GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

lunes, 25 de febrero de 2013

LIBRO LOS ABORRECIDOS



Para Martha Ubillús Chávez.




MATACHOLA



Para el chato Vale y para toda
la gallada de San Juan de Miraflores,
de esa inolvidable década del sesenta.




Desde temprano habían estado preparando sus armas.

-      Esta la tumbará al primer golpe, susurró el chato Vale en la oreja colorada del Quetuy.


-      Y qué me dices de la mía, canturreó cachaciento el Pancho, mostrando su rostro revejido mientras su raida y alargada media de fútbol giraba en círculos, llena hasta el talón de yeso molido.

-      Y tu idiota, que esperas para llenarla, o esperas que te la llenemos, dijo amenazante el chino Edgard.


La pequeña figura del Polaco se deslizó como una tenue sombra hasta que sus delicadas manos se posaron en la acera para juntar el montoncillo de polvo blanco que lentamente fue introduciendo por la boca del calcetín.
Así permanecieron a la espera de la hora indicada, fumando y tosiendo los largos Golden 100 que el chino Edgard había sustraído de la tienda de su madre.


-      Cuidado, chino, carajo, con que estés sacando dinero, te rajo, chino, carajo, tú ya me conoces, murmuraba doña Paula, mientras se acomodaba la tirilla del vestido que a cada momento se escapaba de sus hombros, mientras todos tratábamos de elevarnos del piso para por sobre el mostrador de madera ver aquellas enormes tetas blancas que a duras penas cubría aquel grasoso vestido floreado que alguna vez fue nuevo y que nosotros en nuestra ingenua imaginación tratábamos vanamente de desaparecer de aquel regordete cuerpo blanco.


-      Chino pendejo, te rajo carajo, como estés sacando dinero o cigarros, ya sabes, ya sabes.

***
-      ¿Qué hora es?, pregunto el Fito.


-      Van a ser las seis y treinta, contestó el cofla Vélez.


Todos se miraron con una complicidad secreta y rieron a carcajadas, “porque la chola va a recibir rico, y su enorme culo quedará blanqui ¡ji! ¡ji!; ¡ay! ¡ay! Va a gritar seguro, pero yo le daré en esa jeta cochina para que no diga ni ¡ay!, ¡ja! ¡ja!, se escuchaba la risa del Quetuy y del Hugo que no cesaba de estrellar su matachola en la espalda del cholo Raúl, que decía “yo requin” a cada golpe y de nuevo el mazo de yeso que ahora le daba en el culo, y “yo requin”, pero el patuleco Hugo que no cesaba de joderlo, hasta que el cofla Vélez le decía “ya basta, no lo jodas, oye”, y sólo así ese concha de su madre se calmaba “y todo porque yo soy cholo y ese huevón es blanco, murmuraba el cholo Raúl, pero cuando vamos a la laguna yo le saco la mierda nadando, por las huevas no soy de Chorrillos y el Agua Dulce mi sitio, donde ahí nadie me jode porque todos son cholos como yo, aunque también hay negros. Ya verá ese maricón, va a pagar toda su pendejada”.

***

“Pobrecita mi palomita, cholita linda, si supieras cuanto te quiero, si supieras como calmo mi deseo de tenerte para mí solito, mi Luchita, mi Luchitita linda, aunque a veces me das cólera cuando te das besos en la Casa Vacía con ese creído del Lalo Carhuanini, y todo porque es gringo y tu chola. Y me derrito de gusto de ver tus tetitas mojadas en los carnavales y me lleno de rabia de pensar que ese gringo machichi te soba las tetitas de gusto y tu suspiras cholita de mierda, mientras yo sufro cada noche en mi cama,  sudando todito de pensar en lo lindo que te verás calatita y llorando porque si yo fuera gringo con ojos azules y pecoso como ese huevón seguro que me dejarías darte besos en esa tu boquita de dientes amarillos, pero eso no importa, Luchita, pues son tus tetitas con las que sueño mientras mis manos juguetean bajo mi sabanas cada noche hasta humedecerme de gusto y si yo fuera gringo hoy mismo me casaría contigo y tendríamos los cinco hijos que quieres tener con ese gringo de mierda, gringo machichi, saca tu pichi para hacer ceviche, porque la Chaplin de tu hermana se lo ha contado a la Dali. Y estoy seguro que es cierto porque el chato Vale me lo ha jurado y rejurado, y el chato es mi pata y no me mentiría, chola traidora. ¡Ay!, Luchita, Luchitita, porque has dicho eso de los cinco hijos, por eso estoy juntando este yesito en mi media para darte duro, duro con mi matachola, porque eres linda, pero también cholita”.


-      Apúrate, huevonazo, llena más tu media para que le des rico a esa chola putona, me dijo el chino Edgard.


“Este la odia a la Luchita, chino feo, cara de plato, y todo porque la Chaplin no le da bola, y está que sufre el chino cara de culo. Yo la he visto a la Chaplin chapar con uno de los Gamarra en el cine Susy, bien planeada la tenía y el chino Edgar que se mordía los nudillos de las manos de la pura rabia que tenía, porque la Chaplin disfrutaba de lo lindo, bien merecido lo tienes, chino ojos jalados, por qué no la matacholeamos a la Chaplin a ver, por qué a la Luchita y no a la Chaplin, sólo porque te cagas de miedo de que el Gamarra te saque la mierda, porque todos estos matacholeros saben que cuando el Lalo Carhuanini se entere de la blanqueada que le daremos a la Luchita se cagará de risa, porque él no la quiere a la Luchita, Luchitita, porque él tiene su hembrita gringuita como él, que estudia en el San Roque y que su papá tiene plata, por eso la recogen en camioneta, pero al gringo pendejo le gusta vacilarse con la Luchita, y la muy huevona que bien templada debe estar lo sabe y se deja besar y tocar y eso me da cólera y por eso dejo que este chino feo me grite y por eso lleno con bastante yeso mi media y hasta piedritas le pongo para que le duela más a mi Luchita, mi Luchita linda, que no es mía sino del gringo machichi, gringo pendejo, gringo suertudo, gringo ojos azules, pecoso desgraciado que la hace cornuda a la gringuita y putita a la Luchita.

***

Su cuerpo desnudo se reflejaba coqueto ante el espejo, sus pulgares y sus índices pellizcaban inquietos aquellos botoncitos canela que afloraban, tímidos y sumisos, en aquel pecho cobrizo bien formado. La voz de su madre interrumpió su secreto ritual. El portazo sonoro y malgeniado le indicaron que podía disfrutar a sus anchas. “Mamá fuera de casa, como de costumbre”, pensó, mientras cubría su desnudez con un ceñido vestido turquesa que enmarcaba atrevidamente las líneas de su trusa. Calzó sus sayonaras y miró el reloj. Las siete menos cinco. Cogió un Vanidades y se tendió sobre su cama esperando que fueran las siete. “Hoy día lo hare esperar”, pensó. “Sé que lo traigo loco y estoy segura que cuando le diga que hay otro chico que me ronda estallará de rabia y dejará a esa gringa presumida de la Yerti Plaza. Entonces nos haremos novios y tendremos cinco gringuitos, lindos todos y le sacaré la lengua a todas estas chismosas y me iré a vivir a Miraflores y seré una linda gringa porque me teñiré el pelo con agua oxigenada y me lavaré la cara con agua de arroz para verme blanquita. Sí, blanquita como a él le gustan y mis tetitas se pondrán grandes para que se vuelva loco, loco, loco”.

***

Agazapados como apaches en el corralón que colindaba con la Casa Vacía, todos esperábamos ansiosos a nuestra víctima. Miro los ojos de todos y en ellos no veo más que la rabia acumulada por la impotencia de no tenerla para ellos. Todos la adoran y se pajean, la aman, la desean, la atesoran, la harían reina, pero esta noche debe sucumbir en una nube de polvo blanquecino, mortífero para calmar de golpe tanta frustración, tantas noches de insomnio, de manos sudorosas por el esfuerzo de calmar el deseo por esa hembra cuya sentencia de muerte ha sido sellada en secreto.
La luna, sonriente y cómplice, ilumina la Casa Vacía. Ya el señor Pizarro ha enrollado su manguera y entra a su casa. En la acera humedecida por una suave garua, dos sayonaras baratas parlotean en un familiar andar. La figura bien formada de la chola Lucha se detiene frente a la Casa Vacía, donde desde hace mucho tiempo, las paredes sin tarrajear, son testigos mudos de sus citas clandestinas. La Luchita mira sigilosamente a lo largo de la calle y con andar presuroso se introduce en la Casa Vacía. Todo está oscuro, pero la figura femenina conoce cada recoveco, cada pared, cada montículo de ladrillos y certera y segura, esquiva latones, maderos y arenilla.
-    
            Estas ahí, mi amor, resuena su voz.

"Mi corazón parece activarse, mientras que todos se mueven inquietos como felinos para saltar sobre la presa”.

-      Lalo, amor mío, estas ahí, vuelve a escucharse la voz.

El silencio invade el aire y la luna parece resplandecer más y más aún.

-      Vamos, pecosito, ven por tus tetitas, suena la voz por última vez.

Aquellas incitadoras palabras son el detonante para que la rabia, el deseo y el despecho surjan de entre las sombras y callen aquel canto de sirena sibilina. Un primer matacholazo certero y furioso, impacta en el hombro derecho y hace tambalear a la víctima (fue el chino feo, no, estoy seguro que fue el Quetuy). El segundo le da en la espalda semidesnuda y la hace trastabillar. Un quejido se apaga por el tercer impacto que le da de lleno en el rostro (ese infeliz del patuleco Hugo fue el que le metió la mano y le agarro las nalgas, juro que lo vi). Uno tras otro los matacholazos se cruzan por los flancos y dan, y dan y dan en el cuerpo de la Luchita, de la cholita Luchititita y... que ricas tetitas, lindas naranjitas, no cojudo, limoncitos ¡ja! ¡ja! ¡ja!, callen huevones, huevos fritos, ¡ji! ¡ji! ¡ji!, dice el pendejo del cofla Vélez y el Fito, con sus ojos morbosos, musita, canturrea, susurra, y que lindo culito ¡ji! ¡ji!, y la Luchita que salía de la Casa Vacía más empolvada que puta de burdel de cinco mangos, cieguita, con los ojos llorosos y la boca que le quemaba, porque el desgraciado del cholo Raúl le había puesto cal a su media y no yeso, serrano pendejo, cholo malo, ojala te ahogues cholo desgraciado en esa playa de cholos del Agua Dulce, o en la laguna o en esa tina donde se cagan los patos que hay en tu casa, cholo maricón, cómo le haces eso a la Luchita, y tu Fito tartamudo, como le has agarrado su potito, ta, ta, ta, tartamudo, también pendejo como el cholo eres, como tu hermano el cofla, como el patuleco, como el Quetuy, como el desgraciado del Lalo Carhuanini, que no vino a salvar a la Luchita, porque se fue a la fiesta de promoción de la gringa Yerti, gringa machichi como él, y yo esta noche me volveré a consolar con las tetitas que agarró no se quien chucha, pues, había tanto polvo que no vi ni miechica, ese potito cholito que agarro el Hugo, el pato, pato, patuleco, desgraciados, desgraciados, pero yo felizmente me vengué y les escupí las espaldas por lo que le hacían a mi Luchita, y vi cuando el Raúl, el cholo, el nadador (que lindo nadas cholito) le daba matacholazos al pato patuleco del Hugo, cholo lindo, le diste bien duro a ese desgraciado manos pajeras que le agarró su potito bien formado a la Luchita, y más lindo, cholito, porque le reventaste la boca a ese chino ojos jalados del Edgard, sin dientes lo has dejado, bien vengativo eres cholito, bien traicionero por la  espalda, pero bien hecho cholo cholito, hoy me duermo tranquilo, contento y triste por mi Luchita.


Wolfsschanze, 23 de noviembre de 1992.





CACHITO


“Eres lo máximo, Cachito”, gritó el grandazo Astengo golpeando con la bola 2 la 9 y metiéndola de lleno en la tronera. Y Cachito también gritó con la mano en alto.

-      Cuatro más y heladitas.

A una señal de Angelito, Carlitos destapó cuatro Cristales.

-      Y no las muevas mucho que no queremos champán, gritó el Che Leguizamo.
Todos rieron menos Angelito. Ese andar epiléptico del muchacho semejaba un parkinson temprano.

-      Y después que estuve con la flaca me levanté a la hermana, en primera, ustedes saben como soy cuando estoy al hilo, dijo Cachito.

-      Vos sos lo máximo, Cachito, dijo el Che Leguizamo apurando su vaso de espumosa cerveza.

Carlitos se sonrió. El Che Leguizamo no se dio cuenta del escupitajo que le había metido a su vaso. “Estamos iguales”, pensó el muchacho.

Todos bebían a la vez, levantando los vasos por encima de sus cabezas.
-      Ya los camarones están borrachos, dijo Angelito abriendo su Hablemos de hípica.

En una esquina del billar, los dados rodaron marcando el siete y Pepe Roca jaló los quince soles del pozo.

-      Ese huevón carga los dados, vociferó el negro Lobatón.

-      Calla negrito, y pon tu apuesta, dijo Pepe Roca batiendo la mano.

-      Voy a su mano, dijo Angelito y puso en el suelo cinco monedas de a sol.

“Pago”, dijo el negro y tiró un verde de cinco soles.

Los dados salieron con fuerza golpeando la pared.

-      Ahora si te pelaste, dijo el negro viendo el cuatro. Tres y uno ni cagando, agregó.

-      Fe, negrito, fe, dijo Roca socarronamente.

Los dados dieron seis, luego nueve y luego el cuatro.

-      Dos patitos, chilló Roca de alegría.

-      Tramposo, gritó el negro.

Pepe Roca jaló el pozo. Angelito sonrió y el negro los mandó a la mierda.


***

-      Juégate un vale con Maestranza en la quinta, va con Tulo, dijo el gordo Morales pisando su pucho y echándole tiza a su taco.

Angelito lo miró de soslayo, siempre traía buenos datos. Colocó una equis sobre el once y cerró la revista.

-      Sí, dijo Angelito, y va por fuera.

Carlitos salió como un bólido a comprar el vale. Faltaba una hora para el cierre.

La agencia del mercado cerraba siempre antes.

-      La 11 en la cuatro, gritó Morales y la bola cayó en la tronera, limpiecita.

Astengo tiró dos billetes de diez soles sobre la franela verde.

-      No voy más, dijo.

El humo de aquel garito parecía la niebla invernal que subía por el acantilado invadiendo las últimas calles de la avenida Brasil. Carlitos regresó con el vale triple.

-      Maestranza, en la quinta, dijo tembleque.

Angelito tomó el billete al vuelo.

-      Cuatro más heladitas, volvió a escucharse la voz cantarina de Cachito. Los cuatro dedos en alto no permitían error alguno.

-      Ayer estuve con las hermanas Palmisano, fuimos al cine, luego a comer, y ya podrán imaginarse el resto.

-      Eres una fiera, Cachito, dijo Kike Bürkli, limpiándose la espuma con la manga y balbuceando incoherencias desde lo más hondo de su crápula.

Se turnaban para los halagos y los brindis. Cervezas, máximos y Cachitos invadían esa tahurería como las calles de Magdalena por esa niebla que subía por los acantilados.

Robalca terminó el último comentario de la hípica sabatina; el flaco Aníbal Ezcurra comentó la carrera donde Chiquirín derrotó por una cabeza a Goldem Form. Angelito apagó el radio y tiró su vale al piso.

-      Gordo huevón, dijo.

Casi a la medianoche, Cachito pidió las últimas cuatro cervezas y pagó la cuenta. 144 soles. Bebieron los últimos tragos en medio de atronadores hipos, eructos y borborigmos. Pasada la una, cuando ya el cholo Mauro Aybar había barrido con casi todas las manos de póker, Cachito se levantó.

-      Bueno muchachos, me disculpan, pero el enano está inquieto y hay que darle de comer, dijo señalándose la bragueta.

-      Eres lo máximo, Cachito. Esta vez fue el cojo Muñoz quien lanzó la manida frase.

Esa fue la última. Las muletas se le enredaban a Cachito entre las piernas. Había bebido más que nunca. Mientras Cachito abandonaba el billar de Angelito ayudado por el gordo Astengo, el Che Leguizamo, como era su costumbre, junto las sobras de todos los vasos y “seco y volteado”.

-      ¿Y cuántas hembritas se tiró Cachito esta noche?, preguntó Angelito.

-      No lo sé, perdí la cuenta, dijo el Che Leguizamo con voz gangosa, pero mientras ponga las cervezas, por mí se puede tirar hasta a su madre.


Wolfsschanze, 26 de julio del 2013.






LA MUELA



Para Alfredo Dergán Sasín.



Los golpes de la aldaba contra el portón sonaron en su cabeza como el martillo del herrero sobre el yunque. Miró el reloj. Las tres y treinta y cinco. ¿Quién podrá ser?.

Se levantó somnoliento y se cubrió con una bata. En la oscuridad no encontró las babuchas. ¿Qué pasa? Preguntó un cuerpo que se movía en la cama retorciéndose como un felino. Nada, duérmete, contestó secamente. Recorrió todo el patio hasta llegar al zaguán. Un frío helado lo hizo tiritar. Maldijo. La puerta volvió a retumbar con más fuerza. ¿Quién es?

Gervasio, doctor, contestó una voz gangosa.

-      ¿Y qué quiere a esta maldita hora?, preguntó el doctor.

-      Sáqueme esta muela que me está torturando.

-      Venga por la mañana y se la sacaré.

-      No, doctor, me la saca ahora mismo.

-      Éstas no son horas para eso. Váyase, tome un calmante, duérmase y regrese por la mañana.

-      Por favor, doctor, se lo suplico, este dolor me está matando.

-      Mañana, regrese mañana.

El doctor se encamino a proseguir su sueño. A mitad del patio lo sorprendió un grito.

-      Doctor, si no abre esta maldita puerta, mañana todo el pueblo sabrá que está encamado con algún muchacho allá adentro.

Pensó en sus hijos y en sus nietos. Recordó que su mujer estaría de regreso en dos días. Voy a ver a mi madre, ya está tan vieja la pobre. En unos días regreso, le había dicho la mujer. Ya había pasado una semana.

-      Abra la maldita puerta, carajo.

“Este desgraciado va a despertar a todo el pueblo con sus gritos”.

Echado sobre el sofá quirúrgico, Gervasio abrió la boca. Tenía la mejilla derecha como un moflete. Sus ojos enrojecidos y vidriosos eran los rezagos de las horas de calvario que esa muela cariada le había hecho pasar.

-      No se puede sacar, tiene un absceso.

-      Sáquemela, por favor.

-      Es imposible, la anestesia no surtiría efecto y sentirá tanto dolor que lo mandará al infierno.

Gervasio lo sujeto de la muñeca con tanta fuerza que el doctor pensó que le iban a estallar las venas.

-      Ya estoy en el infierno, doctor. Sáquela o empezaré a gritar tan fuerte que todo el pueblo vendrá y a usted no le agradará que vean lo que tiene allá adentro.

El doctor lo miró con odio. Preparó sus aperos, cargó la jeringa con anestésico y clavó la aguja con saña en ese pequeño bulto crema negruzco que rezumaba pus.

Gervasio sintió que le atravesaban el cerebro con una lanza de fuego y exhaló un quejido que semejaba el último suspiro de un muerto. El dentista siempre había sentido cierta compasión por sus pacientes. De niño había sufrido los indescriptibles dolores de una extracción. Pero en ese momento sintió una satisfacción morbosa ante el dolor que sentía aquel hombre de rostro desfigurado.

Las manos de Gervasio se prendieron como garras a las agarraderas del sillón.

-      Prepárese para ver al diablo, dijo el dentista, sarcástico, mientras preparaba la tenaza para arrancar la muela.

Gervasio cerró los ojos. Unas lágrimas brotaban tímidas de las canículas lagrimales. El doctor tomó la muela cariada desde la base y maniobró unos breves segundos.

-      ¡Ay!, gritó Gervasio.

Por un instante sus ojos se abrieron y vio el rostro del doctor. Así debe ser el rostro del demonio, pensó.

-      Se rompió la corona. Había que sacar la raíz o de nada servirá y el dolor continuará, dijo el dentista.

Gervasio lo miró con rencor.

-      La puta que lo pario, doctor. Siga. Así me muera en este sillón no me iré de acá si no me la saca.

El doctor se preparó para una segunda incursión en esa boca sanguinolenta que se abría como una caverna montañosa rendida a su destino. Con un pequeño punzón el médico removió la raíz de derecha a izquierda, de arriba hacia abajo, de adentro hacia afuera. Un sentimiento de piedad se apoderó de él y puso toda su experiencia y maestría para evitarle el dolor a ese infeliz que pataleaba como un condenado. Durante quince minutos el doctor extrajo hasta el último raigón; limpió y cauterizó la herida, y aplicó una pasta anestésica en el pequeño forado.

-      Ya está, dijo con indiferencia.

Gervasio respiraba agitadamente.

En breves minutos se recuperó. Se levantó del sillón y miró al doctor como un perro apaleado.

Cuando llegó a la puerta, se volteó hacia el dentista.

-      ¿Cuánto le debo, doctor?

Este abrió la puerta y le dijo con desprecio.

-      ¡Váyase a la mierda!

Cuando regresó a su habitación, unas azuladas sombras vespertinas invadían el ambiente. Se quitó la bata y quedó desnudo, se tendió junto al cuerpo caliente que permanecía inmóvil al lado de él.

En la oscuridad palpó esa carne fresca y joven cuya voluptuosidad despertó sus ansias de poseer y amar. Su mano se detuvo en esos senos duros y bien formados.

-      ¿Quién era?, se escuchó una susurrante voz.

-      Nadie, duérmete, ya pronto amanecerá y tendrás que irte.

Wolfsschanze, marzo del 2011







SIN SACO


Para Mario Campos Alcántara



   El viejo reloj del Banco de la nación no marcaba aún las nueve de la mañana, cuando ya la bella Anita Meneses daba cuenta de su cuarta taza de café. La repentina llegada del mayor Garcés hizo que la bien formada muchacha dejara un lado su crucigrama y de un salto felino, se pusiera a la orden del mayor.

-      ¿Alguna novedad, Ana?, dijo el recién llegado, mientras depositaba su gorra en un clavo en la pared.

La muchacha alcanzó un cuaderno de notas donde el mayor Garcés pudo observar una serie de nombres conocidos y desconocidos; estos últimos lo llevaron a comentar entre dientes:

-      “Seguro algún favorcito”.

    Los “favorcitos” habían proliferado desde que el mayor había pasado a ocupar la Dirección General del banco más grande del país. Estos, desde luego, significaban para el mayor algunos beneficios adicionales, que él se sentía en obligación de aceptar “para no ofender a sus atribuidos”.

-      Anita, Anita, ya te he dicho miles de veces que General se escribe con “G”; pero no importa, todo a su momento. La linda muchacha, hija del coronel Meneses sólo atinaba a sonreír, mientras mascaba nerviosamente  su lápiz.

  Después de despachar la correspondencia y de dictar un número de cartas, el mayor Garcés se acomodó en el sillón, donde los recuerdos de una “memorable noche”, se apoderaron de sus pensamientos. “De verdad que era gracioso. El mismo Presidente de la  República en calzoncillos. Así. Un, dos, tres... a bayonetazo limpio, carajo. Para eso estamos nosotros, los revolucionarios, los hombres de verdad. Porque nosotros no le tememos a nadie, ni nos rebajamos ante esos gringos de mierda. Aquí estamos todos, como  un solo hombre mi General, los soldados de la Revolución. Y que Viva el Perú, carajo”.

-      Mayor, lo llaman por la línea uno. Un señor que dice llamarse Vandela.

-      Aló, negro, como estás hermano, que gusto de escucharte. Carajo, negro, sólo  ahora que estoy arriba te acuerdas de los amigos... no negrito, es una broma. Oye, negro supe que ingresaste a la universidad... Ah, para que sepas que nosotros los ¨Hombres de la Revolución¨ lo sabemos todo. Si se te ofrece algo negrito, pide nomás, con confianza, para eso somos amigos desde el colegio. Yo no olvido negro, si no fuera por ti, esa tarde el gordo Valera me mata a golpes. Qué bien mechabas negro, nadie te ganaba... ¿Qué?, ¿problemas con los rojos? No te preocupes negrito, mándame los nombres que yo me los despacho al sepa en un dos por tres, nosotros no nos bajamos ante nadie, negro, para eso somos “los hombres de la Revolución”. Ya Vandelita, no te preocupes. Dalo por hecho hermano. Pero eso sí negro, no me hagas mucha política contra el gobierno porque sino no podré hacer nada por ti. Ya Vandelita, un fuerte abrazo.

-      Anita,  ven un momento.

La muchacha sonrió graciosamente mientras el mayor Garcés le daba algunas  indicaciones para que no le interrumpieran, pues debía revisar algunos “documentos para el consejo de ministros” que le habían encargado. Antes de retirarse, la muchacha, que llevaba su crucigrama de “El Comercio” en la mano, interrogó a su jefe con el ceño fruncido:

-      Dígame mi mayor, ¿sabe quién escribió “Los Heraldos Negros”?

   El mayor Garcés la miró fijamente. Si la pregunta no hubiera venido de aquella linda criatura hija del hombre que lo había colocado en dicho puesto, ganas no le hubieran faltado de patearle  el culo.

-      César Vallejo, le dijo con algo de Sorna.

Cuando ya la muchacha se disponía a abandonar la oficina y el mayor Garcés a cerrar la puerta tras de ella, la bella Anita se detuvo.

-      Ay mi mayor usted también se equivocó. El nombre es sólo de dos letras. El mayor Garcés cerró la puerta murmurando para sí mismo: “Animal”.

   Extrajo una libreta de su saco y escribió tres nombres en una hoja que tenía sobre el escritorio. “Ahora sí que podré llevar a mi cholita a las Europas”, pensó Garcés. Sobre su escritorio descansaban tres resoluciones de nombramiento. Con un corrector borró con gran maestría los nombres que allí estaban y, después de esperar que el “mágico” borradorcito secara, escribió sobre ellos los nombres extraídos de su libreta. Nadie notaría el cambio. No era la primera vez y nadie lo había notado. Cogió el teléfono y marcó mientras silbaba la “Marcha de Banderas”. Una voz somnolienta al otro lado del hilo contestó:

-      Don Ramiro, buenos días, aquí el mayor Garcés, para servirle. Ya está nuestro “asuntito” finalizado... sí, aquí mismo tengo la Resolución firmada por mi jefe, el Comandante. No se preocupe, todo está listo, que el muchacho se presente mañana temprano a trabajar... si ya sé que no terminó la secundaria, pero no se preocupe, porque como va de Jefe de Mantenimiento nadie lo va a notar, ... sí, así es don Ramiro salúdeme a su esposa, y, gracias don Ramiro.

    El mayor Garcés se frotó las manos de satisfacción. Sacó el cheque que tenía en el cajón de su escritorio, lo miró lo dobló, lo besó, y se lo guardo en el bolsillo del saco.


   El comandante Espíndola lucía de civil aquella mañana en que con paso marcial ingresó a la oficina del SINAMOS. La señora Maricruz Gentile, su secretaria, lo esperaba ya con su grueso fólder de manila en el que se encontraba toda la correspondencia de la semana. Eran tal para cual. Él, un militar de trayectoria admirable, y ella, una mujer dedicada no solo a realizar su trabajo con eficiencia, sino empecinada, a sus sesenta años, a seguir superándose día a día. El comandante Espíndola la miró detenidamente. De ninguna manera permitiría que aquella mujer eficiente, dominadora de seis idiomas, fuera trasladada al Ministerio de Relaciones Exteriores. Por algo había trabajado con él desde que era un simple capitán  del Servicio de Inteligencia. Hombre correcto de pies a cabeza, Espíndola creyó que era su deber informarle a “Doña Maricruz”, como cariñosamente la llamaba, de la petición aquella que por otro lado significaría para ella un mejor ingreso económico. La anciana fue tajante cuando dijo, a la manera castrense: No. Una llamada URGENTE del Premier, lo sacó de su despacho habitual.

-      Oiga Comandante, el doctor Campomanes ha sido promovido a la Oficina Central de Informaciones del Banco de la Nación, pero no lo han atendido, es más, una tal señorita Meneses le ha dicho que no hay ninguna Resolución de nombramiento a su nombre y que regrese otro día porque su jefe se ha ido a llevar a su mujer a hacer las compras del mercado,... que es esto Comandante Espíndola, las cosas no caminan o qué pasa ahí. ... Y es más, cuando el doctor Campomanes insistió, le han dicho que no friegue, se da cuenta de lo delicado que es esto comandante... no puede ser, el Gobierno necesita de hombres como Campomanes, doctorado en Harvard, estudios en Cambridge, por favor Comandante, dígame qué sucede...

  El Comandante Espíndola recordó en aquel momento de acritud que nunca en sus 26 años de  carrera había dado motivos para que lo llamaran al orden. Mientras tamborillaba los dedos, gesto habitual en él para calmar sus ánimos, le vino a la mente la figura de aquel hombrecito de baja estatura y de piernas algo estevadas que detentaba el grado de Mayor del Ejército peruano. Lo había visto dos o tres veces doblarse como un autómata ante cualquiera que llevara un galón más de los que él llevaba en las galoneras.

-      Pero Premier, yo personalmente he firmado la Resolución del doctor Campomanes, es más, si gusta le puedo dar la fecha y la hora en que lo he hecho. Pero ni siquiera esas razones habían servido para calmar la amonestación que el Premier había recibido aquella mañana de labios del mismo Presidente de la República.       

  Después de haber asistido al Círculo Militar, a una reunión de altas autoridades del Gobierno, el Comandante Espíndola hizo su ingreso al amplio recinto del Banco del estado. Los cinco hilos dorados que Espíndola lucía en las galoneras activaron el gran número de burócratas que colmaban las instalaciones del banco. Tazas de café, sánguches de pollo, geniogramas, palitos de tejer, periódicos, revistas, radios, y todo aquello que era ajeno al Banco, desaparecieron en un instante. La firme estampa de Espíndola atravesó un mar de escritorios mientras que muchos empleados doblaban la cérviz y se hacían a un lado.

  “Moisés separando las aguas”, dijo un señor de avanzada edad que esperaba que le pagaran el cheque de su jubilación. Espíndola se detuvo ante una bella muchacha que no cesaba de mover la cabeza y morder el lápiz. Sobre el escritorio un crucigrama con pocas letras parecía torturarle el cerebro. Mientras la muchacha le dirigía una angelical sonrisa, el comandante Espíndola alcanzó a leer una reluciente placa de acrílico donde se leía con grandes letras: PATRICIA MENESES DE LA PIEDRA, SECRETARIA EJECUTIVA BILINGÜE.

  “Los trapos sucios se lavan en casa”, pensó Espíndola. Cortésmente interrogó por el mayor Garcés. La muchacha le dio las mismas razones que había recibido horas antes el doctor Campomanes. “Bruta pero honrada”, pensó. Mientras esperaba al Mayor, Espíndola se acomodó en una cómoda poltrona de cuero que ya hubiera querido tener en su oficina. Después de largas horas de espera, y dos llamadas del Premier, en la cual le informaba que peligraba su ascenso si no se solucionaba el impase del doctor Campomanes.

   Al comandante Espíndola no le quedó más remedio que hurgar entre los papeles del mayor Garcés. Sintió un poco de pudor por ello, pero estaba de por medio no solo su ascenso, que bien merecido lo tenía, sino el prestigio ganado con tanto años de sacrificio, y un insignificante e ineficiente “mayorcito” no iba a ser un obstáculo para él. Puso a  un lado el saco del mayor, donde relucían cuatro filetes dorados y comenzó a revisar uno por uno los papeles dejados desordenadamente en el escritorio.

   En ninguno de ellos figuraban las Resoluciones de nombramiento que había firmado semanas antes, y en la cual debía encontrase la del doctor Campomanes, Revolvió archivos, abrió gavetas, busco entre los libros y no encontró nada. Fue tanta su euforia que ya no reparó en abrir los cajones del escritorio del condenado Mayor. Todo fue en vano, pues no aparecían las benditas Resoluciones.

  “Pero claro, pensó el comandante Espíndola quién más sino la secretaría debería saber dónde se encuentran”. La eficiente señorita Meneses dio mil rodeos, volvió a remover lo que el comandante ya había removido, desacomodó lo ya desacomodado, hasta que por fin recordó que el único lugar que no había sido hurgado era el fólder de manila que obraba en su poder y que por orden del Mayor Garcés no debía ser abierto por nadie.

-      “Secreto militar, Anita, no lo olvides”, le había dicho Garcés a su secretaria.

-      Pero no se preocupe comandante, no se preocupe, se lo traigo al momento, después de todo usted es militar, y entre gitanos no vamos a andar con secretitos, dijo la muchacha guiñándole el ojo.

  Espíndola nunca se había sentido más indignado. Allí estaban las resoluciones, pero con nombres distintos. Apretó con fuerza el pomito del corrector usado por el mayor Garcés para  hacer sus “negocitos”.

    El comandante Espíndola golpeó el escritorio con ambas manos mientras se ponía de pie. Cerró el fólder en el preciso instante que la pequeña figura del mayor Garcés se detenía en el umbral. Espíndola lo vio doblarse ante él. Clavó en los ojos del mayor toda su rabia y le lanzó un furibundo “lameculo”.

    El mayor Garcés sintió que el aire le  faltaba cuando la gigantesca mano del comandante Espíndola lo tomó por el cuello y levantándolo en vilo, lo lanzó contra la poltrona de cuero.

-      ¿Qué significa esto?, - le increpó el comandante lanzándole las Resoluciones en la cara.

-      Déjeme que le explique mi querido Comandante,... este... este...... todo tiene una explicación, aquí debe haber un error... todo parece ser cuestión de nombres nada más, esto se soluciona en un momento, buscando el corrector, le aseguro mi comandante que debe ser un error.

   La defensa inconsistente del mayor convenció al comandante Espíndola que se hallaba ante un vulgar delincuente, y que como tal debía tratarlo.

-      Se me va de acá carajo, porque en este mismo instante lo mando fusilar por cohecho y prevaricato. Es usted un vulgar ladrón...

    Con gran habilidad, el mayor Garcés logró escabullirse entre las piernas del comandante Espíndola que ya se lanzaba sobre él. Las tazas con café, los sánguches de pollo, los geniogramas, los periódicos, los radios y los palitos de tejer volvieron a desaparecer, en el instante en que la menuda figura del Director General del Banco de la Nación pasaba como una centella llevándose al encuentro botapapeles y otros enseres de oficina. El Comandante Espíndola se había desabotonado la camisa y respiraba dificultosamente.

  Postrado en el sillón de cuero, el Comandante era atendido por Ana Meneses y por otras secretarias preocupadas por la salud del comandante, quién parecía estar a punto de sufrir un infarto. Luego de unos minutos el corazón de Espíndola recuperó un ritmo normal: Allí estaba aquel militar de figura intachable, reposando como un combatiente que ha retornado victorioso del campo de batalla. Sereno, con el pleno convencimiento de que lo peor ya había pasado.

   A los pocos minutos, un ligero silbido lo sacó del sopor en que se hallaba inmerso. Levantó levemente los párpados y como de entre la niebla que se va disipando por la proximidad del buen tiempo vio ante él, de pie, en el umbral de la puerta, firme y en posición de saludo, como esperando  una medalla que condecore una ejemplar acción, al Mayor Jorge Garcés Manrique de la Colina, Director General del Banco de la Nación. Espíndola estaba atónito, quiso decir algo pero no pudo. A lo más que atinó fue a mover levemente la cabeza, como interrogando a aquel ser monstruoso sobre lo que quería.

   Este, haciendo caso omiso, siguió firme  y saludando, esperando la venia para poder hablar.

-      ¿Qué quiere?, dijo el comandante Espíndola, despreciativamente.

El Mayor Garcés abandonó su posición de firmes y sonriendo dijo:

-      Mi saco, mi Comandante.

   Espíndola tomó la prenda requerida y gritó a voz en cuello, con un sonido gutural, con la boca espumante, como para que todos los Bancos de la Nación del país lo escucharan:

-      Sin saco, carajo.

   La prenda lanzada con tal fuerza fue a dar en medio del amplio salón donde nuevamente las tazas de café, los sánguches de pollo, los geniogramas, los radios, los palitos de tejer y la figura del Mayor Garcés volvían a desaparecer. Ese enérgico y viril carajo lo escucharon todos los sacrificados pensionistas que formaban las largas colas que serpenteaban por la ancha avenida 28 de julio; ese enérgico e indignado carajo fue comentado aquella noche en la sesión del Consejo de Ministros; ese enérgico y necesario carajo fue tema de conversación de los Embajadores de los Países Árabes, tema de conversación de la Embajada de los Estados Unidos; ese enérgico e histórico carajo sirvió de caballo de batalla para cubrir algunos errores cometidos por los “Forjadores de la Revolución”.

  Muchos líderes políticos años más tarde usarían el “Carajo” del Comandante Espíndola en sus campañas electorales como de que  “aquí vamos a poner orden”. Nunca se llegó a saber si fue cierto o no aquel rumor que circuló entre los limeños en la década del setenta, de que cuando el Comandante Espíndola fue ascendido a General, el mismo Presidente de la República le dijo sonriente:

-         Así es que usted es el Comandante del célebre carajo.






VANDELA



    Cuando el negro Vandela ingresó a la universidad, nadie de su numerosa familia logró recuperarse del asombro. Sólo su padre, veterano vendedor de revolución caliente, dijo, con una sonrisa que dejaba saltar sus grandes dientes blancos:


-         Yo sabía que mi negro llegaría lejos; pero no tanto, carajo.

   Los antiguos habitantes de Malambo, ahora relegados a un sucio tugurio victoriano, habían visto crecer a aquel espigado moreno harapiento, ahora orgullo de la familia Vandela. Pájaro frutero, lustrabotas, canillita y otros tantos oficios fueron forjando a aquel grandote moreno, que con aire altanero, se paseaba por los patios de la facultad de educación de la Universidad Villarreal. Era chancón, pero bruto, y él más que nadie era consciente de su realidad, por eso un día mandó al diablo los estudios para dedicarse de lleno a la política.

  Se había propuesto ser el primer congresista de color en llegar al parlamento. Si Luther King había llegado tan alto en un país donde había tanta discriminación racial, por qué él no podía llegar más lejos en un país donde cholos, serranos, negros, chinos y blancos vivían en plena armonía. Y así fue como noche tras noche, atado a un cabo de vela, leyó y releyó a Mao Tse Tung, Haya de la Torre, Luther King y a todos aquellos que figuraban en los gruesos volúmenes que la gorda Mondongo conseguía para él. Tomaba apuntes, subrayaba frases que rápidamente, aunque con mucho esfuerzo, iba almacenando en su enorme cabeza. Poco a poco su nombre fue sonando en los claustros universitarios de todo el país, aumentando así su número de seguidores.

   Su vestimenta se volvió sobria. Había tirado a la basura sus pantalones acampanados y sus escandalosas camisas multicolores para dar paso a un elegante terno blanco, en cuya solapa, nunca faltaba el clavel rojo que la gorda Mondongo se encargaba de comprar, muy temprano en las florerías vecinas del Coloso José Díaz.

-         Oye Catita, cómo puedes andar con ese negro, le habían dicho sus amigas del octavo ciclo.

    Pero ella nunca contestaba, es más, poco a poco fue evadiéndolas. Sólo una vez se atrevió a una confidencia, fue a la chata Martha, compañera del Santa Rita de Casia en sus años de escolar.

-         Si no es por este negrito, nunca  tendré poder en el Centro Federado.

   Y no se equivocó, pues, Vandela, a punta de discursos, cabezazos, pirulos y chalacas, llegó a las elecciones como uno de los candidatos con más probabilidades.

-         Me voy a almorzar a todos estos serranos pezuñentos, solía decir, mientras se bebía unas cervezas en Las Esteritas de la calle Washington, semanas antes de las elecciones.

    Fue por esos días que soñó con algo que habría de cambiar el curso de su vida, y que no dejaría de ser su obsesión. Soñó que uno de sus ancestros había llegado a esta hermosa tierra allá por los años de 1530 en una vieja galera española repleta hasta la proa de malandrines que venían del Viejo Mundo en busca de El Dorado. A la hora de descender de la  nave, el encargado del registro se había quedado estupefacto ante aquel espécimen de dos metros de alto y enormes pies, que como toda indumentaria, llevaba un sucio taparrabo:

-         ¿Cómo dijo que se llama? Mandela, había contestado el recién llegado.

Vandela despertó con los ojos bien abiertos.

-         Claro se dijo, si por mi sangre corre la estirpe de los Mandela.

   No fue tan difícil, para el futuro Padre de la Patria, establecer una relación de tronco, prosapia, estirpe y demás alcurnias entre él y el moreno africano, Nelson Mandela, aquel caudillo que se había pasado veintisiete años de trágica existencia bajo la sombra. Inútiles resultaron los interrogatorios a los que Vandela sometió a todos los miembros de la familia, de cincuenta años atrás.

Hasta  la pobre bisabuela Felicita, cuyos ciento dos años habíanla postrado en una silla de ruedas tan vieja como ella, se vio sometida a los severos interrogatorios de aquel heráldico mulato, empecinado hasta los huesos en encontrar el eslabón perdido de los Vandela. Después de dos semanas de insomnio lo único que pudo sacar en limpio, tras exhaustivas investigaciones y a disgusto de la familia, fue que en el árbol genealógico había un tío que murió loco, una prima meretriz, un tío abuelo boxeador y hasta un sobrino marica.

   Pero Vandela era muy obstinado como para darse por vencido. Algo le decía que su perseverancia daría sus frutos y, que además, con ese blasón a cuestas, tendría las puertas abiertas hasta en la Casa de Pizarro.

-         ¡A la puta, carajo, yo Presidente de la República!

   Sus ilusiones y ambiciones se hicieron tan obsesionantes, que sin saber cómo, se vio cruzando las calles del Porvenir, donde le habían dicho que encontraría al viejo Rogelio, vivo descendiente del Congo y experto blasonador.

-         Ese te explica hasta por qué Adán, siendo blanco, tuvo descendientes negros, le habían dicho.

    La dirección que buscaba lo llevó a un callejón de mala muerte del jirón Gamarra, en la Victoria, donde las innumerables puertas de uno y otro lado, le hicieron rememorar los antiguos burdeles del Trocadero.

-         ¿Es usted don Rogelio?, preguntó temeroso, Vandela, a un mulato canoso que se hallaba sentado en una ruinosa silla de paja.

   El anciano lo miró desde unos ojos legañosos, cuyas cataratas le daban un aire mortecino, invidente.

-         Este cojudo parece que estuviera fosilizado, pensó Vandela, mientras disimuladamente cubría sus fosas nasales por el hedor a pichi que reinaba en el ambiente.

   Después de escucharlo atentamente, el anciano se frotó las manos al ver el fajo de billetes que Vandela, haciendo mucha luz, había extraído de su saco, como buscando remover a su favor los recuerdos y sapiencia de aquel hombre que parecía estar muerto.

-         Por esos billetes a este negro lo hago bajar del árbol de Napoleón, se dijo don Rogelio ocultando una pícara sonrisa, mientras desempolvaba una retahíla de libros, en cuyas páginas, Vandela pudo ver una serie interminable de escudos, banderas, águilas, estandartes, todos ellos con inscripciones en lengua que Vandela jamás imaginó que existieran, y que en otro tiempo habían servido para calmar la  vanidad de algún ricachón.

   Cuando después de tres horas salió de aquel callejón  de donde antes que él habían desfilado una legión de incautos con títulos de condes, barones, virreyes o príncipes, Vandela  llevaba en el sobaco la prueba irrefutable de ser descendiente de la misma rama que el líder negro Nelson Mandela. Lo que había sido un error tipográfico de inscripción, que los Vandela habían arrastrado por generaciones durante cuatro siglos, quedaba aclarado ahora gracias a la erudición de don Rogelio y a la pertinacia de aquel futuro congresista o presidente.

  Lejos estaba Vandela de imaginar esa noche, con su pergamino bien protegido bajo la almohada, que a esa misma hora, don Rogelio se cagaba de risa con sus amigos, mientras frotaba sus dedos con cáscara de limón para sacarse los restos de tinta china, la misma que había usado para satisfacer las pretensiones de aquel pobre muchacho, que a como diera lugar, quería un pergamino con el escudo familiar de los Mandela, los de África.


-         De repente era Candela y no Vandela, don Rogelio, y de los Candela de Chincha, todavía, le decían sus amigos al viejo zorro quien ya se apresuraba a mandar otra ronda de cerveza.





COTITO

   Llevaba más de dos horas esperando. Nunca había tenido que esperar tanto. Por lo menos eso era lo que recordaba en los treinta y cinco años que llevaba en el oficio. Miró con cierta angustia el reloj de la avenida Argentina; parecía que el tiempo se había empantanado. Mientras desayunaba, su mujer le había dicho:


-         Recuerda que hoy es cumpleaños de Cotito. Es tu quinto nieto y siempre espera de ti un buen regalo.

   Esa voz lo impacientó; como una puñalada le dijo que tenía que darse prisa o Cotito se quedaría sin regalo. El ulular de una sirena lo sacó de su letargo y, como por intuición, se agazapó bajo unos maderos. Un patrullero se detuvo a pocos metros de donde estaba. Unos fumones que deambulaban por la cuadra tres del jirón Cárcamo se hicieron humo.

-         “Estos desgraciados son los que ha maleado el barrio”, pensó malhumorado.

  El reloj marcaba ya las cuatro y treinta, cuando una suave garúa comenzó a peinar el ambiente.

-         A usté  ese negrito le ha robao el corazón compadre. A usté se le está cayendo la baba. Ni siquiera por una hembrita lo he visto así.

   Su compadre Rigoberto Medrano tenía razón. Ese negrito antracita de ojos almendrados no sabía otra cosa que repetir todo el día ¡Tata Mandruco!, y él, Mandruco Quinteros Montes de Oca, iqueño de pura cepa, se sentía invadido por el orgullo de haber engendrado a la Camincha, esa escultural morena que le había dado ese negrito bembón al que la gente del callejón había rebautizado con el nombre de Cotito.

    Cuando ya el reloj marcaba las cinco, y algunos obreros abandonaban las fábricas aledañas de la ancha arteria, una sombra oscura como un cuervo dobló calmadamente la esquina, a pocos metros de donde él estaba. Mandruco dejó caer de sus brazos el recuerdo de Cotito, y concentró todo sus pensamientos en aquella sombra oscura cuyos pasos se adentraban lentamente en sus oídos. Ya lo olía. Un suave olor a agua de lavanda invadió sus anchas fosas nasales. Con firmeza apretó el largo cuchillo que tenía en la mano, dobló ligeramente los goznes, y saltó sobre su presa la cual cayó cuan larga era en la húmeda acera.

   Al sentir el frío de la hoja en su garganta y el peso de aquel enorme negro que descansaba sudoroso sobre su pecho, ahogándolo doblemente, la sombra oscura  quedó petrificada, bajo ese cielo que comenzaba a clarear.

-         Si te mueves eres hombre muerto. 


   En pocos segundos, como si una mano divina hubiera espantado una mosca, el cielo se iluminó.

-         La puta, carajo. Don Abundio.

   Mandruco echó a correr, deteniéndose sólo para tomar al vuelo la Línea 41 que lo levaría rumbo a la Victoria.

    Esa noche, mientras engullía desganadamente un pescuezo de pato que su comadre Estela casi le había obligado a aceptar, Mandruco se sentía el hombre más infeliz de la tierra, un paria. Sabía que todos los ojos que lo miraban estaban a la espera de ver el regalo  que le haría al bichozno. Todos los años, la entrega del regalo se había convertido en un ritual, en un acontecimiento digno de comentario, al que sólo el ingreso del negro Vandela a la universidad, había hecho sombra en toda la historia del callejón. Mandruco recordó con nostalgia aquel circo que todos los años pernoctaba en Malambo cuando él era un niño y, más aún a aquel viejo mago que hacía desparecer conejos en el sombrero, y en el que él, más que nunca, deseaba estar en aquel momento.

   Cuando las viandas de cau - cau, escabeche y tacu tacu, que las vecinas habían llevado como ofrenda al agasajado, expiraban en unas cucharas grasientas que los más palomillas se llevaban presurosos a la boca, las viejas, inquietas por tanta espera, comenzaron a cuchichear.

-         “Que si es un negro misio”; “un cagado que ni trabajo tiene”; “pobrecito si es un muerto de hambre. La pobre mujer tiene que lavarle los calzoncillos al vecindario para mantener a los hijos”; “zambo mantenido”.

   Mandruco sintió que le había mandado un salivazo, y una gruesa lágrima cayó por su curtida mejilla.

   Llegó don Abundio, llegó don Abundio - . Un griterío ensordecedor invadió el ambiente. En el umbral de la puerta apareció la obesa figura del padre Abundio, y en la mente de Mandruco el sombrero del mago se incrustó de lleno. Aquel gaditano cazador de almas, que treinta y siete años atrás había dejado su tierra natal para instalarse en la parroquia de aquel barrio miserable, donde sabía que más que oraciones lo que es agente necesitaba era algo con que llenarse el buche, fue la causa de que a Mandruco se le atragantara la enorme pera que tenía en el pescuezo.

   Antes que alguien hiciera algún comentario por la enorme caja que sostenía en sus brazos, don Abundio plantó sus ochenta y dos kilos en el centro de la reunión.

-         Don Mandruco me ha conferido el honor de ser el portador de este bello regalo, el cual he bendecido, y que ahora hago entrega al angelito de Dios que es Cotito.


   En un instante se vio rodeado por sus nietos. Don Rigoberto se acercó para abrazarlo, y casi susurrante le dijo:

-         Que tal regalazo se ha mandado usted compadre. Bien guardado se lo tenía.


   Aquella noche cuando todos dormían una enorme sombra se deslizó por la puerta trasera  del patio. De debajo de una piedra, la sombra extrajo un paquete alargado. La hoja de acero brilló por última vez, antes de ser lanzada en el olvido.





OFELIA, CATEDRAL DE SUEÑOS





Para Edgard Dolorier





  Ya no la esperaría más entre las sombras del atardecer. Ya no se apagaría más en su corazón la fragua incandescente de repetir su nombre. Ya ni más Ofelia, hija cautiva, silencio, opresión. Ya no más. Nunca más soledad suspendida en el aire viciado de una habitación clandestina. Nunca más sus cuerpos desnudos en la promiscuidad de un lecho innominado. Nunca más.


INTERLUDIO
    Con el pecho inflamado en el orgullo de haber sido su primer hombre, el único, el de ayer, el de hoy, el de mañana, Ricardo llenaba sus noches de insomnio con la imagen de su dulce Ofelia, toda de blanco, llegando hasta el altar, en el que con un tierno beso, pronunciaría interminablemente ¡Te amo Ricardo! Celosa como era con sus cosas, Ofelia había manifestado el deseo de ser ella quien alertara a sus padres sobre su decisión de casarse. Ricardo hubiera preferido, como era la costumbre, tomar el protocolar camino de pedir la mano de la novia, pero Ofelia había insistido tanto que prefirió desistir a provocar una tonta decisión. Un año de relaciones amorosas con ella lo habían convencido, que en determinadas circunstancias, era mejor dar el brazo a torcer, pues, por otro lado, quería encontrarla en el mejor de los ánimos para confesarle que lo torturaba desde que se enamoró perdidamente de ella. Hasta antes de conocerla aquello no lo había perturbado en lo más  mínimo, pero ahora, a un paso de unir su vida a otro ser, se sentía angustiado por aquel peso de amargura que no tenía cuando caer. Pero, ¿Cómo  decírselo? ¿Si después de la inevitable confesión ella lo mandaba al diablo? ¿Qué sería de su vida? ¿Volvería a encontrar otra mujer como Ofelia, tan llena de ternura, ingenuidad y belleza? No, claro que no se lo diría. Se sentía capaz de soportar las más terribles torturas antes de confesarlo. Se lo diría después de la boda, cuando nada ni nadie pudiera separar lo que Dios en el altar había unido. El tener que ocultarle su secreto constituía quizá una traición, una infame traición, pero no podía arriesgarse a lanzar por la ventana la dicha que lo embargaba. Ella lo amaba y sabría comprenderlo ¿Acaso el amor no lo comprendía todo? “Muralla impenetrable  a cualquier embate”, solía repetir ella constantemente.


EPÍLOGO
  Ofelia llegó presurosa aquella tarde. Un suave rocío sobre su pequeña nariz denunciaba cierta ansiedad. Sus palabras afloraban entrecortadas, inseguras. Ricardo la tomó entre sus brazos y así recorrieron un gran trecho del Parque de la Reserva. Apoyados en los viejos árboles algunas parejas se acariciaban libidinosamente. Ambos se miraron como recordando y sonrieron. ¿Y qué dijeron tus padres?, inquirió Ricardo, esperando sin saber por qué una respuesta negativa. Ofelia dijo que se habían opuesto, pero que después habían dicho que sí. Ricardo la besó una y otra vez. Sólo después de unos minutos, Ofelia pudo continuar. “Mi padre me preguntó si aún era virgen, y cuando le dije que no, me abofeteó. Pero espera, no te ofusques. Cuando le dije que todo lo habíamos hecho con amor, lo comprendió. Tienes que entenderlo, ya se le pasará, soy su única hija y siempre seré para él su pequeña Ofelia, su dulce Ofelia como me llamas tú, Ricardo querido”. Ricardo encendió un cigarrillo, se detuvieron en una banca. La tomó entre sus brazos tiernamente y le susurró al oído: “Y cómo lo convenciste, picarona”. Ofelia esbozando una sonrisa pícara y guiñándole un ojo le dijo: “Le confesé algo que aún no te he dicho amor mío. Era una sorpresa que te tenía reservada para el último momento”.

  Ricardo se rascó el mentón mientras sentía que su corazón latía aceleradamente, amenazando con salírsele del pecho. “Cierra los ojos, amor mío, y prepárate a recibir la mejor noticia de tu vida”. Ricardo algo estupidizado por tanto misterio, juntó los párpados, mientras Ofelia extraía algo de su cartera. Ricardo escuchó que alguien que pasaba decía: “Mira la cara de huevón que tiene ése”; pero a él no le importó. Tras unos segundos interminables, Ricardo abrió los ojos y, frente a ellos, Ofelia sonreía mostrando entre sus manos un baberito de felpa blanco con un pequeño torito bordado en hilo rojo. “Vas  a ser papá, Ricardito querido”. Ricardo palideció, sus ojos se nublaron, los músculos de la cara se le endurecieron de tal forma que tomó el aspecto de un muerto. Boquiabierto, dos hilillos de baba humedecieron las comisuras de sus labios. Nuevamente sintió aquella extraña voz pero que ahora le martillaba la frente: “Mira la cara de huevón que tiene ese”, palabras sabias y premonitorias, pensó. Ofelia le observaba con curiosidad, siempre sonriente, esperando el momento en que de seguro Ricardo gritaría a los cuatro vientos la felicidad que lo embargaba. Ofelia recordó que una prima de su padre había permanecido en silencio durante varios minutos cuando le informaron que había obtenido el premio mayor de la lotería, pero que después había manifestado, casi hilarantemente, la dicha que la embargaba. ¿Acaso su Ricardito no había obtenido algo mejor que eso? En esos momentos Ricardo se hallaba transportado en otro tiempo, en otro espacio. Mandiles, zapatos, sábanas, vendas, todos blancos, parecían agolparse en su mente aturdida, provenientes de un lugar a donde nunca, después de conocer a Ofelia, hubiera querido regresar.


DESDE EL PRINCIPIO
   “Pero tiene que haber algún error o alguna forma, qué sé yo, la ciencia ha avanzado tanto en estos últimos tiempos...” El hombre de blanco lo cogió por el hombro, paternalmente, mientras trataba de calmarlo, compartir su desgracia. Ya no era el médico sino el amigo. Difícil momento, difícil, difícil. Amaba su profesión, pero que difícil que eran esos momentos. “Usted no puede tener hijos”; así de simple “Nunca, siempre nunca”. Pero la ciencia sigue avanzando, pero hacia dónde. “Usted no puede, ni podrá, ni ahora, ni mañana, ni nunca, siempre nunca”.

Lima, octubre de 1980.






DIAGNÓSTICO RESERVADO
                          
                                                                

                                                                Para Carlos Calderón Chico

                                                         IN MEMORIAM





   Siempre vivía de prisa. Desayunaba al vuelo, almorzaba como si le fueran a quitar el plato. Hasta su sueño era ligero. Se precipitaba en los supermercados  antes que cualquiera; en los ómnibus se abría paso a la hora de bajar sin preocuparse de la incomodidad que sus toscos y vertiginosos movimientos certeros (codazos y fuertes empujones) provocaban en los pasajeros. En las colas era el primero, siempre encontraba una artimaña para sus fines. Era frecuente que olvidara el vuelto cuando cancelaba alguna cuenta, siempre estaba apurado. Atravesaba calzadas, parques, calles y jirones como si un huracán lo impulsara hacia adelante sin que pudiera contener el envión. Una tarde cruzó la calzada entre el ámbar y el rojo y un automóvil con un conductor, tan apurado como él, lo embistió furiosamente. Quienes estaban en los alrededores lo vieron volar como una figura alada desprendida de un friso turco. Su melena desgreñada, su traje raído y lustroso quedaron impregnados de la sangre que brotaba como un chorro incontenible por la boca y la nariz.

Los ojos abiertos y los labios flácidos que se abrían y cerraban convulsionadamente mostraban a un hombre cuya vida había sido signada por la impaciencia. Cuando llegó al corredor oscuro donde la muerte recibía a los recién llegados, vio una larga fila de esperadores que lo trastornó, más aún cuando se dio cuenta que esas hileras compactas como columnas griegas eran imposible de sobrepasar con las artimañas que durante tantos años le había servido en su vertiginosa carrera hacia la nada.

Su angustia creció cuando cayó en la cuenta que había corrido toda su vida y, que en el tramo final, debía esperar un buen tiempo y, que todos aquellos que había sobrepasado a su paso, terminarían alcanzándolo inexorablemente. Cuando la muerte divisó su figura enclenque y desarrapada se acercó a él. Una irónica sonrisa asomó a sus agrietados y sanguinolentos labios cuando la vio venir. Algo le dijo la muerte al oído. El hombre regresó sobre sus pasos cabizbajo y decepcionado.

***


Tendido en la cama de un hospital, el hombre apurado permanecía con los ojos abiertos mirando al infinito, consciente de su situación, pero sin poder mover ni un músculo. Su estado no le permitía ninguna prisa. Tendido en diferentes camas entre hospitales y hospicios permanecería mudo, inmóvil, absorto en suicidas pensamientos; buscando en un espejo invisible su rostro invisible durante setenta años más, antes de que una aburrida y desatenta enfermera retirara del pie de su cama un raído letrero que lo había acompañado fielmente: Diagnostico reservado.






REFLEXIONES SUBIDAS DE TONO DE UN VIEJO APRISTA EN PLENA BORRACHERA EN LA CASA DEL PUEBLO

Para Federico Cairo,
viejo compañero, amigo fraterno
y de leyes sabedor.

  Mauricio Mulder es lo que queda de Alan García después de una descomunal frejolada: un coro de flatulencias precedido de un aquelarre de alborigmos. El escudero de turno de Alan García es un lobo envejecido por la humillación y la resignación de haber sido destinado a ser un huevón a la vela. Defensor a ultranza de García, que comenzó cargando las andas del Señor de los Milagros y terminó cargándose las arcas del Estado durante sus dos periodos presidenciales, Mulder era el niño con cara de lobo a quien los palomillas del barrio pedían que aullara bajo la amenaza de patearle el culo en callejón oscuro. Pero todo en su medianera vida cambió cuando descubrió que existía un partido político donde todos eran tratados por igual, sin importar la cara lobuna que el afligido futuro compañero traía en su cacharro. Y ahí el pobre Mauricio sintió recobrar su autoestima, sintió el olor del poder y la pezuña de los búfalos apristas que solucionaban sus discrepancias ideológicas a cachiporrazos. Hasta logró obtener una de las más vistosas y aguerridas manoplas de la colección de su admirado Búfalo Pacheco, la cual lucía en su mano cuando quería amedrentar a aquellos malandrines que lo habían tomado de lorna en su barrio. Todo para Mauricio, que en esos años lucía una vistosa peluca juvenil, fue de maravillas, hasta que se cruzó en su ascendente camino Alan García, quien vio en ese rostro lupino lo que siempre había buscado: un estropajo de lujo, una escupidera de peltre, un felpudo a la medida de su calzado, un lameculos eficiente, un Sancho que tapara los cagadones que iría dejando a lo largo de su meteórica carrera hacia la presidencia.

-      Lo que ese viejo tetudo de Haya no logró en medio siglo de vida política, lo voy a hacer yo en breve tiempo, dijo el joven Alan mientras daba cuenta de su picada.

Y Mauricio celebró a su anchas la llegada al poder, así tuviera que soportar el peso del gran pendejo.





JUSTO A TIEMPO
“El que avisado para un banquete
llega tarde a él o es cojo
o no paga cuota”.
Menandro.
    
    Ya se habían bebido litros de café, tres kilos que galleta de soda y Paco Tardelli no llegaba. Ya los hombres apuraban el ultimo Cartavio, “…esto ya es una huasca dijo el gordo Astengo, y este hijo de puta no llega”. Todos estaban inquietos, algunas tías y primas aterradas porque ya los seis morenos enviados por la Funeraria Agustín Merino habían hecho acto de presencia y Paco dale con no aparecer. “¿Por qué este muchacho serán tan irresponsable?”, dijo la tía Aurora gimoteando y dándole otra vuelta al rosario. El padre Tomás abría y reabría su Biblia con dedos impacientes. Los cargadores de Merino comenzaron a sacar los cuantiosos adornos florales que rodeaban el ataúd; faltaban diez minutos para la partida al cementerio y con Paco o sin Paco igual se irían. “Lo siento, señora, dijo el jefe de la comitiva a una madre desconsolada que pedía que por piedad esperaran la llegada de su hijo, no nos pagan horas extras y tenemos orden de cumplir con nuestro horario. Cuando faltaban solo tres minutos para la partida y ya los morenos se aprestaban a tomar sus respectivos lugares, Paco Tardelli apareció como una tromba. Lucía un elegante traje gris hecho para la ocasión. Alcanzó a besar a su madre, levantar el brazo en señal de agradecimiento a todos los presentes y se acomodó en el ataúd lo mejor que pudo. Durmiendo el sueño de los justos o de los injustos, Paco Tardelli dejó este mundo a los 37 años de edad. En vida había fallado a mucha gente; siendo puntual con la Muerte había buscado su reivindicación. Entre aplausos, llantos y hurras Paco abandonó la casa donde había vivido toda su vida.




EL ROSARIO
  Pagaba sus pecados con el rosario, verdadera tortura donde las Ave Marías iban precedidas por un Padre nuestro y seguidas por el Credo. Según la gravedad de sus culpas, dejaba que los dados determinaran el volumen del castigo. Los primeros años creyó enloquecer; poco a poco se fue acostumbrando al sufrimiento. Con el tiempo aprendió que los pecados más graves merecían permanecer más tiempo en el infierno y entonces decidió doblar el castigo: solo el terror de darle curso a las cuentas con más asiduidad lo salvaría de hundirse más y más en aquel foso sin fondo de humillaciones. Y tuvo razón, cuando quintuplicó los castigos, los pecados fueron espaciándose hasta desaparecer. Aún a sus 60 años, conservaba en un cofre secreto los dados roídos, ya redondos. Todos los días los miraba con la satisfacción de quien supo remontarse de las llamas eternas que abrasan el espíritu de los débiles. Hace 7 años que no toca el rosario. Ha purificado su alma.



LA VEJEZ
“…tú, iras despacio po los viejos
caminos sin que nadie te apure,
poque a la muerte le da lo mimo
que vaya despacio o ligero un
hombe que ya ta mueto”.
“Monólogo para Jutito”
Antonio Gálvez Ronceros.


   Vio desaparecer los jardines, las mariposas y los caracoles, los geranios y las madreselvas; los cochinitos de la humedad parecían ser solo un sueño. Vio esfumarse ante sus ojos los cerros cubiertos de musgos en los inviernos, los vestidos de las niñas, los trompos de madera y sus huaracas; las canicas de colores rodando hacia los ñocos son también parte de esa esfumación. Los niños en los parques y los triciclos bulliciosos escasearon hasta ser solo un espejismo. El panadero y su corneta, el lechero y su carrito bullanguero se fueron precedidos del monito organillero. Vio con espanto la llegada de los hierros aprisionando las casas, el tráfico agobiante, las gentes como enjambres sudorosos corriendo por las calles. Recordó en el dolor de sus dedos la artritis de don Alejandro Guerra; vio en sus sueños a doña Bertha subiendo con esfuerzo las escaleras de su casa. Vio pasar a sus vecinos y a muchos conocidos en vistosos cajones rodeados de adornos florales y seres compungidos. Entonces fue a su dormitorio y vio su imagen en el enorme espejo del ropero de caoba. Ahí se percató de su calvicie incipiente, de sus canas, de su boca desdentada, de su rostro enrojecido y arrugado como un higo deshidratado por los años. Vio el bastón al lado de su cama y sintió el dolor punzante en sus rodillas. Cayó en la cuenta de que la vejez, esa forma estúpida de venganza y sufrimiento inútil con que nos premia la vida, había llegado a acompañarlo en sus últimos días.  




RESURRECCIÓN
   Extrajo del bolsillo de su pantalón el billete de cincuenta soles que su madre le había dado “Tu padre es un ocioso y un insensible, no quiere acompañarme al velorio de la señora Foronda”, le había dicho su madre, quien la encontró en su dormitorio acomodando la ropa de su pequeño ropero. “A mí ni me mires. Hoy es sábado y hay un programa musical que solo lo pasan esta noche y por nada del mundo me lo voy a perder”. El billete de cincuenta soles no solo le abrió los ojos como una lechuza que veía a un distraído ratón, sino que quebró todo ímpetu por ver el susodicho musical. Total, seguro que algún día lo repetirían, pero la señora Foronda no volvería a morirse. Protegida por una cortina en una pequeña habitación de la casa donde a pocos metros velaban a la muerta, Lucrecia extrajo un cigarrillo del paquete, que llevaba a buen reguardo, y lo encendió. Con quince años a cuestas, no era una edad para que una jovencita estuviera echando humo por ahí. “Es un vicio horrible y cojudo”, había escuchado decir a su padre más de una vez. Desde su caleta, podía ver a la calle donde los hombres bebían ron, fumaban y reían. “Los chistes deben estar buenos”, pensó Lucrecia. Desde ahí también podía ver a su madre cotorrear. Con otras mujeres que habían sacado las sillas para ventilarse un poco. El verano era abrasador y aún de noche hacía un calor de los mil demonios. En la sala donde estaba el velatorio solo una anciana daba cuenta de su rosario sentada a pocos metros del cajón, la mujer parecía abstraída en otros mundos, como si fuera el único ser de los ahí presentes que sintiera la partida de la difunta. Pasado unos minutos, Lucrecia miró su reloj. Eran las dos y treinta de la mañana y su madre no tenía visos de regresar a casa.
    Sacó otro cigarrillo, era el último. Arrugó la cajetilla y la arrojó al jardín por la ventana. Chupó un caramelo de menta y luego encendió el cigarro. No había dado ni tres pitadas cuando vio a la mujer del rosario que se había puesto de pie y, con el brazo apuntando hacia el velatorio, movía los labios como una zombi sin poder articular palabra alguna.
  Lucrecia se asustó. Lo primero que pensó es que la anciana estaba sufriendo un ataque. Arrojó el cigarro y salió de la habitación. “¡La puta madre, carajo!”, gritó eufóricamente mientras sentía que un chorro caliente le mojaba los calzones. Salió de la casa y empezó a gritar eufórica: “La vieja, la vieja”. Todo fue muy rápido. Una conmoción generalizada puso en alerta a todos los que estaban afuera y corrieron hacia el interior de la casa, chocándose con la estampida de los que salían. La sorpresa de los hijos, que fueron los primeros en llegar hasta el velatorio fue grande. La anciana difunta se hallaba sentada mirando desconcertada y confusa a su alrededor. El cajón estaba abierto y la vieja del rosario, de rodillas, repetía como un retintín, ¡resucitó! ¡resucitó!

        -      ¡Qué carajo hago acá!, preguntó la difunta.

    Hubo un silencio prolongado.

       -      Mamá, dijo uno de la prole de la muerta ¿Cuántos dedos tengo aquí?

   La vieja miró la mano del hijo que le mostraba tres dedos de la mano izquierda. Aturdida por las horas que había pasado en el ataúd, contestó malhumorada.

      -      ¡Déjate de cojudeces y sácame de aquí imbécil!

  Otro de los hijos que era médico y que había firmado la partida de defunción, le dijo:

       -      ¿Mamá, quién soy yo?

    La vieja empezó a forcejear con el ataúd buscando librarse, pensando ya de que había un complot para deshacerse de ella y quedarse con su casa y sus joyas que no eran poca cosa.

       -      Mamá, no haga eso, gritó la hija mayor.

     Demasiado tarde. El cajón cedió al movimiento y vino a dar en el suelo.

       -      Mierda, se cayó la abuela, dijo un niño.

       -      Modera tu boca, mocoso, dijo un anciano, vecino de la difunta.

    El niño no sin antes meterle una patada.

       -      ¡Chesu!,… dijo el anciano susurrante.

   La muerta impactó en el piso y comenzó a maldecir a todo aquel que se acercó a levantarla.

     -      Cuidado que se raye el cajón, dijo la hija mayor.

    El médico asintió. Ahora que la vieja estaba viva cabía la posibilidad de devolver el cajón a la funeraria y que les reembolsaran algo del costo.

     -      ¿A quién carajo se le ocurrió comprar un cajón tan caro?, dijo la otra de las hijas de la difunta.

    Un médico amigo de la familia fue llamado de urgencia para que diera un veredicto sobre tan insólito suceso. Lucrecia aferrada a su madre observaba y escuchaba con atención todo lo que acontecía. Mientras la muerta era examinada por el médico, los hijos, en un total de ocho (cinco hombres y tres mujeres), discutían acaloradamente.

     -      ¿Y ahora que haremos con ese cajón sino quieren devolución?, dijo uno.

      -      Nos lo quedaremos, que le vamos a hacer, dijo otro.

     -      Así y qué quieres, que pongamos el ataúd en la puerta con un letrero que diga SE VENDE, dijo una de las mujeres; cagándose de risa.

     En ese momento entró el cura de la parroquia.

   -    Padre Tomás, ya se habrá enterado, dijo la más joven de las muchachas, una morena de grandes ojos canela y cuerpo esplendoroso.

    -   Dios obra milagros para que fortalezcan su fe en él y en su hijo, Jesucristo.

    Conocedor de que al padre le gustaba algo más que el vino de iglesia, uno de los hijos le alcanzó un vaso de pisco.

      -      ¡Oh!, dijo el cura mojando los labios. Este es del bueno; se siente su aroma, su cadencia, su consistencia.

    Sentado en la pequeña mesa que había en la cocina, el cura se adueñó de la botella de pisco y comenzó a darle curso. “Borracho de mierda”, pensó más de uno.

      -      Parece ser una especie de catalepsia. Tuvo suerte de que no se le practicara la autopsia, sino…

       -      Entiendo, colega, dijo el hijo médico.

    Una niña de unos siete años entró a la cocina gritando:

      -      Dice la abuela que le den su joyero.

   Todos los hijos se miraron como esperando que alguno diera el primer paso. El padre Tomás detuvo el quinto vaso que iba hacia el garguero y dijo sobresaltado.

       -      No jodan, a que ya las vendieron.

    El silencio sabe dar respuestas.

       -      ¿Y ahora qué haremos?, preguntó uno de los hijos.

     -      La Pochita tiene unas baratijas que parecen joyas verdaderas, porque no se las mostramos, mamá ya está tan vieja que no se dará cuenta, dijo una de las hijas.

   A la pobre vieja le dieron un somnífero que la dejó medio cojuda tirada en la cama acariciando, feliz, las baratijas de Pochita.
   La pobre mujer vivió muchos años más llegando inclusive a enterrar a cinco de sus “joyitas”. El ataúd de la abuela se hizo conocido en el barrio. Sus nietos le pusieron ruedas y lo convirtieron en un vistoso auto de carreras parecido al auto de Hermann Munster. Cuando murió la anciana a la avanzada edad de 98 años, los tres hijos restantes, rayanos en la pobreza, organizaron una pollada que alcanzó para comprar un sencillo ataúd, “el más barato”, dijo el médico de la familia, “no vaya a ser que la vieja resucite de nuevo”.
   El dependiente lo miró extrañado mientras llenaba el recibo de venta. Lucrecia, casada ya y con una abundante prole, entre hijos y nietos, estuvo en el cementerio dándole el último adiós.    


   
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