GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

jueves, 2 de junio de 2011

LIBRO LA CAMPESINA PEREZOSA






 EL DISCURSO DEL GALLO


   Para Julio Ramón Ribeyro por sus palabras de    aliento.


Hambrienta como estaba, una vieja comadreja decidió darse una vuelta por los alrededores de su guarida para ver  si su mala suerte cambiaba de una vez.

-  Hace días  que no atrapo ni una araña. Estoy tan lenta que cada día me cuesta más trabajo escapar de aquel zorro pertinaz que ha jurado clavarme los dientes a como dé lugar, dijo la comadreja mientras dejaba atrás su cueva.

Después de andar varios kilómetros, ya exhausta, la pequeña carnicera topó con un corral. Husmeando, husmeando. Se encontró con un gallo somnoliento que movía la cresta de un lado a otro como si una pesadilla lo perturbara.
-  Allí está mi almuerzo, dijo la comadreja.

Tomó al gallo de sorpresa, quien replicó al instante:

-  Animal insensato y cruel que ni siquiera la falta de una de mis patas te conmueve.

La comadreja, que no había reparado en ello, soltó al gallo y lo interrogó con gran curiosidad.

-  Pero, ¿cómo así perdiste tu otra pata?

El gallo batió sus alas y, recuperado del susto, dijo:

-  Esa es una larga historia, amiga, que estoy seguro no te gustará escuchar, pero aún así, antes de que me devores te la contaré, pues, es un suceso de aquellos que acontecen pocas veces y que estoy seguro despertará tu curiosidad. Sucedió hace algunos años, cuando yo era un gallo joven, fuerte y valiente. Tan así, que un día en que me encontraba rondando un corral en el cual había muchas gallinas, apareció un zorro escuálido y hambriento, y esto lo supe desde que  le vi el pellejo pegado al hueso, como si  le hubieran dibujado el esqueleto sobre la piel. El dueño había salido con su mujer y sus hijos al campo, eso lo supe después. Bueno, lo cierto es que me armé de valor y, batiendo las alas, salté contra la malla de alambre por donde el zorro astuto escarbaba buscando hacer un hueco por dónde   meterse. Desesperado, pensé que la única forma de amedrentarlo era lanzándole unas cuantas patadas, pero he ahí, que en el  primer intento, mi pata se atascó entre los tejidos de alambre y ¡zas!, allí nomás el zorro aprovechó la situación y adiós patita.  Sanguinolento y adolorido me alejé dando saltos como pude.

El gallo suspiró acongojado, luego prosiguió:

-  La fiera, satisfecha con su trofeo y temiendo que mis cacareos llamaran la atención de los vecinos, se marchó satisfecho. “Eso le pasa por ser tan valentón”, me dijo una de las patas que nadaban en la alberca y que había visto todo lo ocurrido.

-  Gallo necio, me dijo, cómo se le ocurre enfrentarse a tamaña bestia, o es que creía que con esos ridículos saltos y esa cresta pellejuda podía vencer a aquel zorro. ¡No, si siempre lo he dicho: un huevo de pata vale más que un caldo de gallo!... Razón tenía mi bisabuela cuando me contó lo del pavo baladrón que terminó en el horno nueve meses antes de la pascua. El infeliz quiso rebelarse y organizó una huelga de mocos caídos. “A mí me dan ración doble o no como nada y estaré tan flaco para las fiestas de fin de año que no querrán comerme. Sé muy bien para qué me engordan con tanto entusiasmo, sé que estoy llamado al sacrificio dentro de algunos meses, pero eso sí, exijo que se me alimente con lo que se me antoje y no con lo que este grasiento carnicero quiera darme”. El aludido carnicero había permanecido cerca al pavo revoltoso y veía cómo sus palabras comenzaban a hacer  efecto en la pavada. Temiendo un pavimotín, el carnicero intervino.

-  Un momento, pavito, eso de reclamar me parece bien, tiene usted sus derechos y nadie puede privarlo de expresar su disconformidad aquí, allá o en cualquier parte, pero de ahí al insulto eso es pepián de otro plato. En ningún momento desde que me encomendaron el cuidado de ustedes, he sobrepasado los límites del respeto y la cortesía. Debemos convivir pese a que quizá no nos plazca dicha convivencia. Pero así están las cosas y debemos ajustarnos a las disposiciones establecidas, porque de lo contrario a mí me echaran a la calle y a ustedes a las brasas por rebeldía. Por otro lado, qué culpa tengo yo que mi gorra y mi mandil estén llenos de grasa si la encargada del aseo hace tres semanas que no puede lavar a causa de una herida que tiene en la mano y que según el médico que la está tratando está infectada por no haber tomado las precauciones del caso. Con ello no me quiero justificar, no señor, pero la pobre mujer sollozante me dijo:

-  Y todo por culpa del gato de la señora en cuya casa tengo alquilado un cuarto desde que enviudé. “Déle de comer, doña Ruperta”, me dijo, ya sabe, el pescado bien picadito sino no lo come”. Bicho desgraciado, una preparándole la comida para que le engorde la panza y el animalejo que se me enreda maullando como un loco entre mis piernas y pegándome un susto que casi me voy de bruces, el cuchillo que se me va y este corte tan profundo que no me deja conciliar el sueño. Pero va a ver ese gato pulguiento cuando me cure del todo y logre ponerle la mano encima, lo voy a dejar como al perro de mi tía Hortensia cuando su difunto marido lo apaleó por orinar en sus botas nuevas.

-  Imagínate, Rupertita, me dijo mi pobre tía al borde de un colapso al ver a su Puchi medio muerto y mientras trataba de quitarle el olor a pichi de perro a las benditas botas que el descuidado marido había dejado junto a la casucha del pobre Puchi. “Qué culpa tiene ese angelito de confundir las botas de ese viejo avinagrado con su arbolito”. Y todo, Santa María bendita, por no sacarlo a pasear a su hora como lo tengo acostumbrado para que el pobrecito haga su uno y su dos y juegue con otros perritos, pero eso sí, Rupertita, no lo dejo que alterne con cualquier perro de vecino, con tantos perros chuscos que andan vagando de un lado a otro, llenos de pulgas y olisqueando en la basura, no me lo vayan a enfermar, él que es tan dulce, lindo y mimoso. Pero te juro, Rupertita, que ese canalla se las va a ver conmigo, imagínate, darle de palazos a mi pobre angelito que hasta de miedo se hizo el dos sobre la alfombra, ¡ay!, para redondear la cosa, allí fue a pisar este vejete cuando ya las botas habían secado,  allí sí que se desbordaron las aguas, los berridos de mi marido y las maldiciones que profirió se escucharon por todo el vecindario. Hasta el policía que cuida la zona llegó presuroso y casi tumba la puerta, pues, según dijo, creía que estaban matando a alguien, tal como años atrás, cuando recién salido de la escuela, había sucedido en una localidad cercana a Moquegua.

-  Sólo que esa vez, dijo el oficialdespués de forzar la puerta al ver que nadie atendía a nuestro llamado, encontramos a un hombre blandiendo un cuchillo ensangrentado. De inmediato lo tumbamos y lo aherrojamos a pesar de la resistencia que puso. “Yo la maté porque ya no soportaba más sus coqueteos”, gritaba el hombre fuera de sí. Mientras revisábamos la casa, el hombre, con los ojos inyectados y los labios temblorosos, lanzaba maldiciones y dicterios a todo el que se le acercaba. Buen chasco nos llevamos. No había cadáver alguno que justificara el “Yo los maté y los coqueteos”, pero si encontramos una gallina decapitaba. Tanto alboroto, tanta intriga y tantas molestias para nada. Más furioso que aquel asesino de gallinas se puso el comandante después que el hombre nos puso una demanda por violación de domicilio, maltrato físico y robo, pues, aunque cueste creerlo, la gallina desapareció de la casa sin que nadie pudiera dar razón de ella, y eso fue lo más perjudicial para nosotros los policías, porque tal como lo explicó el comandante una cosa era ser acusado de abuso de autoridad y otra la de ser tildados de burdos ladrones, se imagina lo que es eso para quienes anhelamos una carrera digna defendiendo a la ciudadanía. Esa acusación, como bien dijo mi padre, era “lo último que puede esperar, hijo mío, quien está del lado de la ley...” Para esto la comadreja, a quien ya las tripas rechinaban como nueces en molino, abandonó el corral con el mismo sigilo con que había entrado, maldiciendo su mala suerte y dejando a ese gallo loco y mutilado hablando solo, pues ya la historia que narraba había tomado rumbos insospechables en su viaje hacia la nada.


Wolfsschanze, julio del 2004.





CUESTIÓN DE FE

Un hombre muy rico y avariento que nunca había demostrado religiosidad alguna, agonizaba en su lecho.

-         Tío, le dijo su sobrina y única pariente. He llamado al sacerdote del pueblo por si quieres encontrarte con Dios en este momento difícil.

El hombre abrió los ojos como si un puñal le estuviera rasgando las entrañas, y, con gesto horrorizado, negó con la cabeza.

-         Pero tío, asintió la muchacha. Dios es bondadoso y sabrá perdonarte esta indiferencia tuya durante toda tu vida.

El hombre levantó con mucho esfuerzo la cabeza de la almohada y susurró a oídos de su sobrina, cómo celoso de que los que estaban cerca de su lecho escucharan.

-         ¿Cuánto va a costar?, preguntó con el rostro preso de una angustia indescriptible.

-         Nada, contestó la muchacha.

El enfermo exhaló un suspiro de alivio y posó la cabeza sobre el cojín; su rostro había recobrado la paz.


Cuando el sacerdote llego hasta  el lecho, pidió que lo dejaran solo con el agónico. Los latinazgos y jaculatorias invadieron el aire con aromas de incienso.

El cura tomo la mano del hombre y este tenía el puño fuertemente cerrado; trato en vano de que el hombre abriera la mano, el moribundo, con los ojos desorbitados, tenía ya medio cuerpo en el otro mundo.

-         ¡Qué hombre de fe!, dijo el cura. Como se aferra a la cruz de su salvador.

Entre los dedos del hombre sobresalía lo que parecía ser una de las aspas de un crucifijo. Emocionado ante tanta fe, el sacerdote abrió un breviario, que portaba en su sotana y comenzó a leer en voz baja:

-         Porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda que tampoco podremos llevarnos nada. Teniendo, pues, que comer, y con qué cubrirnos, contentémonos con esto.

Ante cada palabra del cura el hombre apretaba más su mano.

-         Porque los que pretenden enriquecerse, caen en tentación, y en el lazo del diablo, y en muchos deseos inútiles y perniciosos, que hunden a los hombres en el abismo de la muerte y de la perdición.



El puño del hombre se contraía tanto que un hilillo de sangre corrió entre los pliegues de la mano. Unas lágrimas mojaron las mejillas del cura que, motivado por tal expresión de fe, prosiguió:

-         Porque raíz de todos los males es la avaricia, de la cual arrastrados algunos, se desviaron de la fe, y se sujetaron ellos mismos a muchas penas y aflicciones.

El cura cerro su librito y poniendo su mano sobre la frente del viejo, expreso emocionado:

-         Estás salvado, hijo mío,  estás salvado. Alabado sea el señor y su bondad. ¡aleluya al misericordioso!, musitaba el sacerdote casi sollozante.

El hombre expiró y quedó tan rígido como una áspera tabla. A solas con el muerto, la sobrina logró abrir la mano yerta del tío.

-         Viejo miserable, dijo la muchacha tomando la llave de la caja de hierro donde el anciano guardaba su dinero.





LA CAMPESINA PEREZOSA


   Al pie de un lago pescaba un joven labrador, propietario de una pequeña parcela de cuya siembra vivía.

                Si no consigo un pez enorme para obsequiarle a Luisa, nunca lograré que ella se fije en mí, se lamentaba el muchacho.

Pasaban las horas y su desesperación iba en aumento, pues, veía que ningún pez picaba el anzuelo.  De repente, Fortunato, que así se llamaba el muchacho, escuchó una voz que venía del lago:

                Es inútil que trates de pescar en este lago, Fortunato, pues, aquí no hay peces.


El labrador quedó desconcertado al escuchar aquella voz.  Detuvo su mirada entre unos juncales y vio un enorme sapo verrugoso.

                ¡Qué feo eres! Dijo Fortunato.  ¿Cómo sabes mi nombre?
                Yo todo lo sé, muchacho, dijo el sapo quien saliendo del lago, se transformó en un enano feo y deforme.
                No has cambiado en nada tu aspecto, dijo Fortunato riéndose a carcajadas.

El enano se sintió ofendido y dijo:

                Veo que no necesitas mi ayuda para conquistar a Luisa, así que será mejor que me sumerja en el algo nuevamente.

Al escuchar el nombre de su amada, Fortunato dijo al enano:

                No, por favor, no quise molestarte, pero me encuentro tan abatido que a veces no sé lo que digo.

El enano lo miró con una sonrisa pícara.

                Yo sé lo que es el amor, muchacho, hace siglos yo también estuve enamorado de una inda ranita y vaya que si me hizo sufrir.
                ¿Siglos? Interrogó Fortunato.  Pero es que tanto tiempo puede vivir un sapo… digo, un enano… digo…

                Mejor no me digas nada, lo atajó el enano, brusco y cortante.

Luego de un breve silencio en que el enano miraba las mansas aguas del lago, Fortunato le preguntó que por qué no había peces allí.

                Son mis peores enemigos.  Siempre han tratado de comerme, pero nunca han logrado atraparme porque soy muy rápido y astuto y siempre me escabullo, dijo el enano con satisfacción.

Luego agregó:

                Bueno, vayamos a tu asunto.  Sé cómo conquistar para ti el amor de esa muchacha, lo único que tienes que hacer es estar cerca la casa donde ella trabaja por las mañanas, al mediodía y al atardecer.

                No entiendo para qué habría de hacer eso, preguntó el muchacho sobrecogido.

                Tú no tienes que entender nada, sino tan sólo esperar a que ella caiga en tus brazos,  concluyó el enano.

Fortunato regreso a su casa a esperar el otro día para hacer lo que aquel extraño personaje le había dicho.

* * *

A la mañana siguiente, Luisa llegó a casa de sus patrones para realizar sus labores diarias.  Ya estos se habían marchado a trabajar en el molino como de costumbre.  Ociosa como era, la muchacha comenzó a maldecir su suerte


                Vaya vida ésta.  Servir a otros cuando es a mí a quien deberían atender como se atiende a una reina.

La muchacha al ver la cocina llena de trastos sucios y la casa hecha un desorden, a punto estuvo de salir corriendo de aquel lugar.

                Mejor me dormiré un rato y después haré las labores.  Total, qué más da, las haga ahora o después  en nada cambiará mi vida.

Y dicho esto, se repantigó en una vieja y cómoda poltrona y se quedó dormida.  El enano llegó, y al verla dormida, echó mano a un sortilegio y todo alrededor quedó impecable.  A las dos horas, Luisa despertó alarmada

                ¡Diablos!  Qué sueño más profundo me invadió.

Grande fue la sorpresa al ver que la cocina relucía de limpia con todo en su lugar, las camas tendidas y el piso barrido.  Fue al establo y todo estaba como en la casa.

                ¿Y quién ordeño a las vacas?  ¿Quién le dio el pienso a los caballos?  ¿Y quién horneó los panes?

Para ninguna de sus preguntas encontró respuesta alguna.  De repente sintió un ruido al asomarse a una de las ventanas, vio pasar a Fortunato y pensó que él lo había hecho.  Al mediodía Luisa encontró la cena lista y por la tarde ya las vacas, los caballos, las gallinas y los cerdos descansaban plácidamente.  Siempre que esto sucedía ahí estaba Fortunato rondando la casa.  Desde entonces la ociosa muchacha encontró la casa limpia, los animales bien atendidos y, como era lógico, sus momentos de holganza y relajo aumentaron considerablemente.

                Ya no necesito hacer las compras ni tampoco ir al mercado a vender la leche, la manteca, los panes, ni los quesos.  Basta con que me eche una siestecita y listo: ya están las verduras picadas, los cereales en sus envases y el dinero de las ventas.   Esto sí que es vida realmente

Luego de meditar un momento, la muchacha se dio cuenta de que no podría llevar una vida regalada si no tenía a Fortunato siempre con ella.  Fue entonces que el enano le dijo a Fortunato:

                Ya puedes ir donde Luisa y decirle que quieres casarte con ella.

Como era natural, Luisa aceptó de buen grado y a los pocos días se casaron, yendo a vivir en una modesta casita que el labrador tenía cerca a su parcela. No pasó mucho tiempo para que el pobre Fortunato descubriera con que joyita había decidido pasar el resto de sus vidas.  La inverecunda muchacha se pasaba el día echada, exigía el desayuno en la cama y no movía un dedo por temor a fatigarse.  Se había pu3sto gorda de tanto comer y no hacer nada, lo cual molestaba a Fortunato, quien comenzó a extrañar a aquella delgaducha, frágil y encantadora muchacha de otros tiempos

                De buen parásito me he hecho cargo, se lamentaba el joven labrador cada vez que marchaba a trabajar su tierra.

Uno de esos días apareció el enano exigiéndole a Fortunato que le diera bollos enmantecados, mermelada de naranja, higos secos y nueces frescas.

                ¿Y de dónde voy a sacar todo eso?
                Ese es tu problema, dijo el enano, yo cumplí mi parte en el trato que sostuvimos y espero que tú también cumplas tu promesa, de lo contrario ya sabes qué te sucederá.  Todas las mañanas vendré con una exigencia nueva, pues, mi apetito es voraz.

Cuando el enano se marchó, Fortunato recordó la promesa que le había hecho:
                Haz que Luisa caiga a mis pies y te daré lo que me pidas.  Si no cumplo mi promesa, que me convierta en asno por el resto de mi vida”


Y como Fortunato conocía los poderes de aquel engendro, todos los días debía hacer malabares para cumplir con los requerimientos que cada mañana eran más exigentes.

                Con buen par de sabandijas me he juntado,  se quejaba Fortunato amargamente.   Una mujer que tiene más jamón que un cerdo y un enano extorsionador.

La salud del labrador fue decayendo producto de aquella vida agitada a la que lo tenían sometido la mujer y el enano.

                Si esto no cambia, esta parcela sólo servirá para que entierren mis huesos, díjose el muchacho dispuesto a acabar con esa triste situación.

Una mañana en que el enano llegó más hambriento que nunca y con una petición imposible de cumplir, Fortunato le dijo:

                Traía unos higos secos en una pequeña talega, pero al pasar por el lago tropecé con una piedra y al caer perdí la bolsa.

                ¿Higos secos?  ¡Hum! … que delicia, eso es la gloria, dijo el enano lamiéndose sus gruesos labios…¸ Pero qué dices… insensato, que la has perdido.

                No te alarmes, dijo el muchacho, la bolsa ha quedado flotando en el agua, pero como yo no sé nadar pensé que tú podrías recuperarla.

En enano corrió hacia el lago y Fortunato a grandes troncos marchó detrás de él.

                Tendré que convertirme en sapo para poder llegar a ella, dijo en engendro al ver la bolsa que flotaba a la deriva.

                Eso esperaba que hicieras, enano horrible, díjose Fortunato cuando ya el enano transformado en batracio nadaba presuroso al encuentro de la bolsa.

El enano abrió la bolsa y vio que en ella no había otra cosa que un poco de junco chamuscado.  Unos leves movimientos de agua a su alrededor, unas leves ondas acompañadas de pequeñas burbujas lo alertaron de que algo peligroso lo acechaba.  Trató de ganar la orilla, pero los salmones que Fortunato había introducido en el lago la noche anterior fueron más rápidos que él y lo devoraron rápidamente.  Libre de la opresión de ese mortal enemigo, el labrador llegó hasta su casa y encontrò9 a Luisa enfurecida reclamando su desayuno.  Fortunato la tomó de un brazo y la sacó de la cama de un tirón.

                Se acabó la holganza, querida mía, desde ahora iras a mover el arado conmigo, como corresponde a una buena esposa.

La muchacha jamás imaginó que Fortunato había descubierto que el enano se había valido de la holganza de ella para lograr que él la conquistara y que ahora, libre de aquel monstruo, estaba empeñado en construir un hogar diferente, adonde reinara el trabajo, la paz y el amor.

                Ahora, pensó Fortunato, ya pueden venir los hijos.

Wolffeschanze, Agosto 17 /2001.






QUESO DE BOLA


A la memoria de Rubén Darío.





Habían caminado juntos desde pequeños como buenos gatos vagabundos, no había techo que no hubieran trajinado. Se habían dado buenos banquetes en toda cocina donde hubiera habido alguna ventana abierta por donde  entrar.

En los tiempos donde abundaba más cal que arena se habían tenido que conformar con algún ratón o, en el mejor de los casos, con alguna paloma distraída.

-      No hay como tú, colorado, cuando de atrapar a esas aves se trata, eres todo un experto, dijo Nieve.

-      Tú no te quedas atrás muchacho, no hay ratón que se te escape, contestó colorado.

Eso de lanzarse alabanzas los hacia más diestros en la cacería, una motivación que hacía que ambos se esforzaran más. Pero no todo era un cielo que se abría y en los tiempos malos pasaban varios días sin probar bocado.

Y la noche de ese lunes de invierno en que caminaban por una calle desierta mirando los iluminados escaparates de las tiendas fue uno de esos días aciagos.

-      Oye colorado, dijo Nieve. Ves lo que yo veo.

En el interior de una fiambrería – pescadería se veía toda una gama de atractivas y vistosas vituallas. La iluminación interior dejaba ver sobre un vasar tiras de morcilla, salchichas, chorizos, salames y jamones. En ristras colgantes de los techos moldes de mortadela, tocino y jamonada, era un bocado apetitoso.

De las paredes colgaban tiras de carne ahumada, pescado seco y lonjas de bacalao en salmuera. Por el fuerte hueso de las ancas, un cerdo con las patas estiradas se hallaba suspendido de un garabato clavado en un pilar de caedizo. En una vieja nevera habían apilados, percas, lornas, atunes y jureles.

-      Esos pescaditos se ven deliciosos querido amigo, dijo Colorado.

-      Manos a la obra, contestó el gato blanco.

Con unos saltos acrobáticos llegaron al techo. Por un tragaluz, los gatos matreros entraron con facilidad en la tienda. Tras una reja, un perro lanudo y grande como un hipopótamo dormía plácidamente obstaculizándoles el paso.

-      Ahora sí que nos salió chueco, Colorado. Mira ese mastodonte que está ahí.
-      No te preocupes, blanquito, aquí está tu Colorado. Verás como con patas de lana logro pasar al lado de ese dormilón.

El gato rojizo había dado unos pocos pasos, cuando sintió en la cola como una corriente eléctrica que le recorrió todo el cuerpo, una certera mordida del perro acabo con su incursión.

El maullido fue aterrador. El pobre Colorado salió como una centella; por suerte una pequeña herida sanguinolenta fue todo el daño.

-      Parece que no quiso arrancarte el rabo, sólo trato de advertirte que por ahí no pasas, dijo Nieve.

-      Maldito embustero, estaba haciéndose el dormido, dijo Colorado lamiéndose la herida con gran entusiasmo.

El perro los miraba como diciendo aquí no pasa gato alguno.

-      ¿Y ahora qué hacemos, Colorado?, pregunto Nieve desalentado.

-      No lo sé. Pero de algo estoy seguro, de aquí no salgo con las patas vacías.
Después de andar y husmear por todo el lugar, dieron con un enorme queso de bola que el dueño, por olvido, no había puesto a buen recaudo.

-      ¿Y cómo vamos a repartirnos este queso?, Colorado, preguntó Nieve rascándose la cabeza con una de sus patas.

Colorado se quedó pensativo.

-      Eso lo veo difícil. Pero espera, yo conozco un juez, de esos que saben darle a cada uno lo que corresponde. Vamos a buscarlo.

Sacar esa enorme bola de leche de aquella tienda fue una odisea. Rodarlo por las calles oscuras de aceras húmedas por la garúa de invierno fue más fácil. Cuando llegaron ante el juez, el queso de bola estaba más negro que paladear de gorila.

El juez era un mono viejo que desde hacía años dormía sobre unos libros apolillados de jurisprudencia y derecho romano que había encontrado en un basural, de ahí que los animales que lo conocían lo llamaban juez.

El mono se rascó una barba rojiza, sucia y babosa que le colgaba como una carúncula de pavo. Sus ojos abotargados y saltones como los de un cangrejo miraban el queso con curiosidad. Olió la bola como quien huele la media de un gitano e hizo un gesto de repugnancia.

-      ¿Qué pasa, juez?, preguntó Colorado.

-      Malo, malo, malo, contestó el mono. Esto no me gusta.  Lo primero que hay que hacer es darle una limpieza.

Los gatos asintieron, sin imaginar que el mono limpiaría el queso lamiéndolo con su lengua, larga y áspera como una lija de hierro. Cuando el mono regresó de su “oficina” la bola se  había reducido a la mitad.

-      Muchas impurezas, dijo el mono granuja. Les he evitado una infección.

Los felinos se miraron inquietos, pero ahí nomás el juez partió el queso con sus manos. Sopesó las partes y dijo:

-      Este lado, tiene más.

Y ¡zas!, ahí dio el primer mordisco.

Sopeso de nuevo.

-      Ahora sobra aquí.

Y ¡zas!, otro mordisco

-      Un momento, gritó Nieve, si sigues así no quedará nada.

-      ¡Hum!, dijo el mono. Esperen, sacaré mi juguetito.

El juguetito era una balanza oxidada de dos platillos. Allí colocó el mono las dos mitades de lo que quedaba del queso. Un plato a la derecha indicando más peso y ¡zas!, otro mordisco. Los platos iban de un lado a otro con un queso que iba desapareciendo como por arte de magia en la boca de ese mono que, con los ojos desorbitados y rojizos, daba rienda suelta a una gula incontenible. El mono quedó atónito, con la panza hinchada en la misma porción que el queso que se había tragado. Estaba como en trance, sus pupilas de color azabache permanecían inmóviles. Dio unos pasos y cayó pesadamente. El golpe de la cabeza contra el suelo le abrió una herida de donde comenzó a fluir un hilo de sangre.

-      Así que este era tu amigo el juez, no. Mira dónde terminó nuestro queso, dijo Nieve, pisando la panza del mono, donde una danza de borborigmos resonaban como truenos.

El mono, aún con vida, tenía las cejas enarcadas, con los ojos extraviados mirando al infinito. Por su boca escapaba una espuma blanquecida. Ya estaba a punto de amanecer. Unas franjas luminosas que penetraban por un tragaluz se iban agrandando alcanzando a los postigos. Un fuerte olor, acre, ácido y hediondo invadió el ambiente.

-      El mono se ha cagado, dijo Nieve

Colorado se acercó al mono, lo palpó con suma delicadeza.

-      Ya se está enfriando, dijo.

Luego agregó:

-      Oye, Nieve. ¿Has comido mono alguna vez?

El gato blanco miró al mono y dijo:

-      Tú arrástralo de esa pierna y yo de la otra.

Así se fueron andando aquellos gatos rufianes sin el queso de bola que habían robado. Esa noche durmieron plácidamente, con la barriga llena.

Antes de que el sueño lo atrapara, Nieve interrogó a su amigo.

-      Oye, Colorado, no conoces otro juez.

Colorado ya estaba dormido.

Wolfsschanze, noviembre 2013.





TOTA LA PELOTA

Rebotaba una pelota por aquí y por allá, siempre ostentando de su gran agilidad.

-      Si quiero puedo elevarme por encima de las casas, y si es de mi antojo, cruzar el cielo y besar las estrellas. ¿creen ustedes que sean capaces de superarme?

Y así andaba la vanidosa pelota, hinchada como un globo, como gallo con pecho inflado cuando cacarea. Las calles y las plazas la oyeron vociferar; en los mercados rebotaba entre la gente asustando a más de uno con sus saltos impertinentes.

-      Fuera con todo aquel que se interponga en mi camino.

Y así cayó la sombrilla, los fuelles y las cebollas; al suelo con las semillas, los camotes, la fruta y la papa amarilla.

-      ¿Quién detiene a esa simplona?, gritó una yuca.

-      ¿Quién le cubre el hocico con un tapón?, se oyó la voz de un capón.

Nadie lo hacía, y la pelota vanidosa seguía con su danza, seguía con su verborrea, seguía día a día machacando con su lata. Un día cayó la ardilla fruto de un pelotazo, después le tocó al búho y luego a la cigüeña que asimiló un gran topetazo.

-      ¡Qué alegría es verlos caer como torres, como castillos de arena que el mar arrastra a su paso!

Y así con risa burlona siguió la pesada pelota, dando botes, dando trotes, saltando cercas, saltando troles.
Pero hay un refrán que dice que hasta el pelo más pequeño da con su sombra en el suelo, y parece que el aforismo fue el epitafio de Tota. Un día que rebotaba, muy oronda y muy señera, cayó la esfera sobre un clavo, y la punta penetró en ese jebe soberbio. La pelota se desinfló… ¡puf! Sonó un estruendo. La gente escuchó aquel extraño sonido y corrió al ver el barullo que alrededor de aquel globo presumido se había formado. Los chismosos vociferaban:

-      Miren a la pelota, sino parece una pasa

-      ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, se escuchó la voz de un mono que aún lucia sobre la frente un apósito para cubrir aquel grave chichón de un pelotazo trotón.

Pobre la pelota Tota, dijo la pelota de trapo.

¿A dónde se fue su entereza?
¿A dónde su vanidad?
¿A dónde tanta osadía?
¿A dónde fuerza y poder?
¿A dónde su valentía?

Pobre pelota humillada, yace ahora en un rincón cubierta de polvo y olvido, con la voz apagada y la piel arrugada, sin nadie que la consuele, sin una pequeña ilusión, solo el recuerdo ingrato de una pelota de trapo.

Wolfsschanze, 10 junio 2016.


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