SIN SACO
Para
Mario Campos Alcántara
El viejo reloj del Banco de la nación no marcaba
aún las nueve de la mañana, cuando ya la bella Anita Meneses daba cuenta de su
cuarta taza de café. La repentina llegada del mayor Garcés hizo que la bien
formada muchacha dejara un lado su crucigrama y de un salto felino, se pusiera
a la orden del mayor.
- ¿Alguna
novedad, Ana?, dijo el recién llegado, mientras depositaba su gorra en un clavo
en la pared.
La
muchacha alcanzó un cuaderno de notas donde el mayor Garcés pudo observar una
serie de nombres conocidos y desconocidos; estos últimos lo llevaron a comentar
entre dientes:
- “Seguro
algún favorcito”.
Los “favorcitos”
habían proliferado desde que el mayor había pasado a ocupar la Dirección
General del banco más grande del país. Estos, desde luego, significaban para el
mayor algunos beneficios adicionales, que él se sentía en obligación de aceptar
“para no ofender a sus atribuidos”.
-
Anita, Anita, ya te he dicho
miles de veces que General se escribe con “G”; pero no importa, todo a su
momento. La linda muchacha, hija del coronel Meneses sólo atinaba a sonreír,
mientras mascaba nerviosamente su lápiz.
Después
de despachar la correspondencia y de dictar un número de cartas, el mayor
Garcés se acomodó en el sillón, donde los recuerdos de una “memorable noche”,
se apoderaron de sus pensamientos. “De verdad que era gracioso. El mismo
Presidente de la República en
calzoncillos. Así. Un, dos, tres... a bayonetazo limpio, carajo. Para eso
estamos nosotros, los revolucionarios, los hombres de verdad. Porque nosotros
no le tememos a nadie, ni nos rebajamos ante esos gringos de mierda. Aquí
estamos todos, como un solo hombre mi
General, los soldados de la Revolución. Y que Viva el Perú, carajo”.
-
Mayor,
lo llaman por la línea uno. Un señor que dice llamarse Vandela.
-
Aló, negro, como estás hermano,
que gusto de escucharte. Carajo, negro, sólo
ahora que estoy arriba te acuerdas de los amigos... no negrito, es una
broma. Oye, negro supe que ingresaste a la universidad... Ah, para que sepas
que nosotros los ¨Hombres de la Revolución¨ lo sabemos todo. Si se te ofrece
algo negrito, pide nomás, con confianza, para eso somos amigos desde el
colegio. Yo no olvido negro, si no fuera por ti, esa tarde el gordo Valera me
mata a golpes. Qué bien mechabas negro, nadie te ganaba... ¿Qué?, ¿problemas
con los rojos? No te preocupes negrito, mándame los nombres que yo me los
despacho al sepa en un dos por tres, nosotros no nos bajamos ante nadie, negro,
para eso somos “los hombres de la Revolución”. Ya Vandelita, no te preocupes. Dalo
por hecho hermano. Pero eso sí negro, no me hagas mucha política contra el
gobierno porque sino no podré hacer nada por ti. Ya Vandelita, un fuerte
abrazo.
- Anita, ven un momento.
La
muchacha sonrió graciosamente mientras el mayor Garcés le daba algunas indicaciones para que no le interrumpieran,
pues debía revisar algunos “documentos para el consejo de ministros” que le
habían encargado. Antes de retirarse, la muchacha, que llevaba su crucigrama de
“El Comercio” en la mano, interrogó a su jefe con el ceño fruncido:
- Dígame
mi mayor, ¿sabe quién escribió “Los Heraldos Negros”?
El mayor
Garcés la miró fijamente. Si la pregunta no hubiera venido de aquella linda
criatura hija del hombre que lo había colocado en dicho puesto, ganas no le
hubieran faltado de patearle el culo.
- César
Vallejo, le dijo con algo de Sorna.
Cuando ya la muchacha se disponía a abandonar la
oficina y el mayor Garcés a cerrar la puerta tras de ella, la bella Anita se
detuvo.
- Ay
mi mayor usted también se equivocó. El nombre es sólo de dos letras. El mayor
Garcés cerró la puerta murmurando para sí mismo: “Animal”.
Extrajo
una libreta de su saco y escribió tres nombres en una hoja que tenía sobre el
escritorio. “Ahora sí que podré llevar a mi cholita a las Europas”, pensó Garcés.
Sobre su escritorio descansaban tres resoluciones de nombramiento. Con un
corrector borró con gran maestría los nombres que allí estaban y, después de
esperar que el “mágico” borradorcito secara, escribió sobre ellos los nombres
extraídos de su libreta. Nadie notaría el cambio. No era la primera vez y nadie
lo había notado. Cogió el teléfono y marcó mientras silbaba la “Marcha de
Banderas”. Una voz somnolienta al otro lado del hilo contestó:
-
Don
Ramiro, buenos días, aquí el mayor Garcés, para servirle. Ya está nuestro “asuntito”
finalizado... sí, aquí mismo tengo la Resolución firmada por mi jefe, el
Comandante. No se preocupe, todo está listo, que el muchacho se presente mañana
temprano a trabajar... si ya sé que no terminó la secundaria, pero no se preocupe,
porque como va de Jefe de Mantenimiento nadie lo va a notar, ... sí, así es don
Ramiro salúdeme a su esposa, y, gracias don Ramiro.
El mayor
Garcés se frotó las manos de satisfacción. Sacó el cheque que tenía en el cajón
de su escritorio, lo miró lo dobló, lo besó, y se lo guardo en el bolsillo del
saco.
El
comandante Espíndola lucía de civil aquella mañana en que con paso marcial
ingresó a la oficina del SINAMOS. La señora Maricruz Gentile, su secretaria, lo
esperaba ya con su grueso fólder de manila en el que se encontraba toda la
correspondencia de la semana. Eran tal para cual. Él, un militar de trayectoria
admirable, y ella, una mujer dedicada no solo a realizar su trabajo con eficiencia,
sino empecinada, a sus sesenta años, a seguir superándose día a día. El
comandante Espíndola la miró detenidamente. De ninguna manera permitiría que
aquella mujer eficiente, dominadora de seis idiomas, fuera trasladada al
Ministerio de Relaciones Exteriores. Por algo había trabajado con él desde que
era un simple capitán del Servicio de
Inteligencia. Hombre correcto de pies a cabeza, Espíndola creyó que era su
deber informarle a “Doña Maricruz”, como cariñosamente la llamaba, de la
petición aquella que por otro lado significaría para ella un mejor ingreso económico.
La anciana fue tajante cuando dijo, a la manera castrense: No. Una llamada
URGENTE del Premier, lo sacó de su despacho habitual.
- Oiga
Comandante, el doctor Campomanes ha sido promovido a la Oficina Central de
Informaciones del Banco de la Nación, pero no lo han atendido, es más, una tal
señorita Meneses le ha dicho que no hay ninguna Resolución de nombramiento a su
nombre y que regrese otro día porque su jefe se ha ido a llevar a su mujer a
hacer las compras del mercado,... que es esto Comandante Espíndola, las cosas
no caminan o qué pasa ahí. ... Y es más, cuando el doctor Campomanes insistió,
le han dicho que no friegue, se da cuenta de lo delicado que es esto
comandante... no puede ser, el Gobierno necesita de hombres como Campomanes,
doctorado en Harvard, estudios en Cambridge, por favor Comandante, dígame qué
sucede...
El Comandante Espíndola
recordó en aquel momento de acritud que nunca en sus 26 años de carrera había dado motivos para que lo
llamaran al orden. Mientras tamborillaba los dedos, gesto habitual en él para
calmar sus ánimos, le vino a la mente la figura de aquel hombrecito de baja
estatura y de piernas algo estevadas que detentaba el grado de Mayor del
Ejército peruano. Lo había visto dos o tres veces doblarse como un autómata
ante cualquiera que llevara un galón más de los que él llevaba en las
galoneras.
-
Pero Premier, yo personalmente he
firmado la Resolución del doctor Campomanes, es más, si gusta le puedo dar la
fecha y la hora en que lo he hecho. Pero ni siquiera esas razones
habían servido para calmar la amonestación que el Premier había recibido
aquella mañana de labios del mismo Presidente de la República.
Después
de haber asistido al Círculo Militar, a una reunión de altas autoridades del
Gobierno, el Comandante Espíndola hizo su ingreso al amplio recinto del Banco
del estado. Los cinco hilos dorados que Espíndola lucía en las galoneras
activaron el gran número de burócratas que colmaban las instalaciones del
banco. Tazas de café, sánguches de pollo, geniogramas, palitos de tejer,
periódicos, revistas, radios, y todo aquello que era ajeno al Banco,
desaparecieron en un instante. La firme estampa de Espíndola atravesó un mar de
escritorios mientras que muchos empleados doblaban la cérviz y se hacían a un
lado.
“Moisés
separando las aguas”, dijo un señor de avanzada edad que esperaba que le
pagaran el cheque de su jubilación. Espíndola se detuvo ante una bella muchacha
que no cesaba de mover la cabeza y morder el lápiz. Sobre el escritorio un
crucigrama con pocas letras parecía torturarle el cerebro. Mientras la muchacha
le dirigía una angelical sonrisa, el comandante Espíndola alcanzó a leer una
reluciente placa de acrílico donde se leía con grandes letras: PATRICIA MENESES
DE LA PIEDRA, SECRETARIA EJECUTIVA BILINGÜE.
“Los
trapos sucios se lavan en casa”, pensó Espíndola. Cortésmente interrogó por el
mayor Garcés. La muchacha le dio las mismas razones que había recibido horas
antes el doctor Campomanes. “Bruta pero honrada”, pensó. Mientras esperaba al
Mayor, Espíndola se acomodó en una cómoda poltrona de cuero que ya hubiera
querido tener en su oficina. Después de largas horas de espera, y dos llamadas
del Premier, en la cual le informaba que peligraba su ascenso si no se
solucionaba el impase del doctor Campomanes.
Al
comandante Espíndola no le quedó más remedio que hurgar entre los papeles del
mayor Garcés. Sintió un poco de pudor por ello, pero estaba de por medio no
solo su ascenso, que bien merecido lo tenía, sino el prestigio ganado con tanto
años de sacrificio, y un insignificante e ineficiente “mayorcito” no iba a ser
un obstáculo para él. Puso a un lado el
saco del mayor, donde relucían cuatro filetes dorados y comenzó a revisar uno
por uno los papeles dejados desordenadamente en el escritorio.
En
ninguno de ellos figuraban las Resoluciones de nombramiento que había firmado
semanas antes, y en la cual debía encontrase la del doctor Campomanes, Revolvió
archivos, abrió gavetas, busco entre los libros y no encontró nada. Fue tanta
su euforia que ya no reparó en abrir los cajones del escritorio del condenado
Mayor. Todo fue en vano, pues no aparecían las benditas Resoluciones.
“Pero
claro, pensó el comandante Espíndola quién más sino la secretaría debería saber
dónde se encuentran”. La eficiente señorita Meneses dio mil rodeos, volvió a
remover lo que el comandante ya había removido, desacomodó lo ya desacomodado,
hasta que por fin recordó que el único lugar que no había sido hurgado era el
fólder de manila que obraba en su poder y que por orden del Mayor Garcés no
debía ser abierto por nadie.
-
“Secreto
militar, Anita, no lo olvides”, le había dicho Garcés a su
secretaria.
-
Pero
no se preocupe comandante, no se preocupe, se lo traigo al momento, después de
todo usted es militar, y entre gitanos no vamos a andar con secretitos,
dijo la muchacha guiñándole el ojo.
Espíndola
nunca se había sentido más indignado. Allí estaban las resoluciones, pero con
nombres distintos. Apretó con fuerza el pomito del corrector usado por el mayor
Garcés para hacer sus “negocitos”.
El
comandante Espíndola golpeó el escritorio con ambas manos mientras se ponía de
pie. Cerró el fólder en el preciso instante que la pequeña figura del mayor
Garcés se detenía en el umbral. Espíndola lo vio doblarse ante él. Clavó en los
ojos del mayor toda su rabia y le lanzó un furibundo “lameculo”.
El mayor
Garcés sintió que el aire le faltaba
cuando la gigantesca mano del comandante Espíndola lo tomó por el cuello y
levantándolo en vilo, lo lanzó contra la poltrona de cuero.
-
¿Qué
significa esto?, - le increpó el comandante lanzándole las
Resoluciones en la cara.
-
Déjeme
que le explique mi querido Comandante,... este... este...... todo tiene una
explicación, aquí debe haber un error... todo parece ser cuestión de nombres
nada más, esto se soluciona en un momento, buscando el corrector, le aseguro mi
comandante que debe ser un error.
La
defensa inconsistente del mayor convenció al comandante Espíndola que se
hallaba ante un vulgar delincuente, y que como tal debía tratarlo.
-
Se
me va de acá carajo, porque en este mismo instante lo mando fusilar por cohecho
y prevaricato. Es usted un vulgar ladrón...
Con gran
habilidad, el mayor Garcés logró escabullirse entre las piernas del comandante
Espíndola que ya se lanzaba sobre él. Las tazas con café, los sánguches de
pollo, los geniogramas, los periódicos, los radios y los palitos de tejer
volvieron a desaparecer, en el instante en que la menuda figura del Director
General del Banco de la Nación pasaba como una centella llevándose al encuentro
botapapeles y otros enseres de oficina. El Comandante Espíndola se había
desabotonado la camisa y respiraba dificultosamente.
Postrado
en el sillón de cuero, el Comandante era atendido por Ana Meneses y por otras
secretarias preocupadas por la salud del comandante, quién parecía estar a
punto de sufrir un infarto. Luego de unos minutos el corazón de Espíndola
recuperó un ritmo normal: Allí estaba aquel militar de figura intachable,
reposando como un combatiente que ha retornado victorioso del campo de batalla.
Sereno, con el pleno convencimiento de que lo peor ya había pasado.
A los
pocos minutos, un ligero silbido lo sacó del sopor en que se hallaba inmerso.
Levantó levemente los párpados y como de entre la niebla que se va disipando
por la proximidad del buen tiempo vio ante él, de pie, en el umbral de la
puerta, firme y en posición de saludo, como esperando una medalla que condecore una ejemplar
acción, al Mayor Jorge Garcés Manrique de la Colina, Director General del Banco
de la Nación. Espíndola estaba atónito, quiso decir algo pero no pudo. A lo más
que atinó fue a mover levemente la cabeza, como interrogando a aquel ser
monstruoso sobre lo que quería.
Este,
haciendo caso omiso, siguió firme y
saludando, esperando la venia para poder hablar.
-
¿Qué
quiere?, dijo el comandante Espíndola, despreciativamente.
El Mayor
Garcés abandonó su posición de firmes y sonriendo dijo:
-
Mi
saco, mi Comandante.
Espíndola
tomó la prenda requerida y gritó a voz en cuello, con un sonido gutural, con la
boca espumante, como para que todos los Bancos de la Nación del país lo
escucharan:
-
Sin
saco, carajo.
La prenda
lanzada con tal fuerza fue a dar en medio del amplio salón donde nuevamente las
tazas de café, los sánguches de pollo, los geniogramas, los radios, los palitos
de tejer y la figura del Mayor Garcés volvían a desaparecer. Ese enérgico y
viril carajo lo escucharon todos los sacrificados pensionistas que formaban las
largas colas que serpenteaban por la ancha avenida 28 de julio; ese enérgico e
indignado carajo fue comentado aquella noche en la sesión del Consejo de
Ministros; ese enérgico y necesario carajo fue tema de conversación de los
Embajadores de los Países Árabes, tema de conversación de la Embajada de los
Estados Unidos; ese enérgico e histórico carajo sirvió de caballo de batalla
para cubrir algunos errores cometidos por los “Forjadores de la Revolución”.
Muchos
líderes políticos años más tarde usarían el “Carajo” del Comandante Espíndola
en sus campañas electorales como de que “aquí
vamos a poner orden”. Nunca se llegó a saber si fue cierto o no aquel rumor que
circuló entre los limeños en la década del setenta, de que cuando el Comandante
Espíndola fue ascendido a General, el mismo Presidente de la República le dijo
sonriente:
-
Así es que usted es el Comandante
del célebre carajo.
VANDELA
Cuando
el negro Vandela ingresó a la universidad, nadie de su numerosa familia logró
recuperarse del asombro. Sólo su padre, veterano vendedor de revolución
caliente, dijo, con una sonrisa que dejaba saltar sus grandes dientes blancos:
-
Yo
sabía que mi negro llegaría lejos; pero no tanto, carajo.
Los
antiguos habitantes de Malambo, ahora relegados a un sucio tugurio victoriano,
habían visto crecer a aquel espigado moreno harapiento, ahora orgullo de la
familia Vandela. Pájaro frutero, lustrabotas, canillita y otros tantos oficios
fueron forjando a aquel grandote moreno, que con aire altanero, se paseaba por
los patios de la facultad de educación de la Universidad Villarreal. Era
chancón, pero bruto, y él más que nadie era consciente de su realidad, por eso
un día mandó al diablo los estudios para dedicarse de lleno a la política.
Se
había propuesto ser el primer congresista de color en llegar al parlamento. Si
Luther King había llegado tan alto en un país donde había tanta discriminación
racial, por qué él no podía llegar más lejos en un país donde cholos, serranos,
negros, chinos y blancos vivían en plena armonía. Y así fue como noche tras
noche, atado a un cabo de vela, leyó y releyó a Mao Tse Tung, Haya de la Torre,
Luther King y a todos aquellos que figuraban en los gruesos volúmenes que la
gorda Mondongo conseguía para él. Tomaba apuntes, subrayaba frases que
rápidamente, aunque con mucho esfuerzo, iba almacenando en su enorme cabeza.
Poco a poco su nombre fue sonando en los claustros universitarios de todo el
país, aumentando así su número de seguidores.
Su
vestimenta se volvió sobria. Había tirado a la basura sus pantalones
acampanados y sus escandalosas camisas multicolores para dar paso a un elegante
terno blanco, en cuya solapa, nunca faltaba el clavel rojo que la gorda
Mondongo se encargaba de comprar, muy temprano en las florerías vecinas del
Coloso José Díaz.
-
Oye
Catita, cómo puedes andar con ese negro, le
habían dicho sus amigas del octavo ciclo.
Pero
ella nunca contestaba, es más, poco a poco fue evadiéndolas. Sólo una vez se
atrevió a una confidencia, fue a la chata Martha, compañera del Santa Rita de
Casia en sus años de escolar.
-
Si
no es por este negrito, nunca tendré
poder en el Centro Federado.
Y
no se equivocó, pues, Vandela, a punta de discursos, cabezazos, pirulos y
chalacas, llegó a las elecciones como uno de los candidatos con más
probabilidades.
-
Me
voy a almorzar a todos estos serranos pezuñentos, solía
decir, mientras se bebía unas cervezas en Las Esteritas de la calle Washington,
semanas antes de las elecciones.
Fue
por esos días que soñó con algo que habría de cambiar el curso de su vida, y
que no dejaría de ser su obsesión. Soñó que uno de sus ancestros había llegado
a esta hermosa tierra allá por los años de 1530 en una vieja galera española
repleta hasta la proa de malandrines que venían del Viejo Mundo en busca de El
Dorado. A la hora de descender de la
nave, el encargado del registro se había quedado estupefacto ante aquel
espécimen de dos metros de alto y enormes pies, que como toda indumentaria,
llevaba un sucio taparrabo:
-
¿Cómo
dijo que se llama? Mandela, había contestado el recién
llegado.
Vandela
despertó con los ojos bien abiertos.
-
Claro
se dijo, si por mi
sangre corre la estirpe de los Mandela.
No fue
tan difícil, para el futuro Padre de la Patria, establecer una relación de
tronco, prosapia, estirpe y demás alcurnias entre él y el moreno africano,
Nelson Mandela, aquel caudillo que se había pasado veintisiete años de trágica
existencia bajo la sombra. Inútiles resultaron los interrogatorios a los que
Vandela sometió a todos los miembros de la familia, de cincuenta años atrás.
Hasta la pobre bisabuela Felicita, cuyos ciento dos
años habíanla postrado en una silla de ruedas tan vieja como ella, se vio
sometida a los severos interrogatorios de aquel heráldico mulato, empecinado
hasta los huesos en encontrar el eslabón perdido de los Vandela. Después de dos
semanas de insomnio lo único que pudo sacar en limpio, tras exhaustivas
investigaciones y a disgusto de la familia, fue que en el árbol genealógico
había un tío que murió loco, una prima meretriz, un tío abuelo boxeador y hasta
un sobrino marica.
Pero Vandela era muy obstinado como para
darse por vencido. Algo le decía que su perseverancia daría sus frutos y, que
además, con ese blasón a cuestas, tendría las puertas abiertas hasta en la Casa
de Pizarro.
-
¡A
la puta, carajo, yo Presidente de la República!
Sus
ilusiones y ambiciones se hicieron tan obsesionantes, que sin saber cómo, se
vio cruzando las calles del Porvenir, donde le habían dicho que encontraría al
viejo Rogelio, vivo descendiente del Congo y experto blasonador.
-
Ese
te explica hasta por qué Adán, siendo blanco, tuvo descendientes negros,
le habían dicho.
La
dirección que buscaba lo llevó a un callejón de mala muerte del jirón Gamarra,
en la Victoria, donde las innumerables puertas de uno y otro lado, le hicieron
rememorar los antiguos burdeles del Trocadero.
-
¿Es
usted don Rogelio?, preguntó temeroso, Vandela, a un mulato canoso
que se hallaba sentado en una ruinosa silla de paja.
El
anciano lo miró desde unos ojos legañosos, cuyas cataratas le daban un aire
mortecino, invidente.
-
Este
cojudo parece que estuviera fosilizado, pensó
Vandela, mientras disimuladamente cubría sus fosas nasales por el hedor a pichi
que reinaba en el ambiente.
Después
de escucharlo atentamente, el anciano se frotó las manos al ver el fajo de
billetes que Vandela, haciendo mucha luz, había extraído de su saco, como
buscando remover a su favor los recuerdos y sapiencia de aquel hombre que
parecía estar muerto.
-
Por
esos billetes a este negro lo hago bajar del árbol de Napoleón,
se dijo don Rogelio ocultando una pícara sonrisa, mientras desempolvaba una
retahíla de libros, en cuyas páginas, Vandela pudo ver una serie interminable
de escudos, banderas, águilas, estandartes, todos ellos con inscripciones en
lengua que Vandela jamás imaginó que existieran, y que en otro tiempo habían
servido para calmar la vanidad de algún
ricachón.
Cuando
después de tres horas salió de aquel callejón
de donde antes que él habían desfilado una legión de incautos con
títulos de condes, barones, virreyes o príncipes, Vandela llevaba en el sobaco la prueba irrefutable de
ser descendiente de la misma rama que el líder negro Nelson Mandela. Lo que
había sido un error tipográfico de inscripción, que los Vandela habían
arrastrado por generaciones durante cuatro siglos, quedaba aclarado ahora
gracias a la erudición de don Rogelio y a la pertinacia de aquel futuro
congresista o presidente.
Lejos estaba Vandela de imaginar esa
noche, con su pergamino bien protegido bajo la almohada, que a esa misma hora,
don Rogelio se cagaba de risa con sus amigos, mientras frotaba sus dedos con
cáscara de limón para sacarse los restos de tinta china, la misma que había
usado para satisfacer las pretensiones de aquel pobre muchacho, que a como
diera lugar, quería un pergamino con el escudo familiar de los Mandela, los de
África.
-
De
repente era Candela y no Vandela, don Rogelio, y de los Candela de Chincha,
todavía, le decían sus amigos al viejo zorro quien ya se apresuraba a mandar
otra ronda de cerveza.
COTITO
Llevaba
más de dos horas esperando. Nunca había tenido que esperar tanto. Por lo menos
eso era lo que recordaba en los treinta y cinco años que llevaba en el oficio.
Miró con cierta angustia el reloj de la avenida Argentina; parecía que el
tiempo se había empantanado. Mientras desayunaba, su mujer le había dicho:
-
Recuerda
que hoy es cumpleaños de Cotito. Es tu quinto nieto y siempre espera de ti un
buen regalo.
Esa voz
lo impacientó; como una puñalada le dijo que tenía que darse prisa o Cotito se
quedaría sin regalo. El ulular de una sirena lo sacó de su letargo y, como por
intuición, se agazapó bajo unos maderos. Un patrullero se detuvo a pocos metros
de donde estaba. Unos fumones que deambulaban por la cuadra tres del jirón
Cárcamo se hicieron humo.
-
“Estos
desgraciados son los que ha maleado el barrio”, pensó
malhumorado.
El reloj
marcaba ya las cuatro y treinta, cuando una suave garúa comenzó a peinar el
ambiente.
-
A
usté ese negrito le ha robao el corazón
compadre. A usté se le está cayendo la baba. Ni siquiera por una hembrita lo he
visto así.
Su
compadre Rigoberto Medrano tenía razón. Ese negrito antracita de ojos
almendrados no sabía otra cosa que repetir todo el día ¡Tata Mandruco!, y él,
Mandruco Quinteros Montes de Oca, iqueño de pura cepa, se sentía invadido por
el orgullo de haber engendrado a la Camincha, esa escultural morena que le
había dado ese negrito bembón al que la gente del callejón había rebautizado
con el nombre de Cotito.
Cuando ya
el reloj marcaba las cinco, y algunos obreros abandonaban las fábricas aledañas
de la ancha arteria, una sombra oscura como un cuervo dobló calmadamente la
esquina, a pocos metros de donde él estaba. Mandruco dejó caer de sus brazos el
recuerdo de Cotito, y concentró todo sus pensamientos en aquella sombra oscura
cuyos pasos se adentraban lentamente en sus oídos. Ya lo olía. Un suave olor a
agua de lavanda invadió sus anchas fosas nasales. Con firmeza apretó el largo
cuchillo que tenía en la mano, dobló ligeramente los goznes, y saltó sobre su
presa la cual cayó cuan larga era en la húmeda acera.
Al sentir
el frío de la hoja en su garganta y el peso de aquel enorme negro que
descansaba sudoroso sobre su pecho, ahogándolo doblemente, la sombra
oscura quedó petrificada, bajo ese cielo
que comenzaba a clarear.
-
Si
te mueves eres hombre muerto.
En pocos
segundos, como si una mano divina hubiera espantado una mosca, el cielo se
iluminó.
-
La
puta, carajo. Don Abundio.
Mandruco
echó a correr, deteniéndose sólo para tomar al vuelo la Línea 41 que lo levaría
rumbo a la Victoria.
Esa
noche, mientras engullía desganadamente un pescuezo de pato que su comadre
Estela casi le había obligado a aceptar, Mandruco se sentía el hombre más
infeliz de la tierra, un paria. Sabía que todos los ojos que lo miraban estaban
a la espera de ver el regalo que le
haría al bichozno. Todos los años, la entrega del regalo se había convertido en
un ritual, en un acontecimiento digno de comentario, al que sólo el ingreso del
negro Vandela a la universidad, había hecho sombra en toda la historia del
callejón. Mandruco recordó con nostalgia aquel circo que todos los años
pernoctaba en Malambo cuando él era un niño y, más aún a aquel viejo mago que
hacía desparecer conejos en el sombrero, y en el que él, más que nunca, deseaba
estar en aquel momento.
Cuando
las viandas de cau - cau, escabeche y tacu tacu, que las vecinas habían llevado
como ofrenda al agasajado, expiraban en unas cucharas grasientas que los más
palomillas se llevaban presurosos a la boca, las viejas, inquietas por tanta
espera, comenzaron a cuchichear.
-
“Que
si es un negro misio”; “un cagado que ni trabajo tiene”; “pobrecito si es un
muerto de hambre. La pobre mujer tiene que lavarle los calzoncillos al
vecindario para mantener a los hijos”; “zambo mantenido”.
Mandruco
sintió que le había mandado un salivazo, y una gruesa lágrima cayó por su
curtida mejilla.
Llegó don
Abundio, llegó don Abundio - . Un griterío ensordecedor invadió el ambiente. En
el umbral de la puerta apareció la obesa figura del padre Abundio, y en la
mente de Mandruco el sombrero del mago se incrustó de lleno. Aquel gaditano
cazador de almas, que treinta y siete años atrás había dejado su tierra natal
para instalarse en la parroquia de aquel barrio miserable, donde sabía que más
que oraciones lo que es agente necesitaba era algo con que llenarse el buche,
fue la causa de que a Mandruco se le atragantara la enorme pera que tenía en el
pescuezo.
Antes que
alguien hiciera algún comentario por la enorme caja que sostenía en sus brazos,
don Abundio plantó sus ochenta y dos kilos en el centro de la reunión.
-
Don
Mandruco me ha conferido el honor de ser el portador de este bello regalo, el
cual he bendecido, y que ahora hago entrega al angelito de Dios que es Cotito.
En
un instante se vio rodeado por sus nietos. Don Rigoberto se acercó para
abrazarlo, y casi susurrante le dijo:
-
Que
tal regalazo se ha mandado usted compadre. Bien guardado se lo tenía.
Aquella
noche cuando todos dormían una enorme sombra se deslizó por la puerta
trasera del patio. De debajo de una
piedra, la sombra extrajo un paquete alargado. La hoja de acero brilló por
última vez, antes de ser lanzada en el olvido.
OFELIA,
CATEDRAL DE SUEÑOS
Para
Edgard Dolorier
Ya no la
esperaría más entre las sombras del atardecer. Ya no se apagaría más en su
corazón la fragua incandescente de repetir su nombre. Ya ni más Ofelia, hija
cautiva, silencio, opresión. Ya no más. Nunca más soledad suspendida en el aire
viciado de una habitación clandestina. Nunca más sus cuerpos desnudos en la
promiscuidad de un lecho innominado. Nunca más.
INTERLUDIO
Con el pecho inflamado en
el orgullo de haber sido su primer hombre, el único, el de ayer, el de hoy, el
de mañana, Ricardo llenaba sus noches de insomnio con la imagen de su dulce
Ofelia, toda de blanco, llegando hasta el altar, en el que con un tierno beso,
pronunciaría interminablemente ¡Te amo Ricardo! Celosa como era con sus cosas,
Ofelia había manifestado el deseo de ser ella quien alertara a sus padres sobre
su decisión de casarse. Ricardo hubiera preferido, como era la costumbre, tomar
el protocolar camino de pedir la mano de la novia, pero Ofelia había insistido
tanto que prefirió desistir a provocar una tonta decisión. Un año de relaciones
amorosas con ella lo habían convencido, que en determinadas circunstancias, era
mejor dar el brazo a torcer, pues, por otro lado, quería encontrarla en el
mejor de los ánimos para confesarle que lo torturaba desde que se enamoró
perdidamente de ella. Hasta antes de conocerla aquello no lo había perturbado
en lo más mínimo, pero ahora, a un paso
de unir su vida a otro ser, se sentía angustiado por aquel peso de amargura que
no tenía cuando caer. Pero, ¿Cómo
decírselo? ¿Si después de la inevitable confesión ella lo mandaba al
diablo? ¿Qué sería de su vida? ¿Volvería a encontrar otra mujer como Ofelia,
tan llena de ternura, ingenuidad y belleza? No, claro que no se lo diría. Se
sentía capaz de soportar las más terribles torturas antes de confesarlo. Se lo
diría después de la boda, cuando nada ni nadie pudiera separar lo que Dios en
el altar había unido. El tener que ocultarle su secreto constituía quizá una
traición, una infame traición, pero no podía arriesgarse a lanzar por la
ventana la dicha que lo embargaba. Ella lo amaba y sabría comprenderlo ¿Acaso
el amor no lo comprendía todo? “Muralla
impenetrable a cualquier embate”,
solía repetir ella constantemente.
EPÍLOGO
Ofelia llegó presurosa
aquella tarde. Un suave rocío sobre su pequeña nariz denunciaba cierta
ansiedad. Sus palabras afloraban entrecortadas, inseguras. Ricardo la tomó
entre sus brazos y así recorrieron un gran trecho del Parque de la Reserva.
Apoyados en los viejos árboles algunas parejas se acariciaban libidinosamente.
Ambos se miraron como recordando y sonrieron. ¿Y qué dijeron tus padres?, inquirió Ricardo, esperando sin saber
por qué una respuesta negativa. Ofelia dijo que se habían opuesto, pero que
después habían dicho que sí. Ricardo la besó una y otra vez. Sólo después de
unos minutos, Ofelia pudo continuar. “Mi
padre me preguntó si aún era virgen, y cuando le dije que no, me abofeteó. Pero
espera, no te ofusques. Cuando le dije que todo lo habíamos hecho con amor, lo
comprendió. Tienes que entenderlo, ya se le pasará, soy su única hija y siempre
seré para él su pequeña Ofelia, su dulce Ofelia como me llamas tú, Ricardo
querido”. Ricardo encendió un cigarrillo, se detuvieron en una banca. La tomó
entre sus brazos tiernamente y le susurró al oído: “Y cómo lo convenciste, picarona”. Ofelia esbozando una sonrisa
pícara y guiñándole un ojo le dijo: “Le
confesé algo que aún no te he dicho amor mío. Era una sorpresa que te tenía
reservada para el último momento”.
Ricardo se rascó el mentón
mientras sentía que su corazón latía aceleradamente, amenazando con salírsele
del pecho. “Cierra los ojos, amor mío, y
prepárate a recibir la mejor noticia de tu vida”. Ricardo algo estupidizado
por tanto misterio, juntó los párpados, mientras Ofelia extraía algo de su
cartera. Ricardo escuchó que alguien que pasaba decía: “Mira la cara de huevón que tiene ése”; pero a él no le importó.
Tras unos segundos interminables, Ricardo abrió los ojos y, frente a ellos,
Ofelia sonreía mostrando entre sus manos un baberito de felpa blanco con un
pequeño torito bordado en hilo rojo. “Vas a ser papá, Ricardito querido”. Ricardo palideció,
sus ojos se nublaron, los músculos de la cara se le endurecieron de tal forma
que tomó el aspecto de un muerto. Boquiabierto, dos hilillos de baba
humedecieron las comisuras de sus labios. Nuevamente sintió aquella extraña voz
pero que ahora le martillaba la frente: “Mira
la cara de huevón que tiene ese”, palabras sabias y premonitorias, pensó.
Ofelia le observaba con curiosidad, siempre sonriente, esperando el momento en
que de seguro Ricardo gritaría a los cuatro vientos la felicidad que lo
embargaba. Ofelia recordó que una prima de su padre había permanecido en
silencio durante varios minutos cuando le informaron que había obtenido el
premio mayor de la lotería, pero que después había manifestado, casi
hilarantemente, la dicha que la embargaba. ¿Acaso su Ricardito no había
obtenido algo mejor que eso? En esos momentos Ricardo se hallaba transportado
en otro tiempo, en otro espacio. Mandiles, zapatos, sábanas, vendas, todos
blancos, parecían agolparse en su mente aturdida, provenientes de un lugar a
donde nunca, después de conocer a Ofelia, hubiera querido regresar.
DESDE
EL PRINCIPIO
“Pero tiene que haber algún error o alguna forma, qué sé yo,
la ciencia ha avanzado tanto en estos últimos tiempos...” El
hombre de blanco lo cogió por el hombro, paternalmente, mientras trataba de
calmarlo, compartir su desgracia. Ya no era el médico sino el amigo. Difícil
momento, difícil, difícil. Amaba su profesión, pero que difícil que eran esos
momentos. “Usted no puede tener hijos”;
así de simple “Nunca, siempre nunca”.
Pero la ciencia sigue avanzando, pero hacia dónde. “Usted no puede, ni podrá, ni ahora, ni mañana, ni nunca, siempre nunca”.
Lima,
octubre de 1980.
DIAGNÓSTICO RESERVADO
Para Carlos Calderón Chico
Siempre vivía de prisa. Desayunaba al vuelo, almorzaba como si
le fueran a quitar el plato. Hasta su sueño era ligero. Se precipitaba en los
supermercados antes que cualquiera; en
los ómnibus se abría paso a la hora de bajar sin preocuparse de la incomodidad
que sus toscos y vertiginosos movimientos certeros (codazos y fuertes
empujones) provocaban en los pasajeros. En las colas era el primero, siempre
encontraba una artimaña para sus fines. Era frecuente que olvidara el vuelto
cuando cancelaba alguna cuenta, siempre estaba apurado. Atravesaba calzadas,
parques, calles y jirones como si un huracán lo impulsara hacia adelante sin
que pudiera contener el envión. Una tarde cruzó la calzada entre el ámbar y el
rojo y un automóvil con un conductor, tan apurado como él, lo embistió
furiosamente. Quienes estaban en los alrededores lo vieron volar como una
figura alada desprendida de un friso turco. Su melena desgreñada, su traje
raído y lustroso quedaron impregnados de la sangre que brotaba como un chorro
incontenible por la boca y la nariz.
Los ojos abiertos y los labios flácidos que se abrían y
cerraban convulsionadamente mostraban a un hombre cuya vida había sido signada
por la impaciencia. Cuando llegó al corredor oscuro donde la muerte recibía a
los recién llegados, vio una larga fila de esperadores que lo trastornó, más
aún cuando se dio cuenta que esas hileras compactas como columnas griegas eran
imposible de sobrepasar con las artimañas que durante tantos años le había
servido en su vertiginosa carrera hacia la nada.
Su angustia creció cuando cayó en la cuenta que había corrido
toda su vida y, que en el tramo final, debía esperar un buen tiempo y, que
todos aquellos que había sobrepasado a su paso, terminarían alcanzándolo
inexorablemente. Cuando la muerte divisó su figura enclenque y desarrapada se
acercó a él. Una irónica sonrisa asomó a sus agrietados y sanguinolentos labios
cuando la vio venir. Algo le dijo la muerte al oído. El hombre regresó sobre
sus pasos cabizbajo y decepcionado.
***
Tendido en la cama de un hospital, el hombre apurado
permanecía con los ojos abiertos mirando al infinito, consciente de su
situación, pero sin poder mover ni un músculo. Su estado no le permitía ninguna
prisa. Tendido en diferentes camas entre hospitales y hospicios permanecería
mudo, inmóvil, absorto en suicidas pensamientos; buscando en un espejo
invisible su rostro invisible durante setenta años más, antes de que una
aburrida y desatenta enfermera retirara del pie de su cama un raído letrero que
lo había acompañado fielmente: Diagnostico reservado.
REFLEXIONES
SUBIDAS DE TONO DE UN VIEJO APRISTA EN PLENA BORRACHERA EN LA CASA DEL PUEBLO
Para
Federico Cairo,
viejo
compañero, amigo fraterno
y
de leyes sabedor.
Mauricio Mulder es lo que queda de Alan García después de una
descomunal frejolada: un coro de flatulencias precedido de un aquelarre de
alborigmos. El escudero de turno de Alan García es un lobo envejecido por la
humillación y la resignación de haber sido destinado a ser un huevón a la vela.
Defensor a ultranza de García, que comenzó cargando las andas del Señor de los
Milagros y terminó cargándose las arcas del Estado durante sus dos periodos
presidenciales, Mulder era el niño con cara de lobo a quien los palomillas del
barrio pedían que aullara bajo la amenaza de patearle el culo en callejón
oscuro. Pero todo en su medianera vida cambió cuando descubrió que existía un
partido político donde todos eran tratados por igual, sin importar la cara
lobuna que el afligido futuro compañero traía en su cacharro. Y ahí el pobre Mauricio sintió recobrar su autoestima,
sintió el olor del poder y la pezuña de los búfalos apristas que solucionaban
sus discrepancias ideológicas a cachiporrazos. Hasta logró obtener una de las
más vistosas y aguerridas manoplas de la colección de su admirado Búfalo Pacheco,
la cual lucía en su mano cuando quería amedrentar a aquellos malandrines que lo
habían tomado de lorna en su barrio.
Todo para Mauricio, que en esos años lucía una vistosa peluca juvenil, fue de
maravillas, hasta que se cruzó en su ascendente camino Alan García, quien vio
en ese rostro lupino lo que siempre había buscado: un estropajo de lujo, una
escupidera de peltre, un felpudo a la medida de su calzado, un lameculos
eficiente, un Sancho que tapara los cagadones que iría dejando a lo largo de su
meteórica carrera hacia la presidencia.
-
Lo
que ese viejo tetudo de Haya no logró en medio siglo de vida política, lo voy a
hacer yo en breve tiempo, dijo el joven Alan mientras daba cuenta de
su picada.
Y
Mauricio celebró a su anchas la llegada al poder, así tuviera que soportar el
peso del gran pendejo.
JUSTO
A TIEMPO
“El que avisado para un
banquete
llega tarde a él o es cojo
o no paga cuota”.
Menandro.
Ya
se habían bebido litros de café, tres kilos que galleta de soda y Paco Tardelli
no llegaba. Ya los hombres apuraban el ultimo Cartavio, “…esto ya es una huasca dijo el gordo Astengo, y este hijo de puta no llega”. Todos estaban inquietos, algunas
tías y primas aterradas porque ya los seis morenos enviados por la Funeraria
Agustín Merino habían hecho acto de presencia y Paco dale con no aparecer. “¿Por qué este muchacho serán tan
irresponsable?”, dijo la tía Aurora gimoteando y dándole otra vuelta al
rosario. El padre Tomás abría y reabría su Biblia con dedos impacientes. Los
cargadores de Merino comenzaron a sacar los cuantiosos adornos florales que
rodeaban el ataúd; faltaban diez minutos para la partida al cementerio y con
Paco o sin Paco igual se irían. “Lo
siento, señora, dijo el jefe de la comitiva a una madre desconsolada que
pedía que por piedad esperaran la llegada de su hijo, no nos pagan horas extras y tenemos orden de cumplir con nuestro
horario. Cuando faltaban solo tres minutos para la partida y ya los morenos
se aprestaban a tomar sus respectivos lugares, Paco Tardelli apareció como una
tromba. Lucía un elegante traje gris hecho para la ocasión. Alcanzó a besar a
su madre, levantar el brazo en señal de agradecimiento a todos los presentes y
se acomodó en el ataúd lo mejor que pudo. Durmiendo el sueño de los justos o de
los injustos, Paco Tardelli dejó este mundo a los 37 años de edad. En vida
había fallado a mucha gente; siendo puntual con la Muerte había buscado su
reivindicación. Entre aplausos, llantos y hurras Paco abandonó la casa donde
había vivido toda su vida.
EL ROSARIO
Pagaba sus pecados con el rosario, verdadera tortura donde las
Ave Marías iban precedidas por un Padre nuestro y seguidas por el Credo. Según la
gravedad de sus culpas, dejaba que los dados determinaran el volumen del
castigo. Los primeros años creyó enloquecer; poco a poco se fue acostumbrando
al sufrimiento. Con el tiempo aprendió que los pecados más graves merecían
permanecer más tiempo en el infierno y entonces decidió doblar el castigo: solo
el terror de darle curso a las cuentas con más asiduidad lo salvaría de
hundirse más y más en aquel foso sin fondo de humillaciones. Y tuvo razón,
cuando quintuplicó los castigos, los pecados fueron espaciándose hasta
desaparecer. Aún a sus 60 años, conservaba en un cofre secreto los dados roídos,
ya redondos. Todos los días los miraba con la satisfacción de quien supo
remontarse de las llamas eternas que abrasan el espíritu de los débiles. Hace 7
años que no toca el rosario. Ha purificado su alma.
LA
VEJEZ
“…tú, iras despacio po los viejos
caminos sin que nadie te apure,
poque a la muerte le da lo mimo
que vaya despacio o ligero un
hombe que ya ta mueto”.
“Monólogo para Jutito”
Antonio Gálvez Ronceros.
Vio desaparecer los jardines, las mariposas y los caracoles,
los geranios y las madreselvas; los cochinitos de la humedad parecían ser solo
un sueño. Vio esfumarse ante sus ojos los cerros cubiertos de musgos en los
inviernos, los vestidos de las niñas, los trompos de madera y sus huaracas; las
canicas de colores rodando hacia los ñocos son también parte de esa esfumación.
Los niños en los parques y los triciclos bulliciosos escasearon hasta ser solo
un espejismo. El panadero y su corneta, el lechero y su carrito bullanguero se
fueron precedidos del monito organillero. Vio con espanto la llegada de los
hierros aprisionando las casas, el tráfico agobiante, las gentes como enjambres
sudorosos corriendo por las calles. Recordó en el dolor de sus dedos la
artritis de don Alejandro Guerra; vio en sus sueños a doña Bertha subiendo con
esfuerzo las escaleras de su casa. Vio pasar a sus vecinos y a muchos conocidos
en vistosos cajones rodeados de adornos florales y seres compungidos. Entonces fue
a su dormitorio y vio su imagen en el enorme espejo del ropero de caoba. Ahí se
percató de su calvicie incipiente, de sus canas, de su boca desdentada, de su
rostro enrojecido y arrugado como un higo deshidratado por los años. Vio el
bastón al lado de su cama y sintió el dolor punzante en sus rodillas. Cayó en
la cuenta de que la vejez, esa forma estúpida de venganza y sufrimiento inútil con
que nos premia la vida, había llegado a acompañarlo en sus últimos días.
RESURRECCIÓN
Extrajo del bolsillo de su pantalón
el billete de cincuenta soles que su madre le había dado “Tu padre es un ocioso y un insensible, no quiere acompañarme al
velorio de la señora Foronda”, le había dicho su madre, quien la encontró
en su dormitorio acomodando la ropa de su pequeño ropero. “A mí ni me mires. Hoy es sábado y hay un programa musical que solo lo
pasan esta noche y por nada del mundo me lo voy a perder”. El billete de
cincuenta soles no solo le abrió los ojos como una lechuza que veía a un
distraído ratón, sino que quebró todo ímpetu por ver el susodicho musical.
Total, seguro que algún día lo repetirían, pero la señora Foronda no volvería a
morirse. Protegida por una cortina en una pequeña habitación de la casa donde a
pocos metros velaban a la muerta, Lucrecia extrajo un cigarrillo del paquete,
que llevaba a buen reguardo, y lo encendió. Con quince años a cuestas, no era
una edad para que una jovencita estuviera echando humo por ahí. “Es un vicio horrible y cojudo”, había
escuchado decir a su padre más de una vez. Desde su caleta, podía ver a la
calle donde los hombres bebían ron, fumaban y reían. “Los chistes deben estar buenos”, pensó Lucrecia. Desde ahí también
podía ver a su madre cotorrear. Con otras mujeres que habían sacado las sillas
para ventilarse un poco. El verano era abrasador y aún de noche hacía un calor
de los mil demonios. En la sala donde estaba el velatorio solo una anciana daba
cuenta de su rosario sentada a pocos metros del cajón, la mujer parecía
abstraída en otros mundos, como si fuera el único ser de los ahí presentes que
sintiera la partida de la difunta. Pasado unos minutos, Lucrecia miró su reloj.
Eran las dos y treinta de la mañana y su madre no tenía visos de regresar a
casa.
Sacó otro cigarrillo, era el
último. Arrugó la cajetilla y la arrojó al jardín por la ventana. Chupó un
caramelo de menta y luego encendió el cigarro. No había dado ni tres pitadas
cuando vio a la mujer del rosario que se había puesto de pie y, con el brazo
apuntando hacia el velatorio, movía los labios como una zombi sin poder
articular palabra alguna.
Lucrecia se asustó. Lo primero que
pensó es que la anciana estaba sufriendo un ataque. Arrojó el cigarro y salió
de la habitación. “¡La puta madre,
carajo!”, gritó eufóricamente mientras sentía que un chorro caliente le
mojaba los calzones. Salió de la casa y empezó a gritar eufórica: “La vieja, la vieja”. Todo fue muy
rápido. Una conmoción generalizada puso en alerta a todos los que estaban
afuera y corrieron hacia el interior de la casa, chocándose con la estampida de
los que salían. La sorpresa de los hijos, que fueron los primeros en llegar
hasta el velatorio fue grande. La anciana difunta se hallaba sentada mirando
desconcertada y confusa a su alrededor. El cajón estaba abierto y la vieja del
rosario, de rodillas, repetía como un retintín, ¡resucitó! ¡resucitó!
-
¡Qué carajo hago acá!, preguntó la difunta.
Hubo un silencio prolongado.
-
Mamá, dijo uno de la prole de la muerta ¿Cuántos
dedos tengo aquí?
La vieja miró la mano del hijo que
le mostraba tres dedos de la mano izquierda. Aturdida por las horas que había
pasado en el ataúd, contestó malhumorada.
-
¡Déjate de cojudeces y sácame de aquí imbécil!
Otro de los hijos que era médico y
que había firmado la partida de defunción, le dijo:
-
¿Mamá, quién soy yo?
La vieja empezó a forcejear con el
ataúd buscando librarse, pensando ya de que había un complot para deshacerse de
ella y quedarse con su casa y sus joyas que no eran poca cosa.
-
Mamá, no haga eso, gritó la hija mayor.
Demasiado tarde. El cajón cedió al
movimiento y vino a dar en el suelo.
-
Mierda, se cayó la abuela, dijo un niño.
-
Modera tu boca, mocoso, dijo un anciano, vecino de la difunta.
El niño no sin antes meterle una
patada.
-
¡Chesu!,… dijo el anciano susurrante.
La muerta impactó en el piso y
comenzó a maldecir a todo aquel que se acercó a levantarla.
-
Cuidado que se raye el cajón, dijo la hija mayor.
El médico asintió. Ahora que la
vieja estaba viva cabía la posibilidad de devolver el cajón a la funeraria y
que les reembolsaran algo del costo.
-
¿A quién carajo se le ocurrió comprar un cajón tan
caro?, dijo la otra de las
hijas de la difunta.
Un médico amigo de la familia fue
llamado de urgencia para que diera un veredicto sobre tan insólito suceso.
Lucrecia aferrada a su madre observaba y escuchaba con atención todo lo que acontecía.
Mientras la muerta era examinada por el médico, los hijos, en un total de ocho
(cinco hombres y tres mujeres), discutían acaloradamente.
-
¿Y ahora que haremos con ese cajón sino quieren
devolución?, dijo uno.
-
Nos lo quedaremos, que le vamos a hacer, dijo otro.
-
Así y qué quieres, que pongamos el ataúd en la
puerta con un letrero que diga SE VENDE, dijo una de las mujeres; cagándose de risa.
En ese momento entró el cura de la
parroquia.
- Padre Tomás, ya se habrá enterado, dijo la más joven de las muchachas, una morena de
grandes ojos canela y cuerpo esplendoroso.
- Dios obra milagros para que fortalezcan su fe en él
y en su hijo, Jesucristo.
Conocedor de que al padre le
gustaba algo más que el vino de iglesia, uno de los hijos le alcanzó un vaso de
pisco.
-
¡Oh!, dijo el cura mojando los labios. Este
es del bueno; se siente su aroma, su cadencia, su consistencia.
Sentado en la pequeña mesa que
había en la cocina, el cura se adueñó de la botella de pisco y comenzó a darle
curso. “Borracho de mierda”, pensó
más de uno.
-
Parece ser una especie de catalepsia. Tuvo suerte
de que no se le practicara la autopsia, sino…
-
Entiendo, colega, dijo el hijo médico.
Una niña de unos siete años entró a
la cocina gritando:
-
Dice la abuela que le den su joyero.
Todos los hijos se miraron como
esperando que alguno diera el primer paso. El padre Tomás detuvo el quinto vaso
que iba hacia el garguero y dijo sobresaltado.
-
No jodan, a que ya las vendieron.
El silencio sabe dar respuestas.
-
¿Y ahora qué haremos?, preguntó uno de los hijos.
-
La Pochita tiene
unas baratijas que parecen joyas verdaderas, porque no se las mostramos, mamá
ya está tan vieja que no se dará cuenta, dijo una de las hijas.
A la pobre vieja le dieron un
somnífero que la dejó medio cojuda tirada en la cama acariciando, feliz, las
baratijas de Pochita.
La pobre mujer vivió muchos años
más llegando inclusive a enterrar a cinco de sus “joyitas”. El ataúd de la abuela se hizo conocido en el barrio. Sus
nietos le pusieron ruedas y lo convirtieron en un vistoso auto de carreras
parecido al auto de Hermann Munster. Cuando murió la anciana a la avanzada edad
de 98 años, los tres hijos restantes, rayanos en la pobreza, organizaron una
pollada que alcanzó para comprar un sencillo ataúd, “el más barato”, dijo el médico de la familia, “no vaya a ser que la vieja resucite de nuevo”.
El dependiente lo miró extrañado
mientras llenaba el recibo de venta. Lucrecia, casada ya y con una abundante
prole, entre hijos y nietos, estuvo en el cementerio dándole el último adiós.
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