LA FURIA DEL ALMIRANTE
Hay en el Cusco una hermosa residencia que según dicen fue construida en la pequeña colina donde se encontraba la residencia principal del Inca Huáscar. La belleza de tan singular residencia no solo estriba en la fachada plateresca sino también en otros detalles que fueron cuidadosamente pensados, como es el caso de los dinteles y jambas de las puertas, que se hallan mimosamente decoradas con rosetas y florones, cornisas y balaustres con mascarones adornados con hojarascas y estrías. Un coqueto escudo de armas, mudo testigo del entroncamiento de dos ilustres familias, remata en una figura caballeresca de yelmo con penacho de plumas, coraza y guantelete que sostiene una espada desnuda. Un enorme portón acoge una enorme aldaba de bronce macizo por el lado exterior, mientras en el interior cerrojos de gruesas chapas dan protección a la residencia.
El señorial patio principal fue testigo de una tragedia: el ajusticiamiento del último Almirante que tuvo el Cusco. La hermosa pila de piedra que luce en medio del patio, fue colocada ahí por orden de don Gregorio de Espinosa Castilla y Lugo, quien recibió el título de Almirante de los mares del sur del Perú por gracia del rey Carlos V. El agua que traía esta pila desde la hacienda de La Calera, abastecía a todo el barrio. Para alimentar su vanidad, el Almirante gustaba salir a su balcón para recibir el saludo de todos los que pasaban por ahí. Si alguien, por descuido o rebeldía, no cumplía con lo dispuesto, el Almirante enviaba tras el infractor a sus servidores, quienes después de coger al desdichado lo sometían a una tanda de azotes. Para no ser víctimas de la ira del Almirante, muchos evitaban pasar por la calle del castigo, dando un largo rodeo por avenidas aledañas. El Almirante se vio entonces obligado a descender hasta el Portal de los Herreros para recibir el codiciado saludo. Un día en que los vecinos se surtían del agua de la pila, el Almirante se asomó al patio. Algo había ennegrecido su humor aquella mañana y, para su desgracia, una anciana que recogía agua fue víctima de su malhumor. A empellones, la pobre mujer fue arrojada de la casa. La vieja resultó ser hija de un sacerdote quien no tuvo reparos en reclamar y exigir una disculpa por el ultraje. El Almirante con los ojos enrojecidos y furibundos propinó un certero puñete en el rostro del reclamante. Amarrado a un madero, el cura recibió palos y azotes por parte del indignado Almirante. Ante el Señor de la Justicia de la catedral, el cura, postrado de rodillas, lloró desconsoladamente por la humillación recibida.
Lejos estaba el Almirante de imaginar que las furias que vienen del más allá son más fuertes que las terrígenas. Él había traspasado los límites permitidos; había cruzado la línea prohibida abriendo con ello puertas ocultas al ojo humano en el momento preciso que el Diablo parecía dirigir a la Tierra su mirada maléfica. Una vieja curiosa, vecina del Almirante, pudo ver por una rendija como el ofensor del cura fue sacado de su residencia para ser ahorcado en la Plaza de Armas. Heraldos de otros mundos llegaron hasta la ciudad Imperial a imponer justicia sobre la vida del hereje. De algún lugar del infierno salieron los verdugos y en un abrir y cerrar de ojos construyeron el cadalso donde el Almirante pagaría con su vida tamaña ofensa.
Luego de edificar el patíbulo, cuatro de los vengadores anónimos subieron la pendiente que llevaba hasta la casa del noble. Cubiertos de oscuras capuchas, los portadores de la vindicta llevaban sobre sus musculosos cuerpos brillantes túnicas que resaltaban más sus gigantescas tallas. Sus pasos, a pesar de la parsimonia de sus movimientos, eran largos y parecían devorar las largas calles empedradas. El pongo que abrió la puerta principal permaneció trémulo al paso de aquellos enormes fantasmas. Ni siquiera pudo mover los labios para interrogar que era lo que buscaban. La fría mirada de aquellos ojos sin vida lo petrificó.
Después de atravesar el zaguán, llamaron, a la segunda puerta donde un indio amestizado se atrevió a ocultar al amo. Una mano candente se posó sobre el hombro del osado mestizo quien, mudo de espanto, hubo de soportar el ardor de su piel abrasada. La arquería del patio fue dejada atrás de dos arcadas y tomaron el segundo piso. De nada valieron las razones que objetó el sirviente que guardaba la última reja que separaba al Almirante de la muerte. El condenado se había vestido con sus mejores atavíos, como si con ese ropaje de lujo pudiera evitar su destino final. Pálido y silencioso, el Almirante descendió las escaleras de mármol bruñido escoltado por sus opresores. Todo sucedió tan rápido y sin queja alguna por parte de la víctima. A la mañana siguiente todo el Cusco pudo contemplar cómo terminan los que pretenden medir sus fuerzas con los amos del universo. Parecía como si la bondad y la maldad se hubieran dado la mano para decirles a todos los almirantes del mundo que hay límites que no pueden transgredirse. Según la tradición, el último Almirante que habitó la residencia fue tan déspota y cruel como aquel que terminó con una soga alrededor del cuello.
Fadrique de Castilla, que así se llamaba el noble, se atrevió a golpear públicamente al párroco de la iglesia matriz, don Gerardo Fuentes, porque éste no quiso saludarlo cuando encabezaba la procesión del Santísimo. No sólo le bastó al soberbio Almirante llamarlo, ¡Cholo miserable!, sino que acompañó la ofensa con sendas bofetadas. Las lágrimas por la humillación sufrida se confundieron con las voces de protesta de los prosélitos que acompañaban el anda. La respuesta a tal vejación llegó de una voz de ultratumba que el cura Fuentes escuchó en el Altar Mayor de la Catedral a donde había ido a refugiarse: “Habrá justicia. Donde se ultrajó, allí se castigará”. El noble no vio el amanecer del día siguiente.
Wolfsschanze, octubre 01 del 2000.
Hay una fiesta en Oruro que está vinculada a la Virgen del Socavón. En la actualidad los devotos danzarines de esta virgen se disfrazan de diablos y están guiados por un jefe llamado Huaricato, cuyo nombre se debe al gigante Huari, el frustrado pretendiente de Inti Huaura, la bella hija del dios Inti. Los danzarines cubren sus cabezas con máscaras ornamentadas decoradas con sapos, lagartos y víboras. Estos diablos cantan, bailan y oyen misa en el templo de la virgen. Representan también un drama en el que los siete pecados capitales, personificados por otros tantos diablillos se enfrentan al Arcángel Miguel. Después de ser derrotados los diablillos son humillados ante la Virgen del Socavón. Pero esta ceremonia tiene su origen en tiempos muy remotos en las proximidades de un pueblo de pescadores y pastores de llamas. Cerca de este lugar estaba Uru – Uru, una cadena de altas montañas donde se guarecía el gigante Huari, quien todas las mañanas despertaba con la llegada de la aurora, que no era otra que la bella Inti Huaura.
La primogénita del dios Inti, con su leve fulgor y hermosura, despertó los sentimientos amorosos que dormían en el corazón del gigante Huari. Una mañana en que Inti Huaura lucía más hermosa que nunca, Huari extendió alrededor de ella sus brazos de humo y fuego volcánico con la intención de posesionarse de ella. Avisado el dios Inti del peligro que acechaba a su hija, irradió con más fuerza sus rayos solares sobre Huari confinándolo a su guarida, librando así a su hija. La furia de los despechados es como la de los dioses, y la de Huari no se dejaría esperar mucho. Tomando la forma humana, Huari se presentó ante el religioso pueblo Uru como apóstol portavoz de una nueva religión.
Provisto de una elocuencia proverbial y ademanes oratorios harto convincentes, Huari comenzó su labor de difamación y descrédito contra Pachacamac y su obra religiosa y social. Luego dio cuenta del dios Inti a quien cubrió de injurias acusándolo entre otras cosas de tener preferencias sobre determinadas jerarquías sociales. Conocedor de que los urus eran un pueblo espiritual, Huari predicó sobre la superioridad de los bienes materiales sobre los espirituales. ¿Para qué matarse trabajando en las minas y en los campos cuando la fecundidad de los valles vecinos estaba al alcance de la mano, esperando ser conquistada?
Tomen las cosechas ajenas, sois un pueblo fuerte nacido para someter a los más débiles, les dijo Huari a los incautos urus.
Con la oreja caliente, los puneños terminaron rebelándose contra sus ancestrales creencias y dejaron de lado los consejos y advertencias de las autoridades cuyas voces habían mantenido el orden social de aquel pueblo en que ahora, la voz de la rebeldía había calado hondo entre el pueblo uru.
Dejando de lado el trabajo cotidiano y la adoración de su dios Inti, los puneños se dieron a la vida perezosa y libertina. La vida se convirtió en un cúmulo de vicios, donde la chicha de los valles, bebida que desconocían, pasó a formar parte de sus reuniones nocturnas donde imperaba la beligerancia, la borrachera y la brujería. Sapos, lagartos, víboras y hormigas fueron manipulados en actos de aquelarre a fin de enfermar a los habitantes de poblaciones vecinas; aún amigos y parientes fueron víctimas de sus hechizos para apropiarse de sus bienes. De esa manera el pueblo uru, tan dado al trabajo, convirtióse por obra de Huari en un contingente de gente ociosa, huraña y licensiosa.
No pudiendo soportar la perversión que se había apoderado del pueblo, los amautas y los curacas huyeron en busca de lugares más apacibles. El pueblo parecía a punto de desaparecer como consecuencia de las luchas intestinas, pero parece que la bienaventuranza se negaba a marcharse de aquel pueblo castigado. Un día llovió a cántaros sobre Uru – Uru y el cielo se abrió dejando que las aguas lo atravesaran de extremo a extremo. De pronto una ñusta apareció ante la extrañeza de todo el pueblo uru. Su llamativa belleza causaba asombro a su paso, como si un cometa de enorme cola hubiera descendido del espacio para despertar el espíritu decaído de todos los urus. Vestida como una india, la ñusta demostró que no sólo hablaba la lengua de ellos, sino también un lenguaje nuevo: el quechua. En forma paulatina, la magia de la ñusta hizo que los hombres fueran dejando atrás los vicios adquiridos y retornaron a sus actos primigenios, es así como se les vio retomar sus costumbres, sus tradiciones, su religión, hasta que el orden social volvió a su equilibrio. Pero cuando Huari vio que los campos volvieron a fecundarse, el furor de su venganza se multiplicó. Recordando que los urus habían realizado actos de brujería utilizando serpientes, sapos, lagartos y hormigas, Huari lanzó plagas contra aquel pueblo arrepentido.
Una serpiente reptó entre las montañas llevándose toda simiente y ganado que a su paso encontraba. Ante el asombro de los urus, la ñusta arremetió con su espada petrificando el cuerpo del ofidio; con tajo un certero había dividido el cuerpo de la serpiente en partes iguales. Una enorme boca, la de un sapo gigantesco, puso fuera de combate la segunda maldición lanzada por el furioso Huari. Y cuando la cabeza de un enorme lagarto apareció del fondo de una laguna, la ñusta lanzó nuevamente el filo de su espada rasgando, no sólo el viento fuerte que arreciaba entre las cumbres, sino la carne del saurio cuya cabeza sanguinolenta fue a dar al fondo de un abismo, dejando en su caída el cuerpo inerte de la bestia. Si bien Huari era obstinado, la ñusta lo fue más, pues, las cuantiosas hormigas que bajaron del cerro Cala –Cala como si fueran un ejército demoníaco encabezados por el gigante, sucumbieron a la hoja protectora de la ñusta, quedando sus cuerpos convertidos en finos granos de arena. Huari huyó, pero previendo la ñusta un posterior ataque de aquel ser malévolo, clavó su espada en la cumbre del cerro Cala – Cala, allí donde ahora se levanta una pequeña capilla.
La naturaleza, caprichosa como es, ha dejado evidencias de ese hecho: donde la ñusta venció a la serpiente y al lagarto, han quedado entre las rocas sus figuras destrozadas. Otra enorme roca, al pie del Cala – Cala, simboliza la figura de un enorme sapo. En tanto que las dunas que rodean la ciudad de Oruro (antes Uru –Uru) sugieren a la vista aquellas hormigas infernales muertas por la mano de la ñusta vengadora. Por otro lado, el rostro de la ñusta que salvó de la degradación al pueblo Uru, fue encontrado en una galería subterránea de un cerro vecino a la ciudad. Había sido pintado por algún habitante agradecido para perpetuar su imagen y memoria.
El rostro místico de la india era tan expresivo y dulce, que de inmediato fue tomado por el de una virgen, de allí en adelante, fue venerada por generaciones como la Virgen del Socavón.
LA DEVOTA DE LA VIRGEN DE LA NATIVIDAD
Así como la luz se va perdiendo en los confines del espacio, así se han ido perdiendo con el devenir del tiempo, en la misma montaña rocosa y salina donde han habitado durante siglos, los pichincotos.
Ya no son los trogloditas de antaño que se cobijaban en el corazón de las piedras, pero siguen transitando por las faldas escarpadas del Coricacya, montaña en cuya cúspide el sol, generoso y magnánimo, deja caer su lumbre en un baño de misticismo ancestral.
Aun hoy, los escasos pobladores pichincotos son conocidos como los hombres pájaros. El vivir rodeados de abismos y el consumir en su dieta sal no yodada, les ha dado también la denominación de pájaros bociosos. El atractivo de Pichincoto no sólo está en la geografía del valle, alma y corazón de este paraíso verdoso dueño de policrómicos jardines.
Población mermada por la muerte y la emigración, Pichincoto fue testigo en otro tiempo de nefastos amores. Cuna de hermosas doncellas, Pichincoto vio partir a sus hijas predilectas del brazo de algún príncipe incario y, años después, muchos españoles nobles tomaron también a jóvenes pichinchotas con quienes tuvieron hijos.
Mas estas muchachas inexpertas en el arte del amor no pasaron del concubinato, pues, los hijos de la conquista preferían mujeres de su raza a la hora de casarse. Fueron cuantiosas las muchachas que sufrieron los desdenes, y casi todas, haciendo gala de entereza e hidalguía, volvieron a cobijarse en sus cavernas.
Una de ellas fue Saiwa, núbil adolescente de pequeños ojos negros como el cabello que, largo y sedoso, caía como catarata andina sobre sus fuertes hombros. Cautivada por la voz melodiosa del hijo del noble español, Pedro de Ortiz y Oquendo, Saiwa, confiada e ingenua, no tardó en sentir los mareos producidos por el embarazo.
Don Carlos de Ortiz Orúe, hijo del noble español, ajeno a los cambios que se operaban en el cuerpo de la muchacha, anunció a los cuatro vientos su matrimonio con una prometida venida en galeón desde el Viejo Continente. Cuando Saiwa tomó conciencia de la difícil y deshonrosa situación en la que estaba envuelta, sólo atinó a huir.
Al poco tiempo Don Carlos de Ortiz Orúe descubrió el porqué de la desaparición de la muchacha. Fue en ese momento que descubrió los verdaderos sentimientos que su corazón había pretendido ocultar. Cuando Saiwa se enteró de que él la andaba buscando se escondió en una cueva donde no tardaría en nacer su hijo.
El niño, víctima del clima frío que reinaba en la cueva, enfermo de gravedad. Saiwa no encontraba consuelo a su pena y lloraba amargamente. Cuando sonaron las campanas de la pequeña iglesia de barro, una luz brillante se encendió en la cueva encegueciendo a la muchacha.
Cuando la claridad se hizo más tenue, la asustada muchacha vio ante sí la imagen de la Señora de la Natividad, a quien pidió salvara a su hijo y que hiciera que el pérfido amante no la encontrara jamás. Desde ese día, Saiwa caminaba libremente por Pichincoto al igual que don Carlos de Ortiz Orúe, quien nunca tuvo la fortuna, a pesar que dicen que buscaba a su amante desde el alba hasta el anochecer, de coincidir con ella en alguna parte.
Dicen los que hablaron con él que aún se le ve deambulando por los abismos y farallones buscando a Saiwa y a su hijo. Todos creían que se trataba de un loco, pues, juraba a todo el que se le cruzaba en su camino que estando en la iglesia pidiéndole a la Virgen de la Natividad que lo ayudara en su búsqueda, esta había desaparecido frente a sus ojos por unos minutos y que luego había vuelto a aparecer en el altar diciéndole que estaba condenado a no coincidir jamás con Saiwa ni su hijo, y que a pesar de tenerla tan cerca, nunca se encontraría nuevamente.
Wolfsschanze, octubre 02 del 2000.
EL PINTOR Y LA MUERTE
“Hay días en que me invade la tristeza de morir y, como si pudiera ser la muerte la engañada, me pongo a pintar con frenesí, confiado en que ella no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin terminar entre mis manos”
“La resistencia”
Ernesto Sabato
Llegado a los últimos años de su existencia, un viejo pintor pensó que si la muerte lo encontraba trabajando en un nuevo cuadro, quizá se apiadaría de él y lo dejaría seguir viviendo hasta que culminara su obra. Y así sucedió, pues, una mañana en que el hombre trabajaba afanosamente en una pintura, la muerte asomó su lúgubre figura en el estudio del pintor.
- ¡Caramba! Veo que estás atareado, dijo la Parca rascándose el cráneo pelado
- Así es, contestó el pintor, simulando estar distraído
-Bueno pues, entonces esperaré a que termines, dijo la Parca buscando algún lugar donde acomodar el esqueleto.
Viendo que no había forma de deshacerse de la muerte, el anciano siguió pintando con mucha lentitud. Luego de varias horas, la muerte se marchó, no sin antes recordarle que regresaría en cualquier momento. Así se sucedieron los días, los meses y los años, sufriendo la muerte los engaños del empecinado pintor quien no se resistía a morir. A cada aparición de la cadavérica visita, surgía un nuevo cuadro sin terminar. Una mañana se apareció la Parca y le propuso al hombre un trato.
- Mira, buen hombre, aprecio tu arte pero veo que nunca estás listo a partir, pues, siempre tienes algún nuevo cuadro que terminar...
- Te prometo que cuando me veas terminar un cuadro me marcharé contigo, sólo te pido que tengas paciencia y que te fíes de mi palabra.
La Parca se quedó pensativa unos minutos y luego dijo:
- Está bien, acepto tu proposición, pero a cambio quiero que me hagas un retrato donde no luzca tan horrible como me veo, quiero una semblanza que me haga atractiva a la gente para que se me reciba con amabilidad y alegría.
El pintor se dio cuenta que complacer a la muerte resultaba imposible, pero como no había manera de negarse, dio manos a la obra.
Todo el día, hasta muy entrada la noche, el anciano removió las pinturas con uno y otro pincel hasta que el cuadro estuvo terminado
- Bien amiga, he hecho todo lo posible por mejorar tu aspecto y este es el resultado.
La muerte miró el cuadro y le pareció maravilloso.
- Realmente eres un gran artista, y es una pena que el mundo tenga que prescindir de ti. Toma el cuadro, pues, ya tenemos que partir.
Ya en la calle, el viejo pintor caminaba resignado, siguiendo a aquella maestra del embuste a quien él había querido engañar. Tal como lo había prometido, había terminado un cuadro.
UN BUEN MUCHACHO
Un viejo hortelano era conocido por su mal humor, de ahí que todo aquel que se acercaba a su huerta corría el riesgo de ser corrido de mala manera por el anciano.
- ¡Qué trabajo más arduo es éste!, decía el horticultor mientras recogía la hojarasca que diariamente se acumulaba al pie de los cuantiosos árboles frutales.
Una tarde, mientras el viejo hortelano se disponía a recoger las hojas, notó que en la copa de un peral las ramas se movían considerablemente. Al pararse bajo el árbol, vio que dos pies pequeños se veían entre el follaje.
- Baja de ahí, muchachito, y espero que tengas una buena razón para estar allí arriba.
Un pequeño, con algunas peras ente manos, dijo dibujando una mueca de sorpresa en su rostro:
- Noté que estas peras habían caído al suelo y creí conveniente devolverlas a su lugar de origen.
El anciano se sonrió y dijo con voz amenazadora:
- ¡Así que un buen muchacho, no!
Desde ese día, el pilluelo hubo de recoger todas las hojas del huerto. De vez en cuando, el viejo le regalaba alguna fruta.
Wolfsschanze, enero del 2001.
LA OPINIÓN DEL COYOTE
Atraído por la discusión que se suscitaba en un corral, un coyote hambriento se acercó a la cerca y divisó a un pavo, a un pato y a un gallo.
- Este maíz es de lo más delicioso que mi pico haya gustado. Parecen pepitas de oro y de cierto que para mi paladar exigente lo son, dijo el gallo y se pasó un grano.
- No comparto lo que dice este crestado, dijo el pato. Para mí, mejor guisante que las berzas, no existe. ¿Puede dudarse de la delicia que su jugo representa al paladar de los palmípedos? No, claro que no, sólo un necio dudaría de mi juicio.
El gallo lo miró con disgusto, pero el pato no se dio por enterado.
-No he podido evitar oír vuestras opiniones encontradas, dijo el pavo, pero temo decirles el yerro en que incurren ambos. No hay maíz ni berzas que compitan con el trigo, grano generoso rojo blanco o púrpura, suave o duro, siempre sustancioso al exigente buche.
Viendo que todos sustentaban sus posiciones con gran elocuencia, el coyote asomó el hocico y dijo así, con singular acento:
- Veo que están en un aprieto y me presto a servirles de juez. Conozco el sabor del maíz, las berzas y el trigo como el mejor.
Las aves miraron al intruso con recelo, pero los celos que los embargaban pensó más que la cautela. Ya en el interior del corral, el coyote les dijo que cada uno tomara un trozo de su alimento preferido y, que a una orden de él, cerraran los ojos y pasaran el bocado.
- Luego miraré fijamente a cada uno de ustedes y aquél que perciba mayor fruición al comer, será el ganador, concluyó el coyote.
Las suntuosas aves se apresuraron a ingerir sus alimentos y, luego de cerrar fuertemente los ojos, esperaron la orden del coyote. Demás está decir que el coyote, sacudiéndose las plumas del hocico, dijo muy sonriente:
- En mi opinión, los tres estuvieron deliciosos.
Wolfsschanze, marzo 2001.
EL TESORO DE LA GOLONDRINA
I
Un guardabosque trabajaba muchas horas para mantener a su familia a cambio de un mísero sueldo. Cierta tarde, en que ya había pasado algunos minutos de la hora habitual en que ponía fin a su jornada, encontró en su camino a una golondrina con las alas quebradas.
- Pobre pájaro, yaces agónico en soledad y expuesto a la rapiña de los carroñeros. Dónde quedó tu suave y agorero vuelo primaveral.
El guardabosque mientras hablaba, acariciaba al ave dulcemente: ora las alas puntiagudas negriazules, ora la cola larga y ahorquillada, ora el pico negro corto y alesnado.
- No dejaré criatura del cielo, aunque prive a mi familia de mi presencia un tiempo más y aunque el cuerpo fatigado me obliga a descansar, que nadie profane tu vuelo hacia la eternidad.
Largo rato estuvo el guardabosque esperando que la golondrina falleciera. Ya la luna dibujaba su plateado rostro cuando el pájaro expiró. Provisto de una lampa, el hombre comenzó a cavar en un claro del bosque.
- Haré una fosa profunda, no vaya a ser que ande cerca algún intruso y la desentierre.
No bien hubo llegado a una profundidad que consideró adecuada, cuando la lampa rebotó contra algo duro. Dentro de un cofre, una fortuna en joyas y monedas, había esperado por siglos ser desenterrada.
II
Siempre, sobre aquel montículo de tierra que cubría el descanso de la golondrina, una cruz y unas flores anunciaban la llegada de la primavera.
Wolfsschanze, enero 10 del 2001.