LA JUSTIFICACIÓN DEL ZORRO
Dicen que como los alimentos escaseaban, los animales de una comarca tenían que hacer cola para recibir comida. Como el hombre que repartía los víveres era algo instruido, decidió gastarles una broma a aquellos animales hambrientos.
- A ver tú, le dijo al caballo. ¿Cuánto es dos más dos?
El caballo pensó unos instantes y respondió:
- Pues, veinte.
- Vaya que si eres una bestia, dijo el burro que se hallaba detrás de él
El pobre caballo sólo recibió un pequeño hatajo de heno, pero no se largó sin antes darle una patada al burro.
- Ahora tú, le dijo al burro. ¿Cuál es la capital de Francia?
El burro miró las nubes que pasaban como tratando de encontrar en ellas las respuestas.
- Norteamérica.
- ¡Qué bruto!, comentó el chancho que se hallaba detrás del borrico.
El burro recibió un poco de alfalfa y luego le dio tal coz al cerdo que lo hizo caer.
- El que sigue, gritó el hombre.
El chancho dio un paso adelante.
- El que sigue, gritó el hombre.
El chancho dio un paso adelante.
- ¿Qué moneda usan en Alemania?
- Qué fácil, pues, el dólar
El hombre comenzó a reír mientras el pavo, que se hallaba a continuación de él, batía las alas muerto de risa.
- ¡Qué cerdo más ignorante!
El cerdo cogió la mazorca que el hombre le alcanzó, cogió al pavo de las alas y le aplicó tal cabezazo que el pavo fue a dar con el pico en tierra.
Ya repuesta, el ave ocupó su lugar, sacudió el moco de pavo y esperó la pregunta.
- ¿Quién fue Shakespeare?
- Un granjero, dijo el pavo y sonrió muy seguro de haber acertado.
El hombre negó con la cabeza.
- Otro bruto, rió el gallo que seguía en la fila al pavo.
El pavo cogió un poco de trigo y le dio un picotazo al gallo que casi le arranca la cresta.
El zorro que estaba detrás del apto, paraba las orejas muy nervioso por lo difícil que se estaba poniendo la cosa.
Al gallo le preguntaron cuántos lados tenía un cuadrado. El pobre plumífero trató de remover los pocos conocimientos que tenia sacudiendo la cabeza, batiendo las alas y cantando como loco, pero de nada le valió.
- ¡Cómo que tres!, este gallo es un estúpido, dijo el pato.
El hombre, cansado de tanta ignorancia, decidió no darles nada al gallo y a ningún animal que no supiera.
Eso preocupó al zorro quien vio caer al pato debido al picotazo que le propinó el gallo.
Mientras el apto era interrogado, el lobo, que está más atrás en la larga cola, el grito al zorro:
- Vaya preparando el golpe, amigo zorro, pues, de seguro que la gallina que tiene atrás hará un amargo comentario cuando usted no sepa qué responder.
El zorro abrió los ojos y paró las orejas.
- Se equivoca, señor lobo. Sepa usted que soy un caballero y pegarle yo a una dama, eso jamás, pero comérmela es otra cosa.
El zorro le dio un mordisco a la pobre gallina y partió a la carrera.
El NIÑO DEL PESEBRE
Agotados y desalentados por los malos tiempos que acechaban, tres amigos regresaban de una jornada más de trabajo.
- Las viñas parecen haberse malhumorado, pues, este poco de vino que he obtenido en esta cosecha más parece vinagre, se lamentaba Gaspar, el viñatero.
- Lo mismo podría decir yo de mi huerto. Sólo unas cuantas manzanas he podido salvar de este mal tiempo, dijo entristecido Melchor, el hortelano.
- Después de agrietar mis manos en el molino, sólo he logrado un poco de harina de trigo para hacer unos cuantos panecillos, dijo apenado Baltasar, el molinero.
La tarde de aquel 24 de diciembre se resistía aún a marcharse. A pesar de lo avanzada de la hora, el celaje azulino daba claridad al campo.
- Será mejor que nos demos prisa, o la noche nos tomará camino a nuestra casa, dijo Baltasar.
Los pensamientos de aquellos tres hombres que caminaban en silencio estaban en las penurias que aquel año había traído a sus hogares. Sus hijos sufrían hambre y frío. Necesitaban alimentos y vestidos, pero poco es lo que podían darles en aquellos tiempos de crisis. Ya la noche se había posesionado del cielo, cuando una estrella fugaz cruzó el firmamento.
- Miren dijo Gaspar. Una estrella fugitiva. De seguro que nuestra suerte va a cambiar.
- ¡Bah! Eso no te lo creo, amigo, dijo Melchor dándole un pequeño golpe al morral en el que llevaba sus manzanas.
Ya entrando al pueblo, los tres hombres escucharon algo que les llamó la atención.
Oyeron eso, dijo Gaspar. Parece los berridos de un becerro.
- Yo creo que es un grillo, dijo Melchor.
- No, no es eso. De eso estoy seguro, dijo Baltasar, avanzando con cautela hacia el lugar de donde venía aquel extraño ruido.
Los otros dos hombres lo siguieron hasta que llegaron a las puertas de un establo.
-Este lugar está abandonado desde hace muchos años, no puede haber nadie ocupándolo, dijo Baltasar. Pero no me cabe la menor duda de lo que hay aquí.
La puerta rechinó y alguien que se hallaba en el lugar pidió silencio. Los tres hombres miraron con asombro a un hombre barbado que con el dedo índice en los labios les pedía que no hicieran ruido. Al lado del hombre, una joven mujer tenía en sus brazos a un niño a quien canturreaban para que se durmiera. Al lado de la mujer, una vaca se hallaba postrada contemplando al niño con ojos curiosos. Más allá, cerca de la ventana, una mula daba cuenta de un hato de pienso. Los tres hombres se despojaron de sus gorros y se aproximaron hasta donde se hallaba la mujer con el niño. No había más que mirar el rostro de aquellos dos extraños para darse cuenta que habían viajado mucho y que estaban hambrientos.
La mujer destapó al niño para darle un poco de leche que la vaca había dado, y los recién llegados vieron el rostro de aquel niño, cuyo llanto, era lo que habían escuchado antes, cuando iban camino a sus casas.
-¡Qué rostro más tierno!, musitó Gaspar.
-¡Si es un angelito! susurró Melchor.
-¡Qué bello niño! se escuchó la voz de Baltasar.
Los tres hombres se miraron y, como si con la mirada se hubieran puesto de acuerdo, dejaron caer sus morrales y diéronle a la pareja algunas manzanas, unos panecillos y un poco de vino.
-No es mucho lo que podemos darles, pero lo hacemos de todo corazón, dijo Baltasar.
El hombre barbado y la mujer asintieron con una sonrisa de agradecimiento.
Camino a sus casa, el molinero, el hortelano y el viñador, no cruzaron palabra alguna. Con un ademán se despidieron y cada uno tomó el camino a su hogar. De repente, Gaspar sintió que el morral que llevaba a la espalda iba aumentando de peso como si alguien estuviera llenándolo de piedras a cada paso. Lo mismo le sucedía a Melchor y a Baltasar en ese momento. El peso del morral se hizo tan pesado que los tres tuvieron que pedir ayuda a sus esposas y a sus hijos para meter el bolso en sus casas.
Cuando los morrales fueron desocupados, aparecieron ante los ojos de los asombrados niños paquetes de galletas, chocolates, caramelos, bombones y toda suerte de golosinas. Había también unos bellos juguetes que los niños recibieron con gran alegría.
Gaspar, Melchor y Baltasar no salían de su asombro cuando sus esposas iban extrayendo del morral quesos, panes, frutas y toda una gama de comestibles que los ayudarían a sobrellevar aquella dura etapa de escasez que estaban viviendo. Los tres, cada uno en su hogar, movían la cabeza de un lado a otro sin saber qué contestar a los ojos interrogantes de sus esposas.
Aquella noche, cuando todos en la casa dormían, Gaspar, Melchor y Baltasar salieron a las puertas de sus casas. Miraron al cielo y vieron que otra estrella fugaz cruzaba el cielo. Entonces escucharon la risa de un niño. Una lágrima de alegría rodó por sus mejillas.
Wolfeschanze, diciembre 12 del 2000.
LAS CAJAS Y LAS PIEDRAS
I
Estaba un viejo rey paseando por su huerto cuando observó una bella mariposa que triscaba entre los magnolios bañados de roció. “Así es de bella mi hija”, pensó. De regreso en su castillo llamó a su chambelán.
- Habrás notado, Viejo amigo, que ya el cuerpo de mi hija muestra los visos de una mujer, dijo el rey.
- Está en lo cierto, majestad, dijo el chambelán con cierta solemnidad.
Luego agregó:
- Tengo la impresión de que os preocupa cual será el destino de vuestra hija, y que por ello me habéis llamado.
El rey miró por uno de los visillos que davan al jardín principal, vio unos cuclillos saltando en el camino enlajado que llevaba al huerto; le vino un mal presentimiento.
- La he criado desde que era niña, traté en lo posible que la ausencia de su madre no la afectara, no sé si lo he logrado, dijo el rey.
El chambelán notó en la voz del rey un tono de tristeza y resignación. Desde que enviudó no había prestado tanta atención a nada como lo había hecho con la hija. Se las ingenió para repartir su tiempo entre la niña y sus obligaciones para con sus súbditos. No había campesinos comerciantes que no sintieran respeto por aquel rey que siempre había demostrado ser un hombre justo.
- Ya la princesa ya está en la edad en que las muchachas deben sentir la presencia de un varón…, el chambelán se detuvo como buscando las palabras precisas, claro está, majestad, que el entablar amistad con ciertos jóvenes, es menester que sepa escoger al hombre adecuado, para que en el futuro pueda contraer matrimonio. No cree usted.
- De eso no cabe duda. Mi hija está revestida de inocencia; algún día será una reina, fastuosa de tesoros y eso atraerá a muchos hombres; algunos honrados, justos; otros codiciosos, malvados. En algún momento en su corazón escuchará el grito del claro despertar del amor, lo que me preocupa es que se tope con el hombre equivocado, un hombre que en vez de hacerla sentir una diosa la haga infeliz.
El rey se detuvo y el chambelán lo vio frotarse las manos, claro signo de que se encontraba en una de esas típicas crisis de angustia e incertidumbre.
- Entiendo vuestra inquietud, majestad. Ningún corazón puede dejar pasar el tiempo sin huellas que indiquen que jamás amó.
Luego de un prolongado silencio en que el pensamiento del chambelán parecía luchar con sus recuerdos, dijo:
- Dejad todo en mis manos, mi señor, yo encontraré la forma de que vuestra hija descubra al hombre apropiado para que pueda disfrutar de una vida venturosa.
Ya en sus aposentos, el chambelán llamó a uno de sus criados.
- Traedme cuatro cajas vacías, pero cuida que todas sean iguales.
El criado asintió y a la media hora regresó con cuatro arcones de cuero labrado, con los cuales el chambelán se presentó ante el rey.
- He averiguado mi señor que hay cuatro jóvenes que desde hace un buen tiempo pretenden a vuestra hija. Todos parecen honrados y de buen talante, pero sabido es que la maldad en el perverso sabe esconderse muy bien.
- Como la perla dentro de una ostra, dijo el rey mientras mordisqueaba unas uvas.
- Todo lo tengo bien pensado majestad, continuó el chambelán; en tres de estas cajas colocaré tres ofrendas para la princesa: una ajorca, un collar y un anillo, la cuarta caja tendrá una piedra. Cada uno de los jóvenes que pretenda la mano de vuestra hija escogerá una de las cajas con la promesa de no abrirla, luego, el día indicado, la traerán, vuestra hija abrirá las cajas, y escogerá el presente que más le agrade, y el portador de aquella será vuestro yerno, concluyó el chambelán.
El rey quedó pensativo. ¿Quién le garantizaba que el afortunado joven que resultara elegido sería realmente un hombre bueno y no un rufián que había sido tocado por la fortuna?
Se hizo un largo silencio, durante el cual el rey se paseaba de un lado a otro como una fiera enjaulada. De vez en cuando atisbaba a su chambelán como buscando una respuesta a su interrogante. Este se mantenía en silencio.
¿Cómo dudar de la sabiduría de aquel viejo chambelán que tantas veces, en los momentos más difíciles de su reinado, había salido airoso de todos los infortunios que habían caído sobre el reino?, pensó el rey.
- No he dejado ningún cabo suelto, dijo el chambelán como leyendo en el rostro del rey algún atisbo de duda. Tenga la seguridad, Majestad, que todo saldrá perfecto, puede usted confiar en mí como siempre lo ha hecho.
El rey abrazó a su chambelán. Este, emocionado le dijo:
- No quiera Dios que las canas que llevo con orgullo sobre mi frente nacidas en servicio de vuestra Majestad las manche yo con algún desacierto.
En sus habitaciones, aquella noche de luna llena, el chambelán meditaba sobre su plan. Su habitación, por toda riqueza, lucía un estante lleno de libros. Rodeado de tanto lujo por todos lados, él había aprendido a ser rico en la escasez. Sus placeres habían sido siempre un bocado que llevar a la boca, una buena salud y una reconfortante lectura. Ahí tenía a la mano a su adorado Tasso con su Jerusalén y a su Ariosto con su Orlando. Pensó que siempre había sido un buen consejero, honesto, justo y mesurado. Nunca había abusado de la confianza que el rey le había brindado y supo mantenerse lejos de los áulicos y palaciegos cortesanos que con sus constantes genuflexiones y sus risitas hipócritas buscaban el favor del rey, como el perro el hueso del amo. También reconocía que parte de su merito se debía a que el rey era un hombre leal y honesto. “A re malvagio, consiglier peggiore”, pensó recordando el célebre verso de Tasso. Con las manos cruzadas sobre el pecho, como un diácono que invoca un favor de Dios, se quedó profundamente dormido.
II
Allegados al chambelán le habían dado el nombre de los cuatro jóvenes con los que la hija del rey había entablado cierta amistad. Uno de ellos era Guanilo, joven alto de cara alargada y nariz afilada; trabajaba como talabartero haciendo cabezadas, frontaleras, muserolas, sillines, gruperas, sufras y todo tipo de arreos de caballería; su padre lo consideraba muy diestro en la materia; otro joven era Brúguel, joven apicultor que proveía de miel a mucho hogares, pues, decíase que su miel era purificada en un melificador que él mismo había inventado; de baja estatura, brazos y piernas cortos y macizos, Brúguel era además muy diestro en el manejo del arco, pues, gustaba de cazar ciervos, gamos y corzas cuya piel él mismo quitaba, procesaba y vendía con grandes ganancias; el tercero era Gabrielle, joven de contextura corpulenta y rostro agraciado, voraz lector que se ganaba la vida viajando por las aldeas impartiendo clases de gramática, retórica y música a los hijos de los labriegos y segadores que podían pagar sus modestos honorarios; el último de ellos era Nemoroso, joven diestro en la construcción de jambas, frisos, dovelas, dinteles y balaustres, oficio que había aprendido trabajando con un constructor de casas para ricos; sus manos , según algunos, eran diestras como las de cualquiera de aquellos grandes escultores de santos de capilla.
El chambelán citó a los cuatro jóvenes a quienes mostró las cuatro cajas. El rey, oculto tras una cortina, observaba.
-Su Majestad y yo sabemos de la amistad que os une con la princesa, y que también estáis interesado en desposarla.
Los cuatro muchachos se mostraron sorprendidos y ruborizados. “El que se ruboriza ya es culpable”, pensó el chambelán, he ahí la mejor prueba de que mis suposiciones eran acertadas.
El rey, siempre oculto, también había pensado lo mismo.
Tal como lo había manifestado al rey, el chambelán procedió a entregarles las cajas a los jóvenes diciéndoles:
- Cada uno llevará una de estas cajas y la envolverá con sumo cuidado; recuerden que el regalo es para la princesa. Una de estas cajas contiene una ajorca, un collar y un anillo, la cuarta contiene una pequeña piedra sin valor alguno, una piedra cualquiera. El que posea esta última perderá la oportunidad de ser elegido pretendiente de la princesa. ¿Quién será el ganador?, pues, aquel que posea la caja con el regalo que más guste a la muchacha.
Los cuatro asintieron con la cabeza.
- Pero hay algo más y quiero que presten mucha atención a lo que voy a decir, dijo el chambelán.
Un silencio recorrió el ambiente. Los jóvenes permanecieron tensos, conocedores de que el silencio puede estar lleno de sorpresas, de peligros, pero, también de amor.
- No les está permitido abrir las cajas, sólo las llevarán, las envolverán con tela, con papel, lazos, con todo lo que ustedes crean que luzca mejor ante los ojos de la doncella.
Otro silencio, más largo que el anterior inundó el salón.
- Aquel que no siga las reglas perderá toda opción a participar de esta gracia. Demás está decir que las cajas se abrirán aquí, delante del rey de la princesa y ante mí.
Los cuatro muchachos dieron su conformidad y partieron cada uno a sus comarcas.
Lo que ignoraba el chambelán era que su criado había conseguido los arcones en una villa cercana al palacio, las había comprado a un vendedor de baratijas, que entre otras cosas, para ganarse la vida, se hacía pasar por hechicero, timando a todo aquel que cayera en sus manos. Hombre de vida desesperada y de gran astucia sintió curiosidad por saber qué destino tenían esos arcones. No le fue difícil, repartiendo maulas por aquí y por allá, averiguar las intenciones del chambelán; pensó que la fortuna había tocado a su puerta y que no desperdiciaría la oportunidad de hacerse de algunas monedas.
Su nombre era Gog, era alto, flaco y desgarbado. A un lado y otro de su maciza cabeza, sobresalían unas enormes orejas de un rojo intenso; su rostro con cejas pobladas y pestañas pronunciadas, junto a las espolvoreadas efélides que cubrían sus mejillas, le daban una fisonomía singular. La nariz afilada enorme y colgante le daba el aspecto de un oso hormiguero. Su boca desdentada y maloliente, formada por gruesos labios carnosos paraba siempre babosa; sus ojos, grandes y saltones, culminaban aquel rostro siniestro y bufonesco.
No le fue difícil a Gog abordar a cada uno de los jóvenes pretendientes de la princesa.
- Me haré de esas joyas a como dé lugar, ahora me falta saber que hay en cada caja y timar a esos tontos, pensó Gog tomando sobre su vieja mula el camino por el que pasarían los cuatro jóvenes.
Primero se topó con Guanilo quien, desobedeciendo las órdenes del chambelán, había abierto la caja. “Vaya suerte la mía, me tocó la piedra”, se lamentó el muchacho.
- Puedo ofrecerle mis servicios, dijo Gog, con mirada inquisitiva. Tengo ungüentos mágicos, polvos seductores para conquistar a cualquier jovencita que requieras…
Guanilo lo cortó en seco.
- Lo único que necesito es una ajorca que sea muy valiosa y que no me cueste mucho, pues, no tengo mucho dinero.
Gog buscó entre los talegos que tenía sobre la mula y encontró una pulsera de fantasía, muy vistosa.
- ¿Qué te parece ésta, le perteneció a una reina que antes de morir se la regaló a una pariente mía que la había servido durante años?; ¡agradecida la muertita, verdad!
Guanilo la miró con detenimiento y después de darle varias vueltas la compró.
- De algo servirá, dijo:
Pagó y se marchó.
- Será difícil que el chambelán me descubra. El día indicado removeré las cajas y nadie sabrá que es la mía, pensó mientras tomaba un atajo para llegar a su vivienda.
Horas más tarde, Gog abordó a Brúguel, quien se había detenido en un caravasar a beber vino.
Al igual que Guanilo, también había abierto la caja. “Maldita sea, me tocó la piedra”, blasfemó con amargura.
Brúguel encontró a Gog repugnante cuando este se le acercó. El lugar se hallaba lleno de mendigos, truhanes y borrachines.
- Puedo leer en tu rostro cierta preocupación, amigo, pero veo que también eres un joven apuesto e inteligente, dijo Gog chasqueando su lengua sarrosa.
Ducho en el oficio, Gog sabía que nada abría y allanaba con gran presteza el camino hacia la vanidad que la misma vanidad manejada con maestría por la lengua de la zalamería. De ahí que Brúguel cayera como una mosca sobre la telaraña de aquel granuja.
- Necesito hacerle un obsequio a una dama, una joya para ser más preciso; pero no cuento con mucho dinero.
- Está bien, te daré un valioso collar de oro engastado con un bello diamante; perteneció a un viejo pirata que lo obtuvo cortándole el dedo a un príncipe, dijo Gog con gran solemnidad.
Al muchacho le importó un bledo que aquello fuera verdad o no; miró el anillo y se comió el cuento. Conocía de abejas, panales, colmenas y piqueras, pero de joyas era más ignorante que un burro.
- Pero eso sí, también me llevo tu caballo, dijo dog, quien ya le había echado el ojo.
- Eso es un robo, grandísimo bellaco, gritó Brúguel.
Refunfuñando, el muchacho tuvo que continuar su camino a pie. “Cuando me case con esa boba tendré toda una cabelleriza para mí solo”, pensó; como hatajos de trigo segados por la misma guadaña, Brúguel pensó como Guanilo: cambiando las cajas al primer descuido nadie descubriría que estaba cometiendo fraude.
A Nemoroso lo encontró en un camino terroso cerca de un arroyo. La pezonera de una de las ruedas traseras de su carreta había cedido debido al mal camino y se hallaba desolado y malhumorado.
- Nada hace más feliz al espíritu y engrandece el alma que ayudar al prójimo, dijo Gog con voz casi susurrante.
Nemoroso lo miró con repugnancia. “De dónde habrá salido este raro engendro”, pensó.
- Juntar las manos para la oración es bueno, pero cuando se trata de ayudar al necesitado es mejor abrirlas, dijo Gog inclinándose ante el muchacho.
- Eso es bueno, amigo, hubieras empezado por ahí. Pues, manos a la obra y ponte a arreglar la carreta mientras yo echo una pequeña siesta, dijo Nemoroso, ahora con buen semblante.
“Quien me mandaría a abrir la bocaza”, pensó Gog, mientras arreglaba el desperfecto del carromato. No quería perder la oportunidad de hacerse del dinero que el muchacho tendría encima, así que trató de mostrarse sereno a pesar del malestar que sentía.
En tanto, Nemoroso, que como los otros dos gamberros había abierto su caja, pensaba la forma de hacerse del buen matrimonio que significaría ser marido de la hija del rey. Maldita sea la mano que pusó la piedra en esa caja, se repetía a cada instante, como si con esos anatemas dichos con furia cambiaría en algo su mala suerte.
Gog escuchó muy atento las lamentaciones de Nemoroso.
- No te preocupes, amigo, dijo Gog poniendo ante los ojos del muchacho un collar donde unos abalorios brillantes y multicolores brillaban llamativamente. Son las mejores piedras preciosas que puedas conseguir. Perteneció a una ricachona que, no teniendo herederos, lo dejó en herencia a una iglesia de un pueblo.
“Si esa historia era cierta, se la debe haber robado”, pensó el incauto muchacho.
- Sólo cuento con estas monedas y esta carreta, así que no creo que pueda acceder a tan costoso collar, dijo Nemoroso lamentándose.
Gog se lamió los labios reiteradamente mientras pensaba; un hilillo de baba amarillenta salía de la comisura de sus labios.
Nemoroso se quedó sin dinero, sin carreta y dueño de un collar que no valía ni una chamuchina.
Maestro supremo de la verborragia, Gog había triunfado una vez más sobre la ingenuidad amalgamada con la ambición y la perfidia. Ahora sólo le faltaba encontrar a Gabrielle y coronar magistralmente su fechoría.
III
Gabrielle, viendo que su mula se hallaba algo cansada, optó por darle un descanso. Se apeó junto a un alerce cuya umbría calmó en algo el sopor del viaje. Recostado al pie del árbol meditaba su situación. Mientras sus dedos jugaban con la hojarasca verdegay pensaba que aquella forma de azar no era lo que él hubiera querido para ser dueño del amor de una mujer. Lo que en un principio había sido una dulce felicidad no era ahora, visto desde lejos, más que una amable mentira. ¡Qué era eso de disponer de los sentimientos de una persona y someterlos a que la fortuna jugara con ellos, en una suerte de dados que ruedan, esperar obtener a un premio! Renunciaría a todo aquello que consideraba una manera nada honesta de casar a la princesa.
Dos tordos que triscaban sobre la hierba picoteando semillas lo sacaron de su pensamiento. “Las cualidades que creemos tener y que nos elevan por sobre todo el resto de la creación no la poseemos más que de idea”, pensó.
***
Cuando Gog encontró a Gabrielle no se topó, como había ocurrido con los otros pretendientes, con alguien desesperado por obtener algo. La elocuencia que tanto le había servido para timar a los otros chocaba ahora contra un muro impenetrable de condura y, sagacidad e inteligencia. Era el juego del gato y del ratón, faltaba saber quién era quién. “Este hueso va a ser duro de roer”, pensó Gog.
- Bonita caja, dijo Gog.
- Así parece, contestó el muchacho secamente.
- ¿Y qué hay en ella?, dijo el patrañero.
- Te convertirás en estatua de sal.
- No te entiendo, gruño Gog.
- La mujer de Lot, que contra la orden expresa de Dios volvió la cabeza bajo la impresión del dolor que sentía al dejar su casa, quedando la pobre infeliz convertida en estatua de sal. Su curiosidad fue su perdición.
- ¿Es algo valioso lo que traes ahí?, interrogó Gog.
- Dejarás el árbol de la ciencia sin frutos.
- ¿Qué árbol?, preguntó Gog.
- El que el Todopoderoso puso en el Edén y que Eva, llevada por su curiosidad, arrancó de él el fruto prohibido.
- No conozco a esa mujer.
Gog observó al muchacho con determinación y pensó si no se habría vuelto loco de sólo imaginar que podría ser el marido de una princesa. Pensó dejar la charla ahí nomás, pero ganarse unas monedas más era algo tentador. La experiencia dentro de su vida disipada y rufianesca le había enseñado que el obstinado siempre vence.
- ¿Si me dices qué hay en esa caja podré ayudarte?, interrogó Gog mostrando sus encías desdentadas.
- ¿Estás enfermo como dice el Santo? replicó Gabrielle.
- ¿Qué Santo?, preguntó Gog.
- Agustín de Hipona.
- ¿Acaso me conoce?, dijo Gog a punto de perder la paciencia. Bueno. ¡Que te lleve el diablo muchacho! ¿Vas a abrir esa caja o no?
- ¿Podrás contra todos los males del mundo?, dijo Gabrielle frunciendo el ceño.
- ¿Contra qué males? ¿De qué hablas?, grito Gog, enfurecido.
- De los que había en la caja que Júpiter le dio a Pandora…
El muchacho ya no encontró oídos. Gog se marchó masticando su impotencia y maldiciéndolo.
- ¡Vaya que el mejor antídoto contra el ignorante es el saber!, dijo Gabrielle y continuó su camino.
Llevaba la caja atada al arca de la mula, unas cuantas monedas, pan fresco, un trozo de queso, una garrafa de vino y su saber. Debido al sol, fuerte e inclemente de esa hora, se detuvo con la intención de descansar.
Desde un altozano vio los campos de barbecho, los trigales y los pradales cubiertos de amapolas. Cerca de él un canal arrastraba un agua clara y límpida como de un río paradisíaco brotado de algún edén. Caído de espaldas miró extasiado las nubes que recorrían el cielo despejado, cielo azul le trajo el recuerdo de su madre; rememoró esos ojos azules que desde niño lo habían encandilado aun más que los exiguos juguetes que habían desfilado por sus manos infantiles. Observó a algunos campesinos y a sus pequeños hijos que acompañaban a sus padres en la dura faena de labranza. A algunos de ellos les colgaba una ristra de mocos y lucían ojerosos, otros lucían los pómulos terrosos y los labios partidos a causa de la tierra polvorienta y seca que alguna ventisca levantaba de rato en rato. Los campesinos, hábiles en esos menesteres, lucían una contextura endeble y su singladura en zigzag denotaba su habilidad para esquivar los tiernos brotes evitando así echar a perder el plantío. Algo lo hizo recordar a su padre, pero ese recuerdo vago se disipó de inmediato, como le sucedía siempre, por los escondrijos interminables de la memoria. Luego de un breve descanso retomó el camino.
IV
Llegado el día de la cita los cuatro jóvenes se presentaron puntualmente. Las cuatro cajas habían sido envueltas en papel de estraza, con sumo cuidado y sin ningún adorno o atavío llamativo. No había diferencia entre caja alguna. Las cajas, colocadas sobre un buró de fresno, esperaban el momento de ser abiertas. Los jóvenes fueron llevados a una sala amplia que hacía las veces de pabellón de caza, donde se veían cabezas de gamos, jabalíes y hasta la de un oso que lucía los colmillos en señal de ataque. Allí estuvieron remoloneando los candidatos a la espera de la aparición del rey y su corte.
Tal como lo habían pensado, Nemoroso, Brúguel y Guanilo se las ingeniaron para ausentarse de la sala y remover la caja que les correspondía para evadir el timo que estaban perpetrando.
El chambelán los mandó llamar y luego de atravesar estancias colmadas de oro y plata y de pasar entre varios alabarderos, grandes como gigantes, se encontraron frente al rey. Se les sirvió pan y vino. Todos lucían nerviosos, menos Gabrielle, quien miraba a la princesa con cierta indiferencia. La princesa, colocada a la izquierda del rey, tenía la grácil finura de la flor que se mece sobre su tallo. Su sangre ancestral la había dotado de rubios cabellos, grandes ojos de un azul desvaído. Su mirada, soñadora y profunda, prendió de inmediato una llama voraz en el corazón de aquellos cuatro jóvenes.
La muchacha lucía un gorro de terciopelo púrpura, un vestido azul de muselina y unas zapatillas de tafilete del color del gorro. El rey, que lucía una barba rojiza en forma de corazón, llevaba un birrete confeccionado de raso violeta y guarnecido de armiño. Una capa de raso negro, con brocados grises, le daban una estatura superior a la que en realidad tenía.
Gabrielle comenzó a sentirse incómodo con tantas atenciones, se sentía abrumado por las deferencias y por educación no podía rehuirlas.
Después de una opípara comida donde abundaron las tortas de naranja, los membrillos, capones, quesos, salchichas y una buena ración de vino, pasaron al salón donde se hallaban las cajas.
- Bien, ha llegado el momento de ver el contenido de las cajas y así saber quién es el afortunado que tendrá la mano de la princesa, dijo el chambelán con voz ceremoniosa.
El rey permanecía impasible, la princesa con cara de disgusto; parecía no gustarle nada la idea de que su matrimonio se decidiera al azar. A poca distancia de los cuatro jóvenes colocados frente a las cajas, un mozuelo de gratos modales, vivaracho y animado en extremo, hacía las veces de amanuense, tomando nota, con suma eficiencia, de todo lo que sucedía y decía allí. En una sala contigua, un gran número de cortesanos esperaba ansioso el resultado, como si con esa elección barajarán sus posibilidades de perder o ganar nuevos favores dentro del séquito del rey. Un sacerdote con dalmática blanca y gorjal color oro viejo, impartía bendiciones con un hisopo que blandía por todos los rincones de la estancia. El primero en abrir su caja fue Brúguel.
- Esa no, esa es mía, dijo Gabrielle.
- No puede ser, replicó Brúguel, yo mismo la coloqué aquí.
De tanto manipular indebidamente los arcones ya nadie parecía saber cual era suya.
- La reconozco por la marca que tiene en este extremo, dijo Gabrielle mostrando una figura pequeña en forma de espita; yo mismo la puse ahí para evitar cualquier confusión.
Los otros tres pretendientes quedaron boquiabiertos, como si un fantasma se les hubiera aparecido en medio de la noche al pie de su lecho. Intercambiaron miradas de incertidumbre como si una avalancha de lodo les anunciara que serían sepultados en su propio fango.
Brúguel carraspeo reiteradamente como tratando de encontrar solución a la desagradable situación en que se encontraba.
- Entonces debe ser este… sí, claro que sí, ahora la reconozco, dijo sin convicción y abriendo con manos temblorosas otro arcón.
Algunos “¡oh!” se escucharon por la sala mientras Brúguel elevaba frente a sus ojos el collar que Gog le había dado a Nemoroso. El brillo de las cuentas hacía suponer una gema muy valiosa, pero cualquier joyero se hubiera percatado que aquel collar no valía ni una ración de pan. El Chambelán tomó el collar y lo colocó sobre una pequeña mesa. El rey miró el collar con gesto desdeñoso.
Luego Guanilo se adelantó y abrió una segunda caja. En ella estaba el anillo que Brúguel había comprado a Gog. El chambelán hurgó el anillo y lo colocó sobre la mesa junto al collar. Si hubiera sabido el precio que Brúguel había pagado, de seguro le hubiera dicho que por ese precio le hubiera conseguido una carreta llena de ese adefesio.
El turno fue de Nemoroso, quien extrajo de la tercera caja la ajorca que había adquirido Guanilo. Ya el Chambelán comenzaba a preguntarse si los tres muchachos habrían sido estafados por la misma persona y el rey ha interrogarse cómo su Chambelán había puesto como ofrendas para su hija unas joyas de fantasía.
Cuando se le pidió a Gabrielle que abriera su caja este se adelantó ante el rey y dijo:
- Su Majestad, es obvio que la caja que me corresponde tiene una insignificante piedra, por lo cual no tengo opción a ser elegido vuestro yerno. Demás está abrir una caja que no contiene joya alguna.
Luego de un breve silencio, prosiguió:
- Pero me alegro de ello, pues, creo que algo tan sagrado y responsable como un matrimonio amerita una elección donde debe primar el sentimiento de los contrayentes y no la fortuna. Y tenga por seguro, Majestad, que he venido sólo por cortesía, en ningún momento pensé hacer baza de esta forma.
El rey lanzó una mirada furibunda a su chambelán, pero este se mantuvo sereno.
- Espera, gritó la princesa.
Un murmullo recorrió la estancia como anunciando la tormenta que se avecinaba. El rey miró a su hija inquisitivamente por haber roto las reglas del protocolo.
- Tenéis razón. Es mi corazón quien debe elegir y no el destino que mi padre, irresponsablemente, me quiere otorgar.
El rey abrió los ojos como si unas fuertes manos le apretaran el cogote.
- Padre, yo os suplico, por el amor que existe entre nosotros y por el amor de Dios, que me otorguéis la justicia de ser yo quien elija a una compañero, don al que tengo derecho como mujer y como hija bien nacida.
Reinó un ambiente soterrado. Luego de un prolongado silencio, el rey dijo:
- Mi hija ha sido para mí desde la muerte de mi amada esposa, la mujer más fiel, más obediente y más sumisa que jamás pude soñar. Posee todas las virtudes que debieran adornar a una mujer de su rango y a la de posición más humilde.
Y después de rendirle ese tributo de admiración a su hija, el rey dijo:
- Que sea, pues, su voluntad.
Guanilo, Brúguel y Nemoroso se miraron contrariados, como tres fieras que ven la presa escapársele de las garras.
- Este es inaudito, gritó desaforadamente Brúguel.
- Eso es faltar a vuestra palabra, Majestad; es faltar a vuestro honor, dijo Nemoroso.
- Exigimos una compensación por esta humillación, inquirió molesto, Guanilo.
Un ayudante de cámara se acercó al Chambelán y le susurró algo al oído, éste se sonrió y los pretendientes pusiéronse en alerta; una nube gris parecía ser el ave de mal agüero portadora de malas noticias.
El Chambelán se acomodó la casulla y se ajustó la cofia como preparándose a dar la estocada final; un suave cuchicheo entre cortesanos y palaciegos invadió la estancia y se dispersó por los salones despertando la atención de criados, vasallos y palafreneros que rondaban desde temprano atraídos por aquel inusitado acontecimiento.
- Con el permiso de vuestra Majestad, quiero hablar, vosotros tres habéis expresado vuestro sentir.
Los tres asistieron con un gesto retador, seguros de que recibirían una compensación económica por aquello que consideraban un mal rato.
- Majestad, Princesa, Caballeros aquí presentes. Me tomé la libertad de actuar a mi voluntad, pues, me creía en la capacidad de poder llevar este asunto tan delicado y no me equivoqué.
El rostro de los pretendientes cobró una palidez insólita; los primeros relámpagos anunciaban la catástrofe que se avecinaba.
- Quiero que sepan todos que las cuatro cajas que di a estos jóvenes contenían piedras y no una sola de ellas, como anuncié cuando las entregué.
La red comenzaba a ajustarse sobre aquellos tres rufianes; ya nada podría librarlos de la humillación que les esperaba.
- Honor, humillación, palabra, caballerosidad, son términos que se han utilizado aquí; todas respetables, pero no puedo decir lo mismo de las bocas que las han pronunciado.
Brúguel quiso interrumpir, pero la mirada furibunda del chambelán lo calló.
- Ustedes tres han faltado a su palabra al haber abierto las cajas, y, más aún, al haber cambiado el contenido por estas ridículas “joyas”.
- Esta es una trampa, Majestad. Este hombre es un infame; gritó Nemoroso.
- Sí, una burda patraña, agregó Guanilo.
El Chambelán hizo llamar a su ayudante de cámara.
- Yo coloqué las piedras en cada caja, Majestad, tal como lo ordenó mi señor.
Los pretendientes quedaron atónitos.
- Pero, aún hay más, Majestad, dijo el chambelán dándole una orden al ayudante de cámara.
La princesa no podía ocultar la alegría que se dibujaba en el rostro; Gabrielle miraba sorprendido y el rey sonreía satisfecho de tener un chambelán hábil y eficiente.
Cuando la esperpéntica figura de Gog entró en aquel salón, los pretendientes percibieron que el final había llegado.
- ¿Conoces a estos hombres?, preguntó el Chambelán.
- Claro que sí señor, esas joyas… bueno, esas imitaciones se las vendí yo, dijo Gog mostrando su desdentada boca.
El chambelán miró al rey y este asintió; señal que le permitió continuar.
- Prosiga, le dijo a Gog.
- A ese con cara de idiota, dijo señalando a Brúguel, le vendí el anillo; a ese otro el collar y al último la ajorca. Pero no los estafé señor, ellos los compraron porque decían necesitarlo.
- Van a creer en la palabra de ese sinvergüenza, gritó Guanilo en un último intento por salvar lo insalvable.
- Un chacal huele a otros chacales señor, le contestó Gog.
El testimonio de Gog fue suficiente para desenmascarar a aquellos bribonzuelos, quienes abandonaron el palacio a toda prisa.
Gog recibió una compensación económica y una buena cena.
- Habéis actuado con honestidad, muchacho, dijo el rey a Gabrielle. De aquí en delante de ti dependerá, si tienes buenos sentimientos hacia mi hija, que ella os corresponda. En cuanto a mí, me siento satisfecho del buen actuar de mi chambelán. Ahora debo retirarme, pues, obligaciones para con los súbditos me urgen.
De que hablaron Gabrielle y la princesa, aquella noche en el jardín principal del palacio, sólo la luna, muda y luminosa testigo de los amantes, lo sabe.
23 de diciembre del 2008.
FRANCISCO Y EL LOBO
Más empecé a ver que en todas las casas estaban la Envidia, la Saña, la Ira, y en todos los rostros ardían las brasas de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
“Los Motivos del Lobo”
Rubén Darío
I
No había mañana o tarde en que Francisco de Asís, no recibiera la queja de los moradores del pueblo de Gubbio. Las incursiones del lobo sobre el ganado lanar o caprino dejaban constantes pérdidas. Todo intento por darle caza había resultado inútil, el lobo nictálope se desplazaba con gran sigilo saltando las cercas y despedazando a los perros pastores que se atrevían a enfrentarlo.
- En tus sermones dices que es una criatura del Señor y sin embargo esa bestia feroz no respeta nuestros rebaños ni tampoco nuestras vidas, Francisco. Más de uno hemos sufrido los ataques de ese animal infernal.
- Hasta cuando permanecerás indiferente a todo esto, gritó una mujer.
La multitud congregada en torno a la celda del santo se mostraba enfurecida y temerosa. Francisco pensó que había llegado el momento de hacer una incursión a la montaña, guarida de aquel lobo infame.
A la mañana siguiente los pastores vieron subir al santo. Iba provisto de un cayado y una cantimplora. A media montaña, Francisco se detuvo a descansar. Ya el sol de mediodía lanzaba sus rayos como flechas incandescentes. Paseó sus ojos por la cuesta y vio a los pastores arreando sus rebaños: ovejas y cabras marchaban en un bloque compacto secundados por unos hábiles perros ovejeros.
Bebió un poco de agua y reanudó su marcha. Una hora más tarde, Francisco plantó sus sandalias en la cumbre.
- Lobo, gritó el santo.
Un aire caliente le daba en el rostro. Ráfagas de polvo y viento se estrellaban entre riscos y breñales provocando grandes remolinos. Pero el lobo no asomaba hocico. Cuando el viento amainó, Francisco se sentó en una roca y recordó su vida mundana en la pintoresca Asís, en tierras de Umbría.
Recordó a Pedro Bernardone, su padre, quien diera a su temperamento la finura artística del espíritu toscano.
Recordó también que a los veinte años recibió el llamado de Jesucristo quien le haría descubrir el rumbo definitivo de su vida. Allí comenzó sus largas meditaciones en la soledad de una gruta en las afueras de su ciudad natal. Ya no sólo comenzó a dar a los necesitados todo lo que tenía, sino que comenzó a despreciar el mundo materialista y el dinero.
En una peregrinación a Roma pidió limosa a la puerta de San Pedro. Las pruebas que Dios le ponía a cada paso para poner a prueba su temple eran cada día más adustas.
Al encontrarse con un leproso, que le solicita caridad en nombre de su Dios, Francisco ve que su fe se quiebra y tambalea. Siente una terrible repugnancia, pero su espíritu se sobrepone al impacto y tomando la mano agrietada, escarosa y llena de pústulas, deposita en ella unas monedas no sin antes posar sus labios sobre ella.
De regreso a Asís, su padre, frente al obispo del pueblo, le recriminó el género de vida que estaba llevando exigiéndole devolver todo el dinero gastado en sus obras de caridad.
Francisco, con una sonrisa dulce que conmovió al obispo, renunció a la cuantiosa herencia de su padre y, despojándose de sus vestiduras, se las entregó a éste exclamando con gran solemnidad:
“De ahora en adelante ya no tendré que decir Padre Bernardone, sino Padre nuestro, que estás en los cielos”.
Un gruñido sordo sacó a Francisco de sus pensamientos.
- Sal de ahí, fiera indomable. Invocando a mi padre celestial te exijo que abandones tu guarida, gritó el santo con voz temblorosa.
El lobo escondiendo su largo rabo entre las piernas traseras y con las orejas gachas abandonó su cubil. Su instinto le decía que ante aquel hombre de sobrias vestiduras no tenía nada que temer.
-¿Qué quieres, hombre solitario, que hasta mi cueva te has atrevido a venir? ¿Es que acaso te debo algo?, preguntó el lobo.
El santo lo miró fijamente.
- ¿Cómo te atreves a irrumpir en la paz de los hombres con tu furia endemoniada? A tu paso sólo dejas desolación y muerte. Atacas sus ganados, matas a sus perros y en algunos casos las huellas de tus dientes han quedado selladas en los brazos y en las piernas de muchos hombres por el solo hecho de defender lo que les pertenece. ¿Qué tienes que decir en tu descargo?
- Tenía hambre, Francisco, contestó el lobo con resignación. El hambre es mala consejera, y el demonio se mete en el corazón de uno y todo se hacen tiniebla y amargura. Es en ese momento que aflora la bestia dormida en mi interior y mis fauces claman sangre.
El santo tomó su cayado y el lobo se puso en alerta.
- Tengo familia, hermano Francisco, mi compañera ha parido a cinco críos y si ella no se alimenta como es debido sus mamas no producirán abundante leche para amantarlos y mis hijos morirán, dijo el lobo.
- Eso no te justifica increpó el santo. ¿Por qué atacas al ganado si sabes bien que tiene dueño?
- Las presas escasean, padre santo, dijo el lobo. Son cuantiosos los hombres que cazan indiscriminadamente más de lo necesario por el solo placer de matar. Se hacen de la cabeza de un alce o un ciervo para adornar las paredes de sus cabañas. Los he visto degollar a sus víctimas sin el menor escrúpulo y dejar el resto pudrir bajo el sol. Esa vanidad nos lleva a los lobos a la hambruna y a la desesperación.
Francisco meditó unos minutos y miró al cielo como buscando la ayuda de su padre celestial. El celaje diáfano pareció abrirse y un rayo de sol cegó la visión del santo.
- Vendrás conmigo, dijo Francisco.
- ¿Y puedo llevar a mi familia?, interrogó el lobo.
- Por supuesto. Abajo hay buenos prados y tus cachorros podrán triscar y retozar entre la hierba. A los lobos pequeños les gusta remolonear bajo los rayos de la tarde. Te aseguro que la pasarán bien.
El lobo permaneció en silencio.
- Quisiera decirte que sí, Padre Santo, pero aún tengo mi recelo. Confío en ti, pero no en aquellos que habitan abajo.
- Reuniré a los pobladores, les hablaré de tu conversión, respetarán a tu familia y a ti, te lo garantizo.
- Si es así, pues andando, buen hombre. Al escucharte me doy cuenta qué poco es lo que sé de ustedes los humanos, dijo el lobo sonriente.
- Entre nosotros existe una ayuda mutua que llamamos solidaridad, también la aplicamos con los animales. Cuando prometemos algo dando nuestra palabra, a eso le llamamos honestidad. Nunca cambiamos lo que decimos y a eso lo conocemos con el nombre de verdad. Compartimos con otros nuestras cosas, no somos avariciosos. También respetamos nuestra palabra no defraudando a quienes confiaron en nosotros, a eso llamamos fidelidad.
El lobo escuchaba atento a lo que el Santo decía. Sus orejas, erectas y firmes, fueron asimilando y sopesando cada una de aquellas palabras que en la boca de Francisco sonaban a pureza. El lobo estiró la pata y Francisco la tomó entre sus manos. El pacto quedó sellado.
II
Francisco entró al pueblo por la calle principal seguido del lobo y su familia. Los pueblerinos se quedaron mudos al ver la figura del Santo y la de aquel lobo salvaje que tantas desgracias les había traído.
- Es un hombre milagroso, decían las mujeres.
- El Señor está con él, decían los hombres.
- Miren que lindos lobitos, gritaban los niños.
La loba y los cachorros fueron colocados en un establo junto al campo. En poco tiempo los perros pastores se acostumbraron a su presencia. El lobo permanecía casi todo el día junto a Francisco, atento a todas las obras de caridad que realizaba en las aldeas vecinas.
A la hora de la misa, permanecía al lado de él, atento a sus sabias palabras y sobre todo a las lecturas que hacía de la Biblia, libro que el lobo observaba con curiosidad. Todo marchó tal como Francisco lo había previsto, el lobo ya no cazaba, pues, los habitantes del pueblo le facilitaban el alimento necesario para él y para su familia.
Llegado el invierno, se le dieron mantas para que sus críos, ya bastante crecidos, pudieron abrigarse.
Una mañana, Francisco fue despertado por un labriego. Una epidemia de tifus estaba diezmando la población. El santo marchó de inmediato a brindar su ayuda y sus palabras de aliento a los moradores afectados. Su ausencia duraría tres meses, meses en los cuales los habitantes del pueblo parecieron olvidar sus enseñanzas y se lanzaron en toda suerte de vicios y libertinajes.
El lobo, atónito ante aquel cambio paulatino, se refugió con su familia. Una tarde en que los cachorros del lobo corrían por el prado, se escucharon unos disparos. La loba abandonó su guarida y fue en busca de sus hijos.
El lobo presagiando lo peor, subió la cuesta de un monte para ver que sucedía.
- Cácenlos como conejos, total no son más que lobos. Cuando crezcan vendrán en manada y arrasarán con todo lo que se les cruce en su camino.
Los hombres estaban ebrios. Un gran número de ciervos yacían inerte ante los impactos de bala. El lobo vio a sus hijos caer uno tras otro sin que la madre pudiera hacer nada por evitarlo. En pocas horas, la masacre había terminado.
Aprovechando la oscuridad y la luna llena, el lobo recogió uno a uno los cuerpos ensangrentados de su familia y los arrastró hasta lo alto de la montaña donde los cubrió de tierra hasta donde sus fuerzas se lo permitieron.
Al amanecer, uno de los cazadores fue encontrado muerto en su cabaña.
- Son mordeduras de lobo, dijo el médico que lo revisó.
El lobo atacó por las noches con más salvajismo que antaño. Ya no sólo mataba para comer, sino por el puro gusto de disfrutar de su venganza.
III
La anunciada llegada del Santo de Asís puso en alerta a los pobladores, quienes atemorizados por los ataques del lobo y por las represalias de Francisco, habían dejado atrás la vida disipada y vuelto a la normalidad. De ahí que al entrar Francisco en el pueblo encontrara todo como lo había dejado.
Las quejas de la gente no se hicieron esperar.
- Mira lo que ha hecho tu lobo manso, hermano Francisco, dijo un pastor mostrando sus ovejas muertas.
- Mira mis cabras, dijo otro, dejando caer dos ejemplares degollados a los pies del santo.
Contrariado, Francisco se recluyó en su celda y pasó toda la noche en vela. Al amanecer, mientras todos dormían. El Santo de Asís, cayado en mano, partió hacia la montaña en busca del lobo. Antes del mediodía, exhausto y con el cuerpo adolorido, llegó a la cumbre y, con el cayado en alto, gritó:
- Sal de tu guarida, fiera del demonio, o sino tendré que entrar por ti y sacarte a palos.
Esta vez el santo no tuvo que esperar demasiado, el lobo salió de inmediato, pero ahora mostraba sus fauces amenazadoramente. Los ojos inyectados de rabia, el pelaje erizado y la cola enhiesta indicaban que no estaba dispuesto a ser intimidado.
- Lárgate, hermano Francisco, no quiero más de tus sermones ni tus plegarias. Vete con tus mentiras a predicar entre los tuyos, yo no tengo orejas para escucharte.
Sorprendido, el santo retrocedió unos metros. Repuesto del susto, regresó sobre sus pasos.
- Se te alimentó y se te dio cobijo, también a tu familia, fiera indigna, y sin embargo escupiste en la mano del que te socorrió y trató como un hermano. Y mira como pagas tantas atenciones, traicionando y matando como la peor bestia de la creación.
El lobo se contuvo ante tal agresión, como si algo en su interior le dijera que el Santo había sido engañado con la misma astucia con que lo habían embaucado a él. Luego dijo:
- Ustedes, Francisco, son buenos hablando y dando normas de moral que nunca cumplen. Van a su iglesia y se golpean el pecho en señal de arrepentimiento y después salen y se embriagan y se lanzan al pecado y al libertinaje porque saben que después se les perdonará. La hipocresía, la avaricia, la traición y la mentira reinan en cada rincón de aquellas casas en que me patearon y apalearon cuando te marchaste. Vi como algunos fingían poner dinero en las bolsas de la limosna y otros más infames aún robaban el dinero santo de los necesitados. Hombres que traicionan a sus mujeres, cazadores que matan patos, halcones, ciervos y milanos por el puro placer de ensangrentar sus manos. Se embriagan hasta caer inconscientes olvidando el dolor que dejan tras de sí. Eso son los hombres que conocí allá abajo.
- El Señor nos enseña, interrumpió el Santo, que debemos amarnos los unos a los otros...
- No me vengas con tus prédicas, Francisco, interrumpió el lobo, sino voy a pensar que eres como ellos y estás con ellos. Con ellos vives, con ellos hablas, a ellos perdonas sus pecados. Soy una fiera de la creación, no soy como tú. Pero, como humano, no tienes ningún poder sobre mí, ni para ordenarme ni para perdonarme. No te lo permito. Déjame en paz con mi luto y mi dolor. Deja que el sol reseque la sangre de mis fauces. Lárgate de una vez antes de que se suelte la maldad y el odio que se han apoderado de mi corazón gracias a ustedes los humanos, hermano Francisco.
El Santo vio al lobo meterse en su guarida.
- Dios mío está llorando, dijo el Santo.
Francisco caminó unos pasos hacia el abismo cercano a la cueva y quedó horrorizado al ver los cadáveres de la loba y sus cachorros. Los agujeros por donde el plomo había ingresado quemando la piel lo dijo todo. El Santo de Asís, cabizbajo y triste descendió de la montaña. , Al llegar a la cuesta miró hacia la cumbre y dijo de rodillas “Padre nuestro, que estás en los cielos.”.
I
- ¡Qué magnifico muchacho es ese!, dijo doña Amelia, la esposa de Jonás, el dueño del aserradero vecino al río.
- Ni dudarlo doña Amelia, tiene buen corazón y es encantador. Qué pena que esa joroba tan grotesca que lleva sobre la espalda no le permita encontrar una buena muchacha con quien casarse y tener hijos, se lamentó doña Abundía, dueña de la granja donde se festejaba el cumpleaños de su hija Dolores.
Todos bailaban, saltaban y hacían bromas, mientras Pelucho tocaba su violín. Era tal el entusiasmo con que hacía correr el arco sobre las cuerdas que los danzantes no dejaban de cambiar de parejas para seguir bailando.
No había fiesta por aquella hermosa comarca donde Pelucho no fuera invitado a tocar su mágico violín; en aquella ocasión, Pelucho parecía esforzarse más, como buscando a través de aquellas miríficas notas salidas de su violín, conquistar el amor de Dolores, la hija de doña Abundía.
Pero Pelucho sabía que aquella protuberancia enorme y grosera que llevaba lo convertía en pretendiente no apto para conquistar a la hermosa muchacha. Desde niño había sido presa fácil de la burla de sus compañeros quienes encontraban en ese extraño bulto motivo para sus chanzas. Cierto día, cuando frisaba los diez años, un hombre junto a su pequeño hijo se detuvo frente a él.
- Mira, hijo, le dijo al pequeño, pasar la mano por la joroba trae buena suerte.
Después de sobar la joroba de Pelucho, el hombre hizo que el niño también hiciera lo mismo.
Cuando se marcharon, Pelucho recibió del hombre unas monedas. “Vaya manera para ganarse la vida”, pensó el jorobado. Con las muchachas tampoco le fue bien; las chicas congraciaban con él por las historias que contaba y por su habilidad para tocar el violín; ya por ese entonces su madre le había comprado aquel instrumento como una forma de que el hijo olvidara un poco aquel bulto que llevaba en las espaldas y que con el tiempo iba creciendo; regresando a las muchachas que Pelucho frecuentaba, estas siempre encontraban una buena excusa para negarse a sus declaraciones amorosas; las negativas eran muy sutiles para evitar lastimar a aquel “Muchachito tan bueno y gracioso”.
La fiesta se prolongo hasta muy entrada la tarde; los invitados comieron, danzaron y bebieron; uno que otro también canto, siempre acompañado de Pelucho al violín.
Cuando se despidió, ya las primeras sombras de la noche borraban el follaje de los árboles y un suave viento acariciaba el rostro del gibado. “La luna me servirá de guía”, dijo tomando su violín en una mano y un atado con pasteles, tartas de almendra y broas de damasco.
- Estos pasteles y broas le encantarán a Güebo, siempre espera que le lleve algo, dijo Pelucho tomando el sendero mayor que atravesaba el bosquecillo de acebo.
Pelucho anduvo durante horas; cansado por el ajetreo de la fiesta y algo relajado por el vino que había bebido, decidió descansar un poco antes de seguir camino.
- ¡Qué bella está la luna!, dijo el muchacho mirando el cielo límpido y nocturno.
Con la cabeza apoyada en un tronco, Pelucho sintió el frescor de la hierba algo humedecida y el aroma de los acebos con sus flores blancas y sus frutos de drupa rojiza. Baco hizo su trabajo y entregó a Pelucho a los brazos de Morfeo.
A los pocos minutos, de entre unas ramas de acanto, asomó un duendecillo todo vestido de amarillo, calcetas grises y el gorro en cucurucho también amarillo con un pompón blanco. Con sus pequeñas manos tomó el violín y lo observó extrañado; luego tomó el arco y lo frotó entre las cuerdas. El chirrido lo espantó y despertó a Pelucho quien vio al duende escabullirse entre unas matas de cilantro.
- Estoy soñando o he visto algo extraño por allí, dijo el jorobado frotándose los ojos.
La luz de la luna dejaba ver con claridad y Pelucho vio asomarse unos duendes; parados a pocos metros de él formando un parchís, estaba el duendecillo amarillo a quien se le habían unido uno rojo, uno verde y uno azul.
Asustado, Pelucho trató de ponerse de pie, pero el duendecillo amarillo se le prendió del cuello y se sentó en su joroba.
- ¡Um!, aquí huele delicioso, veamos qué hay, dijo el enano verde cogiendo la bolsa en que Pelucho llevaba los dulces para Güebo.
- Eso es para mi amigo Güebo, por favor no los toques, dijo Pelucho tratando de liberarse del duende que lo tenía del cuello.
- Pero sin son pasteles, gritó el duendecillo rojo emocionado.
Pelucho aprovechó el momento y logró quitarse al duende que ya lo estaba ahogando.
- ¿Y esta cajita con cuerdas qué es?, preguntó el duendecillo verde.
- Eso es un violín, contestó Pelucho.
- ¿Y para qué sirve?, preguntó el duende azul.
- Para hacer música, contestó Pelucho tocando una tarantela.
El duende verde dejó la bolsa de los pasteles y comenzó a golpear los pies contra el piso y a girar como una peonza; el duende amarillo aplaudía mientras el que estaba de traje rojo silbaba siguiendo el ritmo de la música.
- Entonces yo cantaré, dijo el duende azul.
Así estuvieron varios minutos, Pelucho tocando el violín y los gnomos cantando y bailando. A pesar del cansancio y el miedo que sentía el jorobado tocaba con gran entusiasmo. No bien terminaba una canción, y ya los duendes pedían otra. Cuando ya el amanecer anunciaba su presencia, los duendecillos comenzaron a dar muestras de temor.
- Ya viene la luz, debemos irnos, gritó el duende rojo.
- Nos das los dulces, amiguito, preguntó el duende verde.
Hombre de tan buenos sentimientos, el jorobado repartió algunas broas de damasco y algunos pasteles y tartas.
- El resto es para Güebo, dijo el jorobado.
- Y no esconderás allí más pasteles y dulces, dijo el duende amarillo señalando la joroba de Pelucho.
- ¡Bah!, ya había olvidado mi joroba con tanta diversión, contestó Pelucho cariacontecido.
- ¡Qué raro es esto!, dijo el duende verde pasando la mano por la giba del muchacho.
- Te traerá buena suerte, dijo Pelucho riéndose.
Los duendecillos se miraron sin entender lo que decía el jorobado.
- Te has portado amablemente con nosotros, hace mucho tiempo que no nos divertíamos así, dijo el duendecillo azul.
- Te recompensaremos dándote una gran cantidad de oro, dijo el duende verde mostrándole una pepita de oro.
Pelucho abrió los ojos y vio como brillaba aquella piedrecilla amarilla.
- No podrían hacer que desaparezca esto, dijo el jorobado señalándose la giba.
- No te preocupes muchacho, vete tranquilo que en todo te irá bien, dijo el duendecillo rojo desapareciendo entre el denso bosquecillo.
Después de unas horas, Pelucho llegó a su casa convencido de que lo que le había sucedido en el bosque no era más que un sueño. Cansado estaba, se echó a dormir.
II
Al mediodía, Pelucho fue despertado por los estrepitosos golpes que daban a su puerta. Cuando abrió, vio la cara de Güebo, malhumorado como siempre.
- ¡Qué barbaridad!, eres un ocioso jorobado, dijo Güebo metiéndose en la casa.
Llevaba una bolsa y, como siempre, comenzó su retahíla de peticiones.
- Necesito un poco de azúcar, un poco de jalea y una barra de mantequilla, ya después te lo devolveré, dijo el caradura.
Aun sabiendo que nunca le devolvía nada, Pelucho siempre lo aprovisionaba; era tan generoso como Güebo sinvergüenza.
- Te traje unos pasteles, unas broas y unas tartas, dijo Pelucho esbozando una sonrisa.
Güebo miró el obsequio con desdén; no le gustaba mucho las tartas de almendra y mucho menos las broas de damasco.
De repente, sus ojos se abrieron como dos ostras y la boca le quedó a medio cerrar.
- ¡Por las barbas de mi abuelo!, ¿Dónde está tu joroba, Pelucho?
Pelucho se tocó la espalda y notó que aquella monstruosa protuberancia había desaparecido.
- Los duendes cumplieron su palabra, gritó Pelucho emocionado.
¡Los duendes! ¡Quiénes eran esos duendes con el poder de sacarle la joroba a Pelucho! ¡O es que el jorobado había enloquecido! Estas y otras interrogantes cruzaron por la mente del envidioso Güebo.
Pelucho contó todo tal como había sucedido.
- No puedo creer que hayas rechazado ese oro, dijo Güebo exacerbado y furibundo mientras miraba meticulosamente la pepita de oro que Pelucho guardó para sí.
- Hubieras sido un jorobado rico; pero no; quitarme esa joroba es lo que yo quería, dijo Pelucho.
“Vaya estúpido”, pensó para sí, Güebo, mientras iba a su casa. Buscó en el ático y encontró entre un gran número de cachivaches una vieja flauta. Comenzó a soplar con entusiasmo y se dio cuenta que no había perdido la destreza de otros años.
- Sigo siendo el mejor. Ahora sólo esperaré la noche e iré en busca de esos pequeños monstruos, les tocaré alguna tontería y me haré de todo el oro que tengan.
Esa envidia que sentía Güebo nunca se saciaba; estaba furioso por la suerte de Pelucho y, más aún, de verlo tan gozoso.
Apenas había oscurecido y ya Güebo se internaba en el bosque provisto de su flauta y de varios talegos que pensaba llenar de oro. Tocó y tocó esa noche con gran entusiasmo. De pronto, por ahí cerca, se escuchó a los duendecillos que cantaban.
“Ya se ha puesto la noche.
Solitaria y bella está la luna
rodeada de muchas estrellas.
Sólo ella que es tan bella
deja caer la luz en la espesura,
sobre las ramas, sobre las hojas,
sobre este corazón de duende
andante que la ama con dulzura”
Cuando el canto se hizo más fuerte, Güebo comenzó a tocar enardecidamente; de inmediato los duendecillos notaron su presencia.
- ¡Qué bonita cañita!, dijo el duende rojo.
- ¿Qué hacer por aquí? ¿Acaso te has perdido?, preguntó el duende azul.
Güebo estaba tan emocionado que no sabía qué contestar.
- Dancen, bailen, canten, hagan lo que quieran; yo tocaré toda la noche, si es necesario las noches que quieran, gritaba Güebo.
El recuerdo de la pepita de oro lo había vuelto dadivoso.
Los duendes, bailaron y cantaron. Al amanecer, como impulsados por una señal extraña, comenzaron a correr desesperadamente de un lado a otro como buscando un camino por donde huir.
- Oigan ¿Y yo?, gritó Güebo.
- No te preocupes, te recompensaremos; ¿Qué es lo que deseas?
- Para mí es suficiente con que me den lo que no quiso el jorobado, les dijo el ambicioso Güebo.
- Pedido extraño, pero lo tendrás. Si eso te hace feliz, dijo el duendecillo verde.
- Adiós, amigo, gritaron los otros duendes, perdidos ya en los primeros fulgores del amanecer.
A medida que regresaba a su casa, Güebo sentía que le era más difícil avanzar, como si algo pesado se hubiera posado en su espalda. ¿Qué era? Pues, la joroba. ¿Cómo así?
“Para mí es suficiente con que me den lo que no quiso el jorobado”. Pues, muy bien, él no quiso la joroba, así que tómala tú. El pobre Güebo, por ambicioso y envidioso había adquirido lo que merecía.
EL RÍO HABLADOR
I
Bajaba un río por una colina pedregosa cuando vio a un niño jugando con las ramas caídas de un arce. La tristeza de los ojos del muchacho llamaba su atención cada vez que sus aguas cristalinas pasaban silenciosas junto al árbol.
- Siempre está ahí, pensaba el río. Callado e inquieto, retorciendo esas ramas carcomidas por el sol y por la lluvia. Su tristeza parece estancada en esos ojos, como agua empozada entre los riscos.
Una mañana en que el río bajaba más calmado que otras veces, le extraño no verlo. Esto se repitió durante varios días.
- Se debe haber aburrido de verme imperturbable, rutinario, cotidiano. Las mismas aguas transitando por el mismo lecho y hacia el mismo mar, se lamentó el río.
II
Una tarde de invierno, las lluvias habían descendido copiosas inundando el bosque y acrecentando el río a través de los cuantiosos riachuelos que bajaban de las montañas aledañas, arrastrando consigo pequeñas piedras y lodo. El río se puso viscoso y espeso, como una serpiente de lava, arrastrando con su fuerza las frágiles paredes de las riberas. Su caudal aumentaba día a día y su voz se fue haciendo más gruesa. Una tarde vio al niño. Su rostro lucía un moretón cerca al ojo derecho y un rasguño rojizo cubría parte de la mejilla izquierda. Unas lágrimas caían de sus ojos inyectados. El río no se contuvo.
- Te observo desde hace mucho tiempo, pero nunca te había visto tan afligido. Conozco algo de los humanos, de sus alegrías y tristezas, pero lo poco que sé no es suficiente para entender esas huellas que ensombrecen tu rostro.
El niño se puso de pie, retrocedió unos pasos y se escondió detrás del arce.
- Disculpa el tono de mi voz, está áspera debido al lodo y las piedras que arrastro en mi cauce. Poco a poco, a la hora en que amainen las lluvias y ya no haya riachuelos que arrastren tierra y piedrecillas, mi voz se irá haciendo suave y diáfana, como mis aguas en verano.
El niño se acercó al río y comenzó su confesorio. Habló de las reiteradas peleas entre su madre y su padrastro, de las amonestaciones, recriminaciones y los castigos físicos a que era sometido por éste. “Nunca me ha querido”, dijo el niño. “Mi madre está muy enamorada de él como para que lo abandone. No entiendo esa forma de amar de los adultos”.
- Lo he visto muchas veces, río arriba, tumbando los árboles como si fueran cerillas. Se le ve un hombre bravío y muy fuerte, dijo el río cuando el niño le dijo que el padrastro era leñador. Es un hombre muy audaz y arriesgado, suele limpiar sus aperos de leñatero en mis aguas sin importarle la bravura de mis aguas invernales. En estas épocas es tan fuerte mi corriente que voy desgastando las riberas…Perros, mapaches, lobos y hasta árboles han sido tragados por mis aguas por haber estado cerca de mí en estos tiempos de crecida.
El niño preguntó al río si también él albergaba algún secreto.
- Claro que sí, contestó el río, mientras le advertía que se alejara un poco de la orilla.
Le contó que era el alma viviente de un hombre que había muerto hacía varios años. Un hombre que se había ahogado al tratar de cruzar la corriente indomable de invierno en una barcaza que se hizo añicos al chocar con una roca. Desde ese día su alma estaba condenada a vivir en ese río que era pasado, presente y futuro a la vez. “Yo estoy en todas partes a la misma vez”. Estas aguas que te hablan se renuevan a cada instante y mi cuerpo acuoso que ves es diferente en cada segundo que transcurre. Si vas río arriba mi voz te seguirá; si río abajo también estaré allá. Tengo el poder omnipotente de los dioses, dijo el río.
Cuando el niño le preguntó si estaría así eternamente, el río contestó.
- Sólo hasta que alguien caiga en mis aguas y perezca en ellas, sólo así mi alma podrá liberarse y seré viento.
Esa noche el niño no pudo cerrar los ojos en toda la noche. Sus pensamientos estaban invadidos por las palabras del río. Sólo al amanecer el sueño se apoderó de él. Una leve sonrisa se dibujaba en sus labios. El moretón del ojo y el rasguño en su mejilla eran cosas del olvido.
III
El niño fue despertado por el grito del padrastro. Su madre lucía un hematoma en el pómulo derecho similar al que tenía él. Pensó que su madre se había golpeado de casualidad, pero los gritos del leñador, profiriendo insultos y amenazas contra ella, lo hicieron cambiar de opinión. “Nunca la había golpeado, era la primera vez y seguramente no sería la última”, pensó. El hombre tomó el hacha, la sierra, el machete y se marchó tirando la puerta como para que la casa de madera se viniera abajo. Toda la mañana y toda la tarde, el niño permaneció en su cuarto escuchando el sollozo de su madre. Por la noche, mientras su madre dormía, el muchacho abandonó la casa y corrió colina arriba por una pendiente pedregosa que la lluvia hacia resbalosa. De lejos vio como el río bajaba, torrente incontenible arrasando todo a su paso. Comprendió que ni miles de brazos juntos de leñador alguno poseían esa fuerza terrígena que sólo la naturaleza podía albergar en sus entrañas. Fue entonces que se sintió minúsculo, empequeñecido por la fuerza abrumadora de ese río hablador. Con gran dificultad siguió el camino que llevaba a la cima de la colina. Desde ahí divisó cómo el río serpenteaba entre la tierra quebrada entre peñas y malezas. Vio la luna y las estrellas incrustadas en ese firmamento, entonces cerró los ojos y se dejó caer. El río y él se hicieron uno.
IV
Ahora que el niño era sólo un alma, el río pudo leer en ella toda la pena que albergaba y sólo así comprendió porqué aquel niño había tomado esa terrible decisión; ahora se sentiría libre, a pesar de que de una u otra forma el río significaba una prisión y eso lo sabía bien. El alma del hombre que había vivido en el río durante tantos años abandonó aquellas aguas que le eran tan familiares; sintió como si una parte de su alma se quedaba en ellas. “Pronto saldrás de aquí y te reunirás conmigo y seremos viento. Vagaremos por donde querramos y seremos libres al fin, eso te lo prometo”.
V
Las lluvias arreciaron con mayor fuerza durante semanas y lo que fue en otros tiempos un río apacible se convirtió en un monstruo acuoso en cuya superficie se veían restos de animales muertos, troncos, puntas de piedras filudas emergiendo como Icebergs de roca dura, pequeños granitos frente a la ingente fuerza de un río barroso y rebelde. El alma del hombre que fue río, ahora era un viento que bajaba de las montañas: unas veces silbante y suave; otras, estridente y torbellino. La comunicación entre el río y el viento, ahora que sus esencias eran distintas, era nula. El viento, cambiante en su curso y en su fuerza según las horas del día, soplaba sobre el río haciendo que saltara el agua como chispas sobre la ribera anchando el cauce día a día. La lluvia continuó incesante y gruesa y el viento arreciaba incontenible arrancando flores de retama y ramillas de arrayán que crecían cerca del río. Todo se mantuvo igual hasta la tarde aquella en que apareció el padrastro del niño y permaneció talando árboles y cortando arbustos hasta la llegada del ocaso. Se sentó junto a las temerarias aguas del río lanzando pedruscos, bebiendo ron y maldiciendo su existencia. Ya había oscurecido cuando el hombre se levantó tambaleante por efecto del alcohol. De pronto, un silbido fuerte, ensordecedor, comenzó a tronar entre las cumbres de las montañas. Luego un breve silencio y un cese de lluvia. El silbido regresó junto a la lluvia intempestivamente y una ráfaga de aire y agua bajó como una tromba desde la cima arrastrando todo a su paso. El leñador, entre la bruma de su borrachera y su desconcierto, arremetió hacha en mano contra aquel árbol incorpóreo que lo lanzó como una hoja hacia el río. Allí, en un envoltorio apocalíptico, su cuerpo lucho denodadamente contra el ímpetu de un río bravío que lo lanzaba de un lado a otro ahogando sus auxilios. A los pocos minutos la lluvia y el viento cesaron y el río siguió su cauce, placentero.
VI
A medianoche, el ulular de un búho rompía el silencio de una noche cerrada. Dos vientos comenzaron a silbar entre el follaje de los árboles hasta el amanecer. Un nuevo día de celajes despejados trajo bandales de pequeños pájaros cuyos trinos anunciaban nuevos tiempos.
EL RABO DEL CIERVO
Debido al desborde de un río, un cazador perdió su casa, y con ella todas sus pertenencias.
- Ahora qué haremos, esposo mío, dijo la esposa tratando de calmar el llanto de sus dos pequeños hijos.
El hombre recordó que el monarca que gobernaba aquella región era un hombre dadivoso y justo.
- Iré donde el rey y le expondré nuestro caso, tengo la seguridad de que nos ayudará a salir de esta desgracia, dijo el hombre y marchó hacia el castillo donde vivía el gobernante.
Llevaba consigo su arco, flecha y provisiones para algunos días, pues el viaje sería largo. Atravesando un bosque, divisó un robusto y altivo ciervo.
- Si le llevo al rey tan bello animal no dudará en recompensarme, se dijo el hombre convencido que aquel ciervo sería la llave mágica que le traería la fortuna.
Sobre las ancas de su mula, el cazador transportó al inmenso animal. Una vez llegado a la puerta, el hombre interrogó al portero.
- ¿Está el rey en el castillo?
- ¿Para qué lo requieres?, interrogó el portero.
- Quiero entregarle este presente como muestra de mi afecto, dijo el cazador.
El portero miró al precioso animal que descansaba sobre las ancas de la mula y dijo:
- Puedo hacer que el rey te reciba a pesar de ser un hombre muy ocupado, pues tengo mucha influencia sobre él, pero antes me darás la cornamenta del ciervo.
- Está bien, dijo el cazador.
El hombre, ya dentro del castillo, se topó con un juglar que recitaba para sí mismo unos bellos versos.
- ¿A quién buscas?, dijo el juglar.
- Al rey, quiero hacerle llegar este ciervo como muestra de mi amistad.
El juglar miró al ciervo y dijo:
- Yo soy quien lo deleita con buena poesía, por ello tengo gran influencia sobre él. Si me das las patas de ese animal, te aseguró que lograrás lo que quieres.
El cazador seguía adentrándose en el castillo cuando encontró a un bufón que hacía malabares con tres pelotas.
- ¡Hola!, amigo, dijo el bufón qué bello ciervo traes allí.
- Es para el rey, dijo el cazador, es para demostrarle mi lealtad.
- Me parece muy bien eso, pero debes saber que conmigo pasa la mayor parte del tiempo, no hay nadie que lo entretenga mejor que yo cuando está deprimido. Casualmente me estaba preparando porque esta noche pienso brindarle una buena función, así que, como verás, puedo recomendarte, pero para eso me llevaré el anca del ciervo, aunque no te preocupes, pues te dejaré el rabo.
Y el cazador siguió su camino y cuando creyó que ya daría con el rey, se le apareció un palafrenero llevando de la brida un bello corcel que pertenecía al rey. El palafrenero se comprometió a llevarlo donde el rey a cambio de la cabeza del ciervo. Ya ante el monarca el pobre cazador le explicó el motivo de su visita y le entregó el rabo del ciervo, que era lo único que le había quedado. El rey miró asombrado y molesto tan insólito obsequio.
Díjole al cazador:
- Así que has perdido tu vivienda. Bien, pues toma esto para que te construyas una nueva.
El cazador miró con sorpresa el ladrillo que el rey le había alcanzado, y antes de que pudiera articular palabra alguna, el monarca le dijo con voz firme:
- Regresa por el mismo camino por el que has venido y dile a las mismas personas que te han privado del ciervo que te devuelvan el importe de las ancas, cabeza, patas y cornamenta con ladrillos para que puedas construir tu casa, de no ser así, los colgaré yo mismo de las torres del castillo.
A las pocas semanas, el cazador y su familia disfrutaban de la comodidad de una casa más amplia y bonita que la que habían perdido. El rey conservó el rabo del ciervo como recuerdo.
EL POZO MURRUP
Con la firme decisión de ampliar su imperio, el Inca Pachacútec envió a su hijo Túpac Yupanqui al norte para someter al reino de los Chimus. El monarca rechazó la petición de sometimiento que desde Huamán (actual Barranca) le enviara Túpac Yupanqui siguiendo la voluntad de su padre. El ejército imperial con ayuda de Pachacamac y otras comarcas enemigas de los Chimus, arremetió contra las fuerzas rivales, quienes a pesar de la inesperada y valerosa resistencia, tuvieron finalmente que replegarse al Valle de Santa.
Los capitanes Chimus, desalentados por la fiereza de ejército tan cuantioso, obligaron a su rey a pactar con el Inca agresor antes de verse finalmente derrotados y sometidos a la esclavitud. Ante la sumisión de los aguerridos Chimus, Túpac Yupanqui no causó ninguna destrucción y, por el contrario, mandó construir caminos y fortificaciones para defender sus nuevos territorios conquistados. Uno de estos pueblos conquistados fue Felam (actual distrito de Motupe en la provincia de Lambayeque), cuyos habitantes decidieron un día abandonar sus tierras debido a una sequía que dejó árido hasta los montes.
Durante mucho tiempo las nubes se retiraron, como huyendo quizá de la ferocidad que las huestes de Túpac Yupanqui habían impuesto sobre los Chimus. El sitio que eligieron fue el cercano pueblo de Pacora, pero un insólito hecho hizo que se marcharan a otro lugar. Cuéntese que tres muchachitos se hallaban trajinando de un lado a otro para pasar el tiempo, cuando avistaron una iguana que pasaba por ahí. Los chicos no encontraron mejor forma para entretenerse que ir tras el reptil. Luego de una tenaz persecución, la iguana se escondió en una pequeña cueva. Decididos a no darse por vencidos, los chicos comenzaron a escarbar con tal tenacidad que después de unas horas habían hecho un gran forado en la tierra. Grande fue la sorpresa al notar que cada vez que introducían las manos estas salían barrosas. En vez de la iguana habían encontrado agua. Luego de informar a sus padres de tan feliz hallazgo, estos acudieron al lugar acompañados de muchos lugareños quienes provistos de palos y de todo aquello que los ayudara a cavar, agrandaron la brecha al punto que al poco tiempo vieron saltar un chorro de agua cristalina y fresca. Fue entonces que los habitantes de Felam se trasladaron a aquel lugar donde tendrían toda el agua que quisieran.
Allí construyeron un pozo y una enorme iguana de barro la cual permaneció como adoratorio público, para que los pobladores pudieran manifestar su agradecimiento y respeto a quien los había salvado de la muerte. La luna, motivo de adoración hasta antes que apareciera la iguana, fue desterrada de sus rituales. Llegó a tanto la devoción y la gratitud, que los tres muchachos que descubrieron el agua fueron dados en sacrificio. El pozo recibió el nombre de Murrup, que en lengua de los Mochicas significa iguana. Felam, que quiere decir sentarse a reposar, porque en ese lugar se detenían los comerciantes y que es actualmente conocido con el nombre de El Paraje (situado entre Sechura y Mórrope), fue el primigenio asiento de este último pueblo.
Wolfsschanze, octubre 10 del 2000.