GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

viernes, 11 de marzo de 2011

LIBRO MACKANDAL




LA RUEDA
No me digáis que estas o aquellas ideas no son mías, porque os contestaré que no es el más padre de una idea quien no hizo sino engendrarla, para abandonarla a continuación, sino que lo es quien la prohijó, la lavo, la vistió, hizo por ella y la puso en su sitio.
Miguel de Unamuno.



-      La cosecha de este año ha estado muy buena, mujer, ciento veinte toneles de las mejores aceitunas. ¡vaya!, todo un logro, dijo el viejo Simón frotándose las manos de satisfacción.

La mujer, no menos ambiciosa que el marido, le propuso salir a festejar.

-      Vayamos a beber, la ocasión lo amerita y gastar unas cuantas monedas no nos va a empobrecer.

Así, bebiendo y caminando por las solitarias calles de la ciudad, pasaron toda la tarde. Cuando ya anochecía llegaron a una plaza donde un gran número de comerciantes, viajeros y  mendigos se hallaban aglomerados observando las pericias de un enano medio jorobado quien hacia toda suerte de malabares mientras contaba chistes.

Cuando la gente se retiró el enano había recaudado una buena cantidad de monedas.


-      Ha estado buena la noche, dijo Simón al enano quien se aprestaba a buscar un lugar donde pernoctar.


El bufón sintió el tufillo de vino del aceitunero y se animó un poco.

Veo que te gusta el vino, picaron, dijo el comerciante. Un zorro reconoce a otro zorro solo con olerlo. No es bueno pasar la noche al socaire, puedes venir a nuestra casa, beberemos y la pasaremos muy bien, te lo aseguro.

Un trago de una botija que la mujer llevaba en su bolso lo terminó de animar.


Ya en casa del aceitunero y bien mamado, el enano comenzó a hacer de las suyas: piruetas, volantines, maromas, volteretas, cabriolas, columbetas y capitones eran las delicias de sus anfitriones quienes no cesaban de beber.

Vamos, jorobado, comete una aceituna, dijo la mujer alborozada

El enano engullo la aceituna, después otra y otra y otra hasta que la boca se le lleno; la mujer insistía en que tragara una más y el enano, entre borracho y medio asfixiado, en vano trató de detenerla. El aceitunero, ajeno al drama que se avecinaba, se destornillaba de risa. Los mofletes del bufón parecían estallar, los ojos bizcos y enrojecidos lagrimeaban; su rostro amoratado fue tornándose más azulino hasta que se  desplomó en un golpe seco.

-      Párate, contrahecho, sigue divirtiéndonos, o crees que te hemos traído para que bebas nuestro vino solamente, gritó la mujer ya histérica.

El bufón ni se inmutó, estaba tieso como una tabla.

-      Creo que se nos pasó la mano, dijo Simón, pálido y asustado.

Consternado, el comerciante iba de un lado a otro a través del salón sin atinar a hacer nada.

-      Deja de moverte como un imbécil y ayúdame a cargar con él, dijo la mujer con tal frialdad que Simón se quedó frente a ella como una estatua.

Envolvieron al jorobado en una manta y lo echaron sobre una carreta. Los pocos merodeadores nocturnos que andaban por la zona, huían asustados ante los gritos de la mujer...”llevamos un apestado, llevamos un apestado”.

A los pocos minutos, Simón y su mujer tocaron la puerta de un médico judío a quien una moneda de oro convenció para que los atendiera a pesar de la hora y de encontrarse cenando con su mujer.

-      El hombre te ha dado esta moneda, pregunto el judío a la esclava que los atendió.

-      Y parecen tener muchas más, contesto la  muchacha.

Aprovechando la oscuridad y la puerta abierta, Simón y su mujer subieron al jorobado por unas escaleras y los colocaron en uno de los descansillos; tan rápido como llegaron desaparecieron. La ambición del médico por ganarse unas monedas más lo llevo corriendo escaleras abajo; no tardo en toparse con el enano quien por el empellón recibido salió disparado como un resorte. Con un quinqué en la mano, la mujer del médico pudo ver el cadáver de aquel extraño hombrecillo.

-      Está muerto, dijo la esclava pasándose el dedo índice por el cuello.

El médico palideció; yo que estoy llamado a salvar vidas he acabado con la de este pobre infeliz, dijo abatido.

-      Tú, le dijo a la mujer a la esclava, trae del desván una vieja alfombra que he dejado ahí.

La muchacha salió presurosa.

-      ¿Qué piensas hacer? Preguntó el médico.

La mujer lanzó una risotada.

-      Le haremos un regalo a ese turco borracho y maloliente que vive en la casa de al lado. Subiremos a la azotea a este desgraciado y lo lanzaremos a su patio; allí guarda cajas y toneles viejos con algo de mercancía, ya verás la sorpresa que se llevará cuando lo encuentre.

El médico se hallaba tan asustado que dejo que la mujer solucionara el problema como mejor le pareciera.

Ya en la terraza, el jorobado inició su viaje hacia los predios.

Quiso el destino que cayera sobre una colchoneta y rebotara con tal precisión que quedó de pie frente a una enorme caja de madera donde dormía un gato. El felino lo olisqueó, lo orinó, y se marchó en busca de un lugar más apacible donde continuar su modorra.

El turco llegó a su tienda borracho y maldiciendo a la luna; unos moretones en la frente y los brazos era el saldo de los trompicones que se había dado.
En la trastienda buscó una botella de vino para continuar la cruda; fue ahí cuando vio la figura del jorobado cuyo perfil se hallaba reflejado en la pared del fondo, quedo estupefacto.

-      Maldito truhán, tratando de robarme, no.
Ahora veras quién es el turco.

Provisto de un grueso madero y mascullando blasfemias el turco arremetió contra el jorobado que al primer golpe fue a dar al suelo. Al ver que el intruso no se movía, pensó que lo había matado.

-      ¿Y ahora qué hago con este infeliz? Nadie creerá que solo trataba de intimidarlo, que no era mi intención hacerle daño.

Luego de tomarse una jarra de tinto, el turco tomó el cadáver, lo envolvió en una manta y en su carromato lo llevó hasta un acantilado; cuesta abajo, el enano termino tragado por un mar que comenzaba a aquietarse.

***

Al otro día, muy temprano, un pescador solitario lanzo su red y se echó a fumar su pipa.
-      Ahora sólo me resta esperar que los peces caigan entre las mallas y llenaré mi bote.

Como el mar estaba medio picado, el bulto que contenía la red comenzó a balancearse de un lado a otro.

-      ¡Aja!; quieres huir, no, pero ahora verás, gritó el pescador eufórico.

Con uno de los remos golpeó varias veces sobre el bulto hasta que este dejó de moverse.

Entrada la tarde, el pescador quiso halar la red, pero esta estaba muy pesada. Debe ser un pez muy grande, pensó. Esto me haría muy rico, no tengo la menor duda.

Grande fue su sorpresa al llegar a la playa y encontrar al enano; el rostro azulado y arrugado como un acordeón lo lleno de espanto.

-      Diablos, este pobre infeliz debe haber estado nadando y la corriente debe haberlo arrastrado hacia mis redes. Con razón forcejeaba por liberarse y yo lo metí a estacazos.

Envuelto entre las redes, el pescador arrastro el cadáver del enano hasta una caleta cercana, donde un grupo de hombres bebían, fumaban y reían con gran algarabía. Cerca a donde estaba, había una carreta cargada de toneles. Parece ser vino, pensó. Con gran esfuerzo bajo uno de ellos y lo reemplazó por otro vació que había ahí  cerca. En él metió al jorobado.

-      Buen canje, pensó, un tonel de vino por este desgraciado.

Al amanecer, después de haber dormido la mona, el dueño de los vinos se despidió de sus amigos y se marchó llevando consigo su carga sin notar el cambio que el pescador le había hecho.

Después de un largo viaje por caminos polvorosos, el vinatero llegó a un palacete donde dos sirvientes jugaban a las cartas y bebían una garrafa de vino.

-      Siempre bebiendo y a expensas del amo, dijo el comerciante.
-      Tienes cara de haber bebido tú también, viejo zamarro, dijo uno de los sirvientes.

El viejo comerciante ni se inmutó.

-      ¿Cuántos dejo? Preguntó.

-      Deja cinco, pues, esta semana el amo tendrá juerga.

-      Muy bien, dijo el vinatero, disponiéndose a descargar los toneles.

-      No, lo detuvo uno de los sirvientes, debes estar molido por la curda que te pegaste anoche, así que nosotros lo bajaremos, mientras tu comerás algo, pues, debes estar hambriento.


El vinatero acepto de buena gana y, antes de que el sirviente más joven reclamara que porqué ellos tenían que hacer el trabajo de aquel borrachoso, el otro lo detuvo. En voz baja de dijo:

-      No seas imbécil, no olvides que esta noche empieza nuestro día libre y a este estúpido podemos timarle un tonel sin que se dé cuenta, así de las cosas, nos llevaremos el barrilete para repartirlo entre los dos.

El hombre se marchó después de comer unas longanizas y mandarse unos tragos de vino.

Esa noche los sirvientes abandonaron el palacete dejando a buen recaudo los cinco toneles del amo y llevándose al jorobado en el tonel robado. “El generoso Baco ha sido bondadoso con nosotros”, dijo el sirviente más joven, mientras cantaba una dulce canción de amor y conducía el carromato por un camino polvoriento y pedregoso.

Ya amanecía, cuando los facinerosos,  llegados a una peligrosa curva al lado de la cual se divisaba un azaroso barranco, se dieron con un grupo de perros callejeros; los ladridos de la jauría asustaron al caballo que, al retroceder, hizo que una de las ruedas traseras diera con una enorme piedra. El tonel cayó sobre un montículo de tierra y rodó hacia el barranco. Si el enano hubiera oír, habría escuchado las maldiciones que los sirvientes lanzaban a los perros por haberles hecho perder su “vino”.


Como el mundo está hecho en gran parte por el azar, el tonel con el jorobado adentro fue a  dar en el carro de un jovenzuelo que pasaba por ahí. El joven sintió el impacto; pensó que una de las ruedas había golpeado con una piedra y prosiguió su camino.


Horas más tarde, el muchacho había llegado a la casa de Simón, el aceitunero.


-      Has tardado mucho, jovenzuelo; le recriminó el comerciante.

-      Demoraron en llenar los toneles don Simón, créame que no fue mi culpa.

El aceitunero refunfuñando hizo una seña al muchacho para que descargara los barriles.

A las pocas horas apareció una señora, muy entrada en años, era la encargada de curar las aceitunas recién llegadas.

-      Ahí tiene para unas buenas horas, recién acaban de llegar esas barricas, le dijo Simón a la anciana.

No paso más de una hora para que la vieja saliera del almacén dando alaridos como loca, dispuesta a no curar algo más que unas aceitunas.

Wolfsschanze, diciembre 13, 2010.






NAUFRAGIO

El mar como un vasto cristal azogado refleja la lámina de un cielo de cinc”
RUBEN DARIO


El reloj marcaba las siete y treinta cuando el capitán del Andreas entró al “Bucanero”.   Todos bebíamos y cantábamos; unos cuantos jugaban a los dardos o a los dados. Una buena ración de ron, cantinero, y dos vasos; uno para mí y otro para mi sobrecargo.  Tomé uno de los vasos que el tuerto Jonás puso sobre la barra, el capitán Chester los llenó hasta el tope.  Dos viejos marineros entraron a la taberna.  El más viejo tocó la armónica, su boca desdentada parecía tragarse aquel pequeño instrumento; el otro canturreó una vieja canción.

Mis ojos sueñan al contemplar
 el mar agitado. 
Ese mar sombrío soberano
de vida y de sustento,
ese espejo infinito y misterioso
donde el alma del hombre
se refleja…


El capitán Chester bebía y escuchaba como quien calla una lejana pena.

¡Oh! Mar, canturreante,
dulce y sereno como una
tierna amante.
Libera mi alma de todo
miedo cuando bramas
rompiendo la quietud
de la noche en que el
espíritu desconsolado se
serena…

Después de recoger unas cuantas monedas y beberse unos tragos, los hombres se marcharon en busca de otro bar donde continuar su serenata.  Señor Gallagher, tiene tres días para pertrechar el Andreas, pues, zarparemos al amanecer del lunes; reclutaré algunos hombres para completar la tripulación.  Me han encargado transportar unos barriles de aceite de oliva y un buen número de cajas llenas de… bajando la voz agregó, armas.  No me interesa para qué las usen, tengo un carguero y mi trabajo es transportar mercancía, sea cual sea ésta, tampoco me compete averiguar qué es lo que hay dentro de los embalajes que me encargan, lo que importa es lo que pagan por ello y eso me basta.  Bebió casi medio vaso de ron y luego dijo:

                Si no lo transportamos nosotros otros lo llevarán y poco a poco iremos perdiendo clientes y nos quedaremos sin trabajo.  Me entendió señor Gallagher.

Asentí.   El viejo capitán tenía razón, había escasez de pesca, los bancos atuneros habían sido depredados, los tiempos no estaban para desechar encargo alguno.  Así era la vida del marino, llena de riesgos, no sólo los que se enfrentaban en el mar, sino también con la justicia.  Vaciamos la adecuja de ron, y abandonamos la taberna, los hombres, marinos en su mayoría, siguieron bebiendo y cantando alegremente.


* * *

Los estibadores empezaron a subir la carga en la madrugada.  Cumpliendo las órdenes del capitán llené la bodega de vituallas para abastecer a la tripulación por treinta días.  Tuve que encargarme de evaluar a los hombres que Chester había elegido.  Cada marino tiene que cumplir una función específica, nadie falta ni sobra, señor Gallagher, téngalo en cuenta, me indicó el capitán mientras los hombres hacían hilera para entrevistarse conmigo.  Toda esa caterva con sus barbas crecidas y su olor a sal marina me parecían igual: locos aventureros como yo y el capitán.  Había visto tantos hombres como esos que sabía que la única manera de diferenciar a un marinero de otro era por sus manos, su piel y su cabello.   Las manos de un hombre de mar son nudosas, de color subido y oscuro, con manchas de sal y carne curtida como efélides, con palmas y dedos profundamente tasajeados y cubiertos de cicatrices por las líneas de la mano, la piel es aderezada, como un duro cuero de res, los cabellos amarillados por el sol y la brisa salina.  Las de los que tienen pocos años en la faena no son nudosas, pero si tienen las manchas oscuras y las cicatrices.  Es curioso ver como en el mar los hombres tienen a hermanarse en la tragedia, por más rivalidades que existan entre ellos.  Aman el peligro, la aventura, la imprevista fiereza del mar.  Yo también, debo confesar, me siento embelesado por él; por ese mar que atrae e los ríos como el polen de la flor a los insectos.  Nací en una barcaza.  Llevo el mar en mi alma, en mi carne, en mi sangre, estoy unido a esa masa acuosa desde mi infancia.  Respiré de niño la brisa salina, escuchando el bravo fragor de las olas.  Nunca he visto nada que se le compare.  Sé que cuando muera regresaré, como quien vuelve al vientre materno, a ese mar, a esa amante grande y dulce que tienen los marino de verdad.  Gallagher, seguramente estará escribiendo, venga acá, quiero que vea algo, gritó el capitán.  Guardé mi diario en una petaca que siempre tenía al lado de mi litera y subía a cubierta tan rápido como pude.  Había buen viento y el barco se desplazaba cortando el agua como un sable blandido por un gigante.

         Mire, Gallagher, tenemos compañía

Los ojos del capitán Chester parecían los de un niño que ha recibido un regalo.  Un grupo de aves marinas revoloteaban el barco en busca de alimento. Abra un barril de sardinas y lánceles unos bocados, son buenos compañeros, Gallagher.  Dios las debe querer mucho para haberles dado las mismas alas que a sus ángeles.  Cumplí las órdenes del capitán y luego me entregué, al igual que otros marinos, a la contemplación de las aves que se disputaban los pececillos.  Mirar las aves es la distracción preferida de todo hombre de mar.  El capitán tenía prohibida a la tripulación cualquier actitud hostil contra las aves que acompañaban al barco cuando abandonaba el puerto, esas aves han nacido libres y nadie tiene derecho a profanar ese privilegio que Dios les ha dado, decía el capitán, aspirando su pipa de cerezo.  Son buena distracción para los hombres enfrenados a la soledad del mar.

Bandadas de aves de todo tipo se posaban en la copas y en los aparejos, en los masteleros y en las monterillas, dejando muchas veces que los marineros se acercaran a ellas sin experimentar inquietud alguna.  Había unas pequeñas rapaces de plumaje plomizo y provistas de un pico fuerte y curvado con el cual asestaban a los peces grandes un fuerte golpe en la cabeza, mientras sus fuertes garras penetraban la carne de la víctima.  No faltaban los albatros que saludaban a la tripulación emitiendo un sonido similar al de un puerco.  Una vez matamos a uno que se había posado en la toldilla, me dijo un viejo marinero cuyo rostro mostraba las huellas de la viruela: Era enorme, no exagero si le digo, señor Gallagher, que de un extremo a otro de las alas medía más de tres metros.  Bajando más la voz agregó, pero no pudimos tragarlo, su carne parecía madera y tenía un olor repugnante, parece que el diablo le dio ese olor para que nadie la comiera. 

No todo era borrasca y miedo, tempestad y angustia, también el mar en complicidad con la luna sabía darnos espectáculos inolvidables.  Lo comprobé a las dos semanas de haber dejado atrás la costa.  Una noche, mientras dormía profundamente, el capitán llegó hasta mi litera.  Venga, señor Gallagher, me dijo, Verá lago que sus ojos jamás han visto y que quiera Dios pueda verlo yo una vez más esta es la segunda.  Intrigado, me cubrí con una mana y lo seguí por la escalerilla que daba al entrepuente.  La nave estaba al pairo, había un silencio vacío.  La luna, rodeada de estrellas, vertía a través de una atmósfera límpida, una luz azulada de dulzura inefable, haciendo que el mar se viera como una inmensa mesa de plata. Es maravilloso, dije con los ojos iluminados por ese paisaje esplendoroso.

                Dios debe estar de fiesta allá arriba,  dijo el capitán; los querubines deben tener licencia para jugar entre el firmamento.

Sólo en ese momento percibí que el capitán tenía una Biblia en una de sus manos.


                Quiero que escuche esto, señor Gallagher: Y vi una bestia que subía del mar, la cual tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre los cuernos diez diademas y sobre las cabezas nombres de blasfemias.

Luego de una pausa, y con los ojos casi vidriosos, agregó  con voz entrecortada.  Y pensar que esta paz algún día cederá para dar paso al caos, y todo por la ambición de los hombres.

El capitán se retiró a su habitación y yo me quedé disfrutando de aquel bello espectáculo.

* * *

Al amanecer el mar se veía de un color grisáceo, melancólico, debido a la luz que después de haber luchado con la niebla, se llevaba sobre el horizonte.  Horas después el mar se tornó verdinegro; el barco hendía las aguas casi sin un rumor, como si navegase sobre una pátina de grasa, zambulléndose en aquel ambiente saturado de humedad creciente.  El día transcurrió normal; después de cenar me fui al camarote, leí un poco, escribí algunas anotaciones en mi diario y me acosté.  No sé cuánto rato permanecí ido, recordando mi adolescencia, mi niñez y todas esas cosas que uno recuerda cuando el futuro no es más que vivir el momento, el día, sin preocuparse por lo que pasará después.  Unos pasos sigilosos por la escalerilla que iba a mi recámara me puso en alerta, la puerta se abrió lentamente, vi una sombra, la de un hombre que llevaba un arma en la mano, retuve el aliento y el corazón se me agitó con violencia en el pecho capitán, qué sucede, dije reponiéndome del susto.  El capitán Chester cruzó sus labios con el dedo y me dijo en un susurro.



                Siento haberlo asustado señor Gallagher, pero, parece que tenemos polizontes en la bodega principal, venga conmigo.

El hecho de que el capitán llevara un arma hacía ver el asunto con cierta gravedad, tome precauciones y lo seguí provisto de un grueso madero, esos que los marineros usan frecuentemente para arreglar sus disputas.  Revisamos cada compartimento con cautela, había una oscuridad que no nos dejaba ver más allá de donde estábamos.  De repente una sombra salió de un rincón y nos abalanzamos sobre ella.

¡Naufragio, ayúdennos, naufragio!  Gritó un hombre de aspecto macilento.  Llevaba el torso desnudo e iba descalzo.  Un pantalón de bayeta cubría su desnudes.  Parecía como si hubiera salido del mar.

                Debe haber estado oculto aquí desde que zarpamos, Señor Gallagher, me dijo el capitán en tono de reproche.


El hombre se hallaba horrorizado, como si hubiera visto al mismo diablo en el arma del capitán.

                No se asuste, le dije, nada le va a pasar

Trataba de calmarlo mientras el capitán lo sujetaba por el cuello con uno de sus brazos.

                Quédate tranquilo o aquí te mueres, amigo, le dijo el capitán Chester colocándole el cañón del arma en la sien derecha.


Los encadenados a una de las paredes de la bodega, los brazos en alto y las piernas separadas.  Si intentaba huir los grilletes le lacerarían la piel, le di unas palmadas en el hombro ratificándole que nada le pasaría.

                Parece que no sólo los polizontes se le cuelan en el barco, señor Gallagher, sino que debemos estar haciendo agua por algún sitio, me dijo el capitán señalándome el pantalón mojado del polizonte.


No sabía qué decir.  Siempre he sido cuidadoso y eso me resultaba tan extraño, aquel hombre, la humedad de su ropa.  Algo sin duda se me había pasado y allí estaban las consecuencias.

                Dejémoslo aquí, ya no molestará, dijo el capitán verificando que los grilletes estuvieran bien cerrados.   Cuando lleguemos a tierra lo entregaremos a la policía, ellos sabrán qué hacer con él

Furiosos conmigo regresé a mi litera, pero no pude conciliar el sueño.  Cómo pude ser tan estúpido, pensaba y mi furia aumentaba.  No sé Cuánto tiempo estuve así, lo cierto es  que a las pocas horas el barco comenzó a mecerse.

                Se avecina una tormenta, capitán, gritó el vigía de turno.


Me senté en mi litera.  Encendí el cabo de vela que tenía en mi recamara, pero un fuerte movimiento del barco la tumbó y volvía quedar a oscuras.  A tientas subí las escaleras que llevaban a cubierta.  La tempestad se hizo fuerte, el barco se estremecía hasta la quilla a causa del esfuerzo de luchar contra aquel oleaje violento e inesperado.  La vela mayor, por momentos, parecía ceder ante la galerna infernal que venía de oeste a este.  Un bramido estridente hacía vibrar el entrepuente, mientras las olas constantes se deslizaban por la cubierta para regresar al mar por los imbornales.  Los hombres se extendían sobre cubierta dejándose mojar por el agua que entraba por los escobenes, esperando que amainara el temporal para volver a sus puestos; otros, se agarraban del coronamiento, buscando resistir aquella riada que aumentaba muchas veces en un arrebato irresistible.  Las gigantescas columnas que se elevaban impetuosamente se estrellaban a babor y estribor, con un estruendo ensordecedor; todo era un gritería, muchos marineros quedaban con el cabello cubierto de una espuma que, a la luz de los relámpagos, veíase blanquecina, dentro de aquel ambiente de terror e incertidumbre, les daba un aspecto jocoso.

                Capitán,  gritó el contramaestre, a lo lejos se ve un naufragio.

Y nosotros también naufragaremos si no se detiene este infierno, gritó el capitán Chester.  Pensé que mi hora y la de todos esos hombres que estaban en el barco había llegado. Dentro de todo ese loquerío de gritos desesperados recordé unas palabras del capitán un día que bebíamos en el “Bucanero”:  El mar con su belleza nos promete sosiego y maravillas, pero el viento suele tornarlo agresivo y traicionero.  La tempestad llegó a su punto más alto; ráfagas de agua y viento golpeaban el barco con fiereza.  El velamen crepitaba amenazando quebrar la sólida arboladura. El resplandor de los relámpagos dejaban ver un mar encabritado con sus olas altas como negras montañas, golpeándose unas contra otras como si jugaran y, entre sus sordos rumores, se elevaba una riada de espuma fosforescente.  El capitán, haciendo un alto a sus fervorosos rezos, había ordenado que se redujera el velamen al máximo, no llevábamos tendidos más que los foques y las velas de trinquete y del mayor.


* * *


Así como vino, el mal temporal se fue.  De un momento a otro el mar estaba tranquilo y el barco continuó singlando serenamente.  Todavía no amanecía cuando el vigía gritó que en el agua se veía algunos maderos flotando, serán los restos del barco naufragado, dijo el capitán.  Señor Gallagher, envíe un bote con algunos hombres por si hay alguien con vida.

De inmediato envíe un bote de auxilio, aunque no tenía ninguna esperanza de que alguien pudiera sobrevivir en el agua con esa tormenta.  Sólo nos quedaba esperar que nuestros hombres regresaran.  Después de aquella feroz tempestad un silencio abismal reinaba a bordo, todos hacían sus labores en silencio, ninguno de aquellos lobos marinos, tan curtidos por los años de travesía, se atrevía a decir un sola palabra.

                Ya regresan, capitán, parece que traen a un sobreviviente, gritó el vigía.

Todos corrimos buscando un lugar en la amurada.  Faltaban algunos minutos para que amaneciera..

                Qué hay, marinero,  gritó el capitán angustiado.
                Sólo hallamos a este hombre, capitán, pero ya estaba muerto, debe haber tragado mucha agua,  dijo uno de los hombres acercando el bote al barco.


Los hombres subieron a bordo, envuelto en una pequeña lona traían al náufrago.  Lo colocaron en cubierta y descubrieron el cuerpo.

                Santo Dios,  exclamó el capitán, no puede ser

Con el rostro sereno, el torso desnudo y descalzo cubriendo su desnudes con un pantalón de bayeta, el hombre que habíamos atrapado en la bodega con el capitán se hallaba tendido ahí, como una lúgubre invitación de la inexplicable eternidad.  El capitán corrió a la bodega y yo tras él.  Los grilletes estaban intactos, pero aquel que habíamos encadenado, creyéndolo un polizonte, no estaba.  Quedamos unos minutos en silencio que me parecieron horas.  El capitán puso sus manos sobre mis hombres y me dijo:

                Aquí nunca sucedió nada, señor Gallagher, si quiere una respuesta, pregúntele a dios cuando lo vea.


El capitán se retiró a su recámara, necesito descansar me dijo, le sugiero que haga lo mismo.  Me senté en la proa a esperar que amaneciera.  La niebla comenzó a cubrir la visibilidad y los últimos fulgores del amanecer aminoraron desapareciendo paulatinamente.

Wolfsschanze, 15 de Mayo del 2009.





LOS DOS BANDIDOS

Para José Pablo Quevedo, por el camino de amistad donde se sembraron nuestras  voces.

No conociendo otra forma de ganarse la vida que engañando a la gente, dos bandidos se dirigieron en busca de un rey quien tenía fama de ser muy supersticioso. Para llevar a cabo su plan, convinieron en que uno de ellos buscaría trabajo en el castillo del monarca para así, luego de ganarse la confianza de todos los que allí laboraban, poder actuar libremente de acuerdo a sus conveniencias. Como el que actuaría de empleado era un poco escaso de entendimiento, el otro, cuyo nombre era Fidelio, le advirtió:
-       Pon atención a lo que te voy a decir. Tú tienes que seguir al pie de la letra mis indicaciones, del resto me encargo yo.
Después de una semana de haber sido aceptado como palafrenero, Manasés, que así se llamaba el compinche de Fidelio, vio aparecer a éste disfrazado de agorero. El falso adivino fue recibido con el protocolo que su rango merecía.
-       Tengo entendido que posees el don de predecir el futuro, interrogó el rey con gran entusiasmo y curiosidad.
-       Así es, Majestad, y ese don está a vuestro servicio, dijo Fidelio haciendo una venia de respeto.
Puesto ya de acuerdo con Manasés, quien ya había colocado veneno en la copa de vino que bebería el rey como todas las mañanas, Fidelio se apresuró a decir:
-       Yo no bebería de esa copa, Majestad.
Sospechando de que algo podría sucederle, el rey llamó a su mayordomo e hizo que probara el contenido de la copa. De inmediato, el hombrecillo cayo fulminado. Manasés había colocado suficiente ponzoña como para matar un caballo.
El rey quedó sorprendido y de inmediato incorporó a Fidelio a su corte. Los beneficios económicos no se dejaron esperar y el monarca colmo de joyas a quien desde ya consideraba su salvador. Fidelio tenía que dar muestras de su poder por lo que se apresuró a llevar a cabo otra premonición. Una tarde, en que el rey se hallaba comiendo, el agorero dijo:
-       No coma de esa carne, Majestad.
El rey mandó llamar al cocinero quien tomó un trozo de carne y se la llevó a la boca. El ganchillo de hierro colocado por Manasés entre las fibras de manjar se atoró en la garganta del cocinero quien tardó en morir por asfixia. Lejos de lamentar la muerte de su guisador, el rey se deshizo en halagos para con su consejero adivino. Las atenciones recibidas por Fidelio de parte del rey así como la fortuna que iba acumulando, no tardaron en despertar la envidia del chambelán, quien sospechando que tras esos vistosos atuendos se escondía un rufián, se dedicó a seguir de cerca todos sus movimientos. No tardó en descubrir la complicidad que existía entre el adivino y el palafrenero. El chambelán tomó las cosas con calma y preparó su plan para desbaratar la farsa. Un día en que el rey departía con su chambelán, Fidelio se acercó a ellos y le dijo al rey que se retirara del lugar de donde estaba parado. El rey levantó la mirada y se dio cuenta que estaba bajo un enorme candelabro. Temiendo que este se desprendiera y lo aplastara, hizo lo que su adivino le aconsejaba. A diferencia de las premoniciones anteriores, esta vez no sucedió nada. El rey se retiró molesto en compañía del chambelán. Fidelio se paró bajo el candelabro de bronce para ver porque este o se había desprendido tal como había acordado con su socio. En ese momento el candelabro cayó sobre el pobre Fidelio dejándolo tan torcido de cuerpo como los brazos del candelabro que parecían estrecharlo en un abrazo mortecino.
-       Que lo entierren con honores, dijo el rey, de no haber sido por él yo estaría debajo de ese armatoste de bronce.
Al chambelán no le importó cumplir la voluntad del rey, después de todo se había deshecho del falso adivino con ayuda de Manasés, quien ahora disfrutaría de un cargo de confianza en la corte. Manasés no sintió remordimiento alguno por haber cortado la soga que sujetaba el candelabro en el preciso instante que su difunto amigo se colocó en posición de tiro. Después de todo, sino hubiera seguido las indicaciones del chambelán del rey, hubiera terminado en la horca. Si Fidelio viviera de seguro lo había perdonado.






LA SAPIENCIA DEL MIRLO

Picoteaba unos granos un mirlo cuando una enorme sombra lo asustó:

- Casi me matas de la impresión, dijo el pájaro al burro que movía las orejas espantando a unos mosquitos.

- Disculpa que sea inoportuno, pero sucede que te he escuchado cantar tantas veces que desearía me enseñaras como hacerlo, dijo el enorme animal sumido en una profunda tristeza.

El mirlo sobó una de sus negras alas en su pico amarillo y luego de reflexionar sobre la petición del burro le dijo:

-      Está bien, pero yo también quiero que hagas algo por mí.

El mirlo le dijo al burro que le era muy difícil escuchar ya que no poseía esas enormes orejas que él tenía y que por ello corría peligro, pues, muchos animales sigilosos pretendían comérselo.

-      He escuchado, prosiguió el pequeño pájaro, que si dos seres se unen y piden un deseo este se les concederá.

Acordado todo, burro y mirlo juntaron sus patas invocando cada uno su deseo: el burro una voz cantarina como la del mirlo, y éste unas enormes orejas como la del burro para escuchar mejor. Como era de esperarse, ninguno de los deseos se cumplió. Entonces el mirlo comenzó a llorar desconsoladamente para sorpresa del burro.

-      ¡Qué te sucede pajarito! ¡Por qué lloras de esa manera!

El mirlo explicó al burro que siempre había deseado las enormes orejas que él poseía pero que siempre había podido ocultar su deseo. Fue tanto el llanto del pájaro que el burro se deshizo en atenciones y consuelos logrando apaciguar la pena del mirlo.

-      Ya ves, pajarito. Así está mejor, nada de lágrimas. Mira cómo me he puesto de contento de saber que ya no lloras y de saber que soy como la naturaleza me ha hecho y que así soy feliz.

Luego que se despidieron, el mirlo se sintió complacido de haberle borrado del rostro del burro la tristeza que lo embargaba, aunque fuera a costa de una pequeña mentira.

Wolfsschanze, Octubre 3/ 2000.