LOS RÍOS
“No se debe eliminar lo maravilloso: las hadas, las leyendas. El niño, como antaño la Humanidad, pasa por una edad mágica. El mundo de los cuentos es el real de los niños. Los padres son los magos”.
ANDRÉ MAUROIS
En lo alto de unas montañas, cuyas cumbres las nubes difícilmente dejaban ver, nacían dos ríos cuyas aguas torrentosas bajaban con tal fuerza que a través de las aldeas vecinas se escuchaban como los gritos de un gigante.
El río que descendía por la margen derecha era calmo y de aguas tranquilas, el otro, el que caía como cabellera desatada por la margen izquierda, era turbulento, espumoso y pleno de remolinos que semejaban los ojos de un ogro. Uno de los habitantes del lugar era un pescador llamado Reno, quien tenía dos hijos: Festus y Gori.
El primero era inquieto y rebelde, siempre contradiciendo las órdenes del padre, en cambio el otro era dócil, trabajador, atento y siempre presto a las enseñanzas del padre.
-He escuchado decir a los viejos pescadores que quien logre nadar de noche en las aguas del río turbulento será el mejor nadador que jamás haya habido por estos lares, dijo Festus a su padre una noche mientras cenaban.
Reno dejó caer el bocado de pan que llevaba a la boca y con gesto adusto reprendió a su hijo.
-Eres muy joven para frecuentar esas tabernas y no debes hacer caso a todo lo que escuchas. Esos hombres no encuentran otra forma de llenar sus momentos de ocio más que hablando tonterías y bebiendo hasta caerse de borrachos.
Pero aquella noche, tendido en su litera, Festus siguió pensando en aquellas historias que se contaban. “Mi padre siente celos de mí, por eso evita hablar de aquel extraño río. Algún poder deben tener sus aguas y eso lo sabré esta misma noche”.
Festus abandonó la casa con un morral al hombro provisto de una buena ración de pan, pescado ahumado, algo de vino, una linterna y dos gruesas mantas. Ya casi amanecía cuando Festus llegó a lo alto de la montaña. Era tanto su cansancio y su hambre, que consumió el pescado y parte del pan que llevaba consigo. Bebió todo el vino, se cubrió con la manta y se quedó dormido.
En la aldea, Reno y Gori recorrieron las callejuelas buscando a Festus durante toda la mañana y parte de la tarde sin resultado alguno. Nadie lo había visto, por lo que Reno dedujo que el muchacho debía haber abandonado la aldea por la noche y que el único lugar donde se habría podido dirigir era a las montañas, en busca de las torrentosas aguas de aquel río que había trastornado su cabeza.
-Aunque es peligroso subir esas montañas de noche no dejaremos que vayas solo, dijéronle a Reno varios moradores del lugar.
El pescador agradeció con un leve movimiento de cabeza aquel gesto
***
Cuando ya la noche había cerrado, una voz que emergía del fondo del río se escuchó. Fue entonces cuando Festus, algo alarmado despertó.
¿Quién anda ahí?, preguntó.
-No tengas miedo, muchacho, soy sólo yo, se escuchó una voz.
Festus se quedó asombrado al ver a un hombre enorme y encorvado, cuyo rostro avejentado lo llenó de horror. Había emergido del río como árbol brotado de la tierra. Era demasiado grande para ser normal. Festus sintió temor y pensó correr montaña abajo, pero el pequeño gigante le pidió que se acercara a la orilla del río y se sentara entre los peñascos. Festus obedeció, pero de inmediato encendió la linterna y descubrió que el cuerpo de aquello que parecía ser un hombre era verdoso como el agua indómita de aquel río cenagoso.
-No, no, apaga esa luz que me dañas los ojos, dijo el engendro.
Festus apagó la linterna pero en su mente confusa quedó flotando una duda.
-¿Qué esperas que no te sumerges en mis aguas, o es que quieres bañarte en ese otro río y ser como todos esos hombres cobardes que habitan allá abajo?, dijo el pequeño gigante en tono provocativo.
Ya se escuchaban las voces y los gritos de Reno y los hombres que ya habían alcanzado la cumbre de la montaña y el gigante pensó que había llegado la hora de tentar por última vez al osado muchacho.
-En mis aguas alcanzarás la gloria y el poder y serás capaz de nadar como el mejor de los peces, vamos muchacho, sumérgete de una vez.
Festus se lanzó al río y sintió que una fuerza descomunal invadía su cuerpo. En ese momento vio a su padre y a su hermano y a otros hombres que bajaban por una ladera cercana. En el momento en que elevaba un brazo para que lo vieran, sintió que sus pies eran cogidos por dos garras que lo atenazaban halándolo hacia el fondo del río. Aunque las aguas turbias y la oscuridad de la noche le impedían ver bajo el agua, el río se iluminó por un instante y Festus logró ver al pequeño gigante en cuyo rostro se dibujaba una sonrisa diabólica.
Fue en ese momento que la duda que flotaba en su mente se disipó: aquel maléfico marino carecía de ojos. El muchacho luchó denodadamente por liberarse de aquel monstruo que lo fue arrastrando hasta lo más profundo del río, donde una gruta abría sus fauces como un gran pez.
***
Dicen quienes acostumbran acampar en los meses de verano por aquellas montañas, que ciertos pececillos encorvados aparecen en las aguas del río tormentoso. Dicen también que los peces parecen emitir unas risitas sordas como el balbuceo de unos pequeños ogros.
Wolfsschanze, diciembre de 2001.
EL CURA CRISTÓBAL
Lima sin el cerro San Cristóbal y sin el río Rímac, es como imaginar París sin la Torre Eiffel o Buenos Aires sin su Obelisco.
Aquel cerro de cuatrocientos metros de altura no lucía siglos atrás como se presenta hoy en día, lleno de casas en sus faldas que día a día han ido trepando hasta cubrir la mitad de aquel histórico cerro, al que el conquistador extremeño Francisco Pizarro dio el nombre que hasta hoy ostenta, debido a la ayuda que recibió del santo cuando el príncipe inca Titu Yupanqui quiso tomar Lima. Dice la leyenda que San Cristóbal se puso de lado de don Francisco por lo cual el inca fracasó en sus intenciones.
Las huestes de Titu Yupanqui, estacionadas en las faldas del cerro, intentaban vanamente cruzar las aguas del río Rímac: cada vez que los indios se internaban en sus aguas, los españoles se encomendaban al santo y el río se volvía más turbulento, ahogando y arrastrando consigo muchos indios. Cuando Titu Yupanqui se retiró, los españoles, encabezados por Pizarro, se dirigieron al cerro y lo bautizaron con el nombre de San Cristóbal.
Entre la comitiva de Pizarro no podía faltar la iglesia, la cual estuvo representada por un rollizo chapetón de nombre Cristóbal, quien tenía fama de pacato, más aún cuando veía alguna escena callejera, de esas en la que el diablo gusta tentar a los jóvenes; es entonces que arremetía cruz en mano contra los osados amantes a quienes azotaba con el cordón con que sujetaba su hábito.
Fue así que se hizo común ver a los hijos de Adán y Eva en plena correría por las calles empedradas de Lima seguidos de cerca por el justiciero sacerdote. Se dice que fue el cura Cristóbal quien sugirió a Pizarro colocar una cruz en la cresta del cerro para evitar que los enamorados que subían hasta la cumbre hicieran de las suyas.
- Sin la bendición de Dios, no se está permitido ese tipo de arrumacos, murmuraba el cura en los oídos del conquistador.
Como la cruz demoraba en ser colocada, el cura Cristóbal hizo suya la causa de erradicar a todas aquellas parejas que el “demonio enviaba para profanar aquel lugar bautizado con nombre sagrado”. No era para menos, ¿Acaso el cerro no había sido bautizado con el nombre que sus padres le habían puesto a él?
Fue por esos días que el cura Cristóbal sintió el llamado de la justicia divina y en su cabeza sonaron las trompetas del Juicio Final.
Convertido en todo un cruzado, el cura Cristóbal ascendía por las escarpadas faldas del cerro en busca de pecadores a quienes redimir del pecado. La cruz de madera que llevaba siempre con él, era avistada por los amantes furtivos a quienes no les quedaba más que huir para no ser víctimas del enardecido Savonarola español.
Con la finalidad de sorprender a sus víctimas in fraganti, el cura solía esconderse entre las peñas para no ser visto. Fue en una de esas incursiones en que fue picado por una tarántula de esas que anidan entre los pedruscos. Convaleciente como estaba, el religioso mandó a unos monaguillos de su parroquia para que colocaran una cruz en la cima, así ningún pecador se asomara por esas alturas, dijo el cura. La medida surtió efecto, pues, no bien los fogosos amantes divisaban el símbolo cristiano, emprendían rauda retirada. No es de extrañar la animadversión que sufría el cura de parte de los hijos de Venus, quienes se sentían desplazados de sus dominios.
Viejo y enfermo, el cura Cristóbal no tardó en entregar su alma a Dios y emprender viaje a los paraísos celestiales. Fue entonces que los asiduos visitantes regresaron como abejas al panal y volvieron a sus andanzas y sacaron la cruz en señal de victoria.
Enterado Pizarro de tal hecho, quiso honrar la memoria del curita cruzado y mandó poner la enorme cruz de madera cuya colocación había retardado tanto. Este hecho llenó de espanto a los furtivos pecadores quienes veían en esos maderos cristianos la sombra de aquel cura que tanto los había combatido. Para la creencia popular aquello significaba un anuncio apocalíptico con el cual era mejor no chocar. Se dice que las tarántulas, lagartijas, escorpiones, culebras y todo tipo de sabandijas proliferaron tremendamente haciendo huir a quienes todavía se resistían a dejar al cerro en paz. Los siglos fueron sucediéndose y la cruz de madera fue reemplazada por una de hierro que el presidente Augusto Bernardino Leguía hizo colocar durante su gobierno. Cuenta la historia que en 1537 se construyó una capilla en el cerro, la cual era visitada por muchos feligreses quienes llegaban todos los 14 de setiembre, día en que se celebra al Señor de la Exaltación en bulliciosa romería.
Llevados por el entusiasmo, los peregrinos se entregaban a desaforados bailes y a todo tipo de profanos excesos. El terremoto que sacudió Lima en 1746, destruyó la capilla. Rápidamente corrió por Lima la noticia de que había sido el cura Cristóbal quien había enviado desde el más allá aquel sacudón para erradicar del cerro todo aquel libertinaje. Como en Sodoma y Gomorra, la justicia divina se había hecho sentir.
Wolfsschanze, marzo 11 de 2007.
EL SACRIFICIO DEL RUISEÑOR
“Se repartieron entre sí mis
vestidos / y sobre mi túnica
echaron suertes”. mi túnica echaron suertes”
SALMOS 22,18
Dicen que los pájaros se sientes traídos por la música, por las melodías suaves, por las notas apacibles como las que brotan de las cuerdas de un piano o de un laúd. Este es el caso de un ruiseñor que buscaba hacer un nido en el hueco de una encina. El árbol se hallaba junto a una casa de campo habitada por un anciano y un gato atigrado, único compañero de aquel hombre de vida frugal y ascética. La vivienda poseía todas las comodidades como para que un artista pudiera trabajar sin inconveniente alguno. Desde que se posesionó del árbol, el ruiseñor se sintió complacido con la música que el hombre tocaba religiosamente todas las tardes.
Pero el ruiseñor no era el único que se solazaba con aquel manjar de notas, también acudían tordos, calandrias, abejarucos, picaflores, crespines, gorriones y hasta los belicosos y bullangueros cuervos, todo un grupo sólido de plumíferos oidores, por las mañanas las pequeñas aves invadían un bosquecillo de naranjos cercano a la casa del músico y ahí trataban de imitar los compases, las notas, los ritmos, las cadencias. Los trinos se escuchaban hasta la casa donde el anciano, ajeno a lo que sucedía, atribuía era sinfonía natural al follaje del bosque de naranjos.
Pero el único que se atrevía a acercarse a la casa y posarse en el alféizar de la ventana era el ruiseñor. Desde allí contemplaba las manos del viejo, cubiertas de efélides, recorriendo las teclas negras y blancas una y otra vez de un extremo a otro, como un cepillo imaginario sobre la dentadura de un gigante. Una de esas mañanas, cuando la primavera ya había bañado los campos de flores y los árboles de frutos, el ruiseñor tuvo la audacia de aquietarse sobre la cubierta del piano, a poca distancia del pianista que entonaba en ese momento una lenta y suave melodía, la preferida del ruiseñor. Cuando el hombre hubo concluido, el pajarillo quedose quieto esperando que la música siguiera.
- Ya terminó pequeñín, dijo el viejo pasando sus dedos por aquel cuerpecillo delicado.
Cuando el ruiseñor reaccionó ya lo había tomado entre sus manos y le daba resoplidos cálido y agradables. “Si me quisiera hacer daño ya lo hubiera hecho”, pensó.
El anciano volvió a tocar la melodía que al ruiseñor le gustaba. Terminada la canción el viejo colocó al ruiseñor en el alféizar y éste se marchó.
Esa noche el pajarillo soñó que tocaba el piano brincando de tecla en tecla como solía hacer con las ramas de los árboles cuando triscaba sobre ellas.
Llegado el invierno, los árboles cubrieron sus ramas con un leve manto de nieve dejando caer, cuando el viento arreciaba, una lluvia de carámbanos que asustaban a los pajarillos que sobrevolaban a baja altura. El ruiseñor notó que los conciertos caseros de su amigo eran menos frecuentes, al punto que cuando llegó el verano ya no se le volvió a escuchar. Preocupado el ruiseñor, que ya tenía compañera y familia, se avecinó a la casa, y posado en el piano, pudo distinguir al viejo sollozando como un infante. En un rincón de la sala de música el viejo gimoteaba desconsoladamente, pronunciando palabras ininteligibles que el ruiseñor presentía como el comienzo de una catástrofe. El gato, quien ya estaba acostumbrado a las visitas del pajarillo, se tocó la oreja.
- Cada día que pasa escucha menos, creo que ya no oye.
Desconfiando del pronóstico del gato, el ruiseñor batió sus alas y trinó alrededor de la cabeza del anciano. Este, que se hallaba cabizbajo y perdido en sus pensamientos, ni se inmutó. No sólo menguó su ánimo con la sordera sino su salud. Se le veía delgado, ojeroso, lento, como si la vida se apagara dentro de él.
- ¡Qué triste debe ser para un músico perder la oreja!, dijo el gato remolón, pero lo más triste es que no me escucha cuando le pido comida y tengo que arreglármelas solo.
- Se debe sentir como el pintor que pierde la visión, musitó el ruiseñor.
El gato lanzó un bufido al ver que la conversación tomaba rumbos por donde sus conocimientos iban en barco a la deriva. Esa noche, en el hueco de la encina, un sollozo atrajo la atención de un pequeño ángel que bajaba del cielo a cumplir una penitencia.
- Creo que este pajarito necesita de mi ayuda, dijo el pequeño alado. Veré qué le sucede.
Dicho esto, el ángel se introdujo en la cabeza del ruiseñor y descubrió el motivo de su pena.
- Ahora esperaré a que te duermas, entraré en tu sueño para que puedas verme y podré ayudarte, dijo el ángel mientras esperaba que el ruiseñor entrara en somnolencia.
El pájaro, que no podía ver al ángel, siguió sollozando y gimoteando hasta que se durmió, fue entonces que el querubín se dio a conocer. El ruiseñor volaba por parajes celestiales por los que nunca había volado, siguiendo a aquella ave tan extraña con cuerpo y rostro humano y alas grandes y vistosas. De pronto su vuelo se detuvo, sus alas no le respondieron y comenzó a caer. Aterrorizado, el ruiseñor pensó que se estrellaría al contacto con el suelo, pero se sorprendió cuando recuperó su vuelo y fue a posarse al lado de un hombre enorme de cabellos largos y barbados a quien le parecía haber visto antes, pero que su turbación no lo dejaba recordar.
El hombre le sonrió dejando entrever unos dientes blancos y armónicos como las teclas del piano del viejo músico. El hombre lucía una túnica de amplias mangas que lo casi hasta los tobillos. Un lienzo arrollado sobre la frente caía al lado derecho de sus cabellos, el ruiseñor estaba pasmado ante la dulzura y serenidad de esos ojos ligeramente rasgados y de un vivo color de miel. Su bigote y su fina barba partida en dos, era de un color oro viejo, similar a los cabellos y sus labios, relativamente finos y rosados, no ocultaban su dentadura blanca e impecable.
- Toma esto te va a agradar.
El ruiseñor tomó la uva sin granos que aquel hombre le alcanzó y disfrutó del fruto almibarado y jugoso. Vio como el hombre barbado engullía suavemente cada una de aquellas esferas moradas y tiernas con la ingenuidad de un niño.
- Yo te bendigo, padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has mostrado a los pequeñitos. Sí padre, así te pareció bien. Mi padre puso todas las cosas en mis manos, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, ni quien es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el hijo quiera dárselo a conocer, dijo el hombre pelilargo y se marchó.
Desde ese día el ruiseñor y el hombre de túnica blanca se hicieron amigos, viéndose casi todos a diario. Al pajarillo le llamó la atención verlo siempre rodeado de mucha gente, hablándoles siempre de un reino que estaba en los cielos y al cual irían después de morir.
- La llegada del Reino de Dios no es cosa que se pueda verificar. No se va a decir: Está aquí, está acá. Y sepan que el Reino de Dios está en medio de ustedes. Llegará un tiempo en que ustedes desearán ver uno solo de los días del Hijo del Hombre, pero no lo verán. Entonces les dirán: Está aquí, está allá. No vayan, no corran. En efecto, como el relámpago brilla en un punto del cielo y resplandece hasta el otro, así sucederá con el Hijo del Hombre cuando llegue ese día. Pero antes tiene que sufrir y ser rechazado por este pueblo, dijo.
Pero algo le decía al ruiseñor que aquel hombre bondadoso corría peligro, a veces lograba escuchar las advertencias de sus más allegados a los que llamaban apóstoles, le hacían, incitándole a que huyera, pero él, firme como una roca, se negaba a escucharlos. Un día lo vio montado sobre un asno; cubierta la cabeza con una corona de laureles y un gentío que lo colmaba de aleluyas y alabanzas y lo aclamaba rey, era tanta la gente que acudía en su busca, que el ruiseñor tenía dificultad para acercarse a él. Una mañana soleada, el pájaro salió en busca del viejo músico, pues, como había visto que el hombre barbado, a quien llamaban Nazareno, hacía toda suerte de milagros, pensó que algo podía hacer para que su amigo recuperara la audición. Durante barios días recorrió los campos, aldeas y pueblos pero no pudo dar con él. Aquellos parajes le resultaban tan distintos a los que había recorrido antes, que se desorientaba y corría el peligro de extraviarse.
Después de varios intentos el ruiseñor desistió en su búsqueda. Ni los árboles, ni los prados, ni las flores, ni los tejados, ni los hombres ni mujeres con esas vestimentas extrañas, le eran familiares, todo en su memoria se había trastocado en un laberinto que no alcanzaba a comprender.
- Mañana buscaré al Nazareno, le contaré el problema y sé que él me ayudará a buscarlo.
Al otro día, muy temprano, el pajarillo fue a buscar al Nazareno, pero no lo encontró. Vio a sus seguidores cariacontecidos, con las miradas extraviadas y los rostros desesperanzados deambulando por las callejuelas de aquella región que llamaban Judea. Algo en su pecho gris le decía que quien había brindado tanta ayuda a otros ahora la necesitaba de ellos; pero su instinto le decía que aquel hombre bonhomioso se encontraba solo en su hora más triste. Sobrevoló los lugares por donde lo había visto, pero toda indagación resultó vana, al hombre barbado parecía que el viento se lo había llevado, exhausto como estaba, el ruiseñor se posó entre las ramas de un olivo, necesitaba descansar, el excesivo vuelo había minado sus fuerzas y sus alas, endebles, se negaban a llevarlo.
Cuántas horas o días durmió, ni él lo supo. Sólo un ligero barullo lo sacó de su letargo. A poca distancia pudo reconocer al Nazareno quien ahora ya no era el hombre atlético y musculoso de rostro hermoso y apacible.
Aquel era un guiñapo humano que a duras penas, las piernas sanguinolentas, sostenían el cuerpo y la pesada cruz de pino que llevaba sobre sus hombros; un casquete espinoso había sido tranzado a base de zarzas espinosas. Aquel terrorífico enjambre de púas rectas y otras en forma de gancho, tenía forma de media naranja y llevaba ataduras de junco. Aquel yelmo espantoso había sido colocado en la cabeza del reo por un legionario desde la salida de la Fortaleza Antonia. El rostro amoratado, un ojo hinchado y a medio cerrar y las líneas escaradas que cruzaban su cuerpo por todas partes, eran el resultado horrendo de la flagelación a que lo habían sometido.
El ruiseñor voló hasta el Nazareno y se posó sobre la cruz, él lo miró desde sus ojos almibarados de ternura y compasión y los labios lívidos dejaron escapar una sonrisa que como una mariposa se posó en el corazón del ruiseñor en el instante aquel en el que el pajarillo derramaba una lágrimas que cayeron en sus labios resecos y curtidos por el sol ardiente de la tarde.
El camino hacia el monte que todos llamaban Gólgota era pedregoso y escarpado, lo cual dificultaba aún más el andar de los condenados. A pocos pasos de él, el ruiseñor distinguió a dos ladrones que también iban a ser sacrificados. Dimas, al que llamaban ladrón bueno, y Gestas, al que llamaban ladrón malo.
Una turba, a manera de cortejo, acompañaba a los procesados. Allí pudo conocer el ruiseñor la parte oscura de la condición humana: allí se habían reunido los máximos exponentes del vicio y la guitonería, hombres que mostraban sus llagas, sus pingajos y su risa imbécil fruto de la mala vida que llevaban, toda suerte de seres contrahechos, matones, saltimbanquis, cojos y tullidos de los arrabales, bisojos, malandrines de los tugurios, todo un almodrote de brutalidad cebándose en la desgracia de aquellos tres infelices a quienes lapidaban con frutas podridas, pedazos de legumbres y todas las inmundicias que encontraban a mano. El pobre ruiseñor sufría lo indecible ante aquel espectáculo de solaz donde se unían lo cómico y lo trágico e una suerte de festejo macabro.
El Nazareno, a trancos largos, lograba avanzar por esos senderos de piedra y cal, aun cuando las plantas de sus pies sufrían con el esfuerzo. Su agotamiento físico era más notorio a medida que la caravana avanzaba y el sol se hacía cada vez más fuerte. Con la cabeza y el tronco encorvados, el Nazareno fue sobrellevando cada palmo de terreno, inmerso en una ventisca de arena y polvo que iban desfigurando su rostro. El fuerte clima estival iba empapando su túnica con un sudor frío y ácido, mientras sus cabellos, barba y rostro, cubiertos de tierra y sangre, le impedían una clara visión en su camino de adversidad y pesadumbre. El tropel de curiosos se dividía en dos bandos: los que habían clamado por la crucifixión, que eran los más, y los que veían en ese acto una cruel estupidez de un pueblo bárbaro.
El ruiseñor giraba su cabeza de un lado a otro, impotente, como buscando a alguien que se atreviera a poner fin al sufrimiento de aquel hombre a quien no había visto realizar ninguna maldad. Sufría al ver sus labios agrietados y amarillentos fruto amargo de la deshidratación y del duro ascenso hacia el Gólgota por las erosionadas cuestas empinadas. La congoja del ruiseñor era indescriptible ante la inmensa soledad de Jesús de Nazareth en su camino por la pedregosa calva del cerro. Sólo algunos árboles desnudos y mutilados mostraban las cicatrices donde otrora habían florecido otras tantas ramas.
En cuestión de minutos, el pajarillo observó como el Nazareno era liberado de sus ataduras y clavado en una cruz para luego ser alzado con la finalidad de poner fin a la matanza. Las peticiones de aquel hombre abatido en su ánimo y en su físico, destrozado moralmente en lo más hondo, no se hicieron esperar: clamaba un poco de agua. El pajarillo se percató que el agua que algunas mujeres le alcanzaban no era suficiente, por lo que voló hasta la fuente más cercana donde tomó agua, luego, acercando su pico a esos labios carcomidos por la inanición, satisfizo en algo la necesidad imperiosa del reo por beber; otro tanto hizo con los ladrones. Lo que vino después era de esperar: la agonía y la muerte de aquel hombre inocente.
Antes de expirar el Nazareno musitó unas palabras que sólo el ruiseñor, que se hallaba junto a él, pudo escuchar: En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. A los pocos minutos, el hombre barbado que gustaba tanto de las pasas de Corinto, uno de sus frutos preferidos, expiró. Una jauría comenzó a ladrar y a correr desesperadamente por las calles cercanas mientras un huracán de polvo arremetía por todas partes, el sol se nubló al punto que todo fue oscuridad y la tierra comenzó a temblar provocando tal sacudida que muchos de los legionarios romanos a quienes se había encomendado la crucifixión de los tres reos cayeron de bruces rodando uno de ellos por la pendiente rocosa.
Alarmado el ruiseñor emprendió vuelo siendo envuelto por una densa nube de polvo oscuro que lo introdujo en un torbellino que lo privó de la fuerza de sus alas, inutilizadas estas, el pájaro se dejó llevar, inerme para combatir tal estampida. En un momento, le pareció ver la imagen del Nazareno que lo llamaba desde el ojo de la tormenta, luego fue el ángel que lo había transportado por aquella tierra ignota quien lo tomó en sus brazos y en ese instante todo fue sombras y perdió la conciencia.
* * *
El día amaneció con un sol radiante y un celaje prístino y azul. El polluelo del ruiseñor y la madre habían salido, el ruiseñor se sintió solo en el nido de la encina. Un poco de carcoma, gusanos y moscas aplacaron el ingente apetito que tenía. Se hallaba enflaquecido por la falta de alimento durante aquel largo, profundo y mágico sueño que le había tocado vivir. Se hallaba atontado, con la memoria en blanco, sin poder explicar su situación actual. Un marasmo de imágenes lo invadió de golpe y poco a poco lo oscuro se fue haciendo luz y recuerdo. Un ruido irreconocible llegó hasta la parte alta de la encina. Era el gato atigrado quien le dijo que lo había estado buscando.
El ruiseñor distinguió los rasguños del gato al pie de la encina. La salud del anciano músico había empeorado y el animal, preocupado, no sabía qué hacer. La flacura del felino avalaba sus palabras: el minino tampoco la estaba pasando muy bien. Llevado por un impulso celestial, el ruiseñor fue donde el viejo a quien encontró postrado en su lecho, los ojos hundidos y ojerosos, sus manos violáceas y de una delgadez mortecina, su rostro apagado y cenizo, reflejaban la salud de un enfermo en su tránsito a la muerte.
El ruiseñor voló hasta el piano y comenzó a triscar sobre las teclas durante interminables horas.
Llegada la noche, el ruiseñor, sumamente agotado, vio como el anciano se levantaba como impulsado por una fuerza invisible dirigiéndose al piano. Allí estuvo durante horas, como tratando de recuperar la fuerza de esos dedos entumecidos por la inercia de tanto tiempo. Las frágiles patas del pájaro habían sufrido con el esfuerzo de accionar las teclas y ya no podía tenerse en pie. Por más que el anciano lo colocó en una caja bien arropado, el pobre ruiseñor no daba signos de mejora alguna. El viejo, ya recuperada la audición, le tocaba su melodía preferida y le tarareaba canciones de cuna con el fin de animarlo.
Tres días y tres noches estuvo el anciano vigilando la salud del enfermo, dándole granos de cereal y algunas semillas que el ruiseñor tragaba con dificultad. Al amanecer del cuarto día el ruiseñor abrió los ojos y vio la imagen del hombre que había visto en la cruz al pie de la cuna del anciano, el cual yacía profundamente dormido a causa de los continuos desvelos.
Era el Nazareno, pero el que conoció cuando cayó del cielo y comió la uva que aquel le ofreciera, no el del camino al Gólgota, no aquel crucificado de rostro destruido por la humillación y el dolor. Este era un hombre sonriente, con los cabellos ordenados y el rostro aliñado. Los brazos abiertos mostrando las huellas de los clavos en las palmas de sus manos, pasaban inadvertidos ante la ternura y la bondad que su rostro reflejaba, el ruiseñor sintió que su pecho desbordaba de emoción al sentir que su interior se elevaba abandonando la envoltura corpórea que lo contenía y que volvía a recorrer aquel camino celestial por donde el ángel lo había llevado. En su oído resonaron entonces las palabras del hombre barbado que había muerto en la cruz: En verdad, te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
En ese momento todo se hizo luz en torno a él y sus ojos se cerraron para siempre. El viejo lo encontró patas arriba, tieso y rígido el cuerpo, las plumas enmarañadas en su lucha final contra la muerte, los dedos contraídos, el pico fuertemente apretado y los ojos sin vida. El desconsuelo del anciano sobrepasó sus fuerzas, ni el gato con su ronroneo y sus juegos tontos pudieron sacarlo de su tristeza. Lo veló todo el día y toda la noche con la ternura y la devoción de una madre. Lo enterró en el jardín, al pie de la ventana donde acostumbraba posarse para escucharlo tocar el piano; sobre la tierra aún húmeda sembró un rosal.
El viejo abandonó la música, “mientras se me pasa la tristeza”, dijo:
Pasó un año y la pena seguía empantanada en su alma y el piano permaneció en silencio. “Ya no me interesa tocar si no está él”, se dijo un día. Pasaron dos veranos, dos otoños, dos inviernos y dos primaveras. El rosal floreció, el piano continuó callado, el viejo triste y el gato cada día más flaco, feo y achacoso. El polvo, las telarañas, los ratones y el silencio se apoderaron de la casa. Una noche en que el viejo dormía se apareció un ángel penitente y le regaló un sueño.
En él se veía al ruiseñor lleno de vida, trinando la melodía que el viejo le tocaba siempre en el piano. Por ese poder que sólo Dios tiene, el viejo percibió el lenguaje de los pájaros en el que el ruiseñor le decía que no dejara de tocar “para que mi sacrificio no haya sido en vano”. El anciano despertó a la mañana siguiente lleno de entusiasmo y comenzó a tocar como nunca lo había hecho, sobre todo la música que tanto le gustaba al ruiseñor.
El gato fue sacado de su modorra y pensó que el viejo se había vuelto loco.
Posado en el alféizar de la ventana, el felino se llevó un gran susto al ver que el rosal comenzaba a vibrar desde sus raíces, dejando escapar unos pétalos que en su suave caída aromaron el ambiente. El viejo corrió a la ventana y tomando al gato entre sus arrugadas manos, dejó caer unas lágrimas en señal de despedida.
Esa noche el ruiseñor picoteaba una uva sin granos posado en una túnica blanca, en un lugar del cielo donde ni las melodías del anciano ni los ronroneos del gato podían llegar.
LAS PALOMAS Y EL PERRO
Habitaba un perro en la azotea de un alto edificio donde por las tardes, su ama, que vivía unos pisos más abajo, acostumbraba llevarle su comida. El perro se hastiaba de alimento por lo que siempre había algunos mendrugos o granos de cereal en el plato en que comía.
Las palomas que pululaban por el vecindario aprovechaban las horas de sueño del animal para dar cuenta de los restos. Pero a veces el perro despertaba y los ahuyentaba con sus ladridos.
- Bárbaro animal, dijo una paloma blanca. No va a comer esas sobras y prefiere que las arrojen a la basura a que nosotras las comamos.
Sucedió que un día, mientras el perro dormía profundamente, una humareda proveniente de los pisos de abajo inundó la azotea provocando pánico entre las palomas quienes comenzaron a zurear estrepitosamente. Despertado por el ruido de las aves, el perro despertó refunfuñando y dispuesto a atacar a las palomas, pero el humo lo hizo desistir.
- ¡Eh! ¡Qué sucede aquí!, gritó el perro.
La rápida propagación del fuego hizo que el calor y la humareda fueran más intensos. El perro comenzó a aullar desesperado, pues, veía que difícilmente podría escapar a las llamas.
- Nosotras te ayudaremos a salir con vida, dijéronle las palomas, pero debes prometernos no hablar con nadie cuando te llevemos.
El perro, que no estaban en condiciones de contradecir a las aves, aceptó de mala gana. Las palomas descolgaron una de las cuerdas que se usaban para colgar la ropa y, divididas en dos grupos, tomaron los extremos de la cuerda indicándole al perro que mordiera fuertemente.
El perro hizo lo que se le indicó y, con el rabo entre las piernas y temblando como gelatina, suavemente fue elevado salvando así de morir. El perro, temeroso de que las palomas lo fueran a soltar por los malos momentos que les había hecho pasar, trató de congraciarse con ellas
- Les prometo que no las molestaré…
El perro para hablar abrió la boca y cayó desde gran altura muriendo al instante.
No había necesidad de promesa alguna pensaban las palomas, ahora que disputaban de toda la comida que le tocaba al perro.
- No sólo bárbaro sino también estúpido, murmuraba la paloma blanca.
Vía Aspia, Agosto 17 del 2001.