GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

viernes, 3 de septiembre de 2010

LIBRO HUEVO MÁGICO






A Gabrielle, por la dicha
de tenerlo en mi corazón.




BONGO
     
Para Gabrielle


Cuando el señor Banana y su familia se introdujeron en la deslumbrante selva africana en un viejo jeep, ya los rayos del sol impedían ver el cielo estrellado que tanto deleitaba a sus dos menores hijos, quienes provistos de un enorme telescopio, gustaban en las cálidas noches ir descubriendo las constelaciones, aquellas agrupaciones de estrellas que parecían unirse para formar una serie de figuras en aquel inmenso manto oscuro que parecía abrazar al mundo.

El sonido del motor del viejo jeep semejaba el rugido del rey de la selva: el león; de allí que la gran variedad de animales, habitantes eternos del lugar, huían espantados al oírlo.

El trinar de las incontables aves eran notas musicales que, al encontrarse unas con otras, daban la impresión de una hermosa sinfonía que al deslizarse sobre las hojas, caía cual rocío sobre la tierra.

Como todo lo desconocido, la selva requiere que aquel que la explore, actúe con mucha cautela y desconfianza. Un descuido puede traer consigo un serio peligro, de allí que el infortunado señor Banana estuviera a punto de pagar cara su imprudencia, cuando por ir a excesiva velocidad, las llantas traseras de su viejo jeep quedáronse atascadas en las fangosas riberas del río Daka.

En su afán por salir de aquella trampa, el señor Banana aceleraba desesperadamente, haciendo que los neumáticos se hundieran más y más a medida que el motor rugía estruendosamente.

La amenaza que representaban los enormes cocodrilos, atraídos por el ruido del motor y los gritos de los niños, no hizo más que aumentar el terror de la familia Banana que ya se veía devorada por los voraces reptiles.

En esos momentos, muy cerca del lugar, Bongo, un enorme gorila que se hallaba durmiendo plácidamente al pie de un inmenso árbol, sintióse perturbado por tan inoportunos ruidos. Aún somnoliento, Bongo logró divisar a aquellos intrusos que se encontraban en tal aprieto. Algo en su interior lo estremeció, por lo que a grandes trancos se avecinó al lugar.

Ocho ojos, sumidos en un terror indescriptible, quedáronse paralizados ante la gigantesca figura de aquel gorila. Aquellos ocho luceros parecieron apagarse convencidos de que estar en medio de aquellos animales no significaba otra cosa que la muerte.

Para sorpresa del señor Banana y su familia, Bongo, haciendo gala de una fuerza descomunal, logró sacar del atascadero la pesada máquina.

Recuperados del susto, el menor de los niños acercóse a Bongo, y con su manecilla temblorosa, acarició la mejilla del gorila.

Dos gruesas lágrimas se deslizaron por el rostro de Bongo, quien diose media vuelta para perderse en la espesura.

Fue en ese instante que la familia Banana sintió destruirse un mundo. Aquel mundo errado que han inventado los hombres, en el cual se ha convertido al gorila en un ser malvado y cruel.

Los Banana sintiéronse felices de haber dejado atrás aquel mundo de incomprensión e ignorancia.

Lima, setiembre de 1990.





CLORA Y EL HUEVITO
       
   
Desde que la primera gallina puso el primer huevo, todas las gallinas se quedaron deslumbradas ante aquel ovoide rosado. Porque debemos saber que todos los huevos de las gallinas en los comienzos de los tiempos fueron siempre de color rosado. Pero para saber cómo apareció el primer huevito blanco, debemos remontarnos a los tiempos de la gallina Clora.

Todas las aves del corral estaban acostumbradas a escuchar a la gallina Clora... <<Que el corral está sucio... que todo aquí es un desorden. Que hay plumas regadas por todos lados... que estas gallinas ociosas se levantan muy tarde... que don Gallo canta cuando no debe cantar...>> y un sinfín de quejas que comenzaban al amanecer y terminaban a las seis de la tarde, cuando todas las aves buscaban su lugar de descanso.

-       Esa gallina chillona lo que necesita es un gallo que le arrime el ala, decía el señor Pavo.

-      Gallina vieja y renegona, candidata a solterona, repetía a cada instante la señora de don Pato.

-      Cállense insensatos, tronaba la voz de don Gallo. Si no fuera por Clora, este corral estaría peor que la charca de los chanchos. Acaso no es ella la única que se preocupa por la limpieza de nuestro hogar. Y lo que es más importante, cuida de los pollitos mientras sus madres están chismeando por todos los rincones. Y ni hablemos de la señora Pava que vive del chisme con alguien a quien prefiero no mirar, terminó diciendo el gallo mirando de reojo a doña Pata.

Sólo don Gallo comprendía a la pobre Clora, la única gallina del corral que nunca había puesto un huevo – algo poco común en ellas.

Este hecho había trastornado a la pobre Clora que en otros tiempos había sido una amical y generosa gallina. Sólo Dios sabía porque la naturaleza había dispuesto que ella no conociera la dulzura y ternura de ser madre.

Cuántas veces la pobre Clora había escuchado el cloquear de las gallinas cuando ponían sus huevos; ella en tanto, ahogaba en su pechuga una fugaz lagrimita.

Y el tiempo pasó
como pasa el río,
y Clora envejeció
en un ambiente sombrío.

Una noche de otoño, en que todas las aves del corral dormían, hasta el rincón de la casita donde se hallaba Clora llegó una luz blanca, radiante, que encegueció a la vieja gallina.

-      Clora, dijo la voz. Ya tus plumas se van desprendiendo de tu cuerpo a causa de la vejez. Dentro de poco te llamaré a mi reino porque a pesar de ser una gallinita renegona, has sabido cuidar de todos los polluelos de muchas gallinas descuidadas.

La pobre Clorita, atónita por aquella misteriosa presencia, dijo balbuceante y dejando escapar un tenue gemido.

-      Tienes razón, no soy más que una pobre gallina vieja y renegona; pero es que acaso no he sido mejor madre que todas aquellas pechugonas juntas que están más preocupadas en chismear entre ellas que en atender a sus polluelos. ¡Madre! Qué extraño suena tan hermosa palabra en esta pobre gallina que en toda su existencia no ha podido poner ni un huevo... sí... ni un solo huevito.

Ya casi amanecía cuando la voz y la luz se fueron desvaneciendo.

- Adiós, querida Clorita. Recuerda siempre que no hay nada en el mundo que yo no pueda hacer.

Y la luz desapareció.

Aquella fría mañana de junio, Clora no se levantó. Todas las aves del corral se miraban atónitas preguntándose extrañadas dónde estaba aquella gallina que por siempre había sido la primera en levantarse.

-      Por mis crestas, dijo don Gallo, me parece extraño que Clorita no haya asomado su pico todavía.

-      ¿Acaso estará enferma?, dijo una joven gallina de plumas grises y patas negras.

-      ¿O quizás se habrá marchado, aburrida de nosotros?, dijo una pata.

-      La mejor forma de salir de dudas es ir a buscarla, dijo don Gallo.

Y hacía donde Clora dormía, gallos, patos, pavos y gallinas se dirigieron en tropel. Allí la encontraron, risueña, tierna, oronda y maternal. Al verlos, Clora, señalando con una de sus alitas, mostróles a aquellos incrédulos seis hermosos huevitos que con sumo cariño y cuidado estaba empollando.

-      ¡Y son blancos!, cacareó una gallina asombrada.

-      ¡Blancos como la nieve!, dijo la Pata.

-       ¡Yo quisiera saber quién fue el gallo que le arrimó el ala! dijo un gallo envidioso.

-      No creo que hayas sido tú, que ya eres un gallo achacoso, dijo don Gallo.

Al poco tiempo, Clorita abandonó su nido seguida de seis hermosos polluelos blanquitos como la leche. Nadie supo nunca de aquella luz blanca y radiante que una noche visitó a la gallina Clora, quien dejó de ser un ave renegona para convertirse en una dulce y encantadora mamá. Pero eso sí, nunca dejó de preocuparse por los polluelos que otras gallinas ociosas y chismosas dejaban al descuido.

Una soleada mañana de verano, el corral se alborotó ante la aparición en el horizonte de un mágico y bello arco iris.

-      Abuela, abuela, gritaban los nietos de la gallina Clora. Ven a ver el arco iris.

La anciana gallina se acercó a la alambrada sostenida por los gallos más jóvenes. En aquellas luces multicolores, Clora reconoció a aquella luz misteriosa que años atrás le había dado la dicha de tener seis lindos polluelos. Fue en ese momento en que la invadió una gran emoción y su corazón estalló de alegría. Alzó una de sus alitas y saludó al horizonte.


Chiclayo, junio de 1995.

  



LOS HIJOS DEL ZAR

 Para Hámnet


Un anciano zar, viendo que su muerte estaba ya cercana, se vio en la necesidad de redactar su testamento. Sus dos herederos Bosnik y Biekov, habían demostrado siempre, a través de sus acciones, no ser dignos del amor que su anciano padre había profesado siempre hacia los demás.


-      ¿Por qué si yo he sido respetuoso y amable con todos mis súbditos la vida me es adversa habiéndome dado dos hijos crueles y malvados?, se lamentaba constantemente el anciano zar en su lecho de dolor


Dadas las circunstancias que regían las leyes de aquel reino, ningún padre podía desheredar a los hijos, o en el peor de los casos, dejar todos sus bienes y fortuna siquiera a uno sólo.


-      ¿Pero cómo hacer, si los dos son perversos?, se interrogaba el anciano zar.


Una noche, cuando la luna brillante y redonda adornaba el firmamento, el viento frío siberiano se encargó de esparcir la triste noticia de que el anciano monarca había muerto ya.


En todas las pequeñas aldeas aledañas los habitantes enmudecieron por la pena que les causaba tan nefasta noticia. Las pequeñas iglesias se colmaron de pobladores que no cesaban de orar por el descanso de aquel gran hombre que durante toda su vida había sido bueno con ellos.


Sólo dos personajes sintiéronse alegres por la noticia: Bosnik y Biekov. Toda la noche y la mañana siguiente que sucedió a la muerte del padre, aquellos hijos malos bebieron vodka hasta embriagarse.


No bien los restos del anciano zar fueron depositados en la tierra, Bosnik y Biekov tomaron sus trineos, y presurosos, dirigiéronse a casa del anciano Korsic, el testamentario del viejo zar. Korsic no pudo ocultar su disgusto ante aquellos dos malandrines que no cesaban de frotarse las manos en señal de ansiedad.


-      Vuestro padre deja todos sus bienes y fortunas que como sabéis son muchos a uno sólo de vosotros, dijo el anciano, ahora sonriente.


Ambos hermanos se miraron con un odio profundo, como queriendo en aquella mirada fulminar al otro.


-      ¿Quién de los dos es el beneficiado? dijeron los dos, casi conjuntamente.


-      No os apresuréis muchachos, dijo Korsic, disfrutando de la angustia que devoraba a los hijos de su viejo amigo.


-      Apurad de una vez viejo hablador, no ves que esta incertidumbre nos está matando, dijo Bosnik


-      Bueno – prosiguió el testamentario -, vuestro padre, correspondiendo al amor que vosotros le habéis demostrado en vida, ha dispuesto que compitáis en una carrera. Tomaréis vuestros trineos y recorreréis de largo a largo sus tierras y aquel que llegue al último, se hará acreedor a toda su fortuna.


Todas las mañanas los pobladores del reino del viejo zar, se mofaban de aquellos dos insensatos que subidos en sus trineos, esperaban que alguno tomara la decisión de avanzar aunque sea un centímetro de terreno.


Aún hoy, después de muchos años, se puede ver en la inmensidad de la nieve siberiana, a dos empecinados ancianos, Biekov y Bosnik, esperando que alguno tome la iniciativa en aquella loca carrera, que muy bien sabía el viejo zar, ninguno de sus hijos ganaría.

Lima, marzo de 1990.





EL HUEVO MÁGICO
       
Para Magari


Alesia era una bella muchacha campesina que siempre andaba deteniéndose en cualquier lugar del campo para dar rienda suelta a su más preciado sueño:


Que de un caballo blanco descienda un príncipe hermoso, y al pedirme en matrimonio sentiré un gran alborozo.


Cierta mañana, Alesia despertó muy agitada. Mientras dormía, había encontrado en sus sueños la manera más rápida para llegar a ser una muchacha rica y, lógicamente, en esa situación, ningún príncipe hermoso se resistiría a casarse con ella.


Qué dicha este sueño, qué gran alegría, tener a mi príncipe de noche y de día.


A pesar de no saber cómo terminaba el sueño, pues, el canto de un gallo madrugador la había despertado, la muchacha supuso que éste terminaría con la boda del príncipe y ella, según el revelador sueño, tendría que encontrar a una vieja adivina, la cual tenía una gallina azul que ponía un huevo mágico cuando había luna llena. Aquello no sería difícil, pues, recordaba con sumo detalle el camino a seguir.


Ahora tan sólo queda encontrar a la gallina, aquella gallina azul de aquella vieja adivina.


Luego de atravesar un bosque, dos ríos, tres arroyos y dos campos de trigo, la ilusionada muchacha llegó a la pequeña casa donde vivía la vieja agorera.


-      Eres una muchacha afortunada por haber tenido ese sueño, pues, sabrás que la gallina azul sólo pone un huevo mágico cada cien años, así que deberás cuidarlo mucho, pues, cuando aparezca tu hermoso príncipe, deberás hacer que se lo coma ya que sólo así lograrás tener su amor.


Llegada la noche, la luna brilló como nunca, y con esa luz llegó el tan esperado huevo.


Al siguiente día, la bella Alesia partió muy temprano, pues, según la vieja, el príncipe aparecería esa noche en casa de la muchacha.


-      Ya sabes, chiquilla, le dijo antes de partir, cuídalo bien porque si no tendrás que esperar cien años más y para ese entonces ya estarás muy vieja para que algún príncipe se fije en ti. Eso me pasó a mí hace cien años, por descuidada rompí el huevo y el príncipe nunca llegó.


Y a así feliz se fue la muchacha, cruzando los campos cruzando los ríos, también los arroyos y los señoríos.


La ansiedad por tener a su príncipe ya en brazos, era algo que la tenía extasiada. ¡Ah! Qué maravilla, ahora se daba cuenta que estaba viviendo la parte del sueño que había quedado inconcluso. Ya cerca a su casa, la muchacha divisó entre unos arbustos una hermosa rosa amarilla que sobresalía de un pequeño rosal. Mientras sus ojos extasiaban en la contemplación de tan bella flor, Alesia, arrastrada por sus sueños comenzó a musitar:


-      Ahora llegaré a casa y me pondré un lindo vestido blanco, lo llenaré de encajes y sutiles bordados. Me pondré un gran sombrero y sobre mi rostro un velo. Me sentaré a la puerta a esperar a mi príncipe para que me lleve a vivir con él en su palacio. De seguro llegará en una linda carroza tirada por dos corceles blancos como la nieve. Él descenderá del coche y con una rosa amarilla tan bella como ésta, me dirá:


-       ¿Hermosa criatura, aceptarías ser mi esposa?


Y yo, complacida, me pondré de pie e inclinándome le haré una reverencia coqueta y le diré…


En el instante que la muchacha se inclinaba, el huevo cayó de sus manos y fue a estrellarse contra una piedra.

Wartburg, octubre de 1996.



  

POLO EL GRILLO
       
Para Alesia



Echado sobre las raíces de una higuera, un pequeño grillo cantaba al compás de su mandolina. La higuera y los pajaritos que en ella posaban, disfrutaban de las bellas melodías que el pequeño insecto tocaba desde que asomaba el alba hasta bien entrada la tarde.


-      Es tu música, chiquitín, la que hace que mis frutos sean la delicia de los hortelanos, quienes gustan empalagarse con ellos hasta el hastío, murmuraba la higuera.


-      Las notas de tus cuerdas unidas a nuestro canto son la algarabía de las doncellas que viene a recoger las cosechas en los campos, susurraban los pequeños pájaros.


Pero no faltaba el mal humor y la disconformidad de las hormigas, quienes inmersas en sus tareas cotidianas, veían a aquel pequeño grillo disfrutar de un descanso interminable, libre de preocupaciones, como si viviera tocado de hechizos.


-      Mírenlo, no más, decían, qué buena vida lleva. Mientras nosotras estamos todo el día trabajando, ese haragán se la pasa rasgando esas cuerdas.


Pero el pequeño polo, que así se llamaba el grillo, parecía no escuchar y seguía en lo suyo, inundando los campos y los bosques con su canto.


Más un día el grillo enfermó y tuvo que refugiarse entre las hojas que el otoño había tumbado sobre la hierba. Los días fueras pasando hasta que el pobre grillo dejó caer su mandolina para siempre. Todo en el bosque se cubrió de tristeza, y nada volvió a ser igual desde la muerte del grillo.


La higuera comenzó a secarse, los pájaros enmudecieron su canto, los árboles detuvieron sus frutos, las flores ocultaron su rostro con sus pétalos y lo más curioso fue que a las hormigas se les hacía más fatigosa su labor cada día que pasaba.


Una mañana de verano, el viento trajo en su regazo unas notas musicales que fue esparciendo como escarcha sobre las copas de los árboles y, al contacto con éstas, se escucharon unos versos y el vibrar de unas cuerdas.


Era la voz y la música de Polo el Grillo.


Cuando Polo el Grillo solía cantar, las hormigas se quejaban de verlo flojear.


Más un día de otoño, en que Polo enfermó, no escucharon su canto no lo oyeron cantar.


Sólo así descubrieron que su canto era el viento y su ausencia el silencio; la fuerza impulsora para trabajar.


Mas fue una tarde de otoño que un ángel pequeño sus labios cerró, y su canto en el bosque una noche cesó.

Wartburg, noviembre de 1996.





LOS ÁRABES

Salían dos árabes de la mezquita luego de escuchar el sermón, y juntos convinieron en hacer una peregrinación, pues, ambos debían cumplir una penitencia.


Uno de ellos, cuyo nombre era Arahm, se regocijaba maltratando a los camellos, golpeándoles las patas a cada momento con una gruesa varilla de encina.


-      A estas bestias tienes que tratarlas así, de lo contrario el día menos pensado se escaparán y dejarán que el sol te cocine los sesos. Míralos bien, detrás de esa mirada estúpida seguro que se esconden sus verdaderas intenciones, dijo Arahm, muy seguro de sí mismo.


El otro árabe, que se llamaba Abirrahim, no tardó en disfrutar con aquella extraña y cruel diversión y también se consiguió una varilla para apalear a los camélidos. Después de andar varias horas bajo aquel sol abrasador, los árabes llegaron a la falda de una montaña, donde encontraron un objeto que brillaba con gran intensidad.


-      Hemos encontrado oro, gritó Arahm, sumamente emocionado. Alá nos ha iluminado.


Ambos se abrazaron arrastrados por el júbilo y no dejaban de invocar en todo momento el nombre de su Dios. Fue en esos instantes que uno de los camellos, el más viejo comenzó a reír, pero con ese regocijo propio de los camellos que sólo se ve reflejado en sus ojos. El otro, todavía adolorido por los golpes recibidos, le dijo:


-      Vaya amigo, el sol parece haberte afectado la cabeza, pues, de otra manera no me explico cómo puedes reírte después de haber recibido casi el doble de golpes que yo.


-      Sabes qué, amigo, dijo el viejo camello, los dioses de los humanos son extraños. Míralos, su dios les ha traído la infelicidad y ellos saltan de alegría. Pero en fin, ahora nosotros seremos libres.


El otro camello se fue a beber convencido de que la vejez había reblandecido a su compañero y que por eso desvariaba.


Los árabes pusiéronse de acuerdo. Abirrahim traería más camellos, agua, y otras provisiones, mientras que Arahm se quedaría cuidando el oro hasta su regreso.


-      Pero escucha bien, amigo, díjole Arahm a Abirrahim antes de partir. Aquí hay suficiente oro para los dos, pero si abres la boca, otros vendrán como hienas tras la carroña y entonces sí que no habrá suficiente para ninguno me entiendes.


-      Mis labios serán un sepulcro, no te preocupes.


Y así, Abirrahim partió cuando el sol ya estaba por ocultarse. Al otro día, ya provisto de varios camellos, cántaros de agua y alimentos, se acercaba al campamento que su amigo había instalado, en eso se detuvo y se dijo:


-      Pero, debo estar loco para confiar en un hombre que maltrata así a los animales. Seguro que la idea de matarme después de extraer el oro habrá ya cruzado por su cabeza. Pero Abirrahim aprende rápido y no se dejará sorprender.


Y dicho esto, tomó una poción que escondía entre sus mantos y vació el contenido en uno de los cántaros de agua. Mientras tanto, Arahm se hallaba preparando un apetitoso guiso, cuando una sombra pasó por su mente y se detuvo. Entonces se dijo:


-      ¿Puedo confiarme de un hombre que de un momento a otro no siente piedad alguna y golpea cruelmente a un camello? Este Abirrahim debe ser como los camellos, debe esconder tras esa mirada todas las maldades que puedan caber en un ser humano. ¡Ah! Pero Arahm no es tonto, sí señor, Arahm no tiene ni un pelo de tonto. De seguro pensará matarme una vez que hayamos recogido todo el oro.


Y dicho esto, extrajo una poción que escondía bajo su fez y la vertió en un poco de guiso que separó para su compañero.


-       Bienvenido, amigo, Alá te ha protegido, dijo Arahm abrazando a Abirrahim. Estoy sediento, pues, este guiso que ha preparado me ha secado las tripas, así que dame un poco de agua.


Mientras Arahm bebía, Abirrahim, que se hallaba hambriento, empezó a comer el guiso preparado por el amigo, con gran voracidad. El camello más joven, dijo entonces al viejo camello.


-      Es extraño, aquel hombre ha echado algo en el agua que está bebiendo el otro.


-      Ya lo sabía, dijo el camello sin poder ocultar el júbilo que llenaba sus ojos. Éste también ha hecho lo mismo con la comida que el otro está ingiriendo. Bueno, ha llegado la hora de partir, pues, el sol se está poniendo fuerte y el camino de regreso será largo.


Los camellos se fueron alejando y a una gran distancia aún se escuchaban los gritos agónicos de los dos árabes. Fue entonces que el joven camello entendió aquello de <<los dioses de los humanos son…>>.

Wartburg, octubre de 1996.





SAN, SEN Y SIN
                     

San, Sen y Sin eran tres hermosos ositos que vivían con sus padres en una cueva ubicada entre las rocas de una enorme montaña. Mamá Osa se desvivía tratando de que sus inquietos oseznos estuvieran siempre limpios, algo difícil de lograr con aquellos traviesos diablillos.


Una de esas mañanas en que Papá Oso y Mamá Osa salieron como de costumbre a buscar alimentos, San, Sen y Sin quisieron acompañarlos. La voz de Papá Oso no se dejó esperar:


-      De ninguna manera. Se quedarán en casa y limpiarán toda la cueva, luego traerán agua del río para que antes de acostarse puedan darse un baño. ¿Me oyeron?


Los tres ositos asintieron y vieron partir a sus padres.


Después que terminaron todo los que les habían encomendado, San, Sen y Sin se pusieron a jugar. Tanto fue el alboroto que armaron, que en pocos minutos toda la cueva quedó en un gran desorden.


-      Y ahora que haremos, dijo San.


-      Por qué no nos vamos a buscar aventuras, dijo Sen.


-      Claro, buena idea. Regresaremos rápido y así papá y mamá no se enterarán, dijo Sin.


Y fue así como desobedecieron a Papá Oso y Mamá Osa, los tres pequeños ositos salieron a conocer el mundo. Caminaron largo rato, incansable, agotando en cada movimiento aquellas energías infantiles.


Corrieron por la hierba, saltaron y mojaron sus patas en todos los arroyuelos que encontraron, olisquearon flores y treparon pequeños árboles hasta que las fuerzas fueron abandonándolos. Cuando ya el sol del mediodía había consumido sus sombras, San, Sen y Sin se toparon con algo que no habían visto nunca: una colmena.


Ignorantes de lo peligroso que es perturbar la vida pacífica de las abejitas, nuestros tres traviesos amiguitos comenzaron a idear la forma en que tomarían por asalto aquel dulce cofre, pues, por estar casi en la copa de un gran algarrobo, aquel apetitoso manjar les resultaba inalcanzable.


Los tres ositos recordaban que en las constantes historias que su madre les contaba, les hablaba frecuentemente de la miel como uno de los manjares más buscados por los osos. Así que en un santiamén, San se subió sobre los hombros de Sen y Sin sobre los hombros de San, alcanzando este último a tomar la colmena entre sus patas. No tardaron las abejas en sentir la presencia de aquellos intrusos. Enojadas como estaban, salieron en agitado enjambre a la caza de aquellos tres ositos traviesos.


Con la velocidad de un rayo, los ositos corrieron, corrieron y corrieron en busca de un lugar seguro donde protegerse. Llegado hasta el río, a los tres traviesos ositos no les quedó otra cosa que saltar, pues los aguijones de las enfurecidas abejitas ya se dejaban sentir en el cuerpo de los intrusos. Satisfechas por haber defendido su hogar, el enjambre retornó orgulloso a seguir trabajando en los panales. Mientras San, Sen y Sin se quejaban por las picaduras recibidas, cerca de ahí el Oso Plutón se regocijaba a costa de ellos.


- ¡Ja, Ja, Ja!, qué osos tan tontos, ¡Ji, Ji, Ji! Siempre he creído que los osos pardos son los seres más ingenuos de toda la familia de osos. ¡Ja, Ja, Ja!


El enorme oso negro se hallaba sentado sobre una roca cerca de donde los pobres ositos trataban de calmar las heridas que les habían propinado las abejas.


La cantidad de salmones que el oso Plutón tenía a sus pies, los cuales devoraba con gran complacencia, no tardaron en abrir el apetito de San, Sen y Sin.


Al ver a aquellos osos pardos tratando de capturar a los escurridizos salmones, el oso Plutón prosiguió con sus chanzas:


- Así, así, ositos tontos ¡Ja, Ja, Ja! Si bien no logran atrapar a los salmones, por lo menos se darán un buen baño. ¡Je, Je, Je!


Los osos luchaban vanamente por capturar a los salmones, quienes parecían haberse unido a las burlas del oso negro, pues, luego de huir de las pequeñas garras de sus captores, se zabullían por entre sus piernas. Lo que más enfureció a San, Sen y Sin es ver a aquel oso glotón engullirse los salmones que tenía a su alrededor. Las colas, los espinazos y las cabezas de los pescados desaparecían como por arte de magia entre las fauces de aquel monstruo que no cesaba de burlarse de aquellos bribonzuelos.


De pronto, San tuvo una ocurrencia: apoderarse de los salmones del oso Plutón. Así matarían dos pájaros de un tiro: conseguirían el alimento suficiente para ellos y sus padres y acabarían con las burlas de aquel enorme oso fanfarrón. San enfadaría al oso para que éste bajara de la roca y lo persiguiera, de tal manera que Sen y Sin tuvieran el tiempo suficiente como para levantar todo el pescado de Plutón dejaría sin protección.


-      Oye, tú, oso feo y panzón. Si no fueras tan cobarde vendrías hasta aquí y te reirías en mi cara, y así probarías la fuerza de mi puño, dijo San mientras mostraba su puño en alto en son de amenaza.


Al ver aquel puñito en alto, Plutón estalló en una risa incontenible aumentando el enojo de los tres pequeños osos pardos. Las provocaciones continuaron hasta el punto en que el gran oso negro hubo de descender de su guarida para salvar el honor de los osos negros, pues, San, muy ingeniosamente, le había dicho que los osos pardos eran más fuertes y valientes que los osos negros.


Pesado como estaba por todo lo que había comido, Plutón trataba de alcanzar al pequeño San, quien corría lentamente como para no desanimar a su perseguidor.


Cuando Sen y Sin vieron que ya Plutón estaba a cierta distancia, corrieron a apoderarse de los salmones que el oso negro había dejado sobre la roca. Mientras tanto, Plutón, totalmente abatido por el cansancio, cayó de bruces sobre el prado; jadeante y aturdido, el oso negro vio pasar al pequeño San como una centella, pero sólo atinó a mirarlo, pues, ya las fuerzas lo habían abandonado.


Después de unas horas, Plutón se había recuperado e iniciaba el camino de retorno con un apetito feroz. Grande fue la sorpresa al darse cuenta que su preciado botín había desaparecido. Y su enojo fue mayor al leer la nota que San, Sen y Sin le habían dejado.


Había un oso negro y pesado que se llamaba Plutón, que por feo y por glotón perdió su sueño y su pescado.


Para cuando el oso hubo terminado de leer la carta, San, Sen y Sin ya se hallaban camino a su hogar. En la puerta de la cueva, Papá Oso caminaba de un lado a otro con una rama de mora en una de sus garras y repitiendo una y otra vez:


-      Ya verán esos bribonzuelos. Qué se habrán creído, marcharse así como así, dejando la cueva abandonada, y lo que es peor, exponerse a todos los peligros andando solos por allí. Y verán, ahora les enseñaré lo que es disciplina.


Mamá Osa, más dócil y comprensiva, trataba de calmar al enfurecido padre. Cuando los tres ositos aparecieron frente a la cueva, arrastrando una red llena de salmones, Papá Oso y Mamá Osa quedáronse sorprendidos. Después de escuchar a sus hijos, Papá Oso hubo de reconocer que éstos lograron vencer al oso Plutón en base a astucia y coraje, por lo cual los perdonó. Papá Oso terminó diciendo:


Que esto les sirva de escarmiento y siempre esté en su pensamiento, que más que un oso negro y tardo vale siempre un oso pardo.

Chiclayo, febrero de 1996.