, cualquier cosa que no pueda ser seguida por Añá a quien Yanapara maldijo a la muerte de Tuyá.

Yo te maldigo Añá, diablo mentiroso; tu poder es mentiroso, tu maldad es mentirosa, gritó Yanapara mirando a su hijo que yacía sobre su lecho con el rostro azulado por efecto del veneno. Miraba el bohío, el mismo que desde niño Tuyá había construido para guarecerse de las víboras y de las alimañas, lejos de los aniegos incesantes desatados por las lluvias interminables o por el nefasto rebalse de ríos o lagunas. Miró a su hijo una vez más. Veía en sus ojos la sombra de la muerte y en el cielo oscuro la magnitud de su grandeza. Algo como una mueca, mortecina manaba de su rostro y comprendió que desde el fondo de su alma la miraba con reproche. Su voz no era la del hombre que había engendrado en otro tiempo, con amor, antes de que Añá lograra seducirlo con sus conjuros y sus maleficios; Tuyá hablaba por momentos en un lenguaje ininteligible; en otros farfullaba, murmuraba, con la inocencia de un niño como si alguien que no fuera su Tuyá ocupara su cuerpo, alguien que lo desbordaba inconteniblemente, alguien que emergía de su boca como un nubado de murciélagos emergiendo de su gruta. En otros momentos permanecía angustiosamente inmóvil, como si fuera un árbol cariado, tumbado por el tiempo. Tuyá  expiró y ella, enloquecida por su muerte, corrió por los senderos de la selva huyendo de su sombra, de sus pasos, de su aliento. En ese loco zigzaguear por ese campo mágico y misterioso, sentía como se desprendían del aire los espíritus dañinos y bondadosos en una lucha eterna como la que ella había librado con Puccure. Agotada, se apoyó en la lupuna cercada de bejucos, la pierna de un gigante abrazada por serpientes. Sentía un manto de insectos lacerando sus brazos como en otro tiempo lo hicieron las tangaranas. Reflexionó y se dio cuenta que había estado unida toda su vida a universos misteriosos. Sabía que la muerte daría fin a su tránsito en la tierra y le abriría un nuevo camino en otro mundo. Un relámpago la sacó de su sopor, bajaba del cielo despertando los ojos de los árboles  bañados por el llanto de una lluvia intensa.

Sabía que su venganza no estaba en la tierra que tanto había amado y maldecido y, que si anhelaba otra oportunidad, tendría que ir a buscarla al comienzo de los tiempos, como si no hubiera pasado ningún tiempo, nunca, ni sobre la tierra ni sobre el mar, ni sobre el sol ni sobre la luna, ni sobre los animales ni sobre las plantas, ni sobre los hombres a quienes había amado y odiado tanto.

Wolfsschanze, 04 de enero del 2009.