A Gabrielle, por la dicha
de tenerlo
en mi corazón.
BONGO
Para Gabrielle
Cuando el señor Banana y su familia se
introdujeron en la deslumbrante selva africana en un viejo jeep, ya los rayos
del sol impedían ver el cielo estrellado que tanto deleitaba a sus dos menores
hijos, quienes provistos de un enorme telescopio, gustaban en las cálidas
noches ir descubriendo las constelaciones, aquellas agrupaciones de estrellas
que parecían unirse para formar una serie de figuras en aquel inmenso manto
oscuro que parecía abrazar al mundo.
El sonido del motor del viejo jeep semejaba el rugido
del rey de la selva: el león; de allí que la gran variedad de animales,
habitantes eternos del lugar, huían espantados al oírlo.
El trinar de las incontables aves eran notas
musicales que, al encontrarse unas con otras, daban la impresión de una hermosa
sinfonía que al deslizarse sobre las hojas, caía cual rocío sobre la tierra.
Como todo lo desconocido, la selva requiere que
aquel que la explore, actúe con mucha cautela y desconfianza. Un descuido puede
traer consigo un serio peligro, de allí que el infortunado señor Banana
estuviera a punto de pagar cara su imprudencia, cuando por ir a excesiva
velocidad, las llantas traseras de su viejo jeep quedáronse atascadas en las
fangosas riberas del río Daka.
En su afán por salir de aquella trampa, el señor
Banana aceleraba desesperadamente, haciendo que los neumáticos se hundieran más
y más a medida que el motor rugía estruendosamente.
La amenaza que representaban los enormes
cocodrilos, atraídos por el ruido del motor y los gritos de los niños, no hizo
más que aumentar el terror de la familia Banana que ya se veía devorada por los
voraces reptiles.
En esos momentos, muy cerca del lugar, Bongo, un
enorme gorila que se hallaba durmiendo plácidamente al pie de un inmenso árbol,
sintióse perturbado por tan inoportunos ruidos. Aún somnoliento, Bongo logró
divisar a aquellos intrusos que se encontraban en tal aprieto. Algo en su
interior lo estremeció, por lo que a grandes trancos se avecinó al lugar.
Ocho ojos, sumidos en un terror indescriptible,
quedáronse paralizados ante la gigantesca figura de aquel gorila. Aquellos ocho
luceros parecieron apagarse convencidos de que estar en medio de aquellos
animales no significaba otra cosa que la muerte.
Para sorpresa del señor Banana y su familia,
Bongo, haciendo gala de una fuerza descomunal, logró sacar del atascadero la
pesada máquina.
Recuperados del susto, el menor de los niños
acercóse a Bongo, y con su manecilla temblorosa, acarició la mejilla del
gorila.
Dos gruesas lágrimas se deslizaron por el rostro
de Bongo, quien diose media vuelta para perderse en la espesura.
Fue en ese instante que la familia Banana sintió
destruirse un mundo. Aquel mundo errado que han inventado los hombres, en el
cual se ha convertido al gorila en un ser malvado y cruel.
Los Banana sintiéronse felices de haber dejado
atrás aquel mundo de incomprensión e ignorancia.
Lima, setiembre de 1990.
CLORA Y EL
HUEVITO
Desde que la primera gallina puso el primer huevo, todas las
gallinas se quedaron deslumbradas ante aquel ovoide rosado. Porque debemos
saber que todos los huevos de las gallinas en los comienzos de los tiempos
fueron siempre de color rosado. Pero para saber cómo apareció el primer huevito
blanco, debemos remontarnos a los tiempos de la gallina Clora.
Todas las aves del corral estaban acostumbradas a escuchar a la
gallina Clora... <<Que el corral
está sucio... que todo aquí es un desorden. Que hay plumas regadas por todos
lados... que estas gallinas ociosas se levantan muy tarde... que don Gallo
canta cuando no debe cantar...>> y un sinfín de quejas que comenzaban
al amanecer y terminaban a las seis de la tarde, cuando todas las aves buscaban
su lugar de descanso.
- Esa gallina chillona lo que necesita es un gallo que le arrime el ala,
decía el señor Pavo.
- Gallina vieja y renegona,
candidata a solterona, repetía a cada instante la señora de
don Pato.
- Cállense insensatos, tronaba la
voz de don Gallo. Si no fuera por Clora, este corral estaría peor que la charca
de los chanchos. Acaso no es ella la única que se preocupa por la limpieza de
nuestro hogar. Y lo que es más importante, cuida de los pollitos mientras sus
madres están chismeando por todos los rincones. Y ni hablemos de la señora Pava
que vive del chisme con alguien a quien prefiero no mirar, terminó diciendo el gallo mirando de reojo a doña Pata.
Sólo don Gallo comprendía a la pobre Clora, la única gallina del
corral que nunca había puesto un huevo – algo poco común en ellas.
Este hecho había trastornado a la pobre Clora que en otros tiempos
había sido una amical y generosa gallina. Sólo Dios sabía porque la naturaleza
había dispuesto que ella no conociera la dulzura y ternura de ser madre.
Cuántas veces la pobre Clora había escuchado el cloquear de las
gallinas cuando ponían sus huevos; ella en tanto, ahogaba en su pechuga una
fugaz lagrimita.
Y el tiempo pasó
como pasa el río,
y Clora envejeció
en un ambiente sombrío.
Una noche de otoño, en que todas las aves del corral dormían,
hasta el rincón de la casita donde se hallaba Clora llegó una luz blanca,
radiante, que encegueció a la vieja gallina.
- Clora, dijo la voz. Ya tus plumas
se van desprendiendo de tu cuerpo a causa de la vejez. Dentro de poco te
llamaré a mi reino porque a pesar de ser una gallinita renegona, has sabido
cuidar de todos los polluelos de muchas gallinas descuidadas.
La pobre Clorita, atónita por aquella misteriosa presencia, dijo
balbuceante y dejando escapar un tenue gemido.
- Tienes razón, no soy más que una
pobre gallina vieja y renegona; pero es que acaso no he sido mejor madre que
todas aquellas pechugonas juntas que están más preocupadas en chismear entre
ellas que en atender a sus polluelos. ¡Madre! Qué extraño suena tan hermosa
palabra en esta pobre gallina que en toda su existencia no ha podido poner ni
un huevo... sí... ni un solo huevito.
Ya casi amanecía cuando la voz y la luz se fueron desvaneciendo.
- Adiós, querida Clorita.
Recuerda siempre que no hay nada en el mundo que yo no pueda hacer.
Y la luz desapareció.
Aquella fría mañana de junio, Clora no se levantó. Todas las aves
del corral se miraban atónitas preguntándose extrañadas dónde estaba aquella
gallina que por siempre había sido la primera en levantarse.
- Por mis crestas, dijo don Gallo, me parece
extraño que Clorita no haya asomado su pico todavía.
- ¿Acaso estará enferma?, dijo una joven gallina de plumas grises y patas negras.
- ¿O quizás se habrá marchado,
aburrida de nosotros?, dijo una pata.
- La mejor forma de salir de dudas
es ir a buscarla, dijo don Gallo.
Y hacía donde Clora dormía, gallos, patos, pavos y gallinas se
dirigieron en tropel. Allí la encontraron, risueña, tierna, oronda y maternal.
Al verlos, Clora, señalando con una de sus alitas, mostróles a aquellos
incrédulos seis hermosos huevitos que con sumo cariño y cuidado estaba
empollando.
- ¡Y son blancos!, cacareó una gallina asombrada.
- ¡Blancos como la nieve!, dijo la Pata.
- ¡Yo quisiera saber quién fue el gallo que le
arrimó el ala! dijo un gallo envidioso.
- No creo que hayas sido tú, que ya
eres un gallo achacoso, dijo don Gallo.
Al poco tiempo, Clorita abandonó su nido seguida de seis hermosos
polluelos blanquitos como la leche. Nadie supo nunca de aquella luz blanca y
radiante que una noche visitó a la gallina Clora, quien dejó de ser un ave
renegona para convertirse en una dulce y encantadora mamá. Pero eso sí, nunca
dejó de preocuparse por los polluelos que otras gallinas ociosas y chismosas
dejaban al descuido.
Una soleada mañana de verano, el corral se alborotó ante la
aparición en el horizonte de un mágico y bello arco iris.
- Abuela, abuela, gritaban los
nietos de la gallina Clora. Ven a ver el arco iris.
La anciana gallina se acercó a la alambrada sostenida por los
gallos más jóvenes. En aquellas luces multicolores, Clora reconoció a aquella
luz misteriosa que años atrás le había dado la dicha de tener seis lindos
polluelos. Fue en ese momento en que la invadió una gran emoción y su corazón
estalló de alegría. Alzó una de sus alitas y saludó al horizonte.
Chiclayo, junio de 1995.
LOS HIJOS DEL
ZAR
Para Hámnet
Un anciano zar, viendo que su muerte estaba ya cercana, se vio en
la necesidad de redactar su testamento. Sus dos herederos Bosnik y Biekov,
habían demostrado siempre, a través de sus acciones, no ser dignos del amor que
su anciano padre había profesado siempre hacia los demás.
- ¿Por qué si yo he sido respetuoso y amable con todos mis súbditos
la vida me es adversa habiéndome dado dos hijos crueles y malvados?, se
lamentaba constantemente el anciano zar en su lecho de dolor
Dadas las circunstancias que regían las leyes de aquel reino,
ningún padre podía desheredar a los hijos, o en el peor de los casos, dejar
todos sus bienes y fortuna siquiera a uno sólo.
- ¿Pero cómo hacer, si los dos son perversos?, se interrogaba el
anciano zar.
Una noche, cuando la luna brillante y redonda adornaba el
firmamento, el viento frío siberiano se encargó de esparcir la triste noticia
de que el anciano monarca había muerto ya.
En todas las pequeñas aldeas aledañas los habitantes enmudecieron
por la pena que les causaba tan nefasta noticia. Las pequeñas iglesias se
colmaron de pobladores que no cesaban de orar por el descanso de aquel gran
hombre que durante toda su vida había sido bueno con ellos.
Sólo dos personajes sintiéronse alegres por la noticia: Bosnik y
Biekov. Toda la noche y la mañana siguiente que sucedió a la muerte del padre,
aquellos hijos malos bebieron vodka hasta embriagarse.
No bien los restos del anciano zar fueron depositados en la
tierra, Bosnik y Biekov tomaron sus trineos, y presurosos, dirigiéronse a casa
del anciano Korsic, el testamentario del viejo zar. Korsic no pudo ocultar su
disgusto ante aquellos dos malandrines que no cesaban de frotarse las manos en
señal de ansiedad.
- Vuestro padre deja todos sus bienes y fortunas que como sabéis son
muchos a uno sólo de vosotros, dijo el anciano, ahora sonriente.
Ambos hermanos se miraron con un odio profundo, como queriendo en
aquella mirada fulminar al otro.
- ¿Quién de los dos es el beneficiado? dijeron los dos, casi
conjuntamente.
- No os apresuréis muchachos, dijo Korsic, disfrutando de la
angustia que devoraba a los hijos de su viejo amigo.
- Apurad de una vez viejo hablador, no ves que esta incertidumbre
nos está matando, dijo Bosnik
- Bueno – prosiguió el testamentario -, vuestro padre,
correspondiendo al amor que vosotros le habéis demostrado en vida, ha dispuesto
que compitáis en una carrera. Tomaréis vuestros trineos y recorreréis de largo
a largo sus tierras y aquel que llegue al último, se hará acreedor a toda su
fortuna.
Todas las mañanas los pobladores del reino del viejo zar, se
mofaban de aquellos dos insensatos que subidos en sus trineos, esperaban que
alguno tomara la decisión de avanzar aunque sea un centímetro de terreno.
Aún hoy, después de muchos años, se puede ver en la inmensidad de
la nieve siberiana, a dos empecinados ancianos, Biekov y Bosnik, esperando que
alguno tome la iniciativa en aquella loca carrera, que muy bien sabía el viejo
zar, ninguno de sus hijos ganaría.
Lima, marzo de 1990.
EL HUEVO
MÁGICO
Para Magari
Alesia era una bella
muchacha campesina que siempre andaba deteniéndose en cualquier lugar del campo
para dar rienda suelta a su más preciado sueño:
Que de un caballo blanco descienda un príncipe hermoso, y al
pedirme en matrimonio sentiré un gran alborozo.
Cierta mañana, Alesia despertó muy agitada. Mientras dormía, había
encontrado en sus sueños la manera más rápida para llegar a ser una muchacha
rica y, lógicamente, en esa situación, ningún príncipe hermoso se resistiría a
casarse con ella.
Qué dicha este sueño, qué gran alegría, tener a mi príncipe de
noche y de día.
A pesar de no saber cómo terminaba el sueño, pues, el canto de un
gallo madrugador la había despertado, la muchacha supuso que éste terminaría
con la boda del príncipe y ella, según el revelador sueño, tendría que
encontrar a una vieja adivina, la cual tenía una gallina azul que ponía un
huevo mágico cuando había luna llena. Aquello no sería difícil, pues, recordaba
con sumo detalle el camino a seguir.
Ahora tan sólo queda encontrar a la gallina, aquella gallina azul
de aquella vieja adivina.
Luego de atravesar un bosque, dos ríos, tres arroyos y dos campos
de trigo, la ilusionada muchacha llegó a la pequeña casa donde vivía la vieja
agorera.
- Eres una muchacha afortunada por haber tenido ese sueño, pues,
sabrás que la gallina azul sólo pone un huevo mágico cada cien años, así que
deberás cuidarlo mucho, pues, cuando aparezca tu hermoso príncipe, deberás
hacer que se lo coma ya que sólo así lograrás tener su amor.
Llegada la noche, la luna brilló como nunca, y con esa luz llegó
el tan esperado huevo.
Al siguiente día, la bella Alesia partió muy temprano, pues, según
la vieja, el príncipe aparecería esa noche en casa de la muchacha.
- Ya sabes, chiquilla, le dijo antes de partir, cuídalo bien porque si
no tendrás que esperar cien años más y para ese entonces ya estarás muy vieja
para que algún príncipe se fije en ti. Eso me pasó a mí hace cien años, por
descuidada rompí el huevo y el príncipe nunca llegó.
Y a así feliz se fue la muchacha, cruzando los campos cruzando los
ríos, también los arroyos y los señoríos.
La ansiedad por tener a su príncipe ya en brazos, era algo que la
tenía extasiada. ¡Ah! Qué maravilla, ahora se daba cuenta que estaba viviendo
la parte del sueño que había quedado inconcluso. Ya cerca a su casa, la
muchacha divisó entre unos arbustos una hermosa rosa amarilla que sobresalía de
un pequeño rosal. Mientras sus ojos extasiaban en la contemplación de tan bella
flor, Alesia, arrastrada por sus sueños comenzó a musitar:
- Ahora llegaré a casa y me pondré un lindo vestido blanco, lo
llenaré de encajes y sutiles bordados. Me pondré un gran sombrero y sobre mi
rostro un velo. Me sentaré a la puerta a esperar a mi príncipe para que me
lleve a vivir con él en su palacio. De seguro llegará en una linda carroza
tirada por dos corceles blancos como la nieve. Él descenderá del coche y con
una rosa amarilla tan bella como ésta, me dirá:
- ¿Hermosa criatura,
aceptarías ser mi esposa?
Y yo, complacida, me pondré de pie e inclinándome le haré una
reverencia coqueta y le diré…
En el instante que la muchacha se inclinaba, el huevo cayó de sus
manos y fue a estrellarse contra una piedra.
Wartburg, octubre de 1996.
POLO EL GRILLO
Para Alesia
Echado sobre las raíces
de una higuera, un pequeño grillo cantaba al compás de su mandolina. La higuera
y los pajaritos que en ella posaban, disfrutaban de las bellas melodías que el
pequeño insecto tocaba desde que asomaba el alba hasta bien entrada la tarde.
- Es tu música, chiquitín, la que hace que mis frutos sean la
delicia de los hortelanos, quienes gustan empalagarse con ellos hasta el
hastío, murmuraba la higuera.
- Las notas de tus cuerdas unidas a nuestro canto son la algarabía
de las doncellas que viene a recoger las cosechas en los campos, susurraban los
pequeños pájaros.
Pero no faltaba el mal humor y la disconformidad de las hormigas,
quienes inmersas en sus tareas cotidianas, veían a aquel pequeño grillo
disfrutar de un descanso interminable, libre de preocupaciones, como si viviera
tocado de hechizos.
- Mírenlo, no más, decían, qué buena vida lleva. Mientras nosotras
estamos todo el día trabajando, ese haragán se la pasa rasgando esas cuerdas.
Pero el pequeño polo, que así se llamaba el grillo, parecía no
escuchar y seguía en lo suyo, inundando los campos y los bosques con su canto.
Más un día el grillo enfermó y tuvo que refugiarse entre las hojas
que el otoño había tumbado sobre la hierba. Los días fueras pasando hasta que
el pobre grillo dejó caer su mandolina para siempre. Todo en el bosque se
cubrió de tristeza, y nada volvió a ser igual desde la muerte del grillo.
La higuera comenzó a secarse, los pájaros enmudecieron su canto,
los árboles detuvieron sus frutos, las flores ocultaron su rostro con sus
pétalos y lo más curioso fue que a las hormigas se les hacía más fatigosa su
labor cada día que pasaba.
Una mañana de verano, el viento trajo en su regazo unas notas
musicales que fue esparciendo como escarcha sobre las copas de los árboles y, al
contacto con éstas, se escucharon unos versos y el vibrar de unas cuerdas.
Era la voz y la música de Polo el Grillo.
Cuando Polo el Grillo solía cantar, las hormigas se quejaban de
verlo flojear.
Más un día de otoño, en que Polo enfermó, no escucharon su canto
no lo oyeron cantar.
Sólo así descubrieron que su canto era el viento y su ausencia el
silencio; la fuerza impulsora para trabajar.
Mas fue una tarde de otoño que un ángel pequeño sus labios cerró,
y su canto en el bosque una noche cesó.
Wartburg, noviembre de 1996.
LOS ÁRABES
Salían dos árabes de
la mezquita luego de escuchar el sermón, y juntos convinieron en hacer una
peregrinación, pues, ambos debían cumplir una penitencia.
Uno de ellos, cuyo nombre era Arahm, se regocijaba maltratando a
los camellos, golpeándoles las patas a cada momento con una gruesa varilla de
encina.
- A estas bestias tienes que tratarlas así, de lo contrario el día
menos pensado se escaparán y dejarán que el sol te cocine los sesos. Míralos
bien, detrás de esa mirada estúpida seguro que se esconden sus verdaderas
intenciones, dijo Arahm, muy seguro de sí mismo.
El otro árabe, que se llamaba Abirrahim, no tardó en disfrutar con
aquella extraña y cruel diversión y también se consiguió una varilla para
apalear a los camélidos. Después de andar varias horas bajo aquel sol
abrasador, los árabes llegaron a la falda de una montaña, donde encontraron un
objeto que brillaba con gran intensidad.
- Hemos encontrado oro, gritó Arahm, sumamente emocionado. Alá nos
ha iluminado.
Ambos se abrazaron arrastrados por el júbilo y no dejaban de
invocar en todo momento el nombre de su Dios. Fue en esos instantes que uno de
los camellos, el más viejo comenzó a reír, pero con ese regocijo propio de los
camellos que sólo se ve reflejado en sus ojos. El otro, todavía adolorido por
los golpes recibidos, le dijo:
- Vaya amigo, el sol parece haberte afectado la cabeza, pues, de
otra manera no me explico cómo puedes reírte después de haber recibido casi el
doble de golpes que yo.
- Sabes qué, amigo, dijo el viejo camello, los dioses de los humanos
son extraños. Míralos, su dios les ha traído la infelicidad y ellos saltan de
alegría. Pero en fin, ahora nosotros seremos libres.
El otro camello se fue a beber convencido de que la vejez había
reblandecido a su compañero y que por eso desvariaba.
Los árabes pusiéronse de acuerdo. Abirrahim traería más camellos,
agua, y otras provisiones, mientras que Arahm se quedaría cuidando el oro hasta
su regreso.
- Pero escucha bien, amigo, díjole Arahm a Abirrahim antes de
partir. Aquí hay suficiente oro para los dos, pero si abres la boca, otros
vendrán como hienas tras la carroña y entonces sí que no habrá suficiente para
ninguno me entiendes.
- Mis labios serán un sepulcro, no te preocupes.
Y así, Abirrahim partió cuando el sol ya estaba por ocultarse. Al
otro día, ya provisto de varios camellos, cántaros de agua y alimentos, se
acercaba al campamento que su amigo había instalado, en eso se detuvo y se
dijo:
- Pero, debo estar loco para confiar en un hombre que maltrata así a
los animales. Seguro que la idea de matarme después de extraer el oro habrá ya
cruzado por su cabeza. Pero Abirrahim aprende rápido y no se dejará sorprender.
Y dicho esto, tomó una poción que escondía entre sus mantos y
vació el contenido en uno de los cántaros de agua. Mientras tanto, Arahm se
hallaba preparando un apetitoso guiso, cuando una sombra pasó por su mente y se
detuvo. Entonces se dijo:
- ¿Puedo confiarme de un hombre que de un momento a otro no siente
piedad alguna y golpea cruelmente a un camello? Este Abirrahim debe ser como
los camellos, debe esconder tras esa mirada todas las maldades que puedan caber
en un ser humano. ¡Ah! Pero Arahm no es tonto, sí señor, Arahm no tiene ni un
pelo de tonto. De seguro pensará matarme una vez que hayamos recogido todo el
oro.
Y dicho esto, extrajo una poción que escondía bajo su fez y la
vertió en un poco de guiso que separó para su compañero.
- Bienvenido, amigo, Alá te
ha protegido, dijo Arahm abrazando a Abirrahim. Estoy sediento, pues, este
guiso que ha preparado me ha secado las tripas, así que dame un poco de agua.
Mientras Arahm bebía, Abirrahim, que se hallaba hambriento, empezó
a comer el guiso preparado por el amigo, con gran voracidad. El camello más
joven, dijo entonces al viejo camello.
- Es extraño, aquel hombre ha echado algo en el agua que está
bebiendo el otro.
- Ya lo sabía, dijo el camello sin poder ocultar el júbilo que
llenaba sus ojos. Éste también ha hecho lo mismo con la comida que el otro está
ingiriendo. Bueno, ha llegado la hora de partir, pues, el sol se está poniendo
fuerte y el camino de regreso será largo.
Los camellos se fueron alejando y a una gran distancia aún se
escuchaban los gritos agónicos de los dos árabes. Fue entonces que el joven
camello entendió aquello de <<los dioses de los humanos son…>>.
Wartburg, octubre de 1996.
SAN, SEN Y SIN
San, Sen y Sin eran
tres hermosos ositos que vivían con sus padres en una cueva ubicada entre las
rocas de una enorme montaña. Mamá Osa se desvivía tratando de que sus inquietos
oseznos estuvieran siempre limpios, algo difícil de lograr con aquellos
traviesos diablillos.
Una de esas mañanas en que Papá Oso y Mamá Osa salieron como de
costumbre a buscar alimentos, San, Sen y Sin quisieron acompañarlos. La voz de
Papá Oso no se dejó esperar:
- De ninguna manera. Se quedarán en casa y limpiarán toda la cueva,
luego traerán agua del río para que antes de acostarse puedan darse un baño.
¿Me oyeron?
Los tres ositos asintieron y vieron partir a sus padres.
Después que terminaron todo los que les habían encomendado, San, Sen
y Sin se pusieron a jugar. Tanto fue el alboroto que armaron, que en pocos
minutos toda la cueva quedó en un gran desorden.
- Y ahora que haremos, dijo San.
- Por qué no nos vamos a buscar aventuras, dijo Sen.
- Claro, buena idea. Regresaremos rápido y así papá y mamá no se
enterarán, dijo Sin.
Y fue así como desobedecieron a Papá Oso y Mamá Osa, los tres
pequeños ositos salieron a conocer el mundo. Caminaron largo rato, incansable,
agotando en cada movimiento aquellas energías infantiles.
Corrieron por la hierba, saltaron y mojaron sus patas en todos los
arroyuelos que encontraron, olisquearon flores y treparon pequeños árboles
hasta que las fuerzas fueron abandonándolos. Cuando ya el sol del mediodía
había consumido sus sombras, San, Sen y Sin se toparon con algo que no habían
visto nunca: una colmena.
Ignorantes de lo peligroso que es perturbar la vida pacífica de
las abejitas, nuestros tres traviesos amiguitos comenzaron a idear la forma en
que tomarían por asalto aquel dulce cofre, pues, por estar casi en la copa de
un gran algarrobo, aquel apetitoso manjar les resultaba inalcanzable.
Los tres ositos recordaban que en las constantes historias que su
madre les contaba, les hablaba frecuentemente de la miel como uno de los
manjares más buscados por los osos. Así que en un santiamén, San se subió sobre
los hombros de Sen y Sin sobre los hombros de San, alcanzando este último a
tomar la colmena entre sus patas. No tardaron las abejas en sentir la presencia
de aquellos intrusos. Enojadas como estaban, salieron en agitado enjambre a la
caza de aquellos tres ositos traviesos.
Con la velocidad de un rayo, los ositos corrieron, corrieron y
corrieron en busca de un lugar seguro donde protegerse. Llegado hasta el río, a
los tres traviesos ositos no les quedó otra cosa que saltar, pues los aguijones
de las enfurecidas abejitas ya se dejaban sentir en el cuerpo de los intrusos.
Satisfechas por haber defendido su hogar, el enjambre retornó orgulloso a
seguir trabajando en los panales. Mientras San, Sen y Sin se quejaban por las
picaduras recibidas, cerca de ahí el Oso Plutón se regocijaba a costa de ellos.
- ¡Ja, Ja, Ja!, qué osos tan tontos, ¡Ji, Ji, Ji! Siempre he
creído que los osos pardos son los seres más ingenuos de toda la familia de
osos. ¡Ja, Ja, Ja!
El enorme oso negro se hallaba sentado sobre una roca cerca de
donde los pobres ositos trataban de calmar las heridas que les habían propinado
las abejas.
La cantidad de salmones que el oso Plutón tenía a sus pies, los
cuales devoraba con gran complacencia, no tardaron en abrir el apetito de San,
Sen y Sin.
Al ver a aquellos osos pardos tratando de capturar a los
escurridizos salmones, el oso Plutón prosiguió con sus chanzas:
- Así, así, ositos tontos ¡Ja, Ja, Ja! Si bien no logran atrapar a
los salmones, por lo menos se darán un buen baño. ¡Je, Je, Je!
Los osos luchaban vanamente por capturar a los salmones, quienes
parecían haberse unido a las burlas del oso negro, pues, luego de huir de las
pequeñas garras de sus captores, se zabullían por entre sus piernas. Lo que más
enfureció a San, Sen y Sin es ver a aquel oso glotón engullirse los salmones
que tenía a su alrededor. Las colas, los espinazos y las cabezas de los
pescados desaparecían como por arte de magia entre las fauces de aquel monstruo
que no cesaba de burlarse de aquellos bribonzuelos.
De pronto, San tuvo una ocurrencia: apoderarse de los salmones del
oso Plutón. Así matarían dos pájaros de un tiro: conseguirían el alimento
suficiente para ellos y sus padres y acabarían con las burlas de aquel enorme
oso fanfarrón. San enfadaría al oso para que éste bajara de la roca y lo
persiguiera, de tal manera que Sen y Sin tuvieran el tiempo suficiente como
para levantar todo el pescado de Plutón dejaría sin protección.
- Oye, tú, oso feo y panzón. Si no fueras tan cobarde vendrías hasta
aquí y te reirías en mi cara, y así probarías la fuerza de mi puño, dijo San
mientras mostraba su puño en alto en son de amenaza.
Al ver aquel puñito en alto, Plutón estalló en una risa
incontenible aumentando el enojo de los tres pequeños osos pardos. Las
provocaciones continuaron hasta el punto en que el gran oso negro hubo de
descender de su guarida para salvar el honor de los osos negros, pues, San, muy
ingeniosamente, le había dicho que los osos pardos eran más fuertes y valientes
que los osos negros.
Pesado como estaba por todo lo que había comido, Plutón trataba de
alcanzar al pequeño San, quien corría lentamente como para no desanimar a su
perseguidor.
Cuando Sen y Sin vieron que ya Plutón estaba a cierta distancia,
corrieron a apoderarse de los salmones que el oso negro había dejado sobre la
roca. Mientras tanto, Plutón, totalmente abatido por el cansancio, cayó de
bruces sobre el prado; jadeante y aturdido, el oso negro vio pasar al pequeño
San como una centella, pero sólo atinó a mirarlo, pues, ya las fuerzas lo
habían abandonado.
Después de unas horas, Plutón se había recuperado e iniciaba el
camino de retorno con un apetito feroz. Grande fue la sorpresa al darse cuenta
que su preciado botín había desaparecido. Y su enojo fue mayor al leer la nota
que San, Sen y Sin le habían dejado.
Había un oso negro y pesado que se llamaba Plutón, que por feo y
por glotón perdió su sueño y su pescado.
Para cuando el oso hubo terminado de leer la carta, San, Sen y Sin
ya se hallaban camino a su hogar. En la puerta de la cueva, Papá Oso caminaba
de un lado a otro con una rama de mora en una de sus garras y repitiendo una y
otra vez:
- Ya verán esos bribonzuelos. Qué se habrán creído, marcharse así
como así, dejando la cueva abandonada, y lo que es peor, exponerse a todos los
peligros andando solos por allí. Y verán, ahora les enseñaré lo que es
disciplina.
Mamá Osa, más dócil y comprensiva, trataba de calmar al enfurecido
padre. Cuando los tres ositos aparecieron frente a la cueva, arrastrando una
red llena de salmones, Papá Oso y Mamá Osa quedáronse sorprendidos. Después de
escuchar a sus hijos, Papá Oso hubo de reconocer que éstos lograron vencer al
oso Plutón en base a astucia y coraje, por lo cual los perdonó. Papá Oso
terminó diciendo:
Que esto les sirva de escarmiento y siempre esté en su
pensamiento, que más que un oso negro y tardo vale siempre un oso pardo.
Chiclayo, febrero de 1996.