San, Sen y Sin eran tres hermosos
ositos que vivían con sus padres en una cueva ubicada entre las rocas de una
enorme montaña. Mamá Osa se desvivía tratando de que sus inquietos oseznos
estuvieran siempre limpios, algo difícil de lograr con aquellos traviesos
diablillos.
Una de
esas mañanas en que Papá Oso y Mamá Osa salieron como de costumbre a buscar
alimentos, San, Sen y Sin quisieron acompañarlos. La voz de Papá Oso no se dejó
esperar:
- De
ninguna manera. Se quedarán en casa y limpiarán toda la cueva, luego traerán
agua del río para que antes de acostarse puedan darse un baño. ¿Me oyeron?
Los tres
ositos asintieron y vieron partir a sus padres.
Después
que terminaron todo los que les habían encomendado, San, Sen y Sin se pusieron
a jugar. Tanto fue el alboroto que armaron, que en pocos minutos toda la cueva
quedó en un gran desorden.
- Y ahora qué
haremos, dijo San.
- Por qué
no nos vamos a buscar aventuras, dijo Sen.
- Claro,
buena idea. Regresaremos rápido y así papá y mamá no se enterarán, dijo Sin.
Y fue así
como desobedecieron a Papá Oso y Mamá Osa, los tres pequeños ositos salieron a
conocer el mundo. Caminaron largo rato, incansable, agotando en cada movimiento
aquellas energías infantiles.
Corrieron
por la hierba, saltaron y mojaron sus patas en todos los arroyuelos que
encontraron, olisquearon flores y treparon pequeños árboles hasta que las
fuerzas fueron abandonándolos. Cuando ya el sol del mediodía había consumido
sus sombras, San, Sen y Sin se toparon con algo que no habían visto nunca: una
colmena.
Ignorantes
de lo peligroso que es perturbar la vida pacífica de las abejitas, nuestros
tres traviesos amiguitos comenzaron a idear la forma en que tomarían por asalto
aquel dulce cofre, pues, por estar casi en la copa de un gran algarrobo, aquel
apetitoso manjar les resultaba inalcanzable.
Los tres
ositos recordaban que en las constantes historias que su madre les contaba, les
hablaba frecuentemente de la miel como uno de los manjares más buscados por los
osos. Así que en un santiamén, San se subió sobre los hombros de Sen y Sin
sobre los hombros de San, alcanzando este último a tomar la colmena entre sus
patas. No tardaron las abejas en sentir la presencia de aquellos intrusos.
Enojadas como estaban, salieron en agitado enjambre a la caza de aquellos tres
ositos traviesos.
Con la
velocidad de un rayo, los ositos corrieron, corrieron y corrieron en busca de
un lugar seguro donde protegerse. Llegado hasta el río, a los tres traviesos
ositos no les quedó otra cosa que saltar, pues los aguijones de las enfurecidas
abejitas ya se dejaban sentir en el cuerpo de los intrusos. Satisfechas por
haber defendido su hogar, el enjambre retornó orgulloso a seguir trabajando en
los panales. Mientras San, Sen y Sin se quejaban por las picaduras recibidas,
cerca de ahí el Oso Plutón se regocijaba a costa de ellos.
- ¡Ja,
Ja, Ja!, qué osos tan tontos, ¡Ji, Ji, Ji! Siempre he creído que los osos
pardos son los seres más ingenuos de toda la familia de osos. ¡Ja, Ja, Ja!
El enorme
oso negro se hallaba sentado sobre una roca cerca de donde los pobres ositos
trataban de calmar las heridas que les habían propinado las abejas.
La
cantidad de salmones que el oso Plutón tenía a sus pies, los cuales devoraba
con gran complacencia, no tardaron en abrir el apetito de San, Sen y Sin.
Al ver a
aquellos osos pardos tratando de capturar a los escurridizos salmones, el oso
Plutón prosiguió con sus chanzas:
- Así,
así, ositos tontos ¡Ja, Ja, Ja! Si bien no logran atrapar a los salmones, por
lo menos se darán un buen baño. ¡Je, Je, Je!
Los osos
luchaban vanamente por capturar a los salmones, quienes parecían haberse unido
a las burlas del oso negro, pues, luego de huir de las pequeñas garras de sus
captores, se zabullían por entre sus piernas. Lo que más enfureció a San, Sen y
Sin es ver a aquel oso glotón engullirse los salmones que tenía a su alrededor.
Las colas, los espinazos y las cabezas de los pescados desaparecían como por
arte de magia entre las fauces de aquel monstruo que no cesaba de burlarse de
aquellos bribonzuelos.
De pronto,
San tuvo una ocurrencia: apoderarse de los salmones del oso Plutón. Así
matarían dos pájaros de un tiro: conseguirían el alimento suficiente para ellos
y sus padres y acabarían con las burlas de aquel enorme oso fanfarrón. San
enfadaría al oso para que éste bajara de la roca y lo persiguiera, de tal
manera que Sen y Sin tuvieran el tiempo suficiente como para levantar todo el
pescado de Plutón dejaría sin protección.
- Oye, tú,
oso feo y panzón. Si no fueras tan cobarde vendrías hasta aquí y te reirías en
mi cara, y así probarías la fuerza de mi puño, dijo San mientras mostraba su
puño en alto en son de amenaza.
Al ver
aquel puñito en alto, Plutón estalló en una risa incontenible aumentando el
enojo de los tres pequeños osos pardos. Las provocaciones continuaron hasta el
punto en que el gran oso negro hubo de descender de su guarida para salvar el
honor de los osos negros, pues, San, muy ingeniosamente, le había dicho que los
osos pardos eran más fuertes y valientes que los osos negros.
Pesado
como estaba por todo lo que había comido, Plutón trataba de alcanzar al pequeño
San, quien corría lentamente como para no desanimar a su perseguidor.
Cuando
Sen y Sin vieron que ya Plutón estaba a cierta distancia, corrieron a
apoderarse de los salmones que el oso negro había dejado sobre la roca.
Mientras tanto, Plutón, totalmente abatido por el cansancio, cayó de bruces
sobre el prado; jadeante y aturdido, el oso negro vio pasar al pequeño San como
una centella, pero sólo atinó a mirarlo, pues, ya las fuerzas lo habían
abandonado.
Después
de unas horas, Plutón se había recuperado e iniciaba el camino de retorno con
un apetito feroz. Grande fue la sorpresa al darse cuenta que su preciado botín
había desaparecido. Y su enojo fue mayor al leer la nota que San, Sen y Sin le
habían dejado.
Había un
oso negro y pesado que se llamaba Plutón, que por feo y por glotón perdió su
sueño y su pescado.
Para
cuando el oso hubo terminado de leer la carta, San, Sen y Sin ya se hallaban
camino a su hogar. En la puerta de la cueva, Papá Oso caminaba de un lado a
otro con una rama de mora en una de sus garras y repitiendo una y otra vez:
- Ya verán
esos bribonzuelos. Qué se habrán creído, marcharse así como así, dejando la
cueva abandonada, y lo que es peor, exponerse a todos los peligros andando
solos por allí. Y verán, ahora les enseñaré lo que es disciplina.
Mamá Osa,
más dócil y comprensiva, trataba de calmar al enfurecido padre. Cuando los tres
ositos aparecieron frente a la cueva, arrastrando una red llena de salmones,
Papá Oso y Mamá Osa quedáronse sorprendidos. Después de escuchar a sus hijos,
Papá Oso hubo de reconocer que éstos lograron vencer al oso Plutón en base a
astucia y coraje, por lo cual los perdonó. Papá Oso terminó diciendo:
Que esto
les sirva de escarmiento y siempre esté en su pensamiento, que más que un oso
negro y tardo vale siempre un oso pardo.
Chiclayo, febrero de 1996.
Para
Gabrielle
Cuando el
señor Banana y su familia se introdujeron en la deslumbrante selva africana en
un viejo jeep, ya los rayos del sol impedían ver el cielo estrellado que tanto deleitaba
a sus dos menores hijos, quienes provistos de un enorme telescopio, gustaban en
las cálidas noches ir descubriendo las constelaciones, aquellas agrupaciones de
estrellas que parecían unirse para formar una serie de figuras en aquel inmenso
manto oscuro que parecía abrazar al mundo.
El sonido
del motor del viejo jeep semejaba el rugido del rey de la selva: el león; de
allí que la gran variedad de animales, habitantes eternos del lugar, huían
espantados al oírlo.
El trinar
de las incontables aves eran notas musicales que, al encontrarse unas con
otras, daban la impresión de una hermosa sinfonía que al deslizarse sobre las
hojas, caía cual rocío sobre la tierra.
Como todo
lo desconocido, la selva requiere que aquel que la explore, actúe con mucha cautela
y desconfianza. Un descuido puede traer consigo un serio peligro, de allí que
el infortunado señor Banana estuviera a punto de pagar cara su imprudencia,
cuando por ir a excesiva velocidad, las llantas traseras de su viejo jeep
quedáronse atascadas en las fangosas riberas del río Daka.
En su
afán por salir de aquella trampa, el señor Banana aceleraba desesperadamente,
haciendo que los neumáticos se hundieran más y más a medida que el motor rugía
estruendosamente.
La
amenaza que representaban los enormes cocodrilos, atraídos por el ruido del
motor y los gritos de los niños, no hizo más que aumentar el terror de la
familia Banana que ya se veía devorada por los voraces reptiles.
En esos
momentos, muy cerca del lugar, Bongo, un enorme gorila que se hallaba durmiendo
plácidamente al pie de un inmenso árbol, sintióse perturbado por tan
inoportunos ruidos. Aún somnoliento, Bongo logró divisar a aquellos intrusos
que se encontraban en tal aprieto. Algo en su interior lo estremeció, por lo
que a grandes trancos se avecinó al lugar.
Ocho
ojos, sumidos en un terror indescriptible, quedáronse paralizados ante la
gigantesca figura de aquel gorila. Aquellos ocho luceros parecieron apagarse
convencidos de que estar en medio de aquellos animales no significaba otra cosa
que la muerte.
Para
sorpresa del señor Banana y su familia, Bongo, haciendo gala de una fuerza
descomunal, logró sacar del atascadero la pesada máquina.
Recuperados
del susto, el menor de los niños acercóse a Bongo, y con su manecilla
temblorosa, acarició la mejilla del gorila.
Dos
gruesas lágrimas se deslizaron por el rostro de Bongo, quien diose media vuelta
para perderse en la espesura.
Fue en
ese instante que la familia Banana sintió destruirse un mundo. Aquel mundo
errado que han inventado los hombres, en el cual se ha convertido al gorila en
un ser malvado y cruel.
Los Banana
sintiéronse felices de haber dejado atrás aquel mundo de incomprensión e
ignorancia.
Lima, setiembre de 1990.
LA AVISPA Y EL ESCARABAJO
Volaba una avispa sobre
un estercolero, cuando vio a un escarabajo que juntaba un poco de estiércol
para poder construir su nido.
-
La
puedo ayudar, señora escarabajo, dijo
la avispa.
- Claro que sí, respondió la escarabajo, si pudiera traerme esos
granos que están allá arriba, me ahorraría gran parte del trabajo, pues, ya voy
a poner mis huevecillos y aún me falta mucho por terminar.
La avispa voló en
varias oportunidades transportando pequeños granos de estiércol que la
escarabajo fue acomodando cuidadosamente.
De repente, la avispa sitió un ruido y de inmediato fue a ver.
Alarmado, el alado
insecto regresó y puso en alerta al escarabajo.
- Una máquina enorme está empujando gran cantidad de
tierra en esta dirección, será mejor que se olvide del nido y lo construya en
otra parte.
- Eso sí que nunca, no voy a desperdiciar mi trabajo,
el nido está ya casi terminado, replicó el escarabajo amargamente.
El ruido del tractor que
empujaba la tierra hacia donde se hallaba el escarabajo se hacía más fuerte a
cada segundo, pero el empecinado insecto seguía manteniendo la decisión de no
moverse de ahí.
Cuando el escarabajo
trató de abandonar el lugar y ponerse a buen recaudo, una enorme mole de
estiércol y fango asomaba amenazadora ante sus ojos como una ola gigantesca que
lo cubrió por completo.
La avispa sobrevoló el
lugar en busca del escarabajo pero este, sepultado bajo una gran masa de
tierra, ya no daba signos de vida.
Saint - Etienne,
18 de Diciembre de 1997.
Yo soy el que mejor
canta, decía un gallo de negro
plumaje y cresta naranja.
-
¡Bah!,
eso crees tú, le contestó airado
el gallo más veterano del corral. Mi
canto no sólo es musical, sino que se escucha a cientos de metros.
Así discutían todos los
días estos viejos camaradas, que desde antes del amanecer iniciaban su
contienda perturbando el sueño de los lugareños.
Quiso el destino, que
una noche de marzo, pasaran cerca de ahí un grupo de hambrientos zorros.
- ¡Caramba!, dijo el que parecía
comandar la manada, esos cantos son música para mis orejitas.
- Sí,
así cantan esos gallitos, dijo otro zorro, se me hace agua la boca de sólo
pensar en lo delicioso que deben saber en el estómago.
Desconociendo el peligro que corrían, las vanidosas aves proseguían
turnándose en sus cada vez más sonoros cantos, sin saber que lo único que
hacían era atraer a los zorros, quienes ya se encontraban muy cerca del
gallinero.
A la noche siguiente, nadie pareció lamentar la ausencia de aquellos
gallos cuyos cantos no hacían más que importunar a quienes deseaban permanecer
tranquilos entre sus sábanas.
A muchas millas de ahí, un grupo de zorros dormían plácidamente,
teniendo aún en los estómagos los estragos de un par de deliciosos y
cantarillos gallos.
Castell
d’ieri, 05 de Octubre de 1997
Descansaba un hombre en
compañía de su mujer bajo la sombra de un árbol, cuando cerca de ellos se posó
una abeja.
- Es mi día de suerte, dijo el insecto, veo que aquellas flores me
proveerán de buen material para elaborar mi rica miel.
La abeja voló decidida
a tomar el polen de las flores que la mujer había colocado en el centro de un
mantel a manera de adorno.
Luego de colocar los
alimentos para merendar, los esposos sintieron el revolotear de la abeja
alrededor de las flores y se sonrieron pues, les daba gusto ver a uno de los
pequeños artífices de la deliciosa miel
con que la mujer estaba untando unos panecillos.
A pocos metros, un
pequeño mosquito observó la escena y pensó que aquellas personas eran muy
generosas al permitir a la abeja acercarse
a las flores.
Al ver que el hombre
llenaba dos vasos convino, creyó que había llegado el momento de refrescarse un
poco.
- Vaya, vaya, ese vino se rosadito y apetitoso. Será mejor que me apresure, pues, siempre me
gusta ser el primero en degustar de tal exquisitez, concluyó el mosquito.
No bien hubo llegado al filo del vaso, la mano de la mujer hizo un
ademán de rechazo y el insecto voló de prisa sin percatarse que dos fuertes y
recias manos se juntaban a manea de aplauso para poner fin a su vida.
- Bicho
inoportuno, musitó el hombre mientras frotaba sus manos una con otra para eliminar
de ellas el último resquicio de mosquito.
Castell
d’ieri, 26 de Octubre de 1997
EL
HALCÓN, LOS GORRIONES Y EL JILGUERO
Al nido de un jilguero
llegaron dos pequeños gorriones para invitarlo a volar, pero este se negó a
abandonar el nido.
-
Lo
siento amigos, dijo el pajarito, pero mi madre me ha enseñado que no debo abandonar
el nido sin su permiso, así que no puedo acompañarlos por ahora.
Los gorrioncitos comenzaron a reírse burlonamente del jilguero y
siguieron insistiendo para que los acompañara.
-
Eres un pájaro cobarde, amigo. Qué nos puede pasar, acaso no somos veloces
como el viento, acaso no podemos elevarnos hasta las nubes.
- Es
cierto todo lo que dicen, dijo el jilguero, pero mi madre me ha contado que
hay aves gigantescas que son más veloces que nosotros y que pueden hacerme
daño.
Los gorriones se marcharon no sin antes mofarse de la firme decisión del
jilguero que por nada del mundo quiso dejar su nido.
Cuando la madre del jilguero regresaba a llevarle la comida a su hijo,
vio que un enorme halcón se lanzaba en certero vuelo contra dos pequeños
gorriones que inútilmente trataban de esquivarlo. En poco segundos, unas plumitas pardas con
manchas negras y rojizas eran llevadas por un viento fuerte hacia el otro lado
del bosquecillo donde había estado revoloteando.
Cuando el pequeño
jilguero escuchó lo sucedido, se alegró de haber sido prudente y obediente,
pues, de otra forma, estaría descansando en el buche de aquel halcón al igual
que aquello majaderos gorrioncillos.
Castell d’ieri, 18
de Setiembre de 1997
EL
MAQUISAPA Y EL PEREZOSO
Muy de mañana, un ágil
maquisapa se descolgó por unas lianas para llegar hasta la casa de su amigo el
perezoso.
-
Oye,
amigo, levántate de una vez, dijo
el espigado mono mientras sus largos
brazos de negro pelaje zarandeaban al perezoso que como siempre se encontraba
colgado de una rama.
Sin abrir sus
melancólicos ojos, el perezoso contestó con somnolienta voz:
- Déjame dormir un poco más, no seas malito.
- ¡Qué dices!, que te deje dormir un rato más, pero
no te das cuenta que todo el día estás boca arriba, sin moverte, como si fueras
un muerto, dijo alarmado el maquisapa.
Preocupado por la inactividad de su amigo el mono llevó arrastrando al
ocioso perezoso hasta la casa del búho, animal que por otro lado, gozaba de una
muy bien ganada reputación de ser un sabio.
Muy mal, muy mal, dijo el ave, mientras
auscultaba al perezoso. No encuentro mal
alguno en este muchachón, aparte de la gran acumulación de polvo y hongos que
noto en su cuerpo.
Después de un instante, el búho dejó escapar una gran expresión de
sorpresa.
- Creo
que ya tengo la respuesta, dijo.
A los pocos minutos, los tres llegaron hasta la casa del lento animal y
descubrieron en ella a dos enormes perezosos que dormían tan profundamente que
no notaron la presencia de los recién llegados.
- Si esos son tus padres
muchacho, dijo el búho, no tienes mucho que aprender y en vano buscamos las
causas de tu forma de ser.
No bien terminó de decir esto, cuando amos se percataron que el
perezoso se hallaba profundamente dormido.
Castell
d’ieri, 04 de Setiembre de 1997
-
A quien madruga Dios le ayuda, dijo un lobo mientras se
acicalaba el lomo bajo un árbol. La mañana recién comenzaba y el
lobo estaba con un apetito espantoso. Decidido a salir de cacería,
el animal abandonó aquella apacible hierba donde había pasado la noche y se
puso en marcha. A los pocos minutos, un ratoncillo se le
cruzó en el camino.
-
A buena hambre no hay pan duro, dijo el lobo y engulló el
ratón.
Al poco rato, mientras pasaba por un frondoso árbol, un polluelo de
pinzón cayó cerca de él. A pesar de que era muy pequeño, el lobo se
dijo:
-
A caballo regalado no se le miran los dientes y se lo comió
Luego, a pocos kilómetros, divisó una hermosa vaca que pastaba cerca de
un ternero que se entretenía persiguiendo una mariposa.
-
Muy pequeño para satisfacer mi apetito, dijo el lobo al ver al
ternerito. Pero, la mejor forma de llegar a la vaca es
por el ternero.
Al poco rato el lobo ya jugueteaba con el ternero a quien entretenía
revolcándose en el prado. El toro, atento a su crío se acercó hasta
el lugar donde se hallaba el pequeño y mirando al lobo le dijo
-
Cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Una furibunda cornada cogió al lobo desprevenido. El lobo no
esperó una segunda embestida.
Cansada una
tortuga de ser molestada a causa de su lentitud, decidió un día ejercitarse
para hacer que sus patas fueran más ágiles.
-
Ya verán
quién soy, dijo la enfadada tortuguita. De ahora en adelante me levantaré
temprano, correré muchas horas y en poco tiempo seré una gran corredora, tan
veloz como un rayo, y ya no escucharé a esos tontos decirme: ¡Miren que lentita
es!; ¡No es gracioso verla arrastrarse con esa conchita! JiJiJi.
Todos los
animales se quedaron impresionados al ver como la tenaz tortuga se ejercitaba
día a día, y, los rumores de que se había vuelto loca, comenzaron a circular
desde la copa del árbol más alto, hasta la madriguera más recóndita donde
dormía el jerbo.
Pero cierta
mañana en que la tortuga realizaba sus acostumbrados ejercicios, se encontró
con un caracol, quien con mucho esfuerzo, trepaba por una hoja.
-
Oye,
muchacho, le dijo la tortuga al caracol, ¿por qué caminas tan lento? ¿Es que
acaso estás enfermo?
-
No, le
contestó el caracol, voy así porque no puedo ir más rápido, la naturaleza me ha
hecho así y por más que quisiera desplazarme rápidamente no podría hacerlo.
A partir de
ese día, la tortuga se sintió satisfecha y ya no hizo ningún esfuerzo ni
ejercicio alguno, después de todo, había alguien que era más lento que ella.
La pequeña Alesia
lloraba porque su madre no quería cortarle una rosa blanca que había nacido en
el rosal del jardín de su casa.
-
Yo
quiero esa rosa, mamá. Yo quiero esa
rosa, gritaba Alesia.
La madre se quedó
pensativa mientras veía a su hija haciendo su rabieta.
-
Está
bien hijita, le dijo, pero primero quiero darte un lindo regalo que te
encantará.
La niña se alegró, y la
madre extrajo de una caja una muñeca.
Los ojos de Alesia se encendieron de alegría como dos faroles.
-
Esa
muñeca es para mí, gritó Alesia emocionada.
-
Sí,
contestó la mamá, es para ti.
Pero antes que la niña
pudiera tomarla la madre comenzó a
quitarle el lazo que la muñeca tenía en la cabeza, luego el vestido y los
zapatos, dejándola totalmente desnuda.
-
Mamá, dijo
la pequeña niña, así yo no la quiero.
-
¿Por
qué no?, preguntó la madre.
Alesia se quedó callada
un momento y luego respondió
-
Con su
vestido, sus zapatos y su lazo se ve mejor, más bonita.
La madre llevó entonces
a Alesia hasta el jardín y le preguntó:
-
¿Cuál
es la planta más bella del jardín?
-
El
rosal, contestó la hija. Sus rosas son
tan bonitas.
-
Ves,
hija mía, el rosal es como la muñeca, si le quitas sus rosas quedará como la
muñeca sin vestidos y ya no lo verás bonita.
-
Alesia
no volvió a pedir la rosa.
LA FIESTA DE LOS CORNÚPETAS
Habiendo
nacido un pequeño rinoceronte, sus padres acordaron festejarlo a lo grande, por
lo que decidieron organizar una fiesta. Pero grande fue la sorpresa que se
llevaron muchos animales cuando al llegar a la puerta del recinto encontraron
un gran letrero donde se indicaba clara y enfáticamente que la entrada sólo
estaba permitida a los cornudos, es decir, a todos aquellos que llevaran sobre
la cabeza un cuerno como mínimo.
De ahí
que animales como el antílope, el ciervo, el alce, el toro y el búfalo no
tuvieran impedimento alguno para entrar. Una vieja cabra y un rollizo carnero
estaban bien plantados en la puerta cuidando que aquella disposición se
cumpliera a cabalidad
Al
elefante y al jabalí no se les permitió la entrada a pesar que insistieron
sobre el hecho de que aquellas protuberancias que lucían eran cuernos y no
colmillos.
- A otro perro con ese hueso, les
dijeron la cabra y el carnero. La jirafa tuvo que esperar a que se consiguiera
una gran escalera para que la cabra verificara si esas protuberancias que tenía
entre las orejas eran realmente pequeños cuernos.
Felizmente
se comprobó la veracidad de aquellos cuernitos y la sangre no llegó al río.
Pero como en todo acontecimiento nunca faltan los problemas, en esta reunión el
encargado de ponerlos fue el conejo, quien provisto de dos cuernos de cartón
trató de entrar en la reunión.
El astuto
conejo logró engañar a la cabra y al carnero y fue entonces cuando se le vio
bailar animadamente en compañía de la señora vaca.
Sus
enormes orejas forradas con cartón le daban un aspecto imponente, de ahí que la
esposa del toro se sintiera atraída por aquella rara y singular criatura que
lucía una cornamenta casi del tamaño de su cuerpo.
Los celos
del toro no se hicieron esperar, y con esto, el duelo quedó sellado en aquel
momento. Pero el destino quiso que no se diera tan desigual pelea, pues, a
causa de las volteretas y brincos que el conejo daba, comenzaron a despegarse
sus falsos cuernos ante el asombro y desconcierto de los concurrentes.
Lo más
curioso de todo fue que el conejo no se percató de lo que acontecía y siguió
moviendo sus “cuernos” con el mismo entusiasmo con que movía sus patas.
Cuando el
toro en cornúpeta, hizo parar la música y se plantó frente al conejo, éste se dio
cuenta de lo sucedido y pensó que había llegado el momento de poner las patas
en fuga. ¿Y qué mejor dirección que aquella que señalaban aquellas astas
filudas?
Y así lo
hizo. Hasta ahora ninguno de los presentes tiene una idea clara de lo sucedido.
Algunos hablan de un unicornio, otros de un conetoro, otros que era un torejo,
pero en lo que todos coinciden y nos les cabe ninguna duda, es en el hecho de
que el ofendido toro logró rozar con la punta de sus cachos las blandas
posaderas de aquel conejito rufián quien tuvo que esperar un buen tiempo para
poder asentarlas.
Wartburg, diciembre de 1996.
Después de representar su acto un oso fue colocado en una jaula. Hasta
ahí llegó un tigre y le recriminó la sumisión que mostraba en cada actuación.
-
Hay que ser estúpido para dar esas volteretas ridículas y ponerse esos
trajes con alas de colores que te dan un aspecto desagradable.
El oso hundió la cabeza avergonzado, pero luego respondió al tigre:
-
Qué puedo hacer si el dueño del circo me obliga a vestirme así
para que el público se ría. Yo como tú somos víctimas del mismo opresor y no
nos queda más que acatar.
-
Un momento, mentecato, no te compares conmigo. Yo salto sobre un aro
encendido para demostrar mi valentía, no porque ese tonto del domador logre
amedrentarme con su látigo, dijo el tigre resoplándose las uñas de una
pata. Pero cualquier día de estos, continuó el tigre lleno de
soberbia, voy a darle su merecido al domador y a ese negrero del
propietario o quizá lo desafíe para que me dé un mejor trato, pues, de no ser
por mí, ni una mosca vendría a este mugroso circo.
El oso lo escuchaba silencioso, pues, hacía rato que el propietario del
circo se hallaba parado detrás del felino sin que éste se percatara de aquel
hecho.
-
Y sabes qué, muchachón, como me has caído simpático, haré que ese
miserable te trate mejor.
Cuando al tigre se le seco la lengua, el dueño del circo aprovechó para
retirarse sin decir nada.
II
Al otro día, el tigre fue promocionado con bombos, platillos y flautas y
el oso fue relegado y no se le programó. El tigre se mofo del oso hasta
verlo enterrar el hocico entre el heno de su jaula. El tigre actuó como nunca
lo había hecho: atravesó los anillos de fuego, se paró en dos patas sobre los
hitos, dio cinco vueltas alrededor de la jaula y hasta dio la pata al domador.
El haz blanquecino que caía sobre el tigre durante toda la función no hizo más
que ensoberbecer al felino. Pero cuando el acto del domador y el tigre
concluyó, ningún aplauso, ningún asomo de asombro se escuchó en todo el ámbito
circense.
En ese momento el domador abrió la puerta de la jaula y se marchó dejando
al tigre solo. Las luces se prendieron y el felino observó que el circo estaba
vacío. A los pocos minutos apareció el propietario y le dijo al tigre.
-
Valiente eres en verdad, rayadito, para hablar mal de mí a mis espaldas.
Pero hay algunas cosas que quisiera aclararte. Como verás, te he programado
como número central con todo tipo de difusión, pero nadie ha venido, y eso por
qué, pues, porque a nadie le interesa tus acrobacias. En cambio cuando anuncio
la participación del oso para que haga esas volteretas ridículas vestido con
esos trajes que para ti son estúpidos, las galerías se llenan de espectadores y
entonces los ingresos son cuantiosos y hay dinero con qué pagar a los
empleados, darle mantenimiento al circo y comprar los jugosos filetes que devoras
con tanta fruición.
Para esto el tigre tenía ya la saliva
atracada en la garganta y la cabeza enterrada en su vergüenza.
-
Así que he pensado en darle al oso tu jaula que es más espaciosa,
reducir tu ración diaria de comida y ponerte algunos vestiditos con adornos a
ver si así mejora tu número y justificas tu presencia en el circo. No te parece
esa una buena razón, amiguito, concluyó el dueño.
El tigre se fue a su nueva jaula moviendo la colita buscando así
congraciarse con su amo. A medianoche, cuando todos dormían, se escuchaba un
gimoteo en la jaula del tigre; un poco más allá, el oso aún no terminaba su
comida.
Wolfsschanze, marzo 2001.
Todas las mañanas se escuchaba el canto del tordo. Muchos animales se
quedaban extasiados con tan bello trino. El único que se mostraba reacio ante
aquella flauta emplumada era el búho, quien lejos de ocultar su malhumor, lo
manifestaba abiertamente con su ulular que interrumpía aquella sinfonía
flautada. La rastrera serpiente que observa desde su escondite en un tronco
añoso, díjole al búho.
-
Nada lograrás con tus gritos, son muchos los tordos para que puedas
apagar sus voces.
El búho, que siempre se posaba entre las ramas más altas de los árboles,
la miraba con recelo, pues, bien que conocía las malas artes de que se valía la
serpiente para capturar a sus presas.
-
Yo conocí hace mucho tiempo un búho que logró cantar mejor que esos
tontos pájaros.
El búho fijó su atención en aquellas últimas palabras de la serpiente.
-
¿Cómo ha dicho?
La serpiente repitió con mayor énfasis lo que consideró de interés para
la rapaz nocturna. Cuando vio que el interés del búho iba en aumento,
dijo:
-
Ese búho se comía los pájaros cuyas voces quería imitar. Unas veces al
tordo, otras al ruiseñor y así, según el gusto de cada mañana.
Al otro día el búho dio cuenta de un tordo. No bien se había sacudido
las plumas del pico, comenzó a ulular, pero nada de asemejarse aquel sonido con
el suave y delicado trinar de un tordo.
-
Es que sólo has comido uno, tienes que tragarte varios hasta que tu barriga
se hinche de notas musicales.
Llevado por la ambición y la envidia, el búho fue cazando a todo tordo
que se cruzaba en su camino.
Atizonado de pajarillos, el búho estaba tan pesado que no podía moverse
y la rama en que se hallaba posado amenazaba con romperse.
-
Me siento muy mal, dijo el búho, creo que me voy a
desmayar.
Dicho esto, la rama se quebró y el búho cayó con ella.
Abajo, la enorme boca de la serpiente lo cogió en el aire. Sólo la rama
caída y unas cuantas plumas de búho quedaron bajo el árbol.
Wolfsschanze, marzo 5 del 2001.
Un grupo de perros encargados de cuidar a unas ovejas, decidieron
imponerles a éstas, llevados por su holgazanería, a acudir a sus llamados
apenas escucharan sus ladridos.
-
Nosotros ladraremos tan fuerte que ustedes escucharán donde se
encuentren. Esa será la señal para que dejen de triscar por ahí y vengan a
dormir. ¿Han entendido?, gritó uno de los ovejeros.
Las ovejas, temerosas, asintieron sin poner objeción alguna.
-
Y cuidado con decirle al amo que no las estamos cuidando, porque les
aseguro que se arrepentirán.
Bajo estas amenazas; las ovejas eran puntuales a los llamados de los
canes. Ellas retozaban y pastaban y los encargados de cuidarlas dormían a
pierna suelta.
Unos lobos que observaban diariamente a las ovejas, se rompían la cabeza
ideando la forma de atacar a las ovejas sin despertar la menor sospecha en los
perros. Una oveja ingenua e indiscreta informó a los lobos de lo que habían
dispuesto los perros.
Estos se dieron cuenta que ahí tenían a mano la oportunidad que
buscaban. Una noche, mientras perros y ovejas dormían en el redil, los lobos se
mezclaron con las lanudas y con sumo cuidado introdujeron bolillas de ceras en
las orejas de éstas.
Al otro día, después de dormitar varias horas, los perros ladraron como
de costumbre llamando a las ovejas.
-
Ya vendrán, dijo uno de los perros, siempre demoran, mientras tanto echemos
otra dormidita.
Llegó la noche y el pastor fue en busca de su rebaño y sólo encontró
unas cuantas ovejas, la mayoría habían sido devoradas por los lobos.
Los perros, apaleados y adoloridos, se
lamentaban por lo sucedido.
-
Vaya desgracia la nuestra, como si no fuera suficiente con la paliza que
nos han dado ahora también nos dejan sin comer, dijo un ovejero.
-
Nunca entenderé por qué estas tontas no acudieron a nuestros llamados
como siempre.
En el monte, los lobos dormían plácidamente. También ellos se habían
puesto cera en la oreja para que ningún ruido los despierte.
Agosto 28.
Estaban
discutiendo las estaciones sobre la importancia de cada una de ellas y tratando
de ver quién era la más imprescindible.
- Sin mis cálidos rayos, decía el
verano, las plantas morirían y no habría
lluvias, pues, soy yo quien calienta los mares para que el agua se evapore, se
formen las nubes y éstas produzcan las lluvias. Así que considero que soy la
estación más importante.
- Te equivocas de cabo a rabo, amigo mío, dijo
solemne el otoño. Si no fuera por mí, los
árboles no mudarían sus hojas y se imaginan lo feo que se verían los bosques
llenos de árboles cubiertos de hojas chamuscadas y envejecidas por el tiempo.
Está de más decir entonces que mi importancia supera largamente la de ustedes.
El
invierno, que escuchaba atentamente, se sacudió unos copos de nieve y
levantando un dedo para darse importancia manifestó:
- He escuchado con atención lo que se ha dicho
aquí, y me ha causado gran asombro ver cómo el verano se atribuye para él solo
la paternidad de las lluvias cuando también yo participo en ello. Por otro
lado, si con mi poder no congelara las aguas no habría el hielo de los polos y
entonces el agua de los mares crecería de tal manera que se inundaría toda la
Tierra y por lo tanto todos los seres vivientes perecerían. Así que, si me lo
permiten, quisiera tomar el cetro y la corona para declararme la estación más
importante, y...
- Un momento, interrumpió la
primavera. Me extraña caballeros la
irrespetuosidad con que he sido tratada, porque si no habéis reparado en que de
los cuatro soy la única dama, pues, entonces os lo hago saber.
Dicho
esto, la primavera tomó el cetro y dio a cada uno de los tres un bastonazo en
la cabeza. Luego prosiguió:
- Habéis hablado de lluvias, de hojas
chamuscadas, de agua congelada, es decir, siempre de cosas materiales, pero
nadie ha hablado de algo más importante que eso – y
tocándose el pecho agregó - algo que hay
aquí, en el corazón, y ese algo se llama amor.
Y otra
vez el cetro fue a estrellarse en la cabeza de cada uno de ellos.
- No son más que unos tontos. Vengan por acá.
Así,
tomados de la oreja, el verano, el otoño y el invierno, se asomaron a la
ventana del firmamento.
- Miren, les dijo la primavera.
Y allá
abajo, en la Tierra, dos pequeños ruiseñores juntaban sus picos, dos alegres
mariposas revoloteaban alrededor de una azucena, dos ardillas corrían de arriba
abajo por las ramas de un ciruelo, un pingüino cortejaba una pingüina y, a la
sombra de un abeto, una pareja de enamorados dejaban escapar un sonoro beso. En
ese instante la primavera pudo ver que de los ojos de las tres estaciones,
gruesas lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas.
- Bien señores, dijo la
primavera con tono indiferente.
Sin
mediar palabra alguna, el verano le puso la corona, el otoño le alcanzó el
cetro y el invierno le calzó unos bellos zapatitos de cristal adornados con
unos lacitos multicolores.
Y así
fueron desfilando
la
primavera y sus pajes
a través
del firmamento
permitiéndoles
la reina
que
asomaran su presencia
en la
tierra y en el cielo
cada uno
en su momento
Wartburg, setiembre de 1996.
Cuéntese
que en un pueblo el cura del lugar llevaba varios años tratando de que cinco de
sus feligresas limaran las asperezas que desde años atrás las traía
enemistadas.
Enterada
de que las mujeres en cuestión eran aficionadas a la buena comida, la mujer que
cocinaba para la sacristía, díjole una mañana al cura:
- Deme una
semana, santo padre, y verá usted cómo hago que esas amargadas coman del mismo
plato.
La buena
mujer visitó a la primera de ellas, una regordeta que se llamaba Clorinda,
cuyos viñedos eran tan famosos y mentados como su gordura.
- ¡Qué
quiere hacer un gran pastel para la sacristía!, Dijo la gorda.
- Así es,
contestó Magnolia, que así se llamaba la cocinera del cura, y para ello
requiero de sus mejores pasas.
La
segunda puerta en donde se estrellaron los nudillos de la mano de Magnolia fue
en casa de la desmirriada doña Peta.
- Cada día
sus nogales lucen más bellos y aromáticos.
Magnolia
abandonó la casa con la promesa de recibir una buena ración de las más grandes
nueces que doña Peta misma bajaría de sus árboles.
A doña
Josefina la encontró en plena labor.
- Desde
temprano dándole al molino mi querida Josefina.
A la
molinera también le encantó la idea del pastel, aunque su curiosidad de roedor
nocturno quiso saber los pormenores de aquel misterioso dulce.
- Menos
interroga el Señor y más perdones nos brinda. Ya los sabrá en su momento, así
que vaya afilándose los dientes como ratón contento.
Luego de
andar algunos kilómetros montada sobre una mula por el camino viejo, la pobre
Magnolia estaba más molida que el trigo que caía bajo la noria de doña
Josefina.
- Bueno,
válgame Dios que tanto esfuerzo por causa tan justa vale la pena.
Y huevos
como los que ponen las gallinitas de doña Inés, ni las gallinas del Diablo
cuando en el infierno hay batahola.
- Con una
jaba será suficiente doña Inés. Estos huevos le darán al pastel el toque mágico
que se requiere.
La
mencionada doña Inés soltó los huevos con más facilidad de lo que lo hicieron
las gallinas, pero su generosidad exigía un precio: saber para quién y para qué
el pastel. Pero para batallar con zorros astutos y peliagudos nadie mejor que
Magnolia quien con gran maestría supo apaciguar la curiosidad de la granjera.
Así,
libre de ataduras, Magnolia partió hacia su último destino: los cañaverales de
doña Facunda Ruiz y Mesías.
- Unos
granitos de su azúcar blanca abrirán cualquier puerta en el cielo cuando el
Señor la llame a su lado doña Facunda.
- No se
preocupe doña Magnolia, para servir al Señor en la tierra como en el cielo, así
que vaya poniendo este saquito sobre la mulita, dijo doña Facunda alcanzando
una pequeña talega de azúcar a Magnolia.
Toda la
tarde y hasta altas horas de la madrugada el cura vio a Magnolia en un ir de
aquí para allá.
- Ese horno
no ha descansado en toda la noche, Magnolia, cuándo me dirás lo que te traes
entre manos, preguntó el cura picado por la curiosidad.
- Ya
estamos listos, santo padre, usted no haga más que reunirme a esas cinco
querellosas en el atrio de la iglesia y ya verá usted cómo en un santiamén
estarán haciendo miguitas.
Más que
por convencimiento terrenal y llevado por un pálpito divino, el cura citó a sus
cinco ovejas conflictivas. El encuentro fue más picado que una tarde de toros.
Las cinco
damas no sólo comenzaron a sentir la incomodidad de estar juntas sino que le
intriga de saber el por qué habían sido reunidas allí las angustiaba
sobremanera. El hielo que quebró cuando Magnolia apareció llevando un suculento
y bien adornado pastel.
- ¿Y eso?,
exclamó el diácono mayor que había llegado de casualidad aquella mañana.
El cura
miró a Magnolia y ésta dijo con solemne voz:
- Quiero
que estas distinguidas damas prueben este pastel y me den su opinión. Conocido
es por todos que en cuestión de paladares, nadie como ellas para juzgar la
buena sazón.
Halagadas
por tan elocuentes palabras, las cinco damas clavaron diente en aquel amasijo
de harina, asas, nueces, huecos y azúcar que, sin saberlo provenían de sus
querencias.
- Exquisito,
dijo doña Peta
- Magnífico,
clamó doña Facunda.
- Sabroso,
tronó la voz de doña Inés.
- Apetitoso,
se expresó doña Josefina.
- Delicioso,
sentenció doña Clorinda.
El
diácono que no quiso quedarse fuera de la repartición se engulló una buena
tajada. Su veredicto fu determinante.
- ¡Manjar
digno de dioses!
Los
ánimos, caldeados en un inicio, dejaron paso a risas estruendosas y bromas
socarronas. El pastel preparado por Magnolia había surtido el efecto esperado
por ella.
- Tan buen
pastel merecería ser bautizado con un buen nombre, dijo doña Facunda quien ya
había dado cuenta de dos buenas porciones.
- Me
ofrezco a darle mi bendición de inmediato, se alineó el diácono mayor.
- Pues,
veamos qué nombre se ajusta más a su sabor, se escuchó la voz de doña Inés.
- No es
necesario que busquen nombre a quien nació con nombre propio, interrumpió Magnolia.
Todos se
quedaron con porciones de pastel a medio camino y con la boca entreabierta.
- Si
señoras mías, prosiguió Magnolia, ya tengo el nombre: el Pastel de la Amistad,
pues, como las nueces son de doña Peta, las pasas de doña Clorinda, la harina
de doña Josefina, el azúcar de doña Facunda y los huevos de las gallinas de
doña Inés...
Todas las
presentes se miraron sin encontrar palabra alguna para tan inusual situación.
- Habéis
visto, señoras mías, cómo todas juntas han logrado dar vida a tan maravilloso
prodigio culinario.
No se
habló más aquella mañana y del pastel de la amistad sólo quedaron una migajas
sobre la mesa que unas palomas, horas más tarde, hicieron desaparecer.
Cuando en
el cielo nocturnal veíanse fulgurar infinitas estrellas, una sombra fantasmal
atravesó las frías losas de la iglesia. Era el cura, quien luego de prender un
cirio bajo la imagen de San Valentín, dio una plegaria por Magnolia.
Julio, 29 del 2001.