GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

domingo, 23 de enero de 2011

LIBRO YAWAR Y LOS CÓNDORES


~        EL REY ES EL REY
~        EL FALSO SAN ANTONIO
~        EL EKEKO
~        UN ESPEJO EN EL AGUA
~        TOMASITO
~        TAN CUM Y LA LACHUZA
~        YAWAR Y LOS CONDORES.



EL REY ES EL REY

“Mucha elocuencia y poca sustancia”
Salustio Crispo
Catalina, Sec.V


Cuando el sapo llegó donde dormían la zorra y la hiena estaba sumamente agitado. Jadeando vociferó.

- ¡Se muere el león!... ¡Se muere el león!

En menos de lo que se quiebra un huevo, los tres estaban al pie del lecho del enfermo. Casi toda la gruta estaba ocupada por otros animales atraídos por la noticia.

El búho, quien tenía algunos conocimientos de medicina, lo atendería. Observó su melena alborotada, luego le ausculto los dientes, le palmeó la panza y por último examinó su áspera lengua.

- Este ya huele a muerto, dijo el búho quitándose los gruesos espejuelos.

- No hay nada que se pueda hacer, dijo la leona llorosa.

- Sí, dijo el búho secamente. Vayan cavando un hoyo.

Un barullo recorrió la guarida del león; todos cuchichiaban y miraban el trono vacío donde el rey agonizante durante muchos años había dictado sus ordenanzas. En el dosel aún se apreciaba su rostro majestuoso en el retrato que un mono agradecido le había pintado.

- Deja un gran vacío en nuestros corazones, dijo el sapo en tono lastimero.

- Muere un padre para nosotros, dijo la hiena no queriendo quedarse atrás.

La Zorra, ducha en los menesteres de la adulación, dijo elevando una pata:

- ¡Quién, sino él, para proteger a los suyos. Padre ejemplar, compañero sin igual, melena generosa!...

No faltaron aquellos que habían sido víctimas de sus abusos y, no pudiendo ocultar su satisfacción, también manifestaron sus opiniones, pero cuidando de no ser escuchados.

- Ojala se pudra en el infierno ese canalla, dijo una cebra que lucía las huellas de una garra en el anca

- Que estire la pata de una vez, para darle una patada en la cabeza, murmuró un chimpancé a quien le faltaba una mano.

No bien el león dio su último suspiro y ya el gorila estaba sentado luciendo la corona, el cetro y el peplo del difunto con mirada retadora y mueca amenazante, el simio ordenó que se llevaran el cadáver.

El sapo se plantó cerca al trono y mirando a la multitud de animales hacinados en la gruta, dijo con estentórea voz.

- Amigos, un nuevo sol brilla en el horizonte. No vamos a escuchar la voz gangosa, lastimera y achacosa de un viejo león que no sabía distinguir una cebra de un caballo, no, amigos, nos encontramos ante un animal que siempre ha demostrado ser sincero, leal y justiciero; con él en el trono queda atrás la prepotencia, la venganza, la brutalidad y la sinvergüencería que siempre caracterizó a ese melenudo déspota.

Un murmullo se escuchó, un gesto del gorila, selló las bocas de todos. La hiena se dio cuenta que el sapo se estaba anotando puntos a favor y que si no intervenía, no dejaría nada por decir.

- Tiene razón el sapo, dijo la hiena poniéndole una pata en la boca para que no pudiera hablar.

Después de darle una venía al gorila, prosiguió:

- Quien está llamado a ser un líder no necesita mucha presentación. No estamos frente al pelele ese que ahora yace bajo tierra, ese melenudo chismoso y bravucón, no amigos, estamos frente a un orador por naturaleza. Sus palabras vibraban en nuestros oídos como un trueno que corta el cielo, como las sabias palabras de un genio llamado a dirigir y a guiar.

Un sonoro vitoreo estalló como una bomba en el interior de la gruta haciendo que el gorila, puesto de pie, agradeciera con los brazos abiertos tal manifestación de aprobación a ese nuevo reinado.

La Zorra se dio cuenta que si bien la hiena y el sapo se le habían adelantado llenando de elogios a ese gorila oportunista, aún tenía la oportunidad de desplazarlos. Era el momento de poner todo el carbón en el fogón y para eso nadie la igualaba en astucia.

- Pienso, dijo la Zorra aprovechando que la hiena se distrajo conversando con el chacal, que quienes me han antecedido en el ceso de la palabra han sido mezquinos en cuanto a su Majestad el gorila se refiere.

Ese título de Majestad cayó al gorila como lluvia del cielo. Por primera vez se le vio sonreír y el vitoreo fue estruendoso. La hiena no tuvo más que bajar las orejas y el sapo se puso jetón.

Alentada por la sonrisa del gorila, la Zorra arremetió con todo.

- Seré breve, pues, sé que todos quieren oír a nuestro digno gobernante. Vais a escuchar no el acento de un charlatán como aquel cabeza hueca que debe estar indigestando a los gusanos bajo tierra, sino la voz ruda y honesta de un guerrero. Paladín de la justicia, tus súbditos prosternados ante ti esperan tus palabras con ansias.

La Zorra coronó su faena poniéndose de rodillas e inclinando su cabeza.

La leona lloraba en un rincón, la hiena tragó saliva con dificultad y el sapo sentía que una aplanadora le había pasado por encima.

El Búho observaba por encima de sus espejuelos pensando que no había peor especie que la de los aduladores. Miraba al gorila llevado a nubes imaginarias por su soberbia y recordó unos versos que había leído en un viejo libro que su abuelo le había regalado: “Que entre lisonjas que a la dicha aclaman, el infeliz no averigua si lo aman”.

El sapo, iluminado por una última chispa de inventiva, gritó eufórico:

- El rey es el rey.

El estallido de entusiasmo llegó a su punto más alto. La ovación provocada por las palabras del sapo fue tan estruendosa que aquella frase se hizo tan popular que todos los animales la repetían como un Padre Nuestro. El gorila no tardaría en agradecer tal ocurrencia; nombró al sapo su consejero personal, desplazando a la Zorra a un segundo lugar.

- Más vale un sapo bocón que una zorra astuta, comentaría el búho tiempo después.

Todos en la guarida esperaban ansiosos el discurso del gorila.

El gorila se puso de pie. Cuando todo estuvo en silencio, aquel líder ventrudo, gigantesco y peludo levantó su brazo blandiendo su cayado y permaneció mudo, como si algún brujo lo hubiera hipnotizado. Movió la cabeza de derecha a izquierda, farfulló, carraspeó, pasó saliva, inhaló y aspiró notoriamente por sus anchos orificios nasales, se rasco el cuello y se pasó una mano por la cresta tratando de buscar ideas donde sus dedos sólo encontraron un campo estéril, árido, baldío en pensamientos.

Hurgó con curiosidad en su dedo gordo del pie como buscando la palabra con que iniciar su tan esperado discurso, pero no le vino nada en mente. Se impacientó tanto como los que esperan y terminó por golpearse el pecho con ambas manos; un tambor anunció el ardor de un volcán dormido cuando ya se amalgamaban runruneos, comadreos, risotadas y tosecitas.

El sapo puso cara de velorio; la hiena sudó desesperanzada y bebió su angustia; la Zorra anduvo buscando algún intersticio por donde fugar cuando el gorila, en un arranque darwinista, gritó arrebatado:

- La luna sale de noche.

- ¡Palabras sabias! ¡Qué diferencia con ese león analfabeto! dijo el sapo.

- El sol da calor, vociferó el gorila.

- ¡Qué sabiduría! Ahora veremos la luz y dejaremos atrás las tinieblas en que nos tenía ese melenudo ignorante, murmuró la hiena más tranquila.

- El rey es el rey, y ese soy yo, gracias, terminó diciendo el gorila.

El gorila obtuvo la mayor aprobación que animal alguno había logrado nunca; un merecido triunfo de elocuencia inspirado, seguramente, en algún cuadrúpedo lampiño.



EL FALSO SAN ANTONIO

En las luchas por la independencia, la sierra central del Perú jugó un papel importante. Bueno es recordar que durante su primera expedición a la sierra, el general Juan Antonio Álvarez de Arenales dio instrucciones para que se organicen guerrillas patriotas en Concepción y las dotó de las armas de las que pudo echar mano. Los hombres de Arenales engrosaron las huestes que, a órdenes del capellán José Félix Aldao y de Guillermo Miller, hostilizaron a las fuerzas realistas que operaban en la región.

Terminados los conflictos bélicos con el advenimiento de la República, muchos indios volvieron a sus jornadas en el campo. Un mestizo de nombre Hilario Meza, que había servido a órdenes de Aldao, había aprendido en sus horas libres uno que otro rezo, así como la vida de muchos santos, quedando impresionado por la vida de San Antonio, aquel hombre de vida beatífica que era frecuentemente requerido por las mujeres de vida casamentera para que les facilitara un marido con plata o por lo menos que les guarde fidelidad. Como para satisfacer esta necesidad y más aún como para buscarse una forma de ganarse la vida en épocas tan difíciles, Hilario decidió vestir los hábitos saltándose la obligatoria canonización que sólo era facultad de la Iglesia.

Fue así como este excombatiente de tantas campañas de mochila y bayoneta se convirtió en el nuevo San Antonio de los tiempos modernos. Dicen que la imaginación se agudiza con el hambre, pues, la de Hilario se volvió fecunda de la noche a la mañana. No le fue difícil encontrar clientela entre los hombres cazadores de fortuna y las mujeres necesitadas de marido.

Subrepticiamente, y con los hábitos de falso San Antonio, Hilario ocupaba los altares de la iglesia del pueblo a la espera de alguna incauta que le viniera a contra sus penas y a llenarlo de solicitudes y requerimientos para la adquisición de un cónyuge.

Las que carecían de atractivos eran las que más frecuentaban los altares de Hilario, quien se dirigía a ellas obligándolas, más que aconsejándolas, a elegir determinado varón. Luego de consumado el matrimonio, Hilario cobraba sus honorarios al afortunado marido quien gracias a sus milagros había asegurado una vida parasitaria a costa de una acaudalada esposa.

Las preseas que sus devotas favorecidas depositadas a sus pies eran cuantiosas y bien recibidas por Hilario quien en poco tiempo amasó una gran fortuna a costa de la ingenuidad de las mujeres y de la sinvergüencería de los hombres.

El negocio marchaba redondo hasta que un día uno de los beneficiarios del falso San Antonio se puso a enamorar a cuanta muchacha bonita se le cruzaba en el camino, provocando los celos de la mujer, quien también era cliente asidua del santo. La enfurecida dama se presentó donde el santo increpándole el haberle otorgado un marido adúltero y libertino, que andaba desperdigando sus riquezas entre cualquier pelandusca.

Hilario, quien ya había acumulado una buena fortuna pensando en su retiro, se deshizo en invocaciones al cielo y se comprometió en poner fin a las andanzas del forajido ese. El susodicho marido prometió el buen camino, pero todo no quedó más que en buenas intenciones. La engañada mujer necesitaba desfogar su cólera y no encontró mejor lugar que el cuerpo del santo que le había traído tanto malestar a su vida.

Ya en la iglesia, donde Hilario tenía listas sus maletas para marcharse del pueblo, la mujer encontró al falso San Antonio en su última actuación. Sin mediar palabra alguna, la engañada extrajo un pomo cuyo contenido roció sobre los hábitos del beato. Al contacto con las velas encendidas que había en el altar, las llamas hicieron presa de los vistosos ropajes de aquel San Antonio que salió, cual tea humana, corriendo por las calles del pueblo profiriendo tales aullidos que se escucharon hasta en los pueblos aledaños.

No faltaron las ilusas y los ilusos que atribuyeron aquel hecho a un milagro divino. Por un tiempo, los restos carbonizados del ex guerrillero y falso San Antonio fueron velados en una pequeña capilla improvisada construida por algunas beatas.

En vano esperaron la canonización de San Hilario, pues, ésta nunca fue aceptada por las autoridades eclesiásticas. Hilario Meza fue enterrado cerca de un cerro del lugar. Por un tiempo no faltó uno que otro cirio sobre la tumba de aquel que se había atrevido a profanar el martirologio.

Wolfsschanze 24 octubre 2000.



EL EKEKO

Dicen que por el altiplano y sus fríos caminos aún algunos viajeros se topan con un hombrecillo de ropajes multicolores que lleva sobre la cabeza un chullo y alrededor del cuerpo, colgados como longanizas de feria, quintales en miniatura de harina, azúcar, chancacas, cigarrillos y aperos de labranza que son a veces más pequeños que un caracol; y qué decir del cuello y brazos de donde también se cuelgan jabones, bolsitas con hojas de coca, cajas de fósforo, velas de colores, segadoras, sartenes y licores. No es raro que a veces lleve entre tantos comestibles y bebestibles, una calavera de esas que solemos tener en nuestras casas para espantar a los ladrones.

El EKEKO es una especie de deidad trashumante de la buena fortuna, del amor y de la abundancia. Son muchos los seguidores de este personaje mágico y maravilloso que ha hecho de la árida estepa parte de su vida, convirtiéndose con sus continuas apariciones en parte del paisaje. Y estos adeptos al pequeño ambulante han ido en aumento con el transcurrir de los años y el devenir de los siglos, debido a la creencia de que multiplica las ofrendas que se le hacen algo así como “tú me das una y yo te doy cinco”. Para este mercachifle ambulante salido de la tierra de las montañas y de las entrañas de montes y quebradas, la sierra no guarda ningún secreto, como si cada río, arroyuelo, meseta o pongo, estuviera prefigurado entre las líneas de sus manos tostadas por el frío sideral.

Este colorido trotamundos se fue convirtiendo en un EKEKO con el paso del tiempo. Lo cierto es que el EKEKO fue visto así por los indios que a la fuerza, o que arrastrados por el hombre, fueron condenados a los socavones en las minas de Potosí y Oruro donde morían como moscas. En esos antros infernales donde la luminosidad del cielo serrano se convertía en oscuridad mortecina, el indio mataba su cansancio con un bolillo de coca, y era gracias a esa hoja santa, que lo estimulaba o lo abstraía, que lo entristecía o lo alegraba, que el indio, embriagado y alucinado, lograba concluir esas jornadas canallescas de explotación. Pero no era sólo en las minas en que los indios dejaban vida y alma, sino también en las calles de las ciudades españolas donde haciendo de picapedrero recubrían con adoquines plazas y calles, satisfaciendo el gusto caprichoso de aquellos blancos que tanta amargura y dolor dejaron en el corazón del indio.

Fue en esta gente mancillada en que el EKEKO encontraría su clientela; poseído de una elocuencia comparable a la de Sinón cuando convenció a los troyanos que introdujeran en Troya el caballo de madera, el EKEKO lograba que a la fuerza le compraran anteojos para sol, como ignorando que aquellos miserables muchas veces sólo conocían al astro por su nombre ¿De qué podían servirles los atractivos calcetines de seda fina que les ofrecía cuando los pies encallecidos de tierra, piedra y mineral los destrozaban al solo contacto con la tela? El indio, sin quererlo y sin saberlo, fue el creador de este engendro divino como un contrapunto a su miseria. Paradoja del destino, el vendedor que construyo su riqueza bebiendo la sangre del indio, se convertiría poco a poco en un símbolo de prosperidad y abundancia, y penetraría triunfante en los altares de sus dioses tutelares para asentarse en la órbita anímica de sus creencias.

Quienes se internan entre las montañas en su búsqueda, juran y rejuran que posee poderes de fecundidad y que además puede atraer hacia nosotros a la hembra más reacia y al macho más adusto. El culto a este mercader surgió en el siglo XVII en un hermetismo que poco a poco fue desapareciendo al punto de que actualmente es común verlos representados de diferentes materiales: los hay opulentos como los de oro y plata; y los más económicos de estaño, barro o arcilla.

Lo curioso, pero es lo más cierto de todo lo que se ha dicho y se dice sobre el EKEKO es que es una creación indígena pero que el personaje que lo representa es español.

Por la noche, dicen los noctámbulos, el EKEKO hace un alto al pie del lago para humedecer sus cansados pies y estirar sus dedos entumecidos, antes de proseguir su camino interminable.




UN ESPEJO EN EL AGUA

Un búho, que tenía su nido en un árbol cercano a una laguna, observaba como todos los días un sapo mentía con una naturalidad que hubiera podido dejar perplejo a cualquiera.


Una mañana, el búho escuchó al sapo dialogando con la rana.

- ¿Y por qué no puedes salir conmigo? interrogó la rana.

- Pues, porque tengo que limpiar de hojas la laguna, contestó el sapo.

- ¿Y por qué tienes que hacerlo tú y no otro?

- Pues, porque hoy me toca a mí y mañana le tocará a otro, así es la suerte y en el sorteo que hicimos, todos lo que vivimos, aquí salí elegido.

- Está bien, dijo la rana malhumorada, pero mañana saldremos de todas maneras.

- Claro que sí, dijo el sapo, no hay problema.

Después que la rana se hubo marchado, el sapo vio llegar al pato, quien le preguntó:

- ¿Pensé que saldría usted con la rana?

- Ella tiene una fiesta y no quise que dejara de ir por tener que salir conmigo, contestó el sapo.

- ¿Fiesta de quién? preguntó el curioso pato.

- Pues... de la ardilla, titubeó el sapo.

- Y con qué motivo.

- Hoy cumple años.

- Bueno, hasta mañana, dijo el pato y se marchó.

El búho, había estado atento a todo lo acontecido, descendió del árbol y dijo al sapo.

- ¡Hola!, señor sapo, vengo de visitar a la ardilla y no pude dejar de escuchar algo de la conversación que sostenía usted con el pato. ¿De quién era la fiesta?

El sapo titubeó, pues, si el búho venía de la casa de la ardilla no podría sostener la mentira dicha al pato.

- De la señora vaca, hoy es su cumpleaños, mintió el sapo.

- ¡Ah! que bien, como estaré de paso por su casa me detendré a saludarla, dijo el búho disponiéndose a marchar.

- No, No, No…gritó el sapo.

- No qué, preguntó el búho.

El sapo se vio acorralado en sus propias mentiras y no supo qué contestar. Fue entonces que el búho le dijo:

- Venga conmigo a casa, tengo algo que mostrarle.

El sapo se dejó llevar por las circunstancias, pues, se hallaba sumamente azorado.

- Mírese aquí, dijo el búho mostrando al sapo un gran espejo. ¿Qué ve?

- Ese soy yo, dijo el sapo señalando al espejo.

El búho tomó entonces un bastón y de un golpe certero hizo añicos el espejo; el sapo quedó atónito.

- Ahora mire los pedazos que están esparcidos y dígame qué ve.

El sapo, desconcertado por lo que ocurría, no le quedó otra cosa que hacer lo que el búho le pedía.

- En todos ellos me veo también, dijo el sapo, pero no entiendo que busca con todo esto.

- Así son sus mentiras, señor sapo, nacen como un espejo y luego se van multiplicando como cuando éste se rompe. Cada mentira que brota de su boca necesita de otra para encubrirla y así su mentira comienza a crecer, a hincharse como un globo hasta que revienta y se descubre la verdad.

El sapo bajó la cabeza avergonzado y en cada pedacito de cristal veía su imagen desfigurada.

- ¿Si un trozo de este espejo sigue siendo un espejo, por qué una mentira por más insignificante que parezca va a dejar de ser una mentira? interrogó el búho con estentórea voz.

El sapo no encontró palabras para justificar su mitomanía. El búho no le quitaba de encima su mirada acusadora. En ese momento, algo como un espejo astillado pareció quebrarse dentro del pobre sapo en cuyos ojos aparecieron unas lágrimas que, reflejadas en aquellos trozos de vidrio azogado, semejaban un campo de hojas cubiertas de rocío.

Desde ese día el sapo dejó de mentir y se le veía muy tranquilo y sonriente.

Tiempo después, el búho recibió la visita de un amigo quien le preguntó qué había sido de su espejo.

- Le fue más útil al sapo que a mí, contestó el búho.

El amigo del búho se quedó mirando a la laguna y preguntándose para qué diablos el sapo querría un espejo en el agua.

Vía Aspia, Agosto 14 del 2001.




TOMASITO

Iba un hombre por un árido camino, a cada ráfaga de viento, se veía envuelto en un torbellino de polvo.


-Si sigo así terminaré enterrado, tendré que buscar algo con qué movilizarme.

Después de recorrer el pueblo de palmo a palmo, el hombre encontró a un anciano que dormía bajo un árbol, al lado de un burro.

- Oiga, buen hombre, ¿ese animal es suyo?

- ¿Cuál señor?, contestó el viejo.

El hombre, refunfuñando, dijo:

- Pues, ese que está allí.

- Ah, sí, señor, ese es Tomasito.

- ¿Y a cuánto me lo alquila?

- ¿A quién, señor?

- Pues, al animal, a quién va a ser, dijo el hombre malhumorado.

- ¬¡Ah!, a Tomasito.

- Sí, dijo el hombre casi gritando.

- ¿Hasta dónde va el señor?, preguntó el viejo.

- Hasta Catacaos.

El viejo sacó su cuenta y dijo una cantidad.

- ¡Qué! ¿No le parece un exceso? Con eso podría comprarme cuatro bestias mucho mejores que este burro viejo.

- Tomasito lo vale, señor

No teniendo más remedio, el hombre se hizo del burro. El viejo dijo que como él también iba para Catacaos lo acompañaría.

Ya en camino, el hombre trató de subir al burro, pero éste no se dejaba montar.

- Este animal es un arisco, no me deja subir, se quejó el hombre.

- Se queja porque usted no ha pagado para montarlo, sólo pagó por su alquiler, dijo el viejo.

- Y qué cree esta bestia, ¿qué he pagado para que camine al lado mío?

En ese instante el burro comenzó a roznar.

- Pues Tomasito dice que sí, contestó el viejo.

Para evitar más discusiones el hombre pagó un reembolso. El viejo caminaba al lado del burro quien iba a un ritmo lentísimo. Kilómetros más arriba el burro se detuvo.

El viejo se tendió en tierra y cubrió su rostro con el Jipijapa que llevaba. El sol quemaba horriblemente, a lo lejos los algarrobos parecían desvanecerse.

- Y ahora qué pasa, dijo el hombre exacerbado.

- Pues, que Tomasito quiere descansar, señor.

El hombre no quiso desmontar, tenía prisa y no estaba dispuesto a perder ni un minuto para que el burro descansara. El animal no lo entendió así y de un salto lo lanzó unos metros por el aire.

- Bestia maldita, gritó el hombre enfurecido.

- No lo trate así, señor, Tomasito es muy sensible.

El hombre buscó un árbol donde guarecerse del sol, pues, tuvo que ceder a las pretensiones del burro. No llevaba sombrero así que quiso aprovechar la sombra que daba el animal pero éste se movía cambiando de sitio constantemente.

- ¿Y ahora qué le pasa?

- ¿A quién, señor?

- Pues, al burro, a quién va a ser, o es que hay alguien más por aquí, gritó el hombre al borde de un ataque de furia.

- Pues, que Tomasito dice que usted no ha pagado por su sombra, señor.

El hombre siguió pagando y su talega se fue vaciando hasta que no le quedó más que unas pocas monedas: pagó por darle de comer y por darle de beber, porque el burro se negaba a hacerlo si no pagaban para que comiera o bebiera y porque él o andaba si no comía y bebía. Lo raro era que cada kilómetro andado el burro comía y bebía como un condenado.

- Buena la hice con este viejo zamarro y este burro maloliente, se dijo el hombre cuando el viejo enrumbaba por otro camino.

- Ya sabe, señor, me lo deja en la cabañita que está cerca donde me encontró, completito por favor, que tenga suertecita en su negocio y que el Cautivito de Ayabaca lo proteja.

- De ti y del burro, debió haberme salvado, se dijo el hombre casi con la bolsa vacía y al borde de un colapso.

Una semana después, el viejo regresó y abrió la puerta de su cabaña. Un olor fétido penetró en sus fosas nasales como una patada. Una gran cantidad de bolsas llenaban el interior de la cabaña donde las moscas pululaban a su gusto. El burro orejeaba cerca de ahí con un letrero colgado al pescuezo.

- Aquí le dejo a Tomasito y todo lo que sus intestinos produjeron mientras estuvo conmigo. Lo considero justo, pues, no pagué por la bosta.

Abril, 17 del 2002.



TAN CUM Y LA LECHUZA

En el Perú antiguo eran muy comunes las huacas, las cuales eran consideradas como residencia de un remoto ancestro de la comunidad familiar, convertido en el espíritu guardián o apu que presidía la vida. El Dacha Camayoc fue el sacerdote que en el antiguo Perú tenía a su cargo el cuidado de una dacha, recibía las ofrendas a ella destinadas y efectuaba los sacrificios que en ocasiones solemnes se le hacían.


A unos diez kilómetros hacia el sur de la actual ciudad de Trujillo estaba la antigua ciudad de Moche, cuyo cacique era Tancum. Aún existen ruinas de sus templos y palacios conocidas con el nombre de Dacha de Moche. La casa de Tancum era muy espaciosa y construida en base a barro y caña. Pilares, portales y terrazas sobresalían primorosamente dejando entrever la fastuosidad con que le gustaba vivir. Aficionado a las fiestas y bailes, lo mismo que a la chicha fuerte, Tancum había hecho rodear la casa por un circuito o plaza grande donde él y sus invitados podían cantar y danzar a sus antojos.

A manera de cancerberos, Tancum había dispuesto que las puertas de acceso a su casa fueran vigiladas por dos indios por entrada. De este modo, todo visitante era controlado al entrar y al salir de la casa del cacique.

Fue después de unas suntuosas y duraderas fiestas que el cacique de Moche, que era abusivo, ambicioso y cruel, enfermó gravemente. El paso de los años, la vida libertina y disipada que llevaba, vinieron a pedirle cuentas. Al ver que la situación en que se encontraba el cacique ya no le permitiría tomar venganza ni castigo alguno contra nadie, súbditos y amigos se armaron de valor y pusieron en libertad a todos los prisioneros que abarrotaban los subterráneos del palacio caciquil.

Soltaron a los animales destinados a las comilonas, saquearon los graneros y por último, como descargando todo el odio que el enfermo cacique les inspiraba, destruyeron la casa. Religiosos como eran, sólo contuvieron su sed de venganza ante el moribundo, cuyo cuerpo descansaba en uno de los aposentos ubicados en el centro del palacio.

Cuando los rebeldes irrumpieron en la habitación, vieron con espanto que sobre el pecho del agónico cacique, una lechuza se hallaba postrada. Ante la inesperada y estruendosa llegada de aquellos intrusos, el ave emitió un grito estridente y ensordecedor, imitando la voz áspera del propio cacique. En ese mismo instante Tancum expiró. Por eso desde aquella lejana época, el grito de la lechuza se convirtió en heraldo de una muerte cercana.





YAWAR Y LOS CONDORES

“Saltó el Misitu, se fue de frente; pero con el griterío que salió de toda la plaza sacudió la cabeza, y se quedó en medio del ruedo, con el cogote levantado, bien alto, apuntando hacia arriba con sus astas”

“YAWAR FIESTA”
“JOSÉ MARÍA ARGUEDAS”


Yawar trepó por la falda del cerro, entre pedruscos y rocas afiladas como puntas de atrevidos cuchillos; sus ojotas gastadas iban dejando atrás la fría mañana cuyo cielo nublado iba oscureciendo lentamente. Mientras los cóndores sobrevolaban a media altura, abajo, rodeado por una cerca de madera y alambre acerado, el toro de don Carlos Chinga bufaba enfurecido como reclamando ante sí, imponente y soberbio, la presencia del indio responsable de alimentarlo.

Mientras tanto, el indio preparaba las largas tiras de tripa de venado y vicuña que iba colocando al pie de aquella pequeña cueva que coronaba la cumbre del cerro Torkokocha. Ahí, escondido tras unas secas ramas y protegido de una suave garúa matutina, Yawar miraba con el deslumbre de la primera vez como los cóndores hundían sus fuertes picos curvos como garabatos. La extensión ingente de sus alas de plumaje negro oscurecían la visibilidad de la cueva donde todas las mañanas, como una ceremonia mágica y sagrada, Yawar daba de comer a aquellas solitarias aves que de picotazo en picotazo espiaban la presencia del indio sin temor alguno.

El malhumor del toro de don Carlos Chinga había llamado la atención de los perros, quienes en gran número se avecinaron hasta la cerca, ladrando afanosamente. Tal barullo canino no hizo más que aumentar la tensión de la bestia cuyas astas hincaban el aire una y otra vez, dibujando curvas imaginarias. Por huir de aquellas fauces amedrentadoras, el toro retrocedió bruscamente llevándose de encuentro uno de los maderos que servían de sostén a las tablas verticales de la cerca. Los gritos y maldiciones de don Carlos Chinga por la ausencia del indio Yawar, y por el nerviosismo del toro enloquecido no se dejaron esperar.

- Maldito, indio de mierda, gritó don Carlos

Ya el indio Yawar había bajado a grandes trancos el Torkokocha y pudo percibir el aire enrarecido por el encolerizado patrón. El primer latigazo zumbó cerca de su oreja izquierda y rasgando parte de su mejilla y enrojeciendo la punta de su nariz; el segundo lo tumbó a pocos metros de la cerca donde el toro asomaba su lengua entre belfos espumosos. Toda la furia del toro y del patrón parecieron juntarse en un ritual satánico donde el cuero zigzagueante buscaba las carnes del indio quien sin chistar asimilaba el castigo, mordiendo su dolor y su amargura con resignación.

Al mediar la tarde, cuando la luna asomaba tímida por entre las cumbres rocosas, el indio Yawar, subía hacia la cima de Torkokocha. Ya no trepaba; su cuerpo era arrastrado por el último hálito que parecía abandonarlo y condenarlo a vivir su hora más negra. A duras penas entró en la cueva donde acostumbraba parapetarse para dar de comer a los cóndores.

Unos tenues rayos lunares dejaban ver unos surcos sanguinolentos que desfiguraban su espalda. No había lamentos ni quejidos. Sólo unas lágrimas de impotencia humedecían el suelo de aquella caverna milenaria. Cuando el indio Yawar mordió la tierra reseca, un alargado cuello con la cabeza semipelada asomó en la entrada. Unos ojos redondos lo miraron fijamente. La espalda lacerada del indio dejaba ver una piel hecha jirones semejantes a las tiras rojizas de ciervo y vicuña que tantas veces había comido con fruición.

A los pocos minutos, dos alas enormes cruzaron la noche. Un vuelo silencioso, mortecino y rasante atravesó el patio de la casa donde el patrón y el toro dormían plácidamente. Unos ojos redondos miraron el lomo lustroso y la testuz relumbrante de aquel enorme animal cuyos cuernos apuntaban hacia el cielo estrellado.

Como una rama desprendida de un árbol, el ave se dejó caer sobre la grupa del toro montaraz, las garras del cóndor se prendieron del animal mientras su pico arrancaba los primeros guiñapos de carne fresca. La reacción del toro fue violenta: corcoveos y saltos en el aire acompasaban con unos bramidos que hendían el cielo. Ni la banderilla del banderillero más diestro hubiera clavado más hondo ni con mayor crueldad en el lomo de la bestia el granítico pico que parecía vengar la muerte del indio Yawar.

Luego de traer abajo la cerca, el toro corrió sin rumbo por los campos con el cóndor sobre el lomo. Trabados en titánica lucha, las astas del toro buscaban infructuosamente las alas extendidas del cóndor cuyo pico cubierto de sangre, seguía buscando las carnes del animal, que, ya extenuado por la sangre derramada y por su loca corrida, parecía sucumbir en las sombras de la noche.

Muchos indios desde sus chozas miserables vieron con asombro pasar ante sus ojos a aquel toro alado que parecía hundir lentamente la cabeza entre la hierba. Toro, indio y cóndor habrían de quedar unidos por siempre en aquel espectáculo, mezcla de sangre y sadismo, como una fiesta del diablo en honor al indio Yawar.