GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

lunes, 30 de agosto de 2010

LIBRO EL ARBOL DEL AMOR




EL ÁRBOL DEL AMOR



I


Un próspero productor de ovejas tenía entre sus trabajadores a un hombre honesto y siempre llano a solucionar cualquier problema que se presentase, de ahí que Darío, que así se llamaba el dependiente, gozara de la estima y la confianza de su patrón. Darío tenía un pequeño hijo llamado Héctor, muchacho vivaz y juguetón, muy afecto a las bromas que hacía las delicias de quienes lo conocían y gastaban momentos de solaz junto a él.

Don Fernando, el dueño de la ovejería, era el primero en internarse en las labores diarias desde que había quedado viudo.

- Vuélvase a casar, don Fernando, le habían aconsejado.

- Después cuando mi Dianese esté más grande, contestaba.

Todos sabían que era sólo un pretexto y que el hombre estaba empeñado en conservar su viudez tanto como la memoria de la esposa fallecida, pues, a pesar de que la pequeña Dianese se había convertido en una linda y atractiva adolescente, al criador de ovejas no se le había vuelto a ver en compañía femenina.

La muchacha, dedicada más que nada a las labores de la casa, se pasaba el día bajo la custodia de una vieja nodriza quien no la dejaba sola, por encargo del celoso padre, ni un momento.

Dianese que como esos pajarillos que nacen en cautiverio no conocen la libertad, se había acostumbrado a permanecer bajo la sombra tutelar de la anciana.


II


Una mañana, Héctor se avecinó a la casa del patrón a solicitar las herramientas para la esquila, pues, la primavera había llegado ya y era necesario privar a las ovejas de la lana. En un descuido de la nodriza, Dianese y Héctor cruzaron miradas furtivas, pues, jóvenes como eran, habían sido tocados por algo que sus corazones ignoraban.

El muchacho fue despedido rápidamente por la anciana, pues algo le hizo presentir que podría tener problemas con don Fernando “Nunca permitas que ningún hombre se acerque a la casa” y ella había notado algo extraño al atender al hijo de don Darío.


III


Subido en lo alto de un cedro, el intrépido Héctor disfrutaba de una visión sobre la casa, donde Dianese y su nodriza acostumbraban sentarse a la puerta para apilar y clasificar la lana de la esquila.

No tardaron los ojos de la joven en detectar a su inquieto amante y por ende, buscar la forma de escapar a la custodia de la criada. Una tarde en que la vieja se había quedado dormida, Dianese se lanzó a campo, traviesa donde sabía que encontraría al muchacho. A partir de ese día, a la primera oportunidad los jóvenes amantes se daban cita bajo el cedro.

- Tengo miedo que mi padre nos descubra y me prohíba verte, se quejaba la muchacha.

- No tengas miedo nadie podrá separarnos nunca, decía el muchacho buscando consolarla.

Como para darle más seguridad y borrar la tristeza reflejada en sus ojos, Héctor sacó la navaja que siempre llevaba consigo y grabó su nombre y el de ella dentro de un corazón.

- Ahora le pondremos la fecha y cuando tengamos nuestros hijos y nuestros nietos, los traeremos aquí para que vean como el amor sale adelante siempre.

Dianese recuperó la alegría que siempre la embargaba.


IV


No tardó la nodriza en sospechar que algo extraño estaba sucediendo, por lo que una tarde fingió estar dormida y, al notar que la muchacha se internaba en el campo, la siguió. A duras penas logró la anciana perseguir a Dianese, pero pudo así confirmar sus sospechas.

Acosada por el temor de ser castigada por el celoso don Fernando, la nodriza decidió ponerlo al tanto de lo que sucedía. La reacción del padre fue furibunda llegando al punto de acusar al padre del muchacho de ser cómplice del romance de su hija. Luego de echar al padre y al hijo don Fernando duplicó su celo sobre la hija y muchos días permanecía en la casa, vigilante. Esto trajo como consecuencia que descuidara la granja, la cual fue perdiendo importancia en su vida.

Sólo le interesaba cuidar que la hija no volviera a ver al hijo de su antiguo empleado. Pero Héctor, joven e impetuoso, no estaba dispuesto a ceder en sus pretensiones y seguía rondando por los alrededores. Subido al cedro, vigilaba constantemente la casa: puertas y ventanas eran observadas con acuciosa mirada.

- Ahí está ese maldito muchacho trepado en aquel árbol, vociferó el enloquecido don Fernando, pero ahora verá, acabaré con su mirador.

Provisto de una enorme hacha, Don Fernando trató de talar el cedro, pero gran sorpresa tuvo al ver que la pala acerada rebotaba como si estuviera golpeando una roca. Frustrado en su objetivo, regresó a la casa, indicó a la nodriza que empacara sus bienes y se encerró en su habitación.


V


En vano el joven enamorado trepaba a la copa del cedro. Las puertas de aquella casa habíanse cerrado para siempre dejando dentro de ella una soledad impenetrable “Nos marcharemos esta noche y no regresaremos nunca más”, fue lo último que aquellas paredes escucharon.


VI


La granja desapareció como desapareció el hombre que la había construido. Y aquello que en un tiempo fue un lugar próspero lleno de balidos, se convirtió en un inhóspito páramo donde el tiempo fue transcurriendo sin detenerse un instante.


VII


Como hay árboles que desafían el paso de los años, el cedro permaneció allí, erguido, mirando las nubes pasajeras y eternas, abriendo su corazón a los pájaros que anidaban en sus ramas. Su corteza ya no era joven como un siglo atrás, pero aún sobresalía como uno de los mejores árboles que abundaban por la zona.


VIII


Una fría mañana de otoño, dos leñadores provistos de sus hachas, llegaron cerca del cedro y comenzaron a talar algunos árboles.

- Este parece estar bueno, se le ve buena madera, dijo el más animoso. Subiré y le amarraré una cuerda cerca de la copa, así nos será más fácil derribarlo.

A los pocos minutos, el muchacho bajó, y le dijo a su compañero:

- Lo que es yo, no me atrevo a talar este cedro, amigo, si quieres córtalo tú, yo voy a buscar otro.

Al ver que su compañero se marchaba, el otro leñador trepó al árbol para ver qué había sucedido.

- Ahora comprendo, dijo, y comenzó a descender.

Ya en el suelo, tomó su hacha y fue en busca del otro leñador.

En lo alto, en lo más denso del follaje, entre el trino de los pájaros y el continuo susurro del viento, se veía un corazón envejecido por el tiempo; en cuyo interior los nombres de Héctor y Dianese permanecían después de cuatro siglos, unidos a cuarenta metros de altura en un juramento eterno que parecía haberse hecho recién.





LOS TRABAJOS DEL DIABLO


Levantóse una mañana muy molesto el diablo porque la noche anterior uno de sus diablillos asesores le había pasado una lista de los ingresados al infierno, cantidad que el amo de los cuernos colorados consideró muy pequeña comparándola con la que San Pedro, el guardián del cielo, poseía. Decidió entonces descender a la tierra y darse una vuelta a ver si llevaba consigo unos cuantos pecadores. Fue así como se le vio descender trinche en mano por los alrededores de una huerta, donde un anciano con cara de buena gente parecía necesitar ayuda.

-       Estoy para servirlo, buen hombre, dijo el cornudo gentilmente.
El hombre le explico que tenía que llevar una carreta de frutas a un pueblo lejano y que por lo tanto estaría ausente una semana por lo menos, y que por ello le encargaba vigilar a su mujer, que por su juventud, belleza y coquetería era acosada por lo jóvenes mozos del lugar.

-       Vaya usted tranquilo, yo me encargaré de ella, digo el diablo, pensando cobrarse con el alma del viejo cuando se muriera. Aquella primera noche el diablo tuvo mucho trabajo, pues, no bien espantaba a un osado mozalbete, cuando ya hacía su aparición algún otro enamorado.

-       Atrévete a tocar a esa mujer y te atravesaré las costillas con este trinche, decía el rijo diablo.

Con estas palabras y su espantosa figura el diablo hacia huir a todos los amantes. Pero no sólo el trabajo del diablo era excesivo en la noche sino también durante el día, pues, la coqueta mujer no hacía más que asomarse a la ventana o al balcón de la casa para atraer a los hombres como moscas al basural. Cuando el marido regresó, la mujer o había podido meter amante alguno en su lecho, pero el pobre diablo tenía más ojeras que parecía un mapache colorado.

-       Ahí te dejo tu santa mujer, dijo el diablo muy enfadado, no he podido pegar un ojo desde que te fuiste. Vaya mujercita la que tienes, ni en mi reino la aceptaría. 

El propietario del infierno se marchó dando un portazo y dejando al hombre sin entender una palabra.

Recuperado el ánimo el diablo continuó su peregrinaje terrenal llegando a una vega donde un pastor dormía plácidamente.

-       Oye, amiguito, no tienes miedo que algún animalejo de cuenta de tus bolas de lana.

El zagal se quedó pasmado al ver que el diablo realmente existía.

-       Tú sigue durmiendo, muchacho, yo cuidaré de tus ovejas, dijo el luciferino.

Toda la mañana y parte de la tarde se le vio al diablo correteando lobos, zorros, chacales y todo tipo de alimañas, mientras el pastor dormía a pierna suelta. Llegada la noche, el diablo estaba tan agotado que no podía tenerse en pie y no deseaba nada más que una cómoda cama donde poder echarse.

-       ¡Ah! No, amiguito, dijo el joven pastor, sólo tengo una litera y en ella duermo yo, así que tú te vas a dormir al redil y de paso cuidas mis ovejas, pues, es de noche cuando asoma el verdadero peligro.
Maldiciendo el momento en que se encontró con el pastor, el diablo tuvo que acomodarse junto a los perros, pues, no había otro lugar disponible. Los canes lo vieron como una extraña raza que les prodigaba un reconfortante calorcito en aquella fría noche, así que toda la noche se le pasaron pegando sus cuerpos al diablo. Las pulgas, los gruñidos y los ladridos casi lo enloquecieron, por lo que muy temprano tomó su trinche y se largó.

-       Hasta que este infeliz se muera ya las pulgas habrán acabado conmigo, dijo el diablo.

De nuevo en sus andanzas, el diablo encontró a una rolliza mujer que batallaba con tres niños pequeños.

-       ¡Caramba!, dijo la mujer. Ya no se puede confiar en la gente. Hace horas que espero a la criada y ésta o aparece, sino llega perderé mi trabajo.

El diablo, que buen olfato tenía para catar a quienes están a las puertas del sepulcro, se acercó a la mujer y le ofreció cuidar de los niños hasta que ella regresara. Aun cando no le gustó nada el aspecto de aquel hombre de rojo, cuernos y trinche, la mujer no tuvo más remedio que aceptar la ayuda.

-       Bien, pequeñitos, vamos a casa y jugaremos un rato.

Ya en casa de la mujer, los traviesos comenzaron a hacer de las suyas a costa del quien creían que era el nuevo criado. En un descuido del diablo, los niños se apoderaron de su trinchante y lo escondieron. Después de varios minutos de búsqueda el diablo dio con su inseparable ornamento, pero a costa de pasear sobre su espalda, a manera de caballito, a los tres niños, a diez vueltas a la casa cada uno luego, ya extenuado, no pudo evitar que le jalaran el rabo y se colgaran de sus cachos a manera de columpio. Cuando la mujer llegó, el diablo corría por toda la casa gritando como un loco para que detuvieran a esos diablillos que amenazaban clavarle el trinche en el pescuezo sino les daba más caballito. El visitante luciferino recuperó con gran esfuerzo su lanza de Neptuno y se lanzó a la calle lo más rápido que le respondieron sus piernas. Algo desanimado de haber abandonado su cálido reino, el diablo decidió tentar suerte una vez más. Después de dar muchas vueltas, el diablo vio a un anciano que cargaba un saco de carbón. Al verlo tan viejo y extenuado creyó encontrar un buen cliente, después de todo, no quería retornar al infierno sin llevarse algún mortal consigo.

-       Deme ese costal que yo lo llevaré, dijo el diablo muy zalamero.
El hombre aceptó gustoso aquel ofrecimiento. El bondadoso diablo no tardo en descubrir que el viejo era explotado por un carbonero y que aún faltaban transportar cientos de sacos de aquella materia negra.

-       Apúrate, amigo, y como no termines a tiempo te azotaré hasta arrancarte ese gracioso rabo, gritó el carbonero malhumorado de haber perdido los servicios del anciano.

Ya era de noche cuando el infeliz diablo terminó con su labor humanitaria. Estaba tan negro que ya no se le veía. De ello se aprovechó para marcharse, pues, no estaba dispuesto a cargar un saco más. De regresó al infierno, con la espalda molida por tanto esfuerzo, el diablo tocó la puerta de ingreso a lo que consideraba un paraíso con respecto a lo que le había tocado vivir en la tierra.

-       Un momento, amigo, qué desea, interrogó un enorme diablo que hacía las veces de portero.

El diablo se dio cuenta que por lo negro de su aspecto no era reconocido, pero luego de sacudirse un poco y de acicalarse el rostro, recibió de parte del cancerbero un saludo ceremonioso digno de su rango. Echado en su cama, el diablo se sintió feliz de haber retornado a la paz de su hogar.




EL ANILLO DE ARNAÍS



La felicidad es una cosa monstruosa.
Quienes la buscan encuentran su castigo.

GUSTAVO FLAUBERT





I

“A veces es mejor ignorar para ser feliz”, dijo el joven Trasimeno, mientras la pira en que reposaban los restos de su padre dejaba escapar enormes lenguas de fuego.


    - Qué bellos colores, no crees Márcico, dijo el muchacho.

El viejo adivino asintió con un leve movimiento de cabeza.

-  - Mira esas llamas verdosas, azuladas, magentas, gualdas, todo un arcoíris señalando el camino que debe seguir ese infeliz que tanto poder tuvo y del que en unos instantes no quedará más que un cumulo de cenizas y un cráneo ennegrecido que el viento se encargara de esparcir.

-      Las de su padre, mi señor, dijo el adivino.

-      Si padre se puede llamar a esa carne que se consume en ese asador.

Cerca a la pira el príncipe Tracio, el hijo mayor del rey Bersaul, oraba de rodillas invocando a sus antepasados para que hicieran más placentero el viaje de su padre hacia esos lares extraños que se hallaban más allá de las estrellas.

-      Vuestro hermano parece sentir un gran pesar, dijo el adivino con un suave tono de insidia y reproche.

Trasimeno lo miró con desprecio.

-      Dentro de una semana vuestro hermano asumirá el trono dejado por vuestro padre, por ello debo coordinar todo lo relacionado con la ceremonia. Con vuestro permiso, joven príncipe.

Trasimeno lo vio marcharse, orondo, como quien está seguro de que con el nuevo monarca ascendente su estatus social y político no será perturbado.

-      Mi amado hermano es la prolongación de mi padre, Procurcio, así que acostúmbrate a que las cosas sigan como de costumbre, sin que el zumbido de una mosca cambie en algo esta vida anodina, sin emociones, viendo como nuestros pueblos vecinos crecen y nosotros permanecemos a la sombra viéndolos erigirse como los dioses.

Procurcio escuchaba a su amo con la devoción de un perro. Tenían casi la misma edad y habían sido compañeros de juegos desde la infancia. La madre de Procurcio había atendido a la reina hasta que murió víctima de unas fiebres misteriosas que, según la opinión de los doctos, había llegado a Samos a través de una caravana de beduinos venidos del desierto. Ancianos, hombres, mujeres y niños, en un total de doscientos cincuenta, fueron ejecutados por orden del rey Bersaul y sus cuerpos quemados para evitar una peste. Al morir su madre, Trasimeno se sintió muy desolado, pues, las atenciones de Bersaul para con Tracio dejaban de lado al hijo menor a quien consideraba inferior en todo con respecto a su hermano. Y como es propio del hombre odiar a quien lo ofende, en el corazón del niño Trasimeno fue gestándose una inquina hacia su padre que con los años creció a extremos que sólo un rostro hipócrita podía ocultar.

-      Tengo hambre, Procurcio. El olor a carne quemada ha despertado mi apetito, vayamos al campo, dijo el joven príncipe.

La vivienda donde Trasimeno gustaba pasar sus momentos de ocio, que eran muchos, estaba en el campo, en las afueras de la ciudad. La casa parecía una fortaleza, con grandes ventanales en las dos plantas, arcos y puertas afiligranados dábanle un aspecto señorial. En la parte posterior lucia bellos jardines con pequeños caminos donde algunos bancos de piedra servían de descanso.

Los criados se desplazaban silenciosos por las terrazas.

Algunos pollos y palomas picoteaban granos de trigo partido cerca a las cuadras donde se hallaban encerrados caballos, vacas, cabras y pollinos.
-      ¿Qué deseas comer?, preguntó Procurcio.

-      Lo dejo a tu elección, amigo, contestó Trasimeno.

Tendido en una hamaca el joven príncipe meditaba sobre su situación en el reino. Antes estaba bajo la tutela de su padre, ahora estaría en manos de Tracio.

Al cabo de un rato, Procurcio regresó en compañía de una joven criada quien portaba una bandeja de madera con un tazón de leche de cabra, unos trozos de pan blanco, un vistoso pastel de higos y trigo, un trozo de cerdo ahumado, miel, aceite y unos granos de sal.

Charlaron un buen rato mientras Trasimeno comía con deleite.

Las preguntas de Procurcio y el tono de voz con que las formuló – bajo, solícito, compasivo -, reflejaban el cariñoso lazo que los unía.

-      ¿Qué piensas hacer, príncipe?, dijo Procurcio casi susurrante.

-      Apoderarme del trono, contestó Trasimeno secamente.

Un criado los interrumpió. Dijo algo al oído de Procurcio y se retiró.

-      El rey Arnaís de Egipto ha venido a darte sus condolencias, dijo Procurcio.

A los pocos minutos el monarca egipcio ingresaba a la casa. Observó las paredes primorosamente estucadas, el techo formado por enormes vigas de roble, enmohecidas por las manchas de la lluvia y del tiempo; el piso, de pulidas baldosas romboides negras y blancas, muy firme y gastadas; se detuvo ante unos taburetes con las patas talladas imitando las de los tigres; una alfombra persa, donde un cornaca guiaba a unos elefantes, cubría parte de una pared.

Cuando estuvo frente al príncipe Trasimeno, Arnaís se deshizo en cumplidos.

Trasimeno lo observó detenidamente. Una túnica color arrebol daba un reflejo rosado sobre aquel rostro suave y redondo. Los cabellos, algo largos, estaban rizados y bien cuidados. Su frente ancha hacía resaltar las cejas curvadas sobre dos ojos azulados un tanto achinados. Una nariz aquilina desencajaba en aquella figura de barba acicalada.

Trasimeno observó sus manos blancas y mesuradas con unas uñas recortadas y pulidas. Un enorme anillo de oro con la figura de un pez finamente labrado llamó su atención.

Arnaís olfateó el aire, se rascó la nariz y dijo:

-      El aroma del campo es agradable con su olor a mijo, a trigo, a dulces flores, pero nada se compara con el mar.

Trasimeno recordó que cuando frisaba los trece años su padre lo había llevado a Egipto y que el monarca que ahora estaba frente a él, había hablado maravillas del mar mientras daban un largo paseo en uno de sus barcos; recordaba la nave alfombrada, cubierta de almohadones forrados en terciopelo y bellas y finas telas de brillantes colores que iban del índigo al púrpura; recordó a bellas egipcias, adolescentes y púberes, envueltas en chales multicolores y en una nube de vistosos encajes; recordó que a su padre le llamó la atención aquel reino exótico de pirámides y de reinas como una tal Hatshepsut, que a través de intrigas y ardides, había logrado adornarse con los atributos de la realeza, llegando incluso a vestirse de hombre y usar una falsa barba ceremonial; recordaba también haber navegado por un río enorme cuyo nombre no recordaba, pero que sabía, por labios de su padre, que aquella enorme serpiente acuosa brindaba prosperidad a los habitantes de sus riberas; recordaba por último que cuando el río volvía a su cauce normal, después de cada inundación, quedaba tras de sí fango y espuma, así como aguazales y pantanales protegidos por una abundante vegetación, que los rayos solares no lograban penetrar. En esos lugares prósperos, poblados de tupidos cañaverales, donde se multiplicaba el bambú, abundaban toda clase de reptiles, ranas y sapos de gran tamaño, ágiles lagartos y una gran gama de criaturas cubiertas muchas de ellas de una pátina color esmeralda de las del gran río. Todo eso recordaba cuando el rey egipcio comenzó a hablar de las bondades del mar.

-      El viento forma sobre el mar, azules montes, blancas montañas, todo un sinfín de maravillas. Es agradable contemplar el mar agitado. Mar, cielo terrenal donde espuman nubes. ¡Oh mar! ¡Oh mar!

Así de bella debe ser la eternidad.

Las palabras del rey brotaban como versos.

-      Adoráis el mar, majestad, preguntó Trasimeno.

-      Sí, cuando muera quisiera navegar por los mares, dijo Arnaís con voz nostálgica.

Trasimeno había terminado su “primera merienda” y ahora daba cuenta de un trozo de carnero.

-      Os contaré un secreto, joven príncipe, dijo Arnaís, acercando su rostro lo más que pudo a Trasimeno. No sé nadar.

-      Pero es que yo pensaba que...

Arnaís lo interrumpió.

-      Nunca me atreví a ingresar al agua, siempre sentí temor a esas olas, a esa forma que tienen de jalar hacia adentro, prefiero tener los pies en la tierra, concluyó el rey egipcio.

Pasaron algunas horas juntos. El monarca se comprometió a apoyar al nuevo rey en todo lo que estuviera en sus manos. Cuando se despedían, Trasimeno dijo a Arnaís.

-      ¿Habéis visitado a mi hermano Tracio?

-      No creo que haya necesidad, joven príncipe.

Luego se marchó seguido de una larga comitiva.

Ya a solas con Procurcio, Trasimeno dijo:

-      Ese hombre parece haberme leído el pensamiento, debemos tener cuidado de él cuando mi hermano esté junto a mi padre allá en el más allá.

Procurcio entendió el mensaje y, a los pocos días, se presentó con un hombre de unos cincuenta años, robusto, con una ligera calvicie, fuerte de brazos y de piernas. Se llamaba Azzam, había sido gladiador, las cuantiosas cicatrices en los brazos, piernas y rostro, indicaban que había trajinado durante muchos años por las arenas. Trasimeno lo observó con curiosidad.

-      Es de confiar, le preguntó a su criado.

Procurcio asintió.

 Mató a su padre cuando tenía diez años por golpear a su madre, luego la mató a ella porque un día lo golpeó a él. Se enamoró de una frigia, pero como era casada y el marido muy celoso, lo ahogó en un abrevadero de camellos. Dice que son más de doscientos hombres los que han muerto en la arena a causa de sus brazos.

Con un ademán, Trasimeno lo hizo callar. Se acercó al hombre y le preguntó:

-      Sabes porqué estas aquí.

El hombre, que era sirio, asintió.

-      Abre la boca, le dijo Trasimeno.

El hombre abrió la boca desdentada, la lengua había sido arrancada desde la raíz. Trasimeno hizo un gesto de fastidio.

-      Él mismo se la arrancó, dijo Procurcio.

Se prometió no volver a besar a una mujer después que mató a la frigia cuando lo quiso abandonar. Parece que la amaba mucho.

-      Ya veo, dijo el príncipe en tono burlón.

Se hizo el trato, el sirio recibiría tres cabalgaduras, mil denarios y una carreta con provisiones para una semana.

-      No quiero que su muerte cauce sospechas, eso tenlo bien presente, dijo Trasimeno con voz eufórica.

El sirio asintió con majestuosidad y se retiró.

-      Es un profesional, no te preocupes, dijo Procurcio.



II

Tracio partió hacia los bosques de Eufrasia cuando el cielo aún era de un gris azulado y cuantiosas y enormes bandadas de pájaros se aprestaban a abandonar las copas de los altos árboles.

El escuadrón de halcones que llevaba consigo comenzaron a olisquear el aire, nerviosos, moviendo las crestas y dejando al descubierto las garras. Licinio, el cetrero encargado de cuidar, adiestrar, reproducir y alimentar a las rapaces, observaba el amanecer, atento, la mirada dura, fiera y directa, “como la de un milano” solía decir Tracio cuando estaba embriagado y Licinio era víctima de sus bromas.

Porque Licinio era a Tracio como Procurcio a Trasimeno.

-      Preparen las aves, gritó Tracio a Licinio.

Provisto de gruesos guantes de cuero, Licinio fue pasando lista a las rapaces: milanos, águilas, azores, gavilanes y halcones fueron sacados de sus jaulas. Una veintena de hombres estaban al mando de Licinio, todos habían sido adiestrados por él en la manipulación de esas aves preparadas para matar.

-      Lobos, gritó un vigía.

-      ¿Cuántos?, gritó Tracio.

-      Una madre y tres lobeznos.

-      Poca cosa, dijo Licinio, cinco águilas serán suficientes.

-      Prepáralas, quiero que los cojan a campo traviesa, nada me da más placer que ver a esas asesinas despedazando un lobo.

Avanzaron sigilosos persiguiendo a la pequeña manada; cuatro lebreles se encargaban de pisarles el rastro. Licinio llevaba en el brazo derecho a un águila de mediana estatura, de fuertes garras. Era un experto en el dominio de ese tipo de caza. Se había criado con halconeros mongoles que adiestraban a las águilas para matar lobos y así proteger su ganado de las manadas depredadoras. Cuando los pequeños lobos y la madre ingresaron a un calvero, Licinio lanzó las dos primeras águilas. Mientras una de ellas instigaba a uno de los lobos pequeños, creando cierta incertidumbre en el animal, la otra, aprovechando el pánico de la víctima, se lanzó sobre el lobezno. El golpe fue letal, las garras del águila cercenaron parte del cuello del cachorro quien dio un aullido agudo y lastimero antes de morir. Cuando los otros lobos y la madre se percataban de lo sucedido, cuatro águilas audaces y dos de cabeza blanca sobrevolaban a baja altura, midiendo el movimiento y velocidad de sus víctimas.

Licinio emitió un silbido largo y profundo con las manos en bocina, y las aves atacaron. La agonía de los lobos se prolongó durante más de una hora. Cernícalos patirrojos se encargaron de dar cuenta de los cuerpos sanguinolentos.

-      Ha sido una buena caza, dijo Tracio ordenando que se repartiera el vino entre los hombres que habían participado en la matanza.

Antes del atardecer, Tracio y su comitiva regresaban exhaustos. Cerca de una cañada, Tracio, que cabalgaba a gran velocidad, cayo del caballo y su cuerpo fue a dar entre unas rocas.

Uno de los arreos de la montura había cedido echando por tierra al jinete. El corte hecho a una de las correas que sujetaba la silla al caballo había sido hecho por un experto.

Procurcio no se había equivocado, Azzam conocía bien su oficio. Tras una agonía de cuatro días, Tracio, con la espina dorsal hecha trizas, abandonaba este mundo sin haber recibido la corona sucesoria.

El camino de Trasimeno hacia el trono estaba ahora libre de cualquier inconveniente.

Ahora las cosas cambiarían para todos aquellos que otrora habían desestimado su poder.


III

Con la muerte de Tracio y la inevitable ascensión al trono de Trasimeno, Márcico sintió cierto temor, pues, el haber favorecido siempre al príncipe muerto lo hacía vulnerable al príncipe vivo. Su autoridad fue desplazada de un plumazo por las nuevas disposiciones que Trasimeno dictaminó y que Procurcio, muy solícito, se encargó de que se cumplieran. El viejo agorero perdió la mitad de sus propiedades y tierras de cultivo que fueron a pasar a manos de sus cuantiosos esclavos y sirvientes.

-      Sólo me ha dejado un sirviente y una cocinera, se quejaba el viejo con todo aquel que lo quisiera oír.

Trasimeno no le consultaba nada, en su reemplazo, colocó a Vinicius y a Truso, dos jóvenes romanos de solemne estirpe, quienes hacían sus primeros ensayos en el misterioso terreno de la quiromancia.

En el palacio en Egipto, Arnaís recibió la noticia de la muerte de Tracio sin sorpresa alguna.

-      Los lobos tienden a salir de sus cuevas cuando el hambre los apremia, y por lo que veo, este lobo no sólo es desmesurado en el comer, sino también para deshacerse de sus adversarios, así sean de su propia sangre.

Los sacerdotes y escribas que rodeaban al rey escuchaban atentos y en silencio. El palacio de Arnaís era suntuoso. Tenía en torno una serie de talleres, cocinas, establos, capillas y salones de banquetes donde gustaba agasajar a sus invitados, los cuales eran muy frecuentes. Bebía poco y conversaba mucho, sobre todo con viajeros a quienes podía escucharlos durante interminables horas sus sirvientes siempre andaban de un lado a otro, sigilosos y eficientes en cocer el pan y galletas en los hornos, preparando el vino en los lagares, embotellando la cerveza en la bodega, almacenando los cereales en los silos.

Así como Tracio tuvo a Licinio, Trasimeno tenía a Procurcio, Arnaís tenía a Ombo. Era el mayordomo principal encargado de vigilar, controlar y ordenar a los sirvientes, criados, escribas, vinateros, carpinteros y pastores. Arnaís se había mantenido célibe y, como no tenía descendientes ni esposa o concubina, Ombo se encargaba de administrar todo lo concerniente a la administración de los bienes y propiedades de su amo. En la entrada principal del palacete había un marbete con una inscripción en árabe, persa y chino que decía: “No vigilarás a tu esposa en su casa”.

-      Si tuviera esposa, andaría olisqueando por aquí y por allí, decía Arnaís a sus invitados en son de broma.

-      Para que quieres mujer, con tantas bellas criadas que pululan por todo tu palacio, le dijo una vez un noble comerciante de ganado.

-      No amigo, aquí las mujeres son un sexo decorativo para mí, no tienen nunca nada que darme porque yo lo he dispuesto así, dijo Arnaís.

Arnaís consideraba a las criadas seres indispensables en su palacio. A algunas las había adiestrado para que tocaran instrumentos musicales, a otras, para que recitaran, a otras las había provisto de objetos de belleza, pinzas para pelo, peines, pinceles para aplicar sombras, espejos de mano, collares de cuentas, gargantillas y piedras y paletas para moler los cosméticos, todo lo necesario para que embellecieran a las bailarinas que alternaban las danzas lentas y eróticas con ejercicios violentamente acrobáticos en los grandes banquetes que solía dar a los monarcas vecinos dos o tres veces al año.

Ahí, entre una espléndida coreografía donde se alternaban ruedas, saltos, piruetas, saltos mortales e inclinaciones, Arnaís solía concluir sus negocios con otros reyes o importantes comerciantes.  Ahí se mercadeaba ricino, cebada, uvas, escandia, papiro, ajonjolí, lino y palmeras; otros especializados en carne y leche, ofertaban cabras, cerdos, ganado y ovejas. Este había sido el acierto de Arnaís para convertirse en el monarca más rico de toda la región y, tras esa fortuna, estaba fijada la ambición de Trasimeno.

-      Ese hombre ha pensado en todo, Procurcio, pero ha fallado en lo más importante, no posee un ejército que pueda resistir un día de batalla y, al no tener herederos, con su muerte todo en su reino sería un caos. Apoderarse de ese rico imperio sería tan fácil como aplastar un hormiguero.

Procurcio estaba de acuerdo, lo único que faltaba ultimar era cómo, cuándo y dónde se llevaría a cabo el asesinato.

-      Puedes traerme algo de comer, estas cosas me abren el apetito, dijo Trasimeno, quien lucía una figura que ya bordeaba la obesidad.

Procurcio se retiró y Trasimeno se quedó mirando el horizonte. Veía el cielo con sus nubes bajas, como inquietos copos de nieve con que el viento jugaba, iluminados por una luz violeta vibrante y luminosa que con el transcurrir de las horas íbanse opacando progresivamente hasta desvanecerse en la inmensidad de la noche.


IV

El día de la coronación de Trasimeno, Márcico estaba convaleciente en la única casa de campo que el ambicioso príncipe le había dejado. Desde hacía días se sentía débil, con mareos y náuseas, alucinaciones y delirios que lo hacían presentir su muerte. Toka, su criado, le colocaba apósitos para calmarle la fiebre que, según él, lo devoraba por dentro. La criada, una joven siria, le administraba pequeñas dosis de belladona en los alimentos y en la bebida.

-      Que su muerte sea lenta, le había advertido Procurcio. El príncipe Trasimeno sabrá recompensarte luego de su coronación.

Entre ella y Toka se repartirían todas las propiedades del viejo adivino. Las tierras de cultivo serían compartidas con Vinicius y Truso, quienes habían conseguido el veneno de un mercader egipcio que estaba de paso por Roma.
-      Esto puede tumbar hasta un caballo, le había asegurado el mercader.

Entre los invitados a la coronación estaba Arnaís, quien llegó en un carruaje tirado por dos hermosos caballos blancos adornados con plumas negras y púrpuras. La frente en alto, mentón rígido, tieso como una estatua que espera ser vitoreada por sus súbditos para cobrar vida, Arnaís ostentaba todos los lujos inimaginables.

Minutos antes de recibir la diadema de manos del joven Vinicius, Procurcio se acercó a su amo y le musitó al oído:

-      El perro ha dejado escapar su último resuello.

El perro no era otro que el viejo Márcico, quien en esos instantes era cremado en los jardines de su último aposento.

Trasimeno había dispuesto de uno de los palacetes que su padre había construido cerca al mar para la fiesta de su coronación. La construcción era una clara imitación de la arquitectura persa, con una fuerte muralla que lo circundaba como una forma de protección. El palacio estaba la mayor parte del año desocupado; cuando algún rey o cónsul o general del ejército llegaba a la ciudad con sus sirvientes y su familia, se los alojaba preferentemente ahí. Provisto de amplios salones, baños adecuados, un gran número de habitaciones, jardines vistosos y azoteas con vista al mar, el palacete fue bien visto por los invitados. Arnaís fue hospedado cerca a las habitaciones de Trasimeno. El rey egipcio lo tomó como una deferencia especial; para Trasimeno tenía otro significado.

-      El gato debe tener al ratón cerca, no vaya a ser que presienta el peligro y se escabulla, le había dicho a Procurcio.

Como ayuda de cámara de Arnaís, para mayor seguridad Procurcio había destacado a Azzam para que vigilara la puerta de acceso a las habitaciones de tan distinguido invitado.

-      Dígale al rey que agradezco esa preocupación por mi seguridad, dijo Arnaís a Procurcio.

Al criado le extrañaba la excesiva confianza con que sobrellevaba la vida aquel monarca en términos de seguridad personal.

-      Le ponen una soga al cuello y no hace más que tirar de ella como buscando estrechar el lazo, dijo Procurcio a Azzam.

Trasimeno podía deshacerse de Arnaís ahí nomás, pero no quería despertar sospechas.

Amante de la arquitectura, el rey egipcio quedo deslumbrado de la vistosidad de sus habitaciones. Eran muy espaciosas, estaban enlosadas con mosaicos de mármol azulado y durante todo el día eran iluminados por unos tragaluces revestidos de micas. Los atlantes intercalados entre las paredes eran muy variados y sostenían, unos sobre sus hombros y otros sobre sus cabezas, los arquitrabes de elegantes y variados dibujos.

Los días transcurrieron entre bailes, danzas, comilonas, sexo y embriagueces.

-      Ustedes los romanos son dados a los placeres desenfrenados, comentó con sutileza Arnaís.

Trasimeno, que ya lucía una figura obesa y de rostro rojizo y mofletudo, contestó:

-      Hay que disfrutar de la vida majestad.

Después de siete días de fiesta, Arnaís quiso marcharse.

-      Ha sido un placer y un honor tenerlo a mi lado en este momento tan importante para mí majestad, dijo Trasimeno.

Arnaís agradeció a su vez la hospitalidad del nuevo monarca.

-      Pero antes, debo comunicarle que regresará usted a casa por mar, dijo Trasimeno.

Arnaís quedó boquiabierto. Había llegado por tierra y era de suponer que también regresaría igual.

-      Pero es que yo..., logró articular el rey antes que Trasimeno lo interrumpiera.

Lo llevó del brazo a uno de los balcones con vista al mar, donde Procurcio, muy solícito, hizo a un lado las cortinas de sedas indias que cubrían los balaustres. Arnaís quedo deslumbrado. A orillas del mar descansaba una alargada embarcación de forma ahusada.

Como mascarón de proa había un hermoso pez tallado por los mejores carpinteros romanos de Ostia que Trasimeno había contratado para obsequiar al monarca egipcio. Tres cabos mantenían la embarcación amarrada a unos pilotes, pues, el mar se hallaba un poco encabritado.

-      Claro que regresaré por mar, querido amigo, dijo Arnaís emocionado. Daré las órdenes para que mi comitiva regrese a Egipto sin mí, concluyó complacido.

El ratón había caído en la ratonera y el gato afilaba las uñas para el zarpazo mortal.


V

Arnaís despertó de buen humor. Ombo le llevó su primera comida del día a su habitación. Pan, untado con aceite de ajonjolí, uvas, y una porción de cebolla picada con gachas de garbanzos.

La partida había sido programada para después del desayuno; la comida de Trasimeno no tenía nada de frugal con respecto a la de su invitado: un trozo de cordero, vino, dátiles, uvas y pasas de Corinto.

Antes del mediodía embarcaron.

-      Es raro que un romano no lleve mujeres en sus viajes de placer, dijo Arnaís socarronamente.

Trasimeno dibujó una sonrisa de compromiso. El mar lucía tranquilo y el cielo despejado, sin nubes, como una alfombra azulina de cachemira.
-      Te equivocas amigo, dijo.

Trasimeno dio una señal a Procurcio y de inmediato aparecieron dos hombres y una muchacha. Uno de los varones portaba una cítara, el otro un arpa curvada. Cuando la música sonó, una muchacha comenzó a recitar unos versos amorosos que cantaban el rescate de Andrómeda por Perseo que emocionó al rey egipcio...


...Se erguía encadenada a una roca; el joven Perseo detuvo
su rápido vuelo, para contemplar a la hermosa doncella.
Tan dulce su figura, tan exquisitamente delicada,
parecía una estatua obra de mano divina,
de no ser que el viento hacía ondear sus trenzas,
y que sus penas fundidas en llanto, rodaban por sus mejillas.
Su forma perfecta inflama el ardor del joven;
     cuanto más mira, tanto más admira...
La hermosa novia se adelanta, libre ahora de sus cadenas,
causa y dulce recompensa de todos los trabajos del héroe...”


Las horas pasaban entre la dulce música, los versos de amor y el balanceo suave de la nave que patinaba en el mar. El almuerzo fue abundante. Medusas y huevos de aperitivo; corzo asado con salsa de cebolla, ruda, dátiles de Jericó, pasas, aceite y miel; de postre, fricasé de rosas con masa para pasteles.

-      Tiene que cuidar su salud, sino no vivirá muchos años, majestad, dijo Arnaís quien sólo probó unos bocados, mientras Trasimeno se atragantaba con tan suntuosos manjares.

Bebieron vino y Trasimeno hizo llamar a los músicos. Era la señal convenida para que Procurcio fuera preparando la trampa que habían armado para el rey egipcio: ya entraba la primavera y un canto de amor a la diosa Dione era un tema propicio para despedir a ese rey egipcio tan amante del mar.


“...Fue en aquel día que vio la abundante crecida
subir girando, impregnada de sangre celestial;
errante, en círculos, esperaba el séquito marino,
el resto era sólo un vacío azul;
  el océano materno se esforzaba con dolor,
      y de allí surgió, goteando, la hermosa Dione.

Que aquellos que nunca han amado, amen ahora;
y aquellos que siempre han amado, amen ahora aún más...”


Ombo ya había escuchado los últimos versos. Los fuertes y macizos brazos de Azzam habíanle arrancado el último hálito de vida. Arnaís se vio tomado de los brazos por dos hombres de la guardia personal de Trasimeno y cayó en la cuenta que había sido traicionado.

-      Miserable embustero, logró decir.

Casi a rastras, fue llevado hasta la popa de la embarcación. Con la expresión de la angustia en el rostro de quien ve acercarse a la muerte, con la frente pálida, Arnaís se sintió abatido, humillado, traicionado de la forma más grosera que podía imaginarse. Meditó unos momentos y se sintió persuadido de que ya no había nada que hacer.

Como todo egipcio, Arnaís pensaba vivir en el más allá. Lamentó en ese momento no encontrarse preparado para la complicada vida de ultratumba donde esperaba estar al mismo tiempo en el cielo, en la barca del dios, bajo tierra, labrando los campos Elíseos y gozando de los víveres en su tumba. Esperaba ser juzgado por Osiris, dios del mundo de las tinieblas, que sopesaría sus virtudes y sus pecados, bien para otorgarle una renovada vida eterna o bien para sentenciarlo a una segunda muerte de extinción.

Trasimeno se acercó a él, casi podía decirse que percibía el aliento del hombre que en pocos minutos estaría en el mar chapoteando, desesperado, tratando de librarse de un destino que ya era inevitable.

-      Nunca es tarde para aprender a nadar, le dijo Trasimeno riéndose como un desquiciado.

Arnaís escupió en la boca del canalla.

-      Como hizo tu dios romano en la boca de esa infame mujer troyana que traicionó su promesa, hago lo mismo contigo, dijo con desprecio. Por esa boca morirás miserable y ahorcado por tus propias manos dejarás de respirar como un perro sarnoso.

Trasimeno se limpió de saliva con la túnica, quitó el anillo de oro del dedo de Arnaís y ordenó a Procurcio que procediera.

-      No quiero que cuando lo encuentren flotando, sepan por el anillo de quién se trata. Pensarán que es un pescador.

Procurcio y los guardias lo levantaron en vilo y lo lanzaron al mar que, a esa hora de la tarde, comenzaba a mostrarse proceloso. Cinco minutos pasaron para que el monarca egipcio desapareciera entre la espuma de ese mar que tanto había amado en vida.

De regreso a su palacio, Trasimeno arrojó el anillo de Arnaís al mar. El rey egipcio era ya sólo un recuerdo.



VI


Había transcurrido un mes desde la muerte del rey Arnaís y su reino era un caos. Trasimeno tuvo que hacer frente a una comitiva de sacerdotes y aristócratas egipcios que viajaron hasta Roma para conocer los pormenores de su desaparición. Trasimeno dijo que el rey Arnaís había hecho sólo un trecho junto a él y que con su criado Ombo, decidieron viajar solos hasta Egipto guiando la embarcación que le había obsequiado.

Los egipcios se tragaron el embuste y convencidos de que la nave se había hundido con sus dos ocupantes. Entre las mentiras que les contó el romano estaba aquella de que otra embarcación los había escoltado y, que al ver el mar tranquilo, decidieron hacer el transbordo y regresar a Roma. La nave se había hundido, era cierto, pero lo había hecho Procurcio por órdenes de su amo en una bahía cerca al mar de Ostia.

Los planes para apoderarse del trono de Arnaís fueron elaborados por los generales y comandantes de Trasimeno.

-      Cuando vean nuestro poderío militar van a huir como ratas y dejaran las ciudades a nuestra merced, dijo Trasimeno levantando una copa de vino.

Uno de los aristócratas ahí presente, comentó al oído de un senador.

-      Para trasladarlo al campo de batalla va a ver que conseguir una buena carreta tirada por dos fuertes bueyes.

Las alusiones a su obesidad eran comunes entre los baños, las habitaciones y los pasadizos del palacio.

Aun en la ciudad, entre la gente del pueblo, se comentaba el exceso de peso que tenía quien, según él, iba a comandar las legiones guerreras.

Eran más de un centenar los invitados a la gran fiesta que Trasimeno daba en “honor” a la muerte de su amigo Arnaís.

-      Ese le torcería el cuello a su madre con tal de obtener algún beneficio, dijo un cónsul a su esposa.

-      No te puedes quejar, querido, dijo la mujer, gracias a él has obtenido más tierras, más esclavos y hasta una residencia en la campiña. Y mira el gran festín que nos vamos a dar.

En amplias mesas habían colocado los criados los cuantiosos manjares salidos de las cocinas: langostas, guarnecida de espárragos, múgiles de Córcega, lampreas, hígados de oca, capones, verracos rellenos con carne de avestruz hervida con salsa dulce y gran variedad de trufas y manzanas. Todos los placeres culinarios propios de la mesa de un rey estaban ahí, al alcance de cónsules, lictores, senadores, tribunos y aristócratas.

Cuando estuvieron sentados a la mesa, Trasimeno mandó pedir su plato preferido, lamprea bañada en salsa de nueces.

-      Brindemos por nuestro ejército que en pocos días conquistará para nosotros nuevas tierras, nuevos esclavos, nuevas riquezas, dijo Trasimeno ya algo borracho por todo el vino que había bebido.

-      Salud por usted, majestad, y porque los dioses le brinden muchos años y nuevas conquistas, dijo uno de los senadores más serviles y adeptos.
Los comensales echaron diente con gran entusiasmo, pero quedaron sorprendidos por la forma como el monarca se atragantaba con los trozos de lamprea.

-      Todo un animal comiendo, dijo un tribuno, lanzándolo en una catapulta destrozaríamos cualquier muralla enemiga.

Quienes lo escucharon comenzaron a reír estruendosamente. Trasimeno los miró con los ojos desorbitados.

Todos quedaron pasmados pensando que el monarca había oído la ocurrencia. De repente, Trasimeno se llevó las manos a la garganta y comenzó a trastabillar. Trataba de articular palabras, pero no podía. Su rostro pasó del rubor a tornarse azulado.

-      Se está asfixiando, gritó un lictor.

Procurcio corrió a socorrerlo, trató de quitar las manos de la garganta de Trasimeno, pero estas se hallaban agarradas al garguero como garras que se cerraban más y más.

En esos instantes últimos, Trasimeno sintió como si su cuerpo se bamboleara suavemente en un mar tranquilo y una serenidad de muerte se apoderó de él; en esos instantes últimos, se vio a si mismo flotando sobre las aguas con el rostro sosegado por el cielo azul de un bello atardecer; en esos instantes últimos, escuchó una voz cuyas palabras le trajeron el recuerdo de una tarde de traiciones y conjuros, “por esa boca morirás miserable y ahorcado por tus propias manos dejarás de respirar como un perro sarnoso”, en esos instantes últimos, Trasimeno comprendió que su suerte estaba echada y que cualquier intento de los hombres que lo rodeaban por quitar las manos de su garganta sería inútil.

Un grito gutural salió de la boca babeante y espumosa y el monarca cayó pesadamente.

-      Está muerto, certificó un cónsul.

La fiesta había terminado trágicamente para todos. Por la noche, cuando algunos arúspices preparaban el cadáver para la cremación y ya se había logrado separar las manos del cuello, uno de los agoreros dijo:

-      Parece que hay algo dentro de la boca.

Procurcio, acongojado, observaba la escena como una estatua.

Con unas pequeñas tenazas se hurgó varios minutos en el interior de esa boca que durante años había paladeado los mejores manjares del arte culinario.

-      Es algo duro, ya casi lo tengo, dijo unos de los arúspices.

Procurcio vio salir de la boca del muerto un grueso anillo de oro que llevaba labrado la figura de un pez. En ese instante comprendió que el anillo lanzado por Trasimeno al mar tenía que haber sido ingerido por la lamprea que le habían servido en la comida y que él, en su desmesurada forma de comer había ingerido carne y anillo.

Lo demás ya no importaba.

Arnaís había vuelto del reino de los muertos a cobrarse la revancha.


Wolfsschanze, noviembre – diciembre 2012.






OREJITA CHUPADA


Como andarían mal las cosas por la sabana que un día se vieron nariz con nariz una zorra y una hiena.

-      Por aquí no hay ni agua ni comida, dijo la hiena, quien lucía más flaca que una suela.

-      Yo vengo del otro lado de aquel cerro que está ahí y no he encontrado ni un ratón con que calmar el hambre que tortura mis tripitas, dijo la zorra cuya delgadez dejaba contar hasta sus costillas.

Los únicos que lucían esplendorosos eran los cuantiosos cactos que para medrar los tiempos de sequía les bastaba con la humedad de los vientos matutinos. Los remolinos de viento y polvo iban difuminando las huellas de aquellas dos infelices que si no encontraban algo que comer, terminarían como merienda de un grupo de buitres que seguían su andar esperando el momento preciso para descender o darles curso.

-      Cómo estaremos de flacas que esos buitres ya deben estar lamiéndose el pico, pensando que hoy tendrán su comida asegurada, dijo la hiena mirando el vuelo en círculo de las aves carroñeras.

Toda la vegetación languidecía, poco iba quedando del verdor y de los colores con que las plantas armonizaban el ambiente de luz y lozanía en los tiempo de lluvia.

A medida que avanzaban y con el sol más ardoroso a cada momento, las pocas fuerzas que les quedaban iban menguando.

Después de una hora de andar al azar, la zorra y la hiena toparon con una pequeña manada de cebras. Agazapadas tras una roca, observaron a las cebras arrancando algunas raíces que asomaban entre ese suelo seco y polvoriento.

-      Creo que nuestra suerte va a cambiar, amiguita, dijo la zorra de buen ánimo.

La hiena miró a las cebras y luego a esa zorra flacuchenta y maloliente y estalló en carcajadas.

-      ¿Qué te pasa, te has vuelto loca?, gruñó la zorra.

-      Es que no puedo imaginar cómo harías para tumbar a esos animales tan grandes y fuertes, dijo la hiena.

La zorra se llevó una pata a la cabeza y le dijo:

-      Hiena tonta, acaso no sabes que soy un animal muy astuto.

La hiena pensó que si quería comer algo lo mejor era permanecer callada.
-      Y para completar nuestra suerte, ahí está ese melenudo durmiendo como siempre. Vamos, necesitamos un socio más y hoy llenaremos la panza hasta hastiarnos.

Un león que dormía plácidamente patas arriba al lado de un tronco vio interrumpido si descanso.

-      León, gritó la zorra. León despierta.

El felino permaneció inmutable.

La zorra se subió al tronco y de ahí saltó sobre la panza del león gritando como loca.

-      Despierta haragán, ocioso, mantenido, melenudo…

El león abrió un ojo y tomó a la zorra del cogote. Así la mantuvo en el aire mientras despertaba completamente de su sueño.

-      Mira amiguita, si vuelves a hacer eso te arrancaré la cabeza de un zarpazo. Agradece que estoy un poco cansado y no tengo ganas de perder el tiempo.
La zorra salió despedida varios metros y terminó enredada entre unas zarzas.

-      Allá tú, dijo la zorra quitándose el polvo. Pensé que querías darte un banquete con una de esas cebras que están allí.

El león escuchó cebra y paró las orejas.

-      ¿Y tú crees que yo voy a levantarme con este sol abrasador para atrapar una de ellas sólo para que tu comas a costa mía. Ni hablar, no me muevo de aquí, así que ándate tú y esta hiena mugrosa y vean cómo se las arreglan.
La hiena ni se dio por aludida.

Estar al lado de ese enorme animal ya la ponía nerviosa, más aún, sabiendo que la zorra no se daría por vencida.

-      No necesitarás moverte de aquí. Yo y mi amiga la hiena la traeremos hasta acá, tú la mataras y repartiremos en tres partes y todos contentos.

La hiena miró hacia el sol y pensó que el fuerte calor había estupidizado a la zorra.

El león aceptó, pero solo porque deseaba deshacerse de esa zorra que no tenía intenciones de marcharse.

-      Muy bien. Tráela hasta aquí y yo la mataré, repartiremos y luego cada uno por su lado, te parece bien, dijo el  león.

-      Trato hecho amigo, venga esa patita para darle seriedad al asunto.

León, zorra y hiena juntaron sus patas y el acuerdo quedó hecho.

Demás está decir que el león sabía que era imposible que esas dos esqueléticas arrastraran a una de esas cebras hasta donde él dormía.

Lo único que quería es seguir durmiendo y eso hizo.

-      ¿Y cómo vamos a hacer para llevar esa cebra hasta donde duerme ese haragán? ¿Acaso la vamos a cargar hasta allá?, pregunto la hiena preocupada.

 Habían llegado hasta un bosquecillo de espinos.

-      Tú te  esconderás detrás de estos arbustos. Yo traeré a la cebra hasta aquí, cuando la veas pon la cara más horrorosa que puedas lograr y grita como una condenada. Si observas bien, la cebra, asustada, correrá hacia el león, no tendrá otro lugar donde ir, dijo la zorra.

La hiena se rascó el mentón convencida de que talento  a esa flacuchenta no le faltaba.

La zorra llegó hasta donde pastaban las cebras y comenzó a correr en círculos gritando “soy una cebrita”, “soy una cebrita”. Algunas cebras estallaron de risa; otras pensaron que estaba loca.

-      Conque eres una cebra no. ¿Y dónde están tus rayas?

La zorra se detuvo y observó su cuerpo durante unos segundos. Luego se mostró triste y acongojada. Como nunca falta un buen corazón, una joven cebra se acercó y le dijo:

-      No te pongas triste. Tú eres una zorra y yo soy una cebra. Así nos han hecho y nada cambiará.

Pero otra cebra, malintencionada y burlona, quiso mofarse de la zorra.

-      Aunque viéndote bien, pareces una cebra, aunque un poco enana.

-      Me ayudarías a transformarme en una cebrita, preguntó la zorra fingiendo ingenuidad.

-      Claro, porque no, dijo la cebra latosa.

-      Allá, tengo pinturita blanca y negra, y una brocha para que me hagas mis rayitas.

La cebra se desternillaba de risa pensando en los pegotes de pintura que echaría en el cuerpo de la zorra. “Con este sol se pondrá dura como una piedra”.

Cuando la zorra llegó donde la hiena esta estaba más dormida que el león. Una patada en la nariz la despertó. La cara que puso la hiena asustó hasta a la zorra que corrió tan espantada como la cebra.

El león, que dormía a pata suelta, fue despertado por los gritos de la asustada cebra. Con la agilidad propia de los felinos el melenudo cogió a la cebra y de una dentellada se prendió de su pescuezo.

La hiena y la cebra no cabían de contentas al ver tan suculenta presa, la cual iba cerrando los ojos a medida que el león le apretaba la tráquea. Muerta la cebra, el león empezó a lamer el cuerpo de su víctima. La hiena babeaba, a la zorra le bailaban los ojos de entusiasmo y el león miraba y lamía ese hermoso trofeo que tenía entre sus patas.

-      Bien socias, a repartir, dijo el león.

Arrancó el rabo y se lo dio a la hiena; a la zorra le dio una oreja y él se quedó con el resto.

-      Una parte para cada uno, dijo el león y de una mordida le arrancó una pierna a la cebra.

-      Un momento, dijo la hiena, porque no te quedas tú con este rabo y yo con todo eso.

-      Cómo no, dijo el león, mostrando su garra. Sólo tienes qué quitarme mi parte.

La hiena vio esa pata enorme con unas uñas que emergían como puñales, carraspeó y dijo con resignación.

-      Aunque pensándolo bien, este rabito se ve sabroso, así que, me voy yendo por ahí a buscar una buena sombra para saborearlo.

-      ¿Y tú, tienes algo que decir? Preguntó el león con voz amenazante.

-      No, no, contestó la zorra. A mí la verdad que la carne de cebra me cae mal. Con esto tengo suficiente, no hay como una orejita chupada para calmar el hambre.

Fueron tantas las maldiciones que la zorra por un lado y la hiena por otro invocaron para que el león se indigeste, que por la noche el abusivo melenudo se retorcía de dolor sin encontrar explicación a su mal.

Wolfsschanze, julio del 2013.





EL CIELO TAMBIÉN HACE SOMBRA EN TUS OJOS



A Julio Cortázar
In memorian


Je reprends mon bien partout
Oú je le retrouve
Moliere





Sabes, me asombra ver mi  rostro aun desde esta posición incómoda que sólo logro sobrellevar por esta serenidad que mi semblante parece tener, aunque como veras, las circunstancias no sean para ti nada convenientes.

No sé porque me viene a la mente la ilusión de estar viviendo en un profundo sueño, de esos en que me dejaba caer como una hoja volandera desprendida de su rama por esa aura nocturna y misteriosa.

Creo que esta quietud que me embarga tiene la certeza de que ya no nos enredaremos en esas luchas de amor y rencor acumulado que constantemente nos acechaban y que tenían la esperanza de no morir, para que una vez curadas las heridas, iniciar de nuevo ese insólito ritual de anatemas y escenas patéticas ahogadas en lágrimas, reproche y repasos. Recuerdo que calmadas las tormentas y ajustando cuentas y apagados los ahogos, era poco lo que quedaba en mi haber, sólo un hombre atiborrado de ansiolíticos, aspirando zumos de ginebra. ¡Ah!, cuánto desearía un sorbo para mojar mis labios agrietados. Hubiera comprendido tus querellas si partieran de un me entiendes, tenía que pasar, no podía ser de otra forma. Una mujer está deprimida con ella misma y con la vida, con su marido con quien en otro tiempo había sido feliz y qué se yo; pero no, no hubo nada de eso. Una jarra se hace añicos y los vidrios se esparcen por nuestras vidas como una metástasis y la desolación y la desesperanza quiebran mi ánimo y me siento abandonado como si hubiera muerto. Claro que entre las brumas de mi juicio perturbado a veces te entendía. Te hablo y pareces no escucharme. Quisiera que calmaras este fuego que se acerca; húmeda está mi frente y mis cabellos como otras veces. ¿Es extraño, no crees? También esta con su misterio cerrando mis párpados; y esta incertidumbre que me trae cierto calor de verano, de esa maldita estación que siempre me torturaba; ese calor me llega como una provocativa llama.

Siempre para tus reproches hubo un silencio de roca, un cierra puertas a tus gritos confundidos con mis ataques de rabia, y todo seguido de un querer salir corriendo. ¿Qué felicidad para nosotros este extraño momento, no crees? Recuerdo que en mis regresiones lo que más me enardecía es que casi siempre la razón estaba de tu lado. Tus dardos certeros daban en el blanco y mi afán se escapar a tus lágrimas aumentaba con tu llanto y maldecía mi destino sabiendo que ya no había vado que cruzar. Pero creo que no todo fue tristeza, sabes. ¿Recuerdas?...

¡Ah! Este calor perverso me quema la piel queriendo arrancarme la memoria, pero resisto y logro recordar (aunque no sé si me escuchas) que también hubo días en que nuestros cuerpos se buscaban: desnudos, ansiosos, como un sueño cumplido. Ya vez, mujer, que no todo fue negro o gris, también el blanco como un velo de novia fue una claridad de albas y entre luces, una forma de vivir que no hacía presagiar extremos de peligros. Y todo se fue diluyendo como un magma irrefrenable aunque tus ojos conservarán su expresión serena y amable, esa que acompañaba tu curiosidad sin precio y sin atajos, esa que atenazaba tu voluntad y te torturaba como a un santo arrepentido. Parece que con las horas y esta posición de malestar voy perdiendo la memoria; entre sombras se me escapa tu cuerpo y el placer de tus labios ávidos de amor. Cuanto quisiera restablecer el silencio de nuestros juegos privados. Qué lejanos parecen tus senos en este fuego abrasador; en esta oscuridad que no logras percibir has cerrado tu razón a una realidad que conocías de antemano.
Qué lejana siento la vida, qué distantes estas tus muslos y tu aliento de gata asustada; parece que con este fuego sofocante se quiebra tu sosiego, la mejor carta de presentación de tu vida serena y calma.

Y ahora, mujer, que el fuego se hace tan intenso, veo por última vez tu rostro entristecido, perdido en la negrura de un cielo que también hace sombra en tus ojos, al darte cuenta que trajiste un cuerpo para llevar cenizas.


Wolfsschanze, diciembre del 2014.