GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

domingo, 26 de diciembre de 2010

LIBRO EL SACRIFICIO DEL RUISEÑOR



LOS RÍOS


“No se debe eliminar lo maravilloso: las hadas, las leyendas. El niño, como antaño la Humanidad, pasa por una edad mágica.  El mundo de los cuentos es el real de los niños.  Los padres son los magos”.
ANDRÉ MAUROIS


En lo alto de unas montañas, cuyas cumbres las nubes difícilmente dejaban ver, nacían dos ríos cuyas aguas torrentosas bajaban con tal fuerza que a través de las aldeas vecinas se escuchaban como los gritos de un gigante.

El río que descendía por la margen derecha era calmo y de aguas tranquilas, el otro, el que caía como cabellera  desatada por la margen izquierda, era turbulento, espumoso y pleno de remolinos que semejaban los ojos de un ogro.  Uno de los habitantes del lugar era un pescador llamado Reno, quien tenía dos hijos: Festus y Gori. 

El primero era inquieto y rebelde, siempre contradiciendo las órdenes del padre, en cambio el otro era dócil, trabajador, atento y siempre presto a las enseñanzas del padre.
-He escuchado decir a los viejos pescadores que quien logre nadar de noche en las aguas del río turbulento será el mejor nadador que jamás haya habido por estos lares, dijo Festus a su padre una noche mientras cenaban.

Reno dejó caer el bocado de pan que llevaba a la boca y con gesto adusto reprendió a su hijo.

-Eres muy joven para frecuentar esas tabernas y no debes hacer caso a todo lo que escuchas.  Esos hombres no encuentran otra forma de llenar sus momentos de ocio más que hablando tonterías y bebiendo hasta caerse de borrachos.

Pero aquella noche, tendido en su litera, Festus siguió pensando en aquellas historias que se contaban.  “Mi padre siente celos de mí, por eso evita hablar de aquel extraño río.  Algún poder deben tener sus aguas y eso lo sabré esta misma noche”.

Festus abandonó la casa con un morral al hombro provisto de una buena ración de pan, pescado ahumado, algo de vino, una linterna y dos gruesas mantas.   Ya casi amanecía cuando Festus llegó a lo alto de la montaña.  Era tanto su cansancio y su hambre, que consumió el pescado y parte del pan que llevaba consigo.  Bebió todo el vino, se cubrió con la manta y se quedó dormido. 

En la aldea, Reno y Gori recorrieron las callejuelas buscando a Festus durante toda la mañana y parte de la tarde sin resultado alguno. Nadie lo había visto, por lo que Reno dedujo que el muchacho debía haber abandonado la aldea por la noche y que el único lugar donde se habría podido dirigir era a las montañas, en busca de las torrentosas aguas de aquel río que había trastornado su cabeza.

-Aunque es peligroso subir esas montañas de noche no dejaremos que vayas solo, dijéronle a Reno varios moradores del  lugar.

El pescador agradeció con un leve movimiento de cabeza aquel gesto

***

Cuando ya la noche había cerrado, una voz que emergía del fondo del río se escuchó.  Fue entonces cuando Festus, algo alarmado despertó.

¿Quién anda ahí?, preguntó.

-No tengas miedo, muchacho, soy sólo yo, se escuchó una voz.

Festus se quedó asombrado al ver a un hombre enorme y encorvado, cuyo rostro avejentado lo llenó de horror.  Había emergido del río como árbol brotado de la tierra.  Era demasiado grande para ser normal.  Festus sintió temor y pensó correr montaña abajo, pero el pequeño gigante le pidió que se acercara a la orilla del río y se sentara entre los peñascos.  Festus obedeció, pero de inmediato encendió la linterna y descubrió que el cuerpo de aquello que parecía ser un hombre era verdoso como el agua indómita de aquel río cenagoso.

-No, no, apaga esa luz que me dañas los ojos, dijo el engendro.

Festus apagó la linterna pero en su mente confusa quedó flotando una duda.

-¿Qué esperas que no te sumerges en mis aguas, o es que quieres bañarte en ese otro río y ser como todos esos hombres cobardes que habitan allá abajo?, dijo el pequeño gigante en tono provocativo.
Ya se escuchaban las voces y los gritos de Reno y los hombres que ya habían alcanzado la cumbre de la montaña y el gigante pensó que había llegado la hora de tentar por última vez al osado muchacho.

-En mis aguas alcanzarás la gloria y el poder y serás capaz de nadar como el mejor de los peces, vamos muchacho, sumérgete de una vez.

Festus se lanzó al río y sintió que una fuerza descomunal invadía su cuerpo.  En ese momento vio a su padre y a su hermano y a otros hombres que bajaban por una ladera cercana. En el momento en que elevaba un brazo para que lo vieran, sintió que sus pies eran cogidos por dos garras que lo atenazaban halándolo hacia el fondo del río.  Aunque las aguas turbias y la oscuridad de la noche le impedían ver bajo el agua, el río se iluminó por un instante y Festus logró ver al pequeño gigante en cuyo rostro se dibujaba una sonrisa diabólica. 

Fue en ese momento que la duda que flotaba en su mente se disipó: aquel maléfico marino carecía de ojos.  El muchacho luchó denodadamente por liberarse de aquel monstruo que lo fue arrastrando hasta lo más profundo del río, donde una gruta abría sus fauces como un gran pez.

***

Dicen quienes acostumbran acampar en los meses de verano por aquellas montañas, que ciertos pececillos encorvados aparecen en las aguas del río tormentoso.  Dicen también que los peces parecen emitir unas risitas sordas como el balbuceo de unos pequeños ogros.

Wolfsschanze, diciembre de 2001.




EL CURA CRISTÓBAL


Lima sin el cerro San Cristóbal y sin el río Rímac, es como imaginar París sin la Torre Eiffel o Buenos Aires sin su Obelisco.

Aquel cerro de cuatrocientos metros de altura no lucía siglos atrás como se presenta hoy en día, lleno de casas en sus faldas que día a día han ido trepando hasta cubrir la mitad de aquel histórico cerro, al que el conquistador extremeño Francisco Pizarro dio el nombre que hasta hoy ostenta, debido a la ayuda que recibió del santo cuando el príncipe inca Titu Yupanqui quiso tomar Lima. Dice la leyenda que San Cristóbal se puso de lado de don Francisco por lo cual el inca fracasó en sus intenciones.

Las huestes de Titu Yupanqui, estacionadas en las faldas del cerro, intentaban vanamente cruzar las aguas del río Rímac: cada vez que los indios se internaban en sus aguas, los españoles se encomendaban al santo y el río se volvía más turbulento, ahogando y arrastrando consigo muchos indios. Cuando Titu Yupanqui se retiró, los españoles, encabezados por Pizarro, se dirigieron al cerro y lo bautizaron con el nombre de San Cristóbal.

Entre la comitiva de Pizarro no podía faltar la iglesia, la cual estuvo representada por un rollizo chapetón de nombre Cristóbal, quien tenía fama de pacato, más aún  cuando veía alguna escena callejera, de esas en la que el diablo gusta tentar a los jóvenes; es entonces que arremetía cruz en mano contra los osados amantes a quienes azotaba con el cordón con que  sujetaba su hábito.

Fue así que se hizo común ver a los hijos de Adán y Eva en plena correría por las calles empedradas de Lima seguidos de cerca por el justiciero sacerdote. Se dice que fue el cura Cristóbal quien sugirió a Pizarro colocar una cruz en la cresta del cerro para evitar que los enamorados que subían hasta la cumbre hicieran de las suyas.

-  Sin la bendición de Dios, no se está permitido ese tipo de arrumacos,  murmuraba el cura en los oídos del conquistador.

Como la cruz demoraba en ser colocada, el cura Cristóbal hizo suya la causa de erradicar a todas aquellas parejas que el “demonio enviaba para profanar aquel lugar bautizado con nombre sagrado”. No era para menos, ¿Acaso el cerro no había sido bautizado con el nombre que sus padres le habían puesto a él?

Fue por esos días que el cura Cristóbal sintió el llamado de la justicia divina y en su cabeza sonaron las trompetas del Juicio Final.

Convertido en todo un cruzado, el cura Cristóbal ascendía por las escarpadas faldas del cerro en busca de pecadores a quienes redimir del pecado. La cruz de madera que llevaba siempre con él, era avistada por los amantes furtivos a quienes no les quedaba más que huir para no ser víctimas del enardecido Savonarola español.

Con la finalidad de sorprender a sus víctimas in fraganti, el cura solía esconderse entre las peñas para no ser visto. Fue en una de esas incursiones en que fue picado por una tarántula de esas que anidan  entre los pedruscos. Convaleciente como estaba, el religioso mandó a unos monaguillos de su parroquia para que colocaran una cruz en la cima, así ningún  pecador se asomara por esas alturas, dijo el cura. La medida surtió efecto, pues, no bien los fogosos amantes divisaban el símbolo cristiano, emprendían rauda retirada. No es de extrañar la animadversión que sufría el cura de parte de los hijos de Venus, quienes se sentían desplazados de sus dominios.

Viejo y enfermo, el cura Cristóbal no tardó en entregar su alma a Dios y emprender viaje a los paraísos celestiales. Fue entonces que los  asiduos visitantes regresaron como abejas al panal y volvieron a sus andanzas y sacaron la cruz en señal de victoria.

Enterado Pizarro de tal hecho, quiso honrar la memoria del curita cruzado y mandó poner la enorme cruz de madera cuya colocación había retardado tanto. Este hecho llenó de espanto a los furtivos pecadores quienes veían en esos maderos cristianos la sombra de aquel cura que tanto los había combatido. Para la creencia popular aquello significaba un anuncio apocalíptico con el cual era mejor no chocar. Se dice que las tarántulas, lagartijas, escorpiones, culebras y todo tipo de sabandijas proliferaron tremendamente haciendo huir a quienes todavía se resistían a dejar al cerro en paz. Los siglos fueron sucediéndose y la cruz de madera fue reemplazada por una de hierro que el presidente Augusto Bernardino Leguía hizo colocar durante su gobierno. Cuenta la historia que en 1537 se construyó una capilla en el cerro, la cual era visitada por muchos feligreses quienes llegaban todos los 14 de setiembre, día en que se celebra al Señor de la Exaltación en bulliciosa romería.

Llevados por el entusiasmo, los peregrinos se entregaban a desaforados bailes y a todo tipo de profanos excesos. El terremoto que sacudió Lima en 1746, destruyó la capilla. Rápidamente corrió por Lima la noticia de que había sido el cura Cristóbal quien había enviado desde el más allá aquel sacudón para erradicar del cerro todo aquel libertinaje. Como en Sodoma y Gomorra, la justicia divina se había hecho sentir.

Wolfsschanze, marzo 11 de 2007.





EL SACRIFICIO DEL RUISEÑOR


“Se repartieron entre sí mis
vestidos / y sobre mi túnica
echaron suertes”. mi túnica echaron suertes”
SALMOS 22,18


Dicen que los pájaros se sientes traídos por la música, por las melodías suaves, por las notas apacibles como las que brotan de las cuerdas de un piano o de un laúd. Este es el caso de un ruiseñor que buscaba hacer un nido en el hueco de una encina. El árbol se hallaba junto a una casa de campo habitada por un anciano y un gato atigrado, único compañero de aquel hombre de vida frugal y ascética. La vivienda poseía todas las comodidades como para que un artista pudiera trabajar sin inconveniente alguno. Desde que se posesionó del árbol, el ruiseñor se sintió complacido con la música que el hombre tocaba religiosamente todas las tardes.

Pero el ruiseñor no era el único que se solazaba con aquel manjar de notas, también acudían tordos, calandrias, abejarucos, picaflores, crespines, gorriones y hasta los belicosos y bullangueros cuervos, todo un grupo sólido de plumíferos oidores, por las mañanas las pequeñas aves invadían un bosquecillo de naranjos cercano a la casa del músico y ahí trataban de imitar los compases, las notas, los ritmos, las cadencias. Los trinos se escuchaban hasta la casa donde el anciano, ajeno a lo que sucedía, atribuía era sinfonía natural al follaje del bosque de naranjos.

Pero el único que se atrevía a acercarse a la casa y posarse en el alféizar de la ventana era el ruiseñor. Desde allí contemplaba las manos del viejo, cubiertas de efélides, recorriendo las teclas negras y blancas una y otra vez de un extremo a otro, como un cepillo imaginario sobre la dentadura de un gigante. Una de esas mañanas, cuando la primavera ya había bañado los campos de flores y los árboles de frutos, el ruiseñor tuvo la audacia de aquietarse sobre la cubierta del piano, a poca distancia del pianista que entonaba en ese momento una lenta y suave melodía, la preferida del ruiseñor. Cuando el hombre hubo concluido, el pajarillo quedose quieto esperando que la música siguiera.

- Ya terminó pequeñín, dijo el viejo pasando sus dedos por aquel cuerpecillo delicado.

Cuando el ruiseñor reaccionó ya lo había tomado entre sus manos y le daba resoplidos cálido y agradables. “Si me quisiera hacer daño ya lo hubiera hecho”, pensó.

El anciano volvió a tocar la melodía que al ruiseñor le gustaba. Terminada la canción el viejo colocó al ruiseñor en el alféizar y éste se marchó.

Esa noche el pajarillo soñó que tocaba el piano brincando de tecla en tecla como solía hacer con las ramas de los árboles cuando triscaba sobre ellas.

Llegado el invierno, los árboles cubrieron sus ramas con un leve manto de nieve dejando caer, cuando el viento arreciaba, una lluvia de carámbanos que asustaban a los pajarillos que sobrevolaban a baja altura. El ruiseñor notó que los conciertos caseros de su amigo eran menos frecuentes, al punto que cuando llegó el verano ya no se le volvió a escuchar. Preocupado el ruiseñor, que ya tenía compañera y familia, se avecinó a la casa, y posado en el piano, pudo distinguir al viejo sollozando como un infante. En un rincón de la sala de música el viejo gimoteaba desconsoladamente, pronunciando palabras ininteligibles que el ruiseñor presentía como el comienzo de una catástrofe. El gato, quien ya estaba acostumbrado a las visitas del pajarillo, se tocó la oreja.

- Cada día que pasa escucha menos, creo que ya no oye.

Desconfiando del pronóstico del gato, el ruiseñor batió sus alas y trinó alrededor de la cabeza del anciano. Este, que se hallaba cabizbajo y perdido en sus pensamientos, ni se inmutó. No sólo menguó su ánimo con la sordera sino su salud. Se le veía delgado, ojeroso, lento, como si la vida se apagara dentro de él.

- ¡Qué triste debe ser para un músico perder la oreja!, dijo el gato remolón, pero lo más triste es que no me escucha cuando le pido comida y tengo que arreglármelas solo.

- Se debe sentir como el pintor que pierde la visión, musitó el ruiseñor.

El gato lanzó un bufido al ver que la conversación tomaba rumbos por donde sus conocimientos iban en barco a la deriva. Esa noche, en el hueco de la encina, un sollozo atrajo la atención de un pequeño ángel que bajaba del cielo a cumplir una penitencia.

- Creo que este pajarito necesita de mi ayuda, dijo el pequeño alado. Veré qué le sucede.

Dicho esto, el ángel se introdujo en la cabeza del ruiseñor y descubrió el motivo de su pena.

- Ahora esperaré a que te duermas, entraré en tu sueño para que puedas verme y podré ayudarte, dijo el ángel mientras esperaba que el ruiseñor entrara en somnolencia.

El pájaro, que no podía ver al ángel, siguió sollozando y gimoteando hasta que se durmió, fue entonces que el querubín se dio a conocer. El ruiseñor volaba por parajes celestiales por los que nunca había volado, siguiendo a aquella ave tan extraña con cuerpo y rostro humano y alas grandes y vistosas. De pronto su vuelo se detuvo, sus alas no le respondieron y comenzó a caer. Aterrorizado, el ruiseñor pensó que se estrellaría al contacto con el suelo, pero se sorprendió cuando recuperó su vuelo y fue a posarse al lado de un hombre enorme de cabellos largos y barbados a quien le parecía haber visto antes, pero que su turbación no lo dejaba recordar.

El hombre le sonrió dejando entrever unos dientes blancos y armónicos como las teclas del piano del viejo músico. El hombre lucía una túnica de amplias mangas que lo casi hasta los tobillos. Un lienzo arrollado sobre la frente caía al lado derecho de sus cabellos, el ruiseñor estaba pasmado ante la dulzura y serenidad de esos ojos ligeramente rasgados y de un vivo color de miel. Su bigote y su fina barba partida en dos, era de un color oro viejo, similar a los cabellos y sus labios, relativamente finos y rosados, no ocultaban su dentadura blanca e impecable.

- Toma esto te va a agradar.

El ruiseñor tomó la uva sin granos que aquel hombre le alcanzó y disfrutó del fruto almibarado y jugoso. Vio como el hombre barbado engullía suavemente cada una de aquellas esferas moradas y tiernas con la ingenuidad de un niño.

- Yo te bendigo, padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has mostrado a los pequeñitos. Sí padre, así te pareció bien. Mi padre puso todas las cosas en mis manos, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, ni quien es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el hijo quiera dárselo a conocer, dijo el hombre pelilargo y se marchó.

Desde ese día el ruiseñor y el hombre de túnica blanca se hicieron amigos, viéndose casi todos a diario. Al pajarillo le llamó la atención verlo siempre rodeado de mucha gente, hablándoles siempre de un reino que estaba en los cielos y al cual irían después de morir.

- La llegada del Reino de Dios no es cosa que se pueda verificar. No se va a decir: Está aquí, está acá. Y sepan que el Reino de Dios está en medio de ustedes. Llegará un tiempo en que ustedes desearán ver uno solo de los días del Hijo del Hombre, pero no lo verán. Entonces les dirán: Está aquí, está allá. No vayan, no corran. En efecto, como el relámpago brilla en un punto del cielo y resplandece hasta el otro, así sucederá con el Hijo del Hombre cuando llegue ese día. Pero antes tiene que sufrir y ser rechazado por este pueblo, dijo.

Pero algo le decía al ruiseñor que aquel hombre bondadoso corría peligro, a veces lograba escuchar las advertencias de sus más allegados a los que llamaban apóstoles, le hacían, incitándole a que huyera, pero él, firme como una roca, se negaba a escucharlos. Un día lo vio montado sobre un asno; cubierta la cabeza con una corona de laureles y un gentío que lo colmaba de aleluyas y alabanzas y lo aclamaba rey, era tanta la gente que acudía en su busca, que el ruiseñor tenía dificultad para acercarse a él. Una mañana soleada, el pájaro salió en busca del viejo músico, pues, como había visto que el hombre barbado, a quien llamaban Nazareno, hacía toda suerte de milagros, pensó que algo podía hacer para que su amigo recuperara la audición. Durante barios días recorrió los campos, aldeas y pueblos pero no pudo dar con él. Aquellos parajes le resultaban tan distintos a los que había recorrido antes, que se desorientaba y corría el peligro de extraviarse.

Después de varios intentos el ruiseñor desistió en su búsqueda. Ni los árboles, ni los prados, ni las flores, ni los tejados, ni los hombres ni mujeres con esas vestimentas extrañas, le eran familiares, todo en su memoria se había trastocado en un laberinto que no alcanzaba a comprender.

- Mañana buscaré al Nazareno, le contaré el problema y sé que él me ayudará a buscarlo.

Al otro día, muy temprano, el pajarillo fue a buscar al Nazareno, pero no lo encontró. Vio a sus seguidores cariacontecidos, con las miradas extraviadas y los rostros desesperanzados deambulando por las callejuelas de aquella región que llamaban Judea. Algo en su pecho gris le decía que quien había brindado tanta ayuda a otros ahora la necesitaba de ellos; pero su instinto le decía que aquel hombre bonhomioso se encontraba solo en su hora más triste. Sobrevoló los lugares por donde lo había visto, pero toda indagación resultó vana, al hombre barbado parecía que el viento se lo había llevado, exhausto como estaba, el ruiseñor se posó entre las ramas de un olivo, necesitaba descansar, el excesivo vuelo había minado sus fuerzas y sus alas, endebles, se negaban a llevarlo.

Cuántas horas o días durmió, ni él lo supo. Sólo un ligero barullo lo sacó de su letargo. A poca distancia pudo reconocer al Nazareno quien ahora ya no era el hombre atlético y musculoso de rostro hermoso y apacible.

Aquel era un guiñapo humano que a duras penas, las piernas sanguinolentas, sostenían el cuerpo y la pesada cruz de pino que llevaba sobre sus hombros; un casquete espinoso había sido tranzado a base de zarzas espinosas. Aquel terrorífico enjambre de púas rectas y otras en forma de gancho, tenía forma de media naranja y llevaba ataduras de junco. Aquel yelmo espantoso había sido colocado en la cabeza del reo por un legionario desde la salida de la Fortaleza Antonia. El rostro amoratado, un ojo hinchado y a medio cerrar y las líneas escaradas que cruzaban su cuerpo por todas partes, eran el resultado horrendo de la flagelación a que lo habían sometido.

El ruiseñor voló hasta el Nazareno y se posó sobre la cruz, él lo miró desde sus ojos almibarados de ternura y compasión y los labios lívidos dejaron escapar una sonrisa que como una mariposa se posó en el corazón del ruiseñor en el instante aquel en el que el pajarillo derramaba una lágrimas que cayeron en sus labios resecos y curtidos por el sol ardiente de la tarde.

El camino hacia el monte que todos llamaban Gólgota era pedregoso y escarpado, lo cual dificultaba aún más el andar de los condenados. A pocos pasos de él, el ruiseñor distinguió a dos ladrones que también iban a ser sacrificados. Dimas, al que llamaban ladrón bueno, y Gestas, al que llamaban ladrón malo.

Una turba, a manera de cortejo, acompañaba a los procesados. Allí pudo conocer el ruiseñor la parte oscura de la condición humana: allí se habían reunido los máximos exponentes del vicio y la guitonería, hombres que mostraban sus llagas, sus pingajos y su risa imbécil fruto de la mala vida que llevaban, toda suerte de seres contrahechos, matones, saltimbanquis, cojos y tullidos de los arrabales, bisojos, malandrines de los tugurios, todo un almodrote de brutalidad cebándose en la desgracia de aquellos tres infelices a quienes lapidaban con frutas podridas, pedazos de legumbres y todas las inmundicias que encontraban a mano. El pobre ruiseñor sufría lo indecible ante aquel espectáculo de solaz donde se unían lo cómico y lo trágico e una suerte de festejo macabro.

El Nazareno, a trancos largos, lograba avanzar por esos senderos de piedra y cal, aun cuando las plantas de sus pies sufrían con el esfuerzo. Su agotamiento físico era más notorio a medida que la caravana avanzaba y el sol se hacía cada vez más fuerte. Con la cabeza y el tronco encorvados, el Nazareno fue sobrellevando cada palmo de terreno, inmerso en una ventisca de arena y polvo que iban desfigurando su rostro. El fuerte clima estival iba empapando su túnica con un sudor frío y ácido, mientras sus cabellos, barba y rostro, cubiertos de tierra y sangre, le impedían una clara visión en su camino de adversidad y pesadumbre. El tropel de curiosos se dividía en dos bandos: los que habían clamado por la crucifixión, que eran los más, y los que veían en ese acto una cruel estupidez de un pueblo bárbaro.

El ruiseñor giraba su cabeza de un lado a otro, impotente, como buscando a alguien que se atreviera a poner fin al sufrimiento de aquel hombre a quien no había visto realizar ninguna maldad. Sufría al ver sus labios agrietados y amarillentos fruto amargo de la deshidratación y del duro ascenso hacia el Gólgota por las erosionadas cuestas empinadas. La congoja del ruiseñor era indescriptible ante la inmensa soledad de Jesús de Nazareth en su camino por la pedregosa calva del cerro. Sólo algunos árboles desnudos y mutilados mostraban las cicatrices donde otrora habían florecido otras tantas ramas.

En cuestión de minutos, el pajarillo observó como el Nazareno era liberado de sus ataduras y clavado en una cruz para luego ser alzado con la finalidad de poner fin a la matanza. Las peticiones de aquel hombre abatido en su ánimo y en su físico, destrozado moralmente en lo más hondo, no se hicieron esperar: clamaba un poco de agua. El pajarillo se percató que el agua que algunas mujeres le alcanzaban no era suficiente, por lo que voló hasta la fuente más cercana donde tomó agua, luego, acercando su pico a esos labios carcomidos por la inanición, satisfizo en algo la necesidad imperiosa del reo por beber; otro tanto hizo con los ladrones. Lo que vino después era de esperar: la agonía y la muerte de aquel hombre inocente.

Antes de expirar el Nazareno musitó unas palabras que sólo el ruiseñor, que se hallaba junto a él, pudo escuchar: En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. A los pocos minutos, el hombre barbado que gustaba tanto de las pasas de Corinto, uno de sus frutos preferidos, expiró. Una jauría comenzó a ladrar y a correr desesperadamente por las calles cercanas mientras un huracán de polvo arremetía por todas partes, el sol se nubló al punto que todo fue oscuridad y la tierra comenzó a temblar provocando tal sacudida que muchos de los legionarios romanos a quienes se había encomendado la crucifixión de los tres reos cayeron de bruces rodando uno de ellos por la pendiente rocosa.

Alarmado el ruiseñor emprendió vuelo siendo envuelto por una densa nube de polvo oscuro que lo introdujo en un torbellino que lo privó de la fuerza de sus alas, inutilizadas estas, el pájaro se dejó llevar, inerme para combatir tal estampida. En un momento, le pareció ver la imagen del Nazareno que lo llamaba desde el ojo de la tormenta, luego fue el ángel que lo había transportado por aquella tierra ignota quien lo tomó en sus brazos y en ese instante todo fue sombras y perdió la conciencia.

* * *

El día amaneció con un sol radiante y un celaje prístino y azul. El polluelo del ruiseñor y la madre habían salido, el ruiseñor se sintió solo en el nido de la encina. Un poco de carcoma, gusanos y moscas aplacaron el ingente apetito que tenía. Se hallaba enflaquecido por la falta de alimento durante aquel largo, profundo y mágico sueño que le había tocado vivir. Se hallaba atontado, con la memoria en blanco, sin poder explicar su situación actual. Un marasmo de imágenes lo invadió de golpe y poco a poco lo oscuro se fue haciendo luz y recuerdo. Un ruido irreconocible llegó hasta la parte alta de la encina. Era el gato atigrado quien le dijo que lo había estado buscando.

El ruiseñor distinguió los rasguños del gato al pie de la encina. La salud del anciano músico había empeorado y el animal, preocupado, no sabía qué hacer. La flacura del felino avalaba sus palabras: el minino tampoco la estaba pasando muy bien. Llevado por un impulso celestial, el ruiseñor fue donde el viejo a quien encontró postrado en su lecho, los ojos hundidos y ojerosos, sus manos violáceas y de una delgadez mortecina, su rostro apagado y cenizo, reflejaban la salud de un enfermo en su tránsito a la muerte.

El ruiseñor voló hasta el piano y comenzó a triscar sobre las teclas durante interminables horas.

Llegada la noche, el ruiseñor, sumamente agotado, vio como el anciano se levantaba como impulsado por una fuerza invisible dirigiéndose al piano. Allí estuvo durante horas, como tratando de recuperar la fuerza de esos dedos entumecidos por la inercia de tanto tiempo. Las frágiles patas del pájaro habían sufrido con el esfuerzo de accionar las teclas y ya no podía tenerse en pie. Por más que el anciano lo colocó en una caja bien arropado, el pobre ruiseñor no daba signos de mejora alguna. El viejo, ya recuperada la audición, le tocaba su melodía preferida y le tarareaba canciones de cuna con el fin de animarlo.

Tres días y tres noches estuvo el anciano vigilando la salud del enfermo, dándole granos de cereal y algunas semillas que el ruiseñor tragaba con dificultad. Al amanecer del cuarto día el ruiseñor abrió los ojos y vio la imagen del hombre que había visto en la cruz al pie de la cuna del anciano, el cual yacía profundamente dormido a causa de los continuos desvelos.

Era el Nazareno, pero el que conoció cuando cayó del cielo y comió la uva que aquel le ofreciera, no el del camino al Gólgota, no aquel crucificado de rostro destruido por la humillación y el dolor. Este era un hombre sonriente, con los cabellos ordenados y el rostro aliñado. Los brazos abiertos mostrando las huellas de los clavos en las palmas de sus manos, pasaban inadvertidos ante la ternura y la bondad que su rostro reflejaba, el ruiseñor sintió que su pecho desbordaba de emoción al sentir que su interior se elevaba abandonando la envoltura corpórea que lo contenía y que volvía a recorrer aquel camino celestial por donde el ángel lo había llevado. En su oído resonaron entonces las palabras del hombre barbado que había muerto en la cruz: En verdad, te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.

En ese momento todo se hizo luz en torno a él y sus ojos se cerraron para siempre. El viejo lo encontró patas arriba, tieso y rígido el cuerpo, las plumas enmarañadas en su lucha final contra la muerte, los dedos contraídos, el pico fuertemente apretado y los ojos sin vida. El desconsuelo del anciano sobrepasó sus fuerzas, ni el gato con su ronroneo y sus juegos tontos pudieron sacarlo de su tristeza. Lo veló todo el día y toda la noche con la ternura y la devoción de una madre. Lo enterró en el jardín, al pie de la ventana donde acostumbraba posarse para escucharlo tocar el piano; sobre la tierra aún húmeda sembró un rosal.

El viejo abandonó la música, “mientras se me pasa la tristeza”, dijo:

Pasó un año y la pena seguía empantanada en su alma y el piano permaneció en silencio. “Ya no me interesa tocar si no está él”, se dijo un día. Pasaron dos veranos, dos otoños, dos inviernos y dos primaveras. El rosal floreció, el piano continuó callado, el viejo triste y el gato cada día más flaco, feo y achacoso. El polvo, las telarañas, los ratones y el silencio se apoderaron de la casa. Una noche en que el viejo dormía se apareció un ángel penitente y le regaló un sueño.

En él se veía al ruiseñor lleno de vida, trinando la melodía que el viejo le tocaba siempre en el piano. Por ese poder que sólo Dios tiene, el viejo percibió el lenguaje de los pájaros en el que el ruiseñor le decía que no dejara de tocar “para que mi sacrificio no haya sido en vano”. El anciano despertó a la mañana siguiente lleno de entusiasmo y comenzó a tocar como nunca lo había hecho, sobre todo la música que tanto le gustaba al ruiseñor.

El gato fue sacado de su modorra y pensó que el viejo se había vuelto loco.

Posado en el alféizar de la ventana, el felino se llevó un gran susto al ver que el rosal comenzaba a vibrar desde sus raíces, dejando escapar unos pétalos que en su suave caída aromaron el ambiente. El viejo corrió a la ventana y tomando al gato entre sus arrugadas manos, dejó caer unas lágrimas en señal de despedida.

Esa noche el ruiseñor picoteaba una uva sin granos posado en una túnica blanca, en un lugar del cielo donde ni las melodías del anciano ni los ronroneos del gato podían llegar.






LAS PALOMAS Y EL PERRO


Habitaba un perro en la azotea de un alto edificio donde por las tardes, su ama, que vivía unos pisos más abajo, acostumbraba llevarle su comida. El perro se hastiaba de alimento por lo que siempre había algunos mendrugos o granos de cereal en el plato en que comía.


Las palomas que pululaban por el vecindario aprovechaban las horas de sueño del animal para dar cuenta de los restos. Pero a veces el perro despertaba y los ahuyentaba con sus ladridos.

- Bárbaro animal, dijo una paloma blanca. No va a comer esas sobras y prefiere que las arrojen a la basura a que nosotras las comamos.

Sucedió que un día, mientras el perro dormía profundamente, una humareda proveniente de los pisos de abajo inundó la azotea provocando pánico entre las palomas quienes comenzaron a zurear estrepitosamente. Despertado por el ruido de las aves, el perro despertó refunfuñando y dispuesto a atacar a las palomas, pero el humo lo hizo desistir.

- ¡Eh! ¡Qué sucede aquí!, gritó el perro.

La rápida propagación del fuego hizo que el calor y la humareda fueran más intensos. El perro comenzó a aullar desesperado, pues, veía que difícilmente podría escapar a las llamas.

- Nosotras te ayudaremos a salir con vida, dijéronle las palomas, pero debes prometernos no hablar con nadie cuando te llevemos.

El perro, que no estaban en condiciones de contradecir a las aves, aceptó de mala gana. Las palomas descolgaron una de las cuerdas que se usaban para colgar la ropa y, divididas en dos grupos, tomaron los extremos de la cuerda indicándole al perro que mordiera fuertemente.

El perro hizo lo que se le indicó y, con el rabo entre las piernas y temblando como gelatina, suavemente fue elevado salvando así de morir. El perro, temeroso de que las palomas lo fueran a soltar por los malos momentos que les había hecho pasar, trató de congraciarse con ellas

- Les prometo que no las molestaré…

El perro para hablar abrió la boca y cayó desde gran altura muriendo al instante.

No había necesidad de promesa alguna pensaban las palomas, ahora que disputaban de toda la comida que le tocaba al perro.

- No sólo bárbaro sino también estúpido, murmuraba la paloma blanca.

Vía Aspia, Agosto 17 del 2001.

viernes, 3 de diciembre de 2010

LIBRO EL PINTOR Y LA MUERTE




LA FURIA DEL ALMIRANTE

Hay en el Cusco una hermosa residencia que según dicen fue construida en la pequeña colina donde se encontraba la residencia principal del Inca Huáscar. La belleza de tan singular residencia no solo estriba en la fachada plateresca sino también en otros detalles que fueron cuidadosamente pensados, como es el caso de los dinteles y jambas de las puertas, que se hallan mimosamente decoradas con rosetas y florones, cornisas y balaustres con mascarones adornados con hojarascas y estrías. Un coqueto escudo de armas, mudo testigo del entroncamiento de dos ilustres familias, remata en una figura caballeresca de yelmo con penacho de plumas, coraza y guantelete que sostiene una espada desnuda. Un enorme portón acoge una enorme aldaba de bronce macizo por el lado exterior,  mientras en el interior cerrojos de gruesas chapas dan protección a la residencia.  

El señorial patio principal fue testigo de una tragedia: el ajusticiamiento del último Almirante que tuvo el Cusco. La hermosa pila de piedra que luce en medio del patio, fue colocada ahí por orden de don Gregorio de Espinosa Castilla y Lugo, quien recibió  el título de Almirante de los mares del sur del Perú por gracia del rey Carlos V. El agua que traía esta pila desde la hacienda de La Calera, abastecía a todo el barrio. Para alimentar su vanidad, el Almirante gustaba salir a su balcón para recibir el saludo de todos los que pasaban por ahí. Si alguien, por descuido o rebeldía, no cumplía con lo dispuesto, el Almirante enviaba tras el infractor a sus servidores, quienes después de coger al desdichado lo sometían a una tanda de azotes. Para no ser víctimas de la ira del Almirante, muchos evitaban pasar por la calle del castigo, dando un largo rodeo por avenidas aledañas. El Almirante se vio entonces obligado a descender hasta el Portal de los Herreros para recibir el codiciado saludo. Un día en que los vecinos se surtían del agua de la pila, el Almirante se asomó al patio. Algo había ennegrecido su humor aquella mañana y, para su desgracia, una anciana que recogía agua fue víctima de su malhumor. A empellones, la pobre mujer fue arrojada de la casa. La vieja resultó ser hija de un sacerdote quien no tuvo reparos en reclamar y exigir una disculpa por el ultraje. El Almirante con los ojos enrojecidos y furibundos propinó un certero puñete en el rostro del reclamante. Amarrado a un madero, el cura recibió palos y azotes por parte del indignado Almirante. Ante el Señor de la Justicia de la catedral, el cura, postrado de rodillas, lloró desconsoladamente por la humillación recibida.

Lejos estaba el Almirante de imaginar que las furias que vienen del más allá son más fuertes que las terrígenas. Él había traspasado los límites permitidos; había cruzado la línea prohibida abriendo con ello  puertas ocultas al ojo humano en el momento preciso que el Diablo parecía dirigir a la Tierra su mirada maléfica. Una vieja curiosa, vecina del Almirante, pudo ver por una rendija como el ofensor del cura fue sacado de su residencia para ser ahorcado en la Plaza de Armas. Heraldos de otros mundos llegaron hasta la ciudad Imperial a imponer justicia sobre la vida del hereje. De algún lugar del infierno salieron los verdugos y en un abrir y cerrar de ojos construyeron el cadalso donde el Almirante pagaría con su vida tamaña ofensa.

Luego de edificar el patíbulo, cuatro de los vengadores anónimos subieron la pendiente que llevaba hasta la casa del noble. Cubiertos de oscuras capuchas, los portadores de la vindicta llevaban sobre sus musculosos cuerpos brillantes túnicas que resaltaban más sus gigantescas tallas. Sus pasos, a pesar de la parsimonia de sus movimientos, eran largos y parecían devorar las largas calles empedradas. El pongo que abrió la puerta principal permaneció trémulo al paso de aquellos enormes fantasmas. Ni siquiera pudo mover los labios para interrogar que era lo que buscaban. La fría mirada de aquellos ojos sin vida lo petrificó.

Después de atravesar el zaguán, llamaron, a la segunda puerta donde un indio amestizado se atrevió a ocultar al amo. Una mano candente se posó sobre el hombro del osado mestizo quien, mudo de espanto, hubo de soportar el ardor de su piel abrasada. La arquería del patio fue dejada atrás de dos arcadas y tomaron el segundo piso. De nada valieron las razones que objetó el sirviente que guardaba la última reja que separaba al Almirante de la muerte. El condenado se había vestido con sus mejores atavíos, como si con ese ropaje de lujo pudiera evitar su destino final. Pálido y silencioso, el Almirante descendió las escaleras de mármol bruñido escoltado por sus opresores. Todo sucedió tan rápido y sin queja alguna por parte de la víctima. A la mañana siguiente todo el Cusco pudo contemplar cómo terminan los que pretenden medir sus fuerzas con los amos del universo. Parecía como si la bondad y la maldad se hubieran dado la mano para decirles a todos los almirantes del mundo que hay límites que no pueden transgredirse. Según la tradición, el último Almirante que habitó la residencia fue tan déspota y cruel como aquel que terminó con una soga alrededor del cuello.

Fadrique de Castilla, que así se llamaba el noble, se atrevió a golpear públicamente al párroco de la iglesia matriz, don Gerardo Fuentes, porque éste no quiso saludarlo cuando encabezaba la procesión del Santísimo. No sólo le bastó al soberbio Almirante llamarlo, ¡Cholo miserable!, sino que acompañó la ofensa con sendas bofetadas. Las lágrimas por la humillación sufrida se confundieron con las voces de protesta de los prosélitos que acompañaban el anda. La respuesta a tal vejación llegó de una voz de ultratumba que el cura Fuentes escuchó en el Altar Mayor de la Catedral a donde había ido a refugiarse: “Habrá justicia. Donde se ultrajó, allí se castigará”. El noble no vio el amanecer del día siguiente.

Wolfsschanze, octubre 01 del 2000.



LA VIRGEN DEL
SOCAVÓN

Hay  una fiesta en Oruro que está vinculada a la Virgen del Socavón. En la actualidad los devotos danzarines de esta virgen se disfrazan de diablos y están guiados por un jefe llamado Huaricato, cuyo nombre se debe al gigante Huari, el frustrado pretendiente de Inti Huaura, la bella hija del dios Inti. Los danzarines cubren sus cabezas con máscaras ornamentadas decoradas con sapos, lagartos y víboras.  Estos diablos cantan, bailan y oyen misa en el templo de la virgen.  Representan también un drama en el que los siete pecados capitales, personificados por otros tantos diablillos se enfrentan al Arcángel Miguel.  Después de ser derrotados los diablillos son humillados ante la Virgen del Socavón.  Pero esta ceremonia tiene su origen en tiempos muy remotos en las proximidades de un pueblo de pescadores y pastores de llamas.  Cerca de este lugar estaba Uru – Uru, una cadena de altas montañas donde se guarecía el gigante Huari, quien todas las mañanas despertaba con la llegada de la aurora, que no era otra que la bella Inti Huaura.

La primogénita del dios Inti, con su leve fulgor y hermosura, despertó los sentimientos amorosos que dormían en el corazón del gigante Huari.  Una mañana en que Inti Huaura lucía más hermosa que nunca, Huari extendió alrededor de ella sus brazos de humo y fuego volcánico con la intención de posesionarse de ella.  Avisado el dios Inti del peligro que acechaba a su hija, irradió con más fuerza sus rayos solares sobre Huari confinándolo a su guarida, librando así a su hija.  La furia de los despechados es como la de los dioses, y la de Huari no se dejaría esperar mucho.  Tomando la forma humana, Huari se presentó ante el religioso pueblo Uru como apóstol portavoz de una nueva religión.

Provisto de una elocuencia proverbial y ademanes oratorios harto convincentes, Huari comenzó su labor de difamación y descrédito contra Pachacamac y su obra religiosa y social.  Luego dio cuenta del dios Inti a quien cubrió de injurias acusándolo entre otras cosas de tener preferencias sobre determinadas jerarquías sociales. Conocedor de que los urus eran un pueblo espiritual, Huari predicó sobre la superioridad de los bienes materiales sobre los espirituales.  ¿Para qué matarse trabajando en las minas y en los campos cuando la fecundidad de los valles vecinos estaba al alcance de la mano, esperando ser conquistada?

Tomen las cosechas ajenas, sois un pueblo fuerte nacido para someter a los más débiles, les dijo Huari a los incautos urus.

Con la oreja caliente, los puneños terminaron rebelándose contra sus ancestrales creencias y dejaron de lado los consejos y advertencias de las autoridades cuyas voces habían mantenido el orden social de aquel pueblo en que ahora, la voz de la rebeldía había calado hondo entre el pueblo uru.

Dejando de lado el trabajo cotidiano y la adoración de su dios Inti, los puneños se dieron a la vida perezosa y  libertina.  La vida se convirtió en un cúmulo de vicios, donde la chicha de los valles, bebida que desconocían, pasó a formar parte de sus reuniones nocturnas donde imperaba la beligerancia, la borrachera y la brujería.  Sapos, lagartos, víboras y hormigas fueron manipulados en actos de aquelarre a fin de enfermar a los habitantes de poblaciones vecinas; aún amigos y parientes fueron víctimas de sus hechizos para apropiarse de sus bienes.  De esa manera el pueblo uru, tan dado al trabajo, convirtióse por obra de Huari en un contingente de gente ociosa, huraña y licensiosa.

No pudiendo soportar la perversión que se había apoderado del pueblo, los amautas y los curacas huyeron en busca de lugares más apacibles.  El pueblo parecía a punto de desaparecer como consecuencia de las luchas intestinas, pero parece que la bienaventuranza se negaba a marcharse de aquel pueblo castigado.  Un día llovió a cántaros sobre Uru – Uru y el cielo se abrió dejando que las aguas lo atravesaran de extremo a extremo.  De pronto una ñusta apareció ante la extrañeza de todo el pueblo uru.  Su llamativa belleza causaba asombro a su paso, como si un cometa de enorme cola hubiera descendido del espacio para despertar el espíritu decaído de todos los urus.  Vestida como una india, la ñusta demostró que no sólo hablaba la lengua de ellos, sino también un lenguaje nuevo: el quechua.  En forma paulatina, la magia de la ñusta hizo que los hombres fueran dejando atrás los vicios adquiridos y retornaron a sus actos primigenios, es así como se les vio retomar sus costumbres, sus tradiciones, su religión, hasta que el orden social volvió a su equilibrio.   Pero cuando Huari vio que los campos volvieron a fecundarse, el furor de su venganza se multiplicó.  Recordando que los  urus habían realizado actos de brujería utilizando serpientes, sapos, lagartos y hormigas, Huari lanzó plagas contra aquel pueblo arrepentido.

Una serpiente reptó entre las montañas llevándose toda simiente y ganado que a su paso encontraba.  Ante el asombro de los urus, la ñusta arremetió con su espada petrificando el cuerpo del ofidio;  con tajo un certero había dividido el cuerpo de la serpiente en partes iguales.  Una enorme boca, la de un sapo gigantesco, puso fuera de combate la segunda maldición lanzada por el furioso Huari.  Y cuando la cabeza de un enorme lagarto apareció del fondo de una laguna, la ñusta lanzó nuevamente el filo de su espada rasgando, no sólo el viento fuerte que arreciaba entre las cumbres, sino la carne del saurio cuya cabeza sanguinolenta fue a dar al fondo de un abismo, dejando en su caída el cuerpo inerte de la bestia. Si bien Huari era obstinado, la ñusta lo fue más, pues, las cuantiosas hormigas que bajaron del cerro Cala –Cala como si fueran un ejército demoníaco encabezados por el gigante, sucumbieron a la hoja protectora de la ñusta, quedando sus cuerpos convertidos en finos granos de arena.  Huari huyó, pero previendo la ñusta un posterior ataque de aquel ser malévolo, clavó su espada en la cumbre del  cerro Cala – Cala, allí donde ahora se levanta una pequeña capilla.

La naturaleza, caprichosa como es, ha dejado evidencias de ese hecho: donde la ñusta venció a la serpiente y al lagarto, han quedado entre las rocas sus figuras destrozadas.  Otra enorme roca, al pie del Cala – Cala, simboliza la figura de un enorme sapo.  En tanto que las dunas que rodean la ciudad de Oruro (antes Uru –Uru) sugieren a la vista aquellas hormigas infernales muertas por la  mano de la ñusta vengadora.  Por otro lado, el rostro de la ñusta que salvó de la degradación al pueblo Uru, fue encontrado en una galería subterránea de un cerro vecino a la ciudad.  Había sido pintado por algún habitante agradecido para perpetuar su imagen y memoria.

El rostro místico de la india era tan expresivo y dulce, que de inmediato fue tomado por el de una virgen, de allí en adelante, fue venerada por generaciones como la Virgen del Socavón.



LA DEVOTA DE LA VIRGEN DE LA NATIVIDAD

Así como la luz se va perdiendo en los confines del espacio, así se han ido perdiendo con el devenir del tiempo, en la misma montaña rocosa y salina donde han habitado durante siglos, los pichincotos.

Ya no son los trogloditas de antaño que se cobijaban en el corazón de las piedras, pero siguen transitando por las faldas escarpadas del Coricacya, montaña en cuya cúspide el sol, generoso y magnánimo, deja caer su lumbre en un baño de misticismo ancestral.

Aun hoy, los escasos pobladores pichincotos son conocidos como los hombres pájaros. El vivir rodeados de abismos y el consumir en su dieta sal no yodada, les ha dado también la denominación de pájaros bociosos. El atractivo de Pichincoto no sólo está en la geografía  del valle, alma y corazón de este paraíso verdoso dueño de policrómicos jardines.

Población mermada por la muerte y la emigración, Pichincoto fue testigo en otro tiempo de nefastos amores. Cuna de hermosas doncellas, Pichincoto vio partir a sus hijas predilectas del brazo de algún príncipe incario y, años después, muchos españoles nobles tomaron también a jóvenes pichinchotas con quienes tuvieron hijos.
Mas estas muchachas inexpertas en el arte del amor no pasaron del concubinato, pues, los hijos de la conquista preferían mujeres de su raza a la hora de casarse. Fueron cuantiosas las muchachas que sufrieron los desdenes, y casi todas, haciendo gala de entereza e hidalguía, volvieron a cobijarse en sus cavernas.

Una de ellas fue Saiwa, núbil adolescente de pequeños ojos negros como el cabello que, largo y sedoso, caía como catarata andina sobre sus fuertes hombros. Cautivada por la voz melodiosa del hijo del noble español, Pedro de Ortiz y Oquendo, Saiwa, confiada e ingenua, no tardó en sentir los mareos producidos por el embarazo.

Don Carlos de Ortiz Orúe, hijo del noble español, ajeno a los cambios que se operaban en el cuerpo de la muchacha, anunció a los cuatro vientos su matrimonio con una prometida venida en galeón desde el Viejo Continente. Cuando Saiwa tomó conciencia de la difícil y deshonrosa situación en la que estaba envuelta, sólo atinó a huir.

Al poco tiempo Don Carlos de Ortiz Orúe descubrió el porqué de la desaparición de la muchacha. Fue en ese momento que descubrió los verdaderos sentimientos que su corazón había pretendido ocultar. Cuando Saiwa se enteró de que él la andaba buscando se escondió en una cueva donde no tardaría en nacer su hijo.

El niño, víctima del clima frío que reinaba en la cueva, enfermo de gravedad. Saiwa no encontraba consuelo a su pena y lloraba amargamente. Cuando sonaron las campanas de la pequeña iglesia de barro, una luz brillante se encendió en la cueva encegueciendo a la muchacha.

Cuando la claridad se hizo más tenue, la asustada muchacha vio ante sí la imagen de la Señora de la Natividad, a quien pidió salvara a su hijo y que hiciera que el pérfido amante no la encontrara jamás. Desde ese día, Saiwa caminaba libremente por Pichincoto al igual que don Carlos de Ortiz Orúe, quien nunca tuvo la fortuna, a pesar que dicen que buscaba a su amante desde el alba hasta el anochecer, de coincidir con ella en alguna parte.

Dicen los que hablaron con él que aún se le ve deambulando por los abismos y farallones buscando a Saiwa y a su hijo. Todos creían que se trataba de un loco, pues, juraba a todo el que se le cruzaba en su camino que estando en la iglesia pidiéndole a la Virgen de la Natividad que lo ayudara en su búsqueda, esta había desaparecido frente a sus ojos por unos minutos y que luego había vuelto a aparecer en el altar diciéndole que estaba condenado a no coincidir jamás con Saiwa ni su hijo, y que a pesar de tenerla tan cerca, nunca se encontraría nuevamente.

Wolfsschanze, octubre 02 del 2000.




EL PINTOR Y LA MUERTE

“Hay días en que me invade la tristeza de morir y, como si pudiera ser la muerte la engañada, me pongo a pintar con frenesí, confiado en que ella no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin terminar entre mis manos”

 “La resistencia”

Ernesto Sabato

Llegado a los últimos años de su existencia, un viejo pintor pensó que si la muerte lo encontraba trabajando en un nuevo cuadro, quizá se apiadaría de él y lo dejaría seguir viviendo hasta que culminara su obra. Y así sucedió, pues, una mañana en que el hombre trabajaba afanosamente en una pintura, la muerte asomó su lúgubre figura en el estudio del pintor.

- ¡Caramba! Veo que estás atareado, dijo la Parca rascándose el cráneo pelado

- Así es, contestó el pintor, simulando estar distraído

-Bueno pues, entonces esperaré a que termines, dijo la Parca buscando algún lugar donde acomodar el esqueleto.

Viendo que no había forma de deshacerse de la muerte, el anciano siguió pintando con mucha lentitud. Luego de varias horas, la muerte se marchó, no sin antes recordarle que regresaría en cualquier momento. Así se sucedieron los días, los meses y los años, sufriendo la muerte los engaños del empecinado pintor quien no se resistía a morir. A cada aparición de la cadavérica visita, surgía un nuevo cuadro sin terminar. Una mañana se apareció la Parca y le propuso al hombre un trato.

- Mira, buen hombre, aprecio tu arte pero veo que nunca estás listo a partir, pues, siempre tienes algún nuevo cuadro que terminar...

- Te prometo que cuando me veas terminar un cuadro me marcharé contigo, sólo te pido que tengas paciencia y que te fíes de mi palabra.

La Parca se quedó pensativa unos minutos y luego dijo:

- Está bien, acepto tu proposición, pero a cambio quiero que me hagas un retrato donde no luzca tan horrible como me veo, quiero una semblanza que me haga atractiva a la gente para que se me reciba con amabilidad y alegría.

El pintor se dio cuenta que complacer a la muerte resultaba imposible, pero como no había manera de negarse, dio manos a la obra.

Todo el día, hasta muy entrada la noche, el anciano removió las pinturas con uno y otro pincel hasta que el cuadro estuvo terminado

- Bien amiga, he hecho todo lo posible por mejorar tu aspecto y este es el resultado.

La muerte miró el cuadro y le pareció maravilloso.

- Realmente eres un gran artista, y es una pena que el mundo tenga que prescindir de ti. Toma el cuadro, pues, ya tenemos que partir.

Ya en la calle, el viejo pintor caminaba resignado, siguiendo a aquella maestra del embuste a quien él había querido engañar. Tal como lo había prometido, había terminado un cuadro.




UN BUEN MUCHACHO

Un viejo hortelano era conocido por su mal humor, de ahí que todo aquel que se acercaba a su huerta corría el riesgo de ser corrido de mala manera por el anciano.

- ¡Qué trabajo más arduo es éste!, decía el horticultor mientras recogía la hojarasca que diariamente se acumulaba al pie de los cuantiosos árboles frutales.

Una tarde, mientras el viejo hortelano se disponía a recoger las hojas, notó que en la copa de un peral las ramas se movían considerablemente. Al pararse bajo el árbol, vio que dos pies pequeños se veían entre el follaje.
- Baja de ahí, muchachito, y espero que tengas una buena razón para estar allí arriba.

Un pequeño, con algunas peras ente manos, dijo dibujando una mueca de sorpresa en su rostro:

- Noté que estas peras habían caído al suelo y creí conveniente devolverlas a su lugar de origen.

El anciano se sonrió y dijo con voz amenazadora:

- ¡Así que un buen muchacho, no!

Desde ese día, el pilluelo hubo de recoger todas las hojas del huerto. De vez en cuando, el viejo le regalaba alguna fruta.

Wolfsschanze, enero del 2001.



LA OPINIÓN DEL COYOTE

Atraído por la discusión que se suscitaba en un corral, un coyote hambriento se acercó a la cerca y divisó a un pavo, a un pato y a un gallo.

- Este maíz es de lo más delicioso que mi pico haya gustado. Parecen pepitas de oro y de cierto que para mi paladar exigente lo son, dijo el gallo y se pasó un grano.

- No comparto lo que dice este crestado, dijo el pato. Para mí, mejor guisante que las berzas, no existe. ¿Puede dudarse de la delicia que su jugo representa al paladar de los palmípedos? No, claro que no, sólo un necio dudaría de mi juicio.

El gallo lo miró con disgusto, pero el pato no se dio por enterado.

-No he podido evitar oír vuestras opiniones encontradas, dijo el pavo, pero temo decirles el yerro en que incurren ambos. No hay maíz ni berzas que compitan con el trigo, grano generoso rojo blanco o púrpura, suave o duro, siempre sustancioso al exigente buche.
Viendo que todos sustentaban sus posiciones con gran elocuencia, el coyote asomó el hocico y dijo así, con singular acento:

- Veo que están en un aprieto y me presto a servirles de juez. Conozco el sabor del maíz, las berzas y el trigo como el mejor.

Las aves miraron al intruso con recelo, pero los celos que los embargaban pensó más que la cautela. Ya en el interior del corral, el coyote les dijo que cada uno tomara un trozo de su alimento preferido y, que a una orden de él, cerraran los ojos y pasaran el bocado.

- Luego miraré fijamente a cada uno de ustedes y aquél que perciba mayor fruición al comer, será el ganador, concluyó el coyote.

Las suntuosas aves se apresuraron a ingerir sus alimentos y, luego de cerrar fuertemente los ojos, esperaron la orden del coyote. Demás está decir que el coyote, sacudiéndose las plumas del hocico, dijo muy sonriente:

- En mi opinión, los tres estuvieron deliciosos.

Wolfsschanze, marzo 2001.





EL TESORO DE LA GOLONDRINA

I

Un guardabosque trabajaba muchas horas para mantener a su familia a cambio de un mísero sueldo. Cierta tarde, en que ya había pasado algunos minutos de la hora habitual en que ponía fin a su jornada, encontró en su camino a una golondrina con las alas quebradas.

- Pobre pájaro, yaces agónico en soledad y expuesto a la rapiña de los carroñeros. Dónde quedó tu suave y agorero vuelo primaveral.

El guardabosque mientras hablaba, acariciaba al ave dulcemente: ora las alas puntiagudas negriazules, ora la cola larga y ahorquillada, ora el pico negro corto y alesnado.

- No dejaré criatura del cielo, aunque prive a mi familia de mi presencia un tiempo más y aunque el cuerpo fatigado me obliga a descansar, que nadie profane tu vuelo hacia la eternidad.

Largo rato estuvo el guardabosque esperando que la golondrina falleciera. Ya la luna dibujaba su plateado rostro cuando el pájaro expiró. Provisto de una lampa, el hombre comenzó a cavar en un claro del bosque.

- Haré una fosa profunda, no vaya a ser que ande cerca algún intruso y la desentierre.
No bien hubo llegado a una profundidad que consideró adecuada, cuando la lampa rebotó contra algo duro. Dentro de un cofre, una fortuna en joyas y monedas, había esperado por siglos ser desenterrada.

II

Siempre, sobre aquel montículo de tierra que cubría el descanso de la golondrina, una cruz y unas flores anunciaban la llegada de la primavera.

Wolfsschanze, enero 10 del 2001.