- Viejo miserable, dijo la muchacha tomando la llave de la caja de hierro donde el anciano guardaba su dinero.
LA
CAMPESINA PEREZOSA
Al pie de un lago pescaba
un joven labrador, propietario de una pequeña parcela de cuya siembra vivía.
–
Si
no consigo un pez enorme para obsequiarle a Luisa, nunca lograré que ella se
fije en mí, se lamentaba el muchacho.
Pasaban las horas y su
desesperación iba en aumento, pues, veía que ningún pez picaba el anzuelo. De repente, Fortunato, que así se llamaba el
muchacho, escuchó una voz que venía del lago:
–
Es
inútil que trates de pescar en este lago, Fortunato, pues, aquí no hay peces.
El labrador quedó
desconcertado al escuchar aquella voz.
Detuvo su mirada entre unos juncales y vio un enorme sapo verrugoso.
–
¡Qué
feo eres! Dijo Fortunato. ¿Cómo sabes mi nombre?
–
Yo
todo lo sé, muchacho, dijo el sapo quien saliendo del
lago, se transformó en un enano feo y deforme.
–
No
has cambiado en nada tu aspecto, dijo Fortunato riéndose a
carcajadas.
El enano se sintió ofendido y
dijo:
–
Veo
que no necesitas mi ayuda para conquistar a Luisa, así que será mejor que me
sumerja en el algo nuevamente.
Al
escuchar el nombre de su amada, Fortunato dijo al enano:
–
No,
por favor, no quise molestarte, pero me encuentro tan abatido que a veces no sé
lo que digo.
El enano
lo miró con una sonrisa pícara.
–
Yo
sé lo que es el amor, muchacho, hace siglos yo también estuve enamorado de una
inda ranita y vaya que si me hizo sufrir.
–
¿Siglos?
Interrogó Fortunato. Pero es que tanto tiempo puede vivir un
sapo… digo, un enano… digo…
–
Mejor
no me digas nada, lo
atajó el enano, brusco y cortante.
Luego de
un breve silencio en que el enano miraba las mansas aguas del lago, Fortunato
le preguntó que por qué no había peces allí.
–
Son
mis peores enemigos. Siempre han tratado
de comerme, pero nunca han logrado atraparme porque soy muy rápido y astuto y
siempre me escabullo, dijo el enano con satisfacción.
Luego agregó:
–
Bueno,
vayamos a tu asunto. Sé cómo conquistar
para ti el amor de esa muchacha, lo único que tienes que hacer es estar cerca
la casa donde ella trabaja por las mañanas, al mediodía y al atardecer.
–
No
entiendo para qué habría de hacer eso, preguntó el muchacho
sobrecogido.
–
Tú
no tienes que entender nada, sino tan sólo esperar a que ella caiga en tus
brazos, concluyó el enano.
Fortunato regreso a su
casa a esperar el otro día para hacer lo que aquel extraño personaje le había
dicho.
*
* *
A la mañana siguiente,
Luisa llegó a casa de sus patrones para realizar sus labores diarias. Ya estos se habían marchado a trabajar en el
molino como de costumbre. Ociosa como era,
la muchacha comenzó a maldecir su suerte
–
Vaya
vida ésta. Servir a otros cuando es a mí
a quien deberían atender como se atiende a una reina.
La muchacha al ver la
cocina llena de trastos sucios y la casa hecha un desorden, a punto estuvo de
salir corriendo de aquel lugar.
–
Mejor
me dormiré un rato y después haré las labores.
Total, qué más da, las haga ahora o después en nada cambiará mi vida.
Y dicho esto, se repantigó
en una vieja y cómoda poltrona y se quedó dormida. El enano llegó, y al verla dormida, echó mano
a un sortilegio y todo alrededor quedó impecable. A las dos horas, Luisa despertó alarmada
–
¡Diablos! Qué sueño más profundo me invadió.
Grande fue la sorpresa al
ver que la cocina relucía de limpia con todo en su lugar, las camas tendidas y
el piso barrido. Fue al establo y todo
estaba como en la casa.
–
¿Y
quién ordeño a las vacas? ¿Quién le dio
el pienso a los caballos? ¿Y quién
horneó los panes?
Para
ninguna de sus preguntas encontró respuesta alguna. De repente sintió un ruido al asomarse a una
de las ventanas, vio pasar a Fortunato y pensó que él lo había hecho. Al mediodía Luisa encontró la cena lista y
por la tarde ya las vacas, los caballos, las gallinas y los cerdos descansaban
plácidamente. Siempre que esto sucedía
ahí estaba Fortunato rondando la casa.
Desde entonces la ociosa muchacha encontró la casa limpia, los animales
bien atendidos y, como era lógico, sus momentos de holganza y relajo aumentaron
considerablemente.
–
Ya
no necesito hacer las compras ni tampoco ir al mercado a vender la leche, la
manteca, los panes, ni los quesos. Basta
con que me eche una siestecita y listo: ya están las verduras picadas, los
cereales en sus envases y el dinero de las ventas. Esto sí que es vida realmente
Luego de meditar un
momento, la muchacha se dio cuenta de que no podría llevar una vida regalada si
no tenía a Fortunato siempre con ella.
Fue entonces que el enano le dijo a Fortunato:
–
Ya
puedes ir donde Luisa y decirle que quieres casarte con ella.
Como era natural, Luisa
aceptó de buen grado y a los pocos días se casaron, yendo a vivir en una
modesta casita que el labrador tenía cerca a su parcela. No pasó mucho tiempo
para que el pobre Fortunato descubriera con que joyita había decidido pasar el
resto de sus vidas. La inverecunda
muchacha se pasaba el día echada, exigía el desayuno en la cama y no movía un
dedo por temor a fatigarse. Se había
pu3sto gorda de tanto comer y no hacer nada, lo cual molestaba a Fortunato,
quien comenzó a extrañar a aquella delgaducha, frágil y encantadora muchacha de
otros tiempos
–
De
buen parásito me he hecho cargo, se lamentaba el joven labrador cada vez que
marchaba a trabajar su tierra.
Uno de esos días apareció
el enano exigiéndole a Fortunato que le diera bollos enmantecados, mermelada de
naranja, higos secos y nueces frescas.
–
¿Y
de dónde voy a sacar todo eso?
–
Ese
es tu problema, dijo el enano, yo cumplí mi parte en el trato que sostuvimos y espero que tú también
cumplas tu promesa, de lo contrario ya sabes qué te sucederá. Todas las mañanas vendré con una exigencia
nueva, pues, mi apetito es voraz.
Cuando el enano se marchó,
Fortunato recordó la promesa que le había hecho:
–
Haz
que Luisa caiga a mis pies y te daré lo que me pidas. Si no cumplo mi promesa, que me convierta en
asno por el resto de mi vida”
Y como Fortunato conocía
los poderes de aquel engendro, todos los días debía hacer malabares para
cumplir con los requerimientos que cada mañana eran más exigentes.
–
Con
buen par de sabandijas me he juntado, se quejaba Fortunato amargamente. Una
mujer que tiene más jamón que un cerdo y un enano extorsionador.
La salud del labrador fue
decayendo producto de aquella vida agitada a la que lo tenían sometido la mujer
y el enano.
–
Si
esto no cambia, esta parcela sólo servirá para que entierren mis huesos, díjose
el muchacho dispuesto a acabar con esa triste situación.
Una
mañana en que el enano llegó más hambriento que nunca y con una petición
imposible de cumplir, Fortunato le dijo:
–
Traía
unos higos secos en una pequeña talega, pero al pasar por el lago tropecé con
una piedra y al caer perdí la bolsa.
–
¿Higos
secos? ¡Hum! … que delicia, eso es la
gloria, dijo el enano lamiéndose sus gruesos labios…¸ Pero
qué dices… insensato, que la has perdido.
–
No
te alarmes, dijo el muchacho, la bolsa ha quedado flotando en el agua, pero como yo no sé nadar
pensé que tú podrías recuperarla.
En enano corrió hacia el
lago y Fortunato a grandes troncos marchó detrás de él.
–
Tendré
que convertirme en sapo para poder llegar a ella, dijo en
engendro al ver la bolsa que flotaba a la deriva.
–
Eso
esperaba que hicieras, enano horrible, díjose
Fortunato cuando ya el enano transformado en batracio nadaba presuroso al
encuentro de la bolsa.
El enano abrió la bolsa y
vio que en ella no había otra cosa que un poco de junco chamuscado. Unos leves movimientos de agua a su
alrededor, unas leves ondas acompañadas de pequeñas burbujas lo alertaron de
que algo peligroso lo acechaba. Trató de
ganar la orilla, pero los salmones que Fortunato había introducido en el lago
la noche anterior fueron más rápidos que él y lo devoraron rápidamente. Libre de la opresión de ese mortal enemigo,
el labrador llegó hasta su casa y encontrò9 a Luisa enfurecida reclamando su
desayuno. Fortunato la tomó de un brazo
y la sacó de la cama de un tirón.
–
Se
acabó la holganza, querida mía, desde ahora iras a mover el arado conmigo, como
corresponde a una buena esposa.
La
muchacha jamás imaginó que Fortunato había descubierto que el enano se había
valido de la holganza de ella para lograr que él la conquistara y que ahora,
libre de aquel monstruo, estaba empeñado en construir un hogar diferente,
adonde reinara el trabajo, la paz y el amor.
–
Ahora,
pensó Fortunato, ya pueden venir los hijos.
Wolffeschanze,
Agosto 17 /2001.
QUESO DE BOLA
A la memoria de Rubén Darío.
Habían caminado juntos desde pequeños como buenos gatos
vagabundos, no había techo que no hubieran trajinado. Se habían dado buenos
banquetes en toda cocina donde hubiera habido alguna ventana abierta por
donde entrar.
En los tiempos donde abundaba más cal que arena se habían tenido
que conformar con algún ratón o, en el mejor de los casos, con alguna paloma distraída.
-
No hay como tú, colorado, cuando de atrapar a esas aves se
trata, eres todo un experto, dijo Nieve.
-
Tú no te quedas atrás muchacho, no hay ratón que se te escape,
contestó colorado.
Eso de lanzarse alabanzas los hacia más diestros en la cacería,
una motivación que hacía que ambos se esforzaran más. Pero no todo era un cielo
que se abría y en los tiempos malos pasaban varios días sin probar bocado.
Y la noche de ese lunes de invierno en que caminaban por una
calle desierta mirando los iluminados escaparates de las tiendas fue uno de
esos días aciagos.
-
Oye colorado, dijo
Nieve. Ves lo que yo veo.
En el interior de una fiambrería – pescadería se veía toda una
gama de atractivas y vistosas vituallas. La iluminación interior dejaba ver
sobre un vasar tiras de morcilla, salchichas, chorizos, salames y jamones. En ristras
colgantes de los techos moldes de mortadela, tocino y jamonada, era un bocado
apetitoso.
De las paredes colgaban tiras de carne ahumada, pescado seco y
lonjas de bacalao en salmuera. Por el fuerte hueso de las ancas, un cerdo con
las patas estiradas se hallaba suspendido de un garabato clavado en un pilar de
caedizo. En una vieja nevera habían apilados, percas, lornas, atunes y jureles.
-
Esos pescaditos se ven deliciosos querido amigo, dijo Colorado.
-
Manos a la obra,
contestó el gato blanco.
Con unos saltos acrobáticos llegaron al techo. Por un
tragaluz, los gatos matreros entraron con facilidad en la tienda. Tras una
reja, un perro lanudo y grande como un hipopótamo dormía plácidamente obstaculizándoles
el paso.
-
Ahora sí que nos salió chueco, Colorado. Mira ese mastodonte
que está ahí.
-
No te preocupes, blanquito, aquí está tu Colorado. Verás como con patas
de lana logro pasar al lado de ese dormilón.
El gato rojizo había dado unos pocos pasos, cuando sintió en
la cola como una corriente eléctrica que le recorrió todo el cuerpo, una certera
mordida del perro acabo con su incursión.
El maullido fue aterrador. El pobre Colorado salió como una
centella; por suerte una pequeña herida sanguinolenta fue todo el daño.
-
Parece que no quiso arrancarte el rabo, sólo trato de
advertirte que por ahí no pasas, dijo Nieve.
-
Maldito embustero, estaba haciéndose el dormido, dijo Colorado lamiéndose la herida con gran entusiasmo.
El perro los miraba como diciendo aquí no pasa gato alguno.
-
¿Y ahora qué hacemos, Colorado?, pregunto Nieve desalentado.
-
No lo sé. Pero de algo estoy seguro, de aquí no salgo con las
patas vacías.
Después de andar y husmear por todo el lugar, dieron con un
enorme queso de bola que el dueño, por olvido, no había puesto a buen recaudo.
-
¿Y cómo vamos a repartirnos este queso?, Colorado, preguntó Nieve rascándose la cabeza con una de sus patas.
Colorado se quedó pensativo.
-
Eso lo veo difícil. Pero espera, yo conozco un juez, de esos que
saben darle a cada uno lo que corresponde. Vamos a buscarlo.
Sacar esa enorme bola de leche de aquella tienda fue una
odisea. Rodarlo por las calles oscuras de aceras húmedas por la garúa de
invierno fue más fácil. Cuando llegaron ante el juez, el queso de bola estaba
más negro que paladear de gorila.
El juez era un mono viejo que desde hacía años dormía sobre
unos libros apolillados de jurisprudencia y derecho romano que había encontrado
en un basural, de ahí que los animales que lo conocían lo llamaban juez.
El mono se rascó una barba rojiza, sucia y babosa que le
colgaba como una carúncula de pavo. Sus ojos abotargados y saltones como los de
un cangrejo miraban el queso con curiosidad. Olió la bola como quien huele la
media de un gitano e hizo un gesto de repugnancia.
-
¿Qué pasa, juez?, preguntó
Colorado.
-
Malo, malo, malo,
contestó el mono. Esto no me gusta. Lo primero que hay que hacer es darle una
limpieza.
Los gatos asintieron, sin imaginar que el mono limpiaría el
queso lamiéndolo con su lengua, larga y áspera como una lija de hierro. Cuando el
mono regresó de su “oficina” la bola
se había reducido a la mitad.
-
Muchas impurezas, dijo
el mono granuja. Les he evitado una infección.
Los felinos se miraron inquietos, pero ahí nomás el juez
partió el queso con sus manos. Sopesó las partes y dijo:
-
Este lado, tiene más.
Y ¡zas!,
ahí dio el primer mordisco.
Sopeso de nuevo.
-
Ahora sobra aquí.
Y ¡zas!, otro
mordisco
-
Un momento, gritó
Nieve, si sigues así no quedará nada.
-
¡Hum!, dijo el mono. Esperen, sacaré mi juguetito.
El juguetito era una balanza oxidada de dos platillos. Allí colocó
el mono las dos mitades de lo que quedaba del queso. Un plato a la derecha
indicando más peso y ¡zas!, otro mordisco. Los platos iban de un lado a otro
con un queso que iba desapareciendo como por arte de magia en la boca de ese
mono que, con los ojos desorbitados y rojizos, daba rienda suelta a una gula
incontenible. El mono quedó atónito, con la panza hinchada en la misma porción que
el queso que se había tragado. Estaba como en trance, sus pupilas de color
azabache permanecían inmóviles. Dio unos pasos y cayó pesadamente. El golpe de
la cabeza contra el suelo le abrió una herida de donde comenzó a fluir un hilo
de sangre.
-
Así que este era tu amigo el juez, no. Mira dónde terminó
nuestro queso, dijo Nieve, pisando la panza del mono, donde una danza de
borborigmos resonaban como truenos.
El mono, aún con vida, tenía las cejas enarcadas, con los ojos
extraviados mirando al infinito. Por su boca escapaba una espuma blanquecida. Ya
estaba a punto de amanecer. Unas franjas luminosas que penetraban por un
tragaluz se iban agrandando alcanzando a los postigos. Un fuerte olor, acre, ácido
y hediondo invadió el ambiente.
-
El mono se ha cagado, dijo
Nieve
Colorado se acercó al mono, lo palpó con suma delicadeza.
-
Ya se está enfriando, dijo.
Luego agregó:
-
Oye, Nieve. ¿Has comido mono alguna vez?
El gato blanco miró al mono y dijo:
-
Tú arrástralo de esa pierna y yo de la otra.
Así se fueron andando aquellos gatos rufianes sin el queso de
bola que habían robado. Esa noche durmieron plácidamente, con la barriga llena.
Antes de que el sueño lo atrapara, Nieve interrogó a su amigo.
-
Oye, Colorado, no conoces otro juez.
Colorado ya estaba dormido.
Wolfsschanze, noviembre 2013.
Rebotaba una pelota por aquí y por allá, siempre
ostentando de su gran agilidad.
-
Si
quiero puedo elevarme por encima de las casas, y si es de mi antojo, cruzar el
cielo y besar las estrellas. ¿creen ustedes que sean capaces de superarme?
Y así andaba la vanidosa pelota, hinchada como un
globo, como gallo con pecho inflado cuando cacarea. Las calles y las plazas la
oyeron vociferar; en los mercados rebotaba entre la gente asustando a más de
uno con sus saltos impertinentes.
-
Fuera
con todo aquel que se interponga en mi camino.
Y así cayó la sombrilla, los fuelles y las
cebollas; al suelo con las semillas, los camotes, la fruta y la papa amarilla.
-
¿Quién
detiene a esa simplona?, gritó una yuca.
-
¿Quién
le cubre el hocico con un tapón?, se oyó la
voz de un capón.
Nadie lo hacía, y la pelota vanidosa seguía con su
danza, seguía con su verborrea, seguía día a día machacando con su lata. Un día
cayó la ardilla fruto de un pelotazo, después le tocó al búho y luego a la
cigüeña que asimiló un gran topetazo.
-
¡Qué
alegría es verlos caer como torres, como castillos de arena que el mar arrastra
a su paso!
Y así con risa burlona siguió la pesada pelota,
dando botes, dando trotes, saltando cercas, saltando troles.
Pero hay un refrán que dice que hasta el pelo más pequeño da con su sombra
en el suelo, y parece que el aforismo fue el epitafio de Tota. Un día que
rebotaba, muy oronda y muy señera, cayó la esfera sobre un clavo, y la punta
penetró en ese jebe soberbio. La pelota se desinfló… ¡puf! Sonó un estruendo. La gente escuchó aquel extraño sonido y
corrió al ver el barullo que alrededor de aquel globo presumido se había
formado. Los chismosos vociferaban:
-
Miren
a la pelota, sino parece una pasa
-
¡Ja!
¡Ja! ¡Ja!, se escuchó la voz de un mono que aún lucia
sobre la frente un apósito para cubrir aquel grave chichón de un pelotazo
trotón.
Pobre la pelota Tota, dijo la pelota de trapo.
¿A dónde se fue su entereza?
¿A dónde su vanidad?
¿A dónde tanta osadía?
¿A dónde fuerza y poder?
¿A dónde su valentía?
Pobre pelota humillada, yace ahora en un rincón
cubierta de polvo y olvido, con la voz apagada y la piel arrugada, sin nadie
que la consuele, sin una pequeña ilusión, solo el recuerdo ingrato de una
pelota de trapo.
Wolfsschanze, 10 junio 2016.
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