IR POR LANA Y SALIR TRASQUILADO
- Me han dicho que en la orilla del río crecen unas plantas con raíces muy tiernas, dijo el Jabalí a su vecino el hurón.
- Tenga cuidado amigo, dicen que por ahí anda un enorme cocodrilo en busca de presas con que llenar la panza. Yo cuidaré su guarida mientras usted está afuera.
El Jabalí recorrió el río en busca de raíces sin percatarse de que el cocodrilo lo estaba vigilando con suma atención.
- Esto está delicioso, dijo el Jabalí relamiéndose los monos, mientras engullía buenas hatajos de raíces y hierbas.
En tanto el cocodrilo, con mucho sigilo, se deslizaba entre unos matorrales buscando sorprender al Jabalí. Entusiasmado este con sus hierbajos no se percató de la bocaza que se abría detrás de él. Un mal cálculo hizo que el cocodrilo sólo atrapara al Jabalí por la cola.
¡Vaya que dolía aquel feroz mordisco!
Pero el Jabalí soportó el dolor y burlonamente dijo:
- ¡Oye, bocón!, debes afilar mejor tu puntería, pues, le has dado una dentellada a una rama cuando tu intención era comerme. ¿No es así?
Desilusionado y sorprendido, el cocodrilo abrió la boca y soltó al Jabalí quien puso “Patas en fuga”. Ya en el río, el cocodrilo cayó en la cuenta de que lo habían timado.
- Vaya, granuja, dijo el cocodrilo al notar los pelos de la cola del Jabalí entre sus afilados dientes.
Otro día, el cocodrilo vio salir al Jabalí de su guarida.
- Ahora sí te atraparé, amiguito.
El reptil se introdujo en la guarida cuan largo era.
- Esperaré a que venga y me lo almorzaré de un solo tirón, dijo el cocodrilo asentado cómodamente en la guarida.
Cuando horas más tarde apareció el Jabalí, notó las huellas del cocodrilo que llevaban al interior de la cueva.
- Así que tenemos visita ¡Eh! Pues ya verá este ceporro con quién se está enfrentando.
El Jabalí juntó un cocodrilo de ramas secas en la puerta del cubil y lo encendió; para que hubiera más humo le agregó algunas ramas verdes. El humarazo, llevado por un aura liviana y apacible, llenó la cueva de una nube sofocante haciendo que el cocodrilo saliera pitando, tosiendo y con los ojos enrojecidos como un grosella.
- El diablo me lleve si no logro atrapara a ese granuja, dijo el cocodrilo aún con los estragos que le había ocasionado el humo.
Ya recuperado de su último de desliz; el cocodrilo cavó un profundo pozo el cual cubrió de ramas, lianas y hojas secas.
- Aquí caerá ese escurridizo Jabalí. Lo último que me comeré será su fea cabeza.
El Jabalí, después de darse una empanzada con la vegetación de la ribera del río, volvía a su escondrijo decidido a dormir el resto del día.
- ¡Qué es esto!, gritó el Jabalí.
El cocodrilo se hallaba escuchando tras el tronco de un grueso árbol.
- ¡Cataplum!, resonó, escuchándose un largo y aterrador alarido.
El cocodrilo corrió hasta el pozo frotándose las patas y relamiéndose el hocico.
- ¡Ahora sí te atrape jabonoso y devoraré en este momento!, gritó el cocodrilo triunfante.
De unos arbustos surgió el Jabalí quien había fingido una caída estrepitosa; de una feroz arremetida mandó al cocodrilo al fondo del pozo cayendo el incauto sobre la roca que el Jabalí había utilizado para simular que había caído en la trampa.
- ¡Qué ingenuo eres, manganzón!, dijo el Jabalí desternillándose de risa.
El cocodrilo nuevamente había caído en su propia trampa; pero testarudo como era, echó patas a la obra.
Colocó un lazo en forma circular atando el extremo en la copa de una palmera.
- Lo cogeré de las patas y quedará a mi merced colgado como un cerdo. Ahora sí que no fallaré, dijo el cocodrilo convencido de su triunfo.
Un grupo de monos observaba la escena con curiosidad, preguntándose que se traía entre manos aquel enorme animal que había dejado la comodidad del río para internarse en aquel lugar tan ajeno a su hábitat. El Jabalí, matrero en el arte de escabullirse de sus depredadores, estudiaba la escena mientras mascaba unas hojas de alcaparra.
- Debo pensar detenidamente cuál será mi próxima jugada, se dijo el Jabalí limpiándose los colmillos entre la espesa vegetación.
Esperó pacientemente toda la tarde y la silenciosa noche hasta que llegó el alba. Las horas pasaban; el cocodrilo cada vez más ansioso, el Jabalí más pensativo y los monos más intrigados corriendo y saltando de un lado a otro.
Por la noche, se escucharon unos gritos de alarma lanzados por los monos:
- ¡Cayó el Jabalí! ¡Cayó el Jabalí!
Los bufidos del Jabalí se escuchaban por toda la floresta despertando a todas las aves que reposaban en sus nidos. El cocodrilo se deslizó como una serpenteante víbora en busca de su presa, de repente… ¡Plum! Su cuerpo atrapado en su propia trampa se elevó con gran estrépito; así estuvo hasta el amanecer. La oscuridad jugó a favor del Jabalí quien fingiendo caer en la trampa, y en complacidas con los monos, timó nuevamente al cocodrilo.
- Creías que me atraparías fácilmente, pues, te equivocaste de lleno; ahora quedarás a merced de estos viejos amigos, dijo el Jabalí dándole al cocodrilo una patada en el hocico.
Los monos empezaron a lanzarle cocos al cocodrilo como una forma de vengarse por las veces que los había dejado sedientos cuando habían asomado por el río.
- Este es por el susto que me diste, dijo una mona flaca lanzando un enorme coco que dio en el ojo derecho del saurio.
- Y este es por esta pata que me falta, dijo un mono a quien el cocodrilo había arrancado una pata en cierta ocasión.
El pobre cocodrilo quedó deshecho; sólo las tibias aguas del río lograban aplacan en algo su dolor. A partir de ese día cambió su dieta y se limitó a comer cangrejos y camarones. Cada vez que algún Jabalí o mono se asomaba al río, el cocodrilo se sumergía como un temeroso submarino.
KEROS
Los vasos ceremoniales que los incas usaron fueron de madera en los que estaban grabados escenas de la vida real y en el que sobresalían multiplicidad de vistosos colores. Pero el oro era tan abundante que también los había de aquel metal brillante, laminados y con incrustaciones preciosas.
En ellos se vertía la chicha sagrada elaborada por las vírgenes del Acllahuasi con la finalidad de brindar por sus dioses en las fiestas imperiales. La historia de estos vasos habría que rastrearla desde los tiempos aquellos en que el sol aún no alumbraba la tierra y esta era habitada por unos hombres que tenían cierto poder sobre las rocas, pues, movían éstas a voluntad.
Haciendo uso de sus hondas y con disparos certeros, estos extraños habitantes allanaban las cumbres con un solo tiro.
Debido a su avanzada edad estos hombres fueron llamados Ñaupa Machu, que significaba “los muy antiguos”. Admirado por esto, Roal, el rey de los Apus, quiso otorgarles su poder para convertirlos en semidioses. Ellos se negaron a recibir la presea divina, provocando la furia del espíritu creador quien creó al sol para enceguecer a los ñaupas. Refugiados en sus viviendas, los ñaupa machu se deshidrataron por la fuerza del calor hasta el punto de convertirse en huesos cubiertos de carne seca.
Para sorpresa de muchos, algunos de ellos resistieron los embates del sol y sólo salían cuando asomaba la luna.
Se llamaron socas y vivían en el fondo de algunas cavernas, pues, ya conocían la fuerza destructora de los rayos solares. Como la tierra fue privada de toda actividad con la desaparición de los ñaupas, los Apus se vieron en la necesidad de crear a un hombre y a una mujer a quienes bautizaron con los nombres de Inkari y Collari respectivamente.
Inkari recibió una barreta de oro y Collari una rueca, como símbolo de poder y laboriosidad. Inkari iba investido de la Mascaypacha y el manto que daba a su cabeza una grave solemnidad. Sobre el uncu, y cayendo desde sus hombros, la colorida yacolla contrastaba con el tocapo policrómico que ceñía su cintura. Collari, con vestimenta más sobria, lucía la ñañaca sobre su sobria cabeza, así como una lliclla que le cubría los hombros.
Cubriéndole casi todo el cuerpo, el acsu era sujetado por el tocapo o cinturón. Inkari tenía el encargo de fundar un imperio en el lugar en el que el bastón de oro se hundiera. Luego de lanzar la barreta por segunda vez ésta se clavó entre unas montañas e Inkari fundó un pueblo al que llamó Kero. Pero la ciudad fue fundada desobedeciendo el deseo de los Apus quienes le habían exigido que andará varias jornadas. El cariño que Inkari había tomado a Kero sería a la larga la causa de su huida, pues, esta fundación había permitido que los ñaupas, habitantes de esas montañas, cobraran vida. Furiosos, los habitantes de las cavernas, lanzaron enormes bloques de piedras para hacer huir a quienes consideraban intrusos. Más adelante cerca de las cumbres de la Raya, Inkari fundó el Cusco, pues, la barreta lanzada desde la cúspide del cerro había herido el centro de un valle fértil. Allí se reunieron en un solo Imperio diversos pueblos dispersos. Años después, cuando Inkari sintió que había llegado su fin, el príncipe se internó en la selva, pero antes pasó por Kero, el pueblo que llevaba en su corazón por ser el primero de los que fundó. Desde esos tiempos remotos, los habitantes de Kero se sintieron orgullosos de su estirpe divina. Cuando Pachacútec, el gran estadista cusqueño que quiso consolidar su poder organizando campañas militares para expandir sus dominios, pidió a los Keros que se unieran al Tahuantinsuyo, los Keros rechazaron aquella petición que consideraron ofensiva.
Ya Pachacútec había conquistado a los Vilcas, Soras, Lupacas y Pacayes y no estaba dispuesto a ceder en sus pretensiones. El enojo de Pachacútec cobró fuerza cuando una gran mayoría de sus heraldos reales enviados por él a Kero, fueron asesinados. Los pocos que regresaron habían perdido orejas y nariz y habían sufrido todo tipo de vejaciones. Ante la imposibilidad de llegar a Kero, pues, esta se erigía entre las altas montañas nevadas a casi cuatro mil metros de altura, Pachacútec tomó su honda gigantesca y la hizo girar durante todo un día. La inmensa roca lanzada por el Inca impactó en las laderas de las altas cumbres nevadas. Fuego calcinante el despedido por tan certero disparo, no podía menos que abrir una boca terrígena ingente que fue el terror y la sumisión incondicional de los habitantes de Kero. Los vencidos no encontraron mejor forma de agradar al Conquistador Imperial que haciéndole llegar unos vistosos vasos ceremoniales que fueron llamados Keros como buscando perennizar la gloria de los vencidos.
Wolfsschanze, octubre 10 del 2000.
PIKILLAQTA
Yawar Kuna era un curaca, allá por los años en que el famoso Imperio de los Incas era gobernado por Inca Roca. Como curaca era la máxima autoridad de la comunidad Vilcapanaca, asentamiento de chozas al sur del Cusco. Yawar Kuna tenía una hija muy bella, resultado de su amorío con Mama Micay, la muchacha se llamaba Tina Súmac. La joven era muy apreciada no sólo por sus gracias físicas, sino por su responsabilidad y seriedad, sólo tenía un defecto al decir de muchos: su excesiva vanidad. Muchos caminos pasaban por Vilcapanaca, y muchos los guerreros que venían de diversos pueblos de los andes a cortejar a la hija del curaca, buscan obtener su mano, pero ninguno es bastante inteligente y generoso como para que su padre se la conceda, decía Ama Runa, la criada que atendía a Tina Súmac.
Hubo un año en que la escasez de agua se constituyó en un problema para el pueblo y en un dolor de cabeza para Yawar Kuna, que como máxima autoridad, debía asegurar el bienestar y prosperidad de toda su gente.
- ¿Dónde está ese curaca ahora que no hay agua?, decía uno de sus más enconados enemigos.
Los niños de la comunidad eran llevados a los campos con alguno que otro brujo o hechicero, buscando en coro mancomunado, ablandarle las entrañas al cielo para que hiciera brotar la tan ansiada lluvia, hasta niños de otras comunidades vallunas fueron traídos para reforzar las voces sedientas de los Vilcapanacos:
Cielito serrano,
estás ocultando a mi pueblo
unas gotitas de lluvia.
Cielito serrano,
no te olvides de tus hijas,
no te olvides de tus madres,
unas gotitas de lluvia
para mojar esta boca que arde.
Ven a mi chacrita, cielito,
ven con tu agüita divina,
mira mis ojitos llorosos.
Pero el cielo no se abrió a los ruegos, ni escuchó las jaculatorias con que los niños lo celebraron: los dioses del viento, de las nubes y de la lluvia dejaron a Vilcapanaca en la orfandad y el abandono. El campo amarillo, los pocos frutos que aún quedaban se secaron y de nada valieron los cantos y rezos ofrecidos a los dioses.
Debido a lo dramático de la sequía, Mama Micay propuso a su marido organizar una gran ofrenda para solicitar la compasión de los dioses. Es difícil para un hombre ver sufrir a su pueblo por tal atrocidad. Mis enemigos también son enemigos de mi gente. No se unen a nosotros para invocar al cielo que abra sus entrañas y nos dé la lluvia. Deben estar contentos con tanta calamidad, dijo Yawar Kuna lleno de amargura.
En la plaza central de Vilcapanaca comenzaron a llegar las donaciones: talegos de maíz, sacos de papa, uno que otro carnerito y toda prenda de valor que, a través del sacrificio del desprendimiento, pudiera aplacar la negativa de los dioses. No creo que esto baste, Mama Micay, dijo el curaca. Encerrado en su choza, Yawar Kuna meditó largamente buscando una salida a ese caos que estaba destruyendo Vilcapanaca. Al otro día, el curaca anunció:
- Aquel que sea capaz de construir un canal para transportar el agua desde algún cerro donde haya lluvia hasta Vilcapanaca tendrá a mi hija como esposa.
El bando del curaca corrió por los pueblos aledaños como el viento; comunidades enclavadas en cerros, colinas, valles y en los lugares más inhóspitos se enteraron del ofrecimiento. ¿Quién a muchas leguas de distancia no había oído hablar de la belleza de la hija del curaca? Vinieron muchos indios de otros lares y vieron el ambiente de desolación de aquel pueblo fantasma. Donde antes crecieran los pastizales cubriendo las planicies de verdor reinaba el secano plagado de raíces secas; altezas y vaguadas encenizadas donde la tierra se agrietaba más y más según el paso de los días. En ese ambiente cataclísmico de aridez, pequeños árboles y arbustos parecían estatuas invocando al cielo su conmiseración. Muy pronto los recién llegados se dieron cuenta que la tarea era casi imposible para ellos, como si las pretensiones de la mano de la bella muchacha se fuera desvaneciendo como un espejismo de desencanto. Intenciones había, contaría a los jóvenes de otras comunidades un anciano viajero, lo que les faltaba era experiencia y capacidad para una empresa tan complicada. Muchos se fueron tan rápido como vinieron. Mientras tanto el viento levantaba inmensos remolinos de polvo, arrastrando hojas, ramas y hasta pequeños pedruscos que ponían nerviosos a hombres y animales. Después de unos días de estudiar la situación sólo quedaron dos pretendientes en competencia: Huayna Rimuchi, de la comunidad de Ansuna, y otro joven desconocido que siempre andaba acompañado de un gran número de perros. Ese indio no me gusta, dijo Mama Micay, nunca dice su nombre ni de dónde viene; y esos perros que se rascan todo el día me dan mala espina. Yawar Kuna evitó el comentario, la situación era tan desesperada que le importaba poco si ese indio extraño terminaba siendo su yerno siempre y cuando salvara a la comunidad.
- Tienen quince lunas para cumplir con lo que requerimos, ni una noche más, les dijo a los dos hombres el curaca. No sé cómo, pero quiero ver llegar el agua a Vilcapanaca.
Ambos hombres, cada uno por su lado, echaron manos a la obra. Huayna Rumichi visitó los andenes y lugares cultivables de las laderas y mesetas y las encontró polvorosas, con la tierra árida como roca. Tanta miseria contrastaba con su pueblo, donde todos los caminos estaban orillados de frondosos árboles, altos, de troncos luminosos y cargados de frutos y flores; recordó los pequeños ríos de agua fresca y límpida formando remansos, remolinos, curiosas cascadas y vistosos vados. Algo habrá que hacer por esta pobre gente, dijo el indio noble. Sacó unas hojas de coca, las colocó sobre una roca y cantó un harawi para despedir a los malos espíritus que habían traído la desgracia a Vilcapanaca:
¡No te olvides!, ¡No te olvides!,
agua de la montaña
manantial de nube y cielo
no hagas que muera de sed
esos tus hijos buenos.
Y que a los malos sus lenguas
agrieten el polvo de la muerte.
¡No te olvides!, ¡No te olvides!,
lluvia de la montaña,
agua de la montaña.
Allí quedó Huayna Rumichi hasta que el cielo oscureció y oyó hablar a los Apus. En tanto el indio de los perros, que al fin supieron que se llamaba Pikillaqta, había reunido a muchos indios que habían venido de lugares remotos; todos tenían una características común, expedían un tufo a coca y a chicha y se rascaban constantemente, son como perros, comentó una vieja india de la comunidad. Trataron de traer el agua desde una laguna distante, hicieron trochas, canales, cavaron hoyos, sacaron rocas, pero al final sólo lograron hacer un pantano de barro y piedras que los dejó más sucios de lo que estaban. Los comuneros llegaron con gran esfuerzo hasta el lodazal y encontraron a los indios de Pikillaqta y a éste maldiciendo a cuanto cerro lograban avistar sus ojos. Maldecir a los Apus no es bueno para nadie, dijo Yawar Kuna muy preocupado. Las burlas de los niños enfurecieron más a Pikillaqta quien comenzó a lanzarles pedruscos para que marcharan. Huayna Rumichi hizo reunir a los comuneros de Vilcapanaca y les dijo:
- Vendrán conmigo y trabajarán desde el amanecer hasta el atardecer, sin descanso, comerán algo mientras trabajan. Soportarán la sed, pero les aseguro que tendrán su recompensa.
Impulsados por una esperanza y alentados por la voz firme de ese indio extraño, los Vilcapanacas tomaron toda herramienta que pudiera servirles en su lucha por obtener agua; tenían la convicción de que en esa lucha contra la muerte vencerían. Represaron un río lejano, hicieron canales con rocas y piedras formando pequeños arroyos por donde el agua, serpenteante, comenzó a fluir a torrentes. Después de siete días de arduo trabajo, el agua comenzó a llegar al pueblo. La algarabía era indescriptible, se sacrificó los pocos animales adultos aún quedaban para organizar una cena, se preparó chicha en base a quinua y maíz que se trajo de comunidades vecinas. Los hombres y las mujeres bailaron diferentes danzas y cantaron alrededor de algunos leños encendidos cuando ya la noche asomaba. Pocos se percataron de que Hayna Rumichi no estaba por los alrededores, debe estar agradeciendo a los Apus el haberlo ayudado a encontrar solución al problema del agua, dijo Mama Micay, ese indio sabio e inteligente no desechará la mano de nuestra hija, tenlo por seguro Tayta. El curaca la escuchó con atención y siguió bebiendo chicha y masticando un amasijo de coca. La hija del curaca lucía sus mejores ropajes, el indio sería su marido no era mal parecido, pero sobre todo el atraía la idea d que siendo la esposa de Huayna Rumichi sería la mujer más envidiada y adinerada de Vilcapanaca, estas indias se jalarían los pelos de envidia, pensó la hija del curaca lanzándole las muchachas una mirada despreciativa.
Al otro día, día de la entrega de la mano de Tina Súmac, el pueblo se reunió en la única plazoleta del pequeño pueblo. Cerca aun cerro vecino, Pikillaqta, en compañía de unos perros, observaba con el rostro petrificado por la rabia y la envidia; sus hombres se habían marchado ya, humillados y derrotados. Cuando Huayna Rumichi apareció, los indios dejaron de cantar y los pincullos y pututos detuvieron sus armónicos sonidos.
- Si yo hubiera ganado el amor de vuestra hija por méritos brotados del corazón aceptaría casarme con ella, noble curaca, pero no lo aceptaré de esta manera. He ayudado a tu pueblo como lo hubiera podido hacer con cualquier otro que se hallase en tal situación. Es todo cuanto tengo que decirte.
El curaca abrazó a Huayna Rumichi y le agradeció en nombre de su pueblo por su valentía y bondad. Cuando vio que su rival se había marchado, Pikillaqta dio rienda suelta a sus poderes de brujo maléfico, podrás derrotarme en bondad, Huayna Rumichi, pero nadie vence a Pikillaqta en hacer daño, y daño tendrán esos hombres por haberse burlado de Pikillaqta. Su piel se rascarán hasta hacerse sangrar y sobre sus llagas estas pulgas sus huevos pondrán, y así se rascarán hasta que el hueso vea el aire. Las pulgas enviadas por Pikillaqta cayeron sobre el pueblo como nubes de langostas voraces, zancudos molestosos, dijeron alguno pobladores en la noche oscura, mientras despertaban rascándose piernas, manos, brazos y hasta el rostro. Una epidemia de llagas, vómitos y fiebre atacó a los comuneros en los días que siguieron. Habría que abandonar esta tierra, dijo el curaca, después de haber sepultado a su mujer y a su hija a causa de las pulgas. Maleficio de ese Pikillaqta ha traído desgracia a Vilcapanaca, huyamos antes que no quede ningún comunero vivo. Los Vilcapanaca se refugiaron en un valle a cientos de kilómetros de aquel pueblo ocupado ahora por las pulgas. Todo viajero que pasaba cerca de lo que fue Vilcapanaca era advertido de no acercarse a ese pueblo infectado. Ese Pikillaqta, “Tierra de pulgas”, decían, quien entra ahí sale loco de tanto rascarse.
Wolfsschanze, abril 2009.
EL VECINO DEL HORTELANO
Acostumbrado a saltarse el muro que separaba su casa de la de su vecino, un sinvergüenza se apoderaba de la fruta que en el huerto del hortelano abundaba. Para ello, el hombre descendía desde lo alto de la tapia aprovechándose de las fuertes ramas de un peral las cuales usaba a manera de escalera. Una mañana, en que el hortelano se disponía a podar el peral, el ladronzuelo vio en aquel acto peligrar su vía de acceso.
- No, vecino, dijo el facineroso, matará usted al pobre árbol, eso sería como arrancarle un brazo a un ser humano. Además esas ramas se ven tan bellas.
Convencido por la locuacidad del ladrón, el hortelano decidió no perseverar en su intención.
- ¡Vaya!, Díjose el peral, cómo no va a ver mis ramas bellas, cuando lo único que busca el sinvergüenza, es treparse por el muro y luego encaramarse con ellas.
Fue entonces que haciendo un gran esfuerzo, el peral dejó caer una de sus ramas más gruesas la cual impactó en la cabeza del ladrón provocándole una profunda escisión en el cráneo.
- Ya ve, vecino, dijo el hortelano, lo peligroso que son esas ramas.
Y el peral fue podado.
Wolfsschanze, enero 16 del 2001.
LA SOGA
Habiendo caído en desgracia, un campesino no pudo seguir sembrando la tierra, provocando con ello la furia del rey, dueño de toda la región. El hombre, acompañado de su hijo, se acercó hasta el castillo donde habitaba el monarca.
- Mi señor, dijo el campesino, me postro de rodillas ante ti suplicando tu comprensión. La muerte de mi mujer ha cubierto mi corazón de pena tan grande que durante mucho tiempo no pude tomar el arado, pero ahora, ya recuperado en algo mi ánimo, te ruego me permitas retomar mi trabajo, pues, sino, yo y mi pequeño hijo moriremos de hambre.
- Lárgate de mi presencia, vago infame, tronó la voz del rey.
El campesino se puso de pie y con voz solemne, replicó:
-Sois el poder en esta región, pero no es digno de ti que me llames vagabundo cuando tantas veces te he servido con lealtad y honradez.
Al ver que el campesino no daba señas de marcharse, y ya con el ánimo contrariado, el rey tomó una soga y le dijo al campesino, cuyo pequeño hijo se había aferrado a las piernas de su padre temeroso de aquel hombre de voz grave que sobre la cabeza llevaba una diadema de oro reluciente.
- No te daré un arado, lo que te daré es esta soga, a ver si de algo te sirve.
El campesino cogió la soga y la acercó a su pecho. Luego, antes de marcharse, con voz rencorosa dijo al rey.
- Sí, la llevaré conmigo, pero que no te quepa la menor duda que algún día te la devolveré.
Las estaciones se sucedieron y el buen clima trajo prosperidad al rey, pero no por ello el insensible monarca trató de ser más gentil con sus súbditos, por el contrario se fue volviendo más exigente con ellos a medida que crecía su ambición.
En tanto, el campesino despreciado por el rey había trajinado junto a su hijo por varios lugares desempeñando diferentes oficios: carpintero, avituallador, cerero, especiero, vinatero, portero y hasta de aguador, pero todos aquellos trabajos eran inestables y lo que ganaba sólo le alcanzaba para comer él y su hijo. Un día el campesino llegó al sucucho que compartía con su hijo y le dijo:
- No me gusta nada el trabajo que he conseguido, mas es lo único disponible que he podido encontrar, hijo mío.
Pero llegó el momento en que el mal tiempo se ensañó con aquel reino de injusticia. La falta de lluvia trajo consigo una sequía como jamás se hubo visto en las tierras del rey. El monarca enfurecido, culpaba a sus súbditos de la mala suerte que lo aquejaba. Años más tarde, empobrecido y sin poder alguno, anduvo deambulando de región en región, mendigando algún bocado que llevarse a la boca. Nadie, quizá por el recuerdo de haber sido un rey malvado, se dignó a brindarle ayuda. Desesperado, el rey robó unas joyas a unos comerciantes a quienes asaltó en un camino.
Atrapado a los pocos días, el rey fue llevado a prisión y condenado a muerte. Ya en el cadalso y a punto de ser ahorcado, el rey pidió al verdugo una última voluntad.
- Sí, por supuesto, contestó el hombre enmascarado sin preocuparse por saber cuál sería la petición del rey.
El verdugo se sacó el paño negro que cubría su cabeza y tomando la soga que tenía entre sus manos, la anudó en el cuello del condenado diciéndole:
-Te devuelvo la soga que me diste, y cayó la trampa.
Wolfsschanze, enero 5 del 2001.