LA ANCIANA Y LOS GATOS
Cerca de un villorrio vivía una anciana cuya casa estaba poblada de un gran número de gatos.
Los había negros, blancos, grises, marrones, jaspeados, manchados, atigrados y de todas las combinaciones inimaginables.
- ¿Cómo hará aquella bruja para dar de comer a tantos bichos?, se preguntaban los moradores del lugar.
Pero eso sólo lo sabía la anciana a quien disgustaba mucho que la llamaran bruja.
- Ya verán esos cretinos. Van a pagar caro el atrevimiento de llamar bruja a una anciana decente como yo.
Los primeros en sufrir la furia de la anciana fueron los hijos del alcalde.
- Ven aquí Motitas, dijo la vieja acariciando el suave pelaje de un gato acaramelado. Ya sabes lo que tienes que hacer. Diole un beso y el gato abandonó la casa.
Una mañana el minino apareció en casa del alcalde ganándose de inmediato el corazón de los pequeños niños.
- Vamos, papi, déjanos quedarnos con él, suplicaron los niños al unísono.
Y el pequeño Motitas se quedó con los tres muchachitos, quienes de alumnos aplicados pasaron a ser, en poco tiempo, los estudiantes más perezosos de la escuela.
¿Qué había sucedido para que se diera este cambio tan brusco?
La respuesta estaba en aquel gato acaramelado tan dado a la buena vida, al solaz y al relajo. Unas gotitas de una pócima que la anciana había puesto en la leche de Motitas, habían bastado para que éste, a través de su pelaje, transmitiera a los niños su flojera.
Una mañana la mujer del boticario comentó con una clienta sobre la gran cantidad de gatos que tenía la vieja.
- Esa pobre mujer debe vivir en un ambiente muy sórdido con tanto animal dentro de esa sucia casa.
Como si los bigotes de los felinos tuvieran transmisores, el comentario de la mujer del boticario llegó a oídos de la anciana.
- Así que sucia casa, no, dijo la vieja dibujando una mueca de disgusto.
Una noche apareció en la casa del boticario un gatito blanco. Esa misma noche el tendero y su mujer se enfrascaron en tal discusión que la mujer se marchó a casa de su madre con la convicción de no regresar jamás: detrás de ella, el gato blanco, también abandonó la casa. Lo que extrañó a los pobladores del villorrio fue el hecho de que en veinte años de matrimonio jamás esa pareja había tenido discusión alguna.
¬- Buena labor, mi pequeño Nieve, buen trabajo, buen trabajo, dijo la anciana acariciando al gatito blanco quien presto y diligente había cumplido lo que le habían encomendado.
Cuando el alcalde inauguró una tarde un monumento en honor a los símbolos patrios, apareció un gato curioso que se le enredó entre los pies haciéndolo perder el equilibrio.
No cayó al suelo, peor, recordando al gato acaramelado que según la esposa era la causante de la desgracia de sus tres hijos, logró darle un puntapié al infeliz felino que casi lo mata.
Sólo el estruendo de la banda que en ese momento entonaba una marcha apagó de lleno el atroz gruñido lanzado por el gato ante el golpe recibido. Aquella noche la anciana tenía sobre sus rodillas al gato magullado. Nada pudieron hacer sus pócimas y sus ungüentos para calmar sus quejidos. Antes del amanecer el gato estaba muerto.
Aquella misma semana el portero de la alcaldía encontró un enorme gato negro que maullaba frenéticamente.
- Ven aquí, gatito, le dijo el hombre. Yo te daré un poco de leche, ven conmigo, no temas.
El felino, muy mimoso, se dejó llevar por el hombre quien lo acomodó cerca de su cama. El gato negro lo miraba firmemente a los ojos. En su cabeza resonaban las palabras de su ama. “Vamos, Plutón, tú sabes mejor que yo lo que tienes que hacer. Nunca te has llevado bien con ninguno de estos gatos, por eso a ti te confío esta delicada misión”.
Al otro día la alcaldía era una confusión, donde la envidia había anidado en los corazones y las mentes de todos los empleados. Una camisa, un vestido, una blusa, una corbata, todo era motivo para azuzar la envidia. Impotente ante el conflicto existente entre su personal, el alcalde hubo de renunciar irrevocablemente a su cargo.
Todos, sin comentarlo con nadie, sabían que en el fondo de todas aquellas desgracias estaba la mano de la anciana de los gatos. Nadie volvió a hablar de ella ni de sus animales. A los pocos años, cuando la anciana murió y fue encontrada tiesa como un palo sobre su cama, a todos extrañó que no se encontrara por ningún rincón de la casa atisbo de gato alguno, como si los felinos, fieles a quien tanto los había amado, hubieran acompañado a la anciana en su viaje a lo desconocido.
Wartburg 1997
Wolfeschanze 2001.
¡Qué tristeza! Sobre la tierra, ninguna
recompensa paga el mérito ni es digna del trabajo que ha costado alcanzarla.
“Las mil y una noche”
Acostumbraba un Califa pasearse con su ministro por la ciudad.
- Siempre es bueno abandonar las comodidades de mi palacio y ver cómo viven los pobres, querido amigo, dijo el soberano musulmán.
Cerca de ahí, escondido tras una palmera, un viejo beduino luchaba por evacuar su vientre, mas judías en la cena. De la noche anterior le habían hecho pasar una noche atroz durante la travesía por el desierto desde Siria. Esas judías me han llenado el estómago de gases, este dolor me tortura, debo botar todo o pasaré un día horrible, se quejaba el beduino soltando de rato en rato una ronda de cuescos. Para evitar a los curiosos se había cubierto con una larga manta. Quien pase y me vea creerá que estoy sentado esperando a alguien.
- Oye, Visir, mira ese beduino, acércate y búrlate de él, dijo el califa, conocedor que su ministro era un experto armando chanzas.
El Visir miró al viejo y dijo: Pero mi señor, meterse con un beduino no es nada recomendable, es como ir por lana y salir trasquilado; son maestros en el arte del ingenio.
- Tú has lo que te digo, quiero reírme de ese viejo y no me vas a privar de ese placer, replicó el Califa.
Al Visir no le quedó otra alternativa que hacer lo que su amo le decía, maldito capricho el que le embarga, pensó el visir, si no lo complazco es capaz de arrojarme a los chacales ahora mismo.
- Hola amigo, de dónde vienes, preguntó al viejo.
- De Siria, contestó el viejo.
- ¿Y a dónde vas?, insistió el Visir.
- A Bagdad, a ver a un famoso curador para ver si puede darme un colirio para mis ojos. La arena del desierto, con los años, me los ha estropeado y cada día veo menos, dijo el viejo con voz lastimera.
El Califa, con una mueca sardónica, espoleaba a su ministro a que acometiera contra el viejo beduino. Ya entrado en confianza, el Visir dijo: ¡Hoy es un día afortunado para ti, buen hombre! Te has encontrado con el mejor curador de ojos de todo oriente, y señalando al Califa, el Visir dijo, he aquí a Rasid al Harún, el famoso Hacedor de Milagros.
El Califa se sintió sorprendido, pero disfrutó de la ocurrencia de su Visir y entró al cuento muy complacido.
- Escucha con atención, buen hombre, los precios que cobro son muy altos, cifras que jamás tus orejas han percibido, pero como soy hombre de buen corazón, te daré una receta gratis, ahí va. Has de combinar tres pelos de camello viudo con tres onzas de rayo lunar, dos gotas de baba de chacal, un pellizco de excremento de leproso y un trozo de moco de un niño beduino. Mézclalo bien y guárdalo en una botella. Luego colocas la mezcla en un vaso ancho, del tipo que usan las mujeres beduinas para machacar especias para preparar sus salsas. Cuando veas que ya la combinación se ha hecho polvo, pon este en un tamiz, donde lo harás reposar cuarenta días con sus noches.
El beduino escuchaba con atención mientras seguía luchando con su vientre que se negaba a evacuar, de cuando en cuando un sonoro cuesco perturbaba la interminable receta del Califa quien, concentrado en su chanza, no escuchaba las ventosidades lanzadas por el viejo.
- Pasado ese tiempo, prosiguió el Califa, pon al socaire la mezcla en una cuenco durante tres meses más y quedará lista.
El Visir se desternillaba de risa por la ocurrencia de su amo y, no queriendo quedarse fuera de la mofa, dijo:
- Tienes que echarte cien gotitas en cada ojo, sin respirar, pues, sino, no obtendrás ningún resultado. Te aseguro que en diez años quedarás restablecido.
Después de escuchar la extensa como rara receta pacientemente, el viejo dejo escapar un sonoro pedo; era el anuncio de que su vientre había cedido a los esfuerzos del anciano por arrojar esas judías que tanto sufrimiento le habían acarreado. El aluvión cayó en una bolsa que el viejo había puesto para no dejar rastro alguno de su paso por esas tierras. El viejo, puesto en pie, cogió la bolsa humeante y se la dio al Califa.
He aquí una justa recompensa por tus servicios, gran señor.
El recuerdo de ese encuentro con el beduino quitó las ganas de comer al Califa durante mucho tiempo. La espalda del Visir recibía de vez en cuando unos azotes de su amo. Yo os lo advertí, Señor, nunca hay que meterse con un Beduino.
Guillermo Delgado.
5 de Abril del 2009.
Hambrientos como estaban, un zorro y un lobo divisaron una gacela. Sin perder un instante, ambos se lanzaron tras la presa. Al poco rato, el zorro tenía a la gacela tomada por la cola y el lobo por la cabeza.
- La gacela es mía, dijo el lobo, yo la tome por el pescuezo y, de no haber sido así, no estuviera bien muerta como lo está ahora.
- Eso es lo que tú crees, lobo rufián. De no haberla tomado yo por la cola, la gacela no hubiera rodado como rodó y jamás la hubieras atrapado. Así que será mejor que te marches y me dejes con ella para devorarla.
Un león que observaba la escena, se acercó presuroso.
- No discutan muchachos. He escuchado sus versiones y he llegado a un veredicto.
El león, ante el desconcierto del zorro, llamó al lobo a un apartado y le dijo:
- Sea usted inteligente, señor lobo, deje que el zorro se coma a la gacela y luego usted se comerá al zorro y a la gacela que se ha comido.
- ¡Ji! ¡Ji! río el lobo, no hay nada que hacer señor león, por algo no es usted el rey de la selva.
León y lobo se retiraron dejando al zorro feliz y contento comiéndose a la gacela. Una vez que hubo terminado, el lobo apareció y le dijo al zorro:
- Bien zorrito, ya disfrutaste y ahora me toca a mí.
Después de comerse al zorro, el lobo quedo con tal empacho que se echó patas arriba a digerirse al zorro y a la gacela.
En eso apareció el león, quien al ver descansar al lobo, le dijo socarronamente.
- Vaya que si estás gordito lobito.
- Y todo gracias a su astucia amigo león nunca sabré como agradecérselo.
- Yo sí sé como, dijo el león y se tragó al lobo.
Julio del 2001.
MULA DE PLATA
La codicia del colonialismo español llegó hasta las ricas minas de plata de Bolivia. Las expediciones de Diego de Almagro y de Hernando Pizarro, continuadas más tarde por su hermano Gonzalo, penetraron con tenacidad por la difícil geografía del altiplano en busca de oro y plata. Dicen los lugareños del pueblo de Laja que en la época de la invasión española, era común por aquellos parajes el tránsito frecuente de las mulas que llevaban sobre el lomo pesadas cargas de plata.
Cerca de un lugar llamado en aymara Chaca Wintu (La Vuelta del puente), existe, como el nombre lo indica, un puente sobre el río Pallina (en aymara: que recoge) Este fue construido en base a piedra y cal para que los lugareños lo utilizaran en las épocas en que las aguas del río fueran tan abundantes que hicieran imposible su paso por el vado de arriba, cuyo fondo firme y poco profundo, permitía pasar andando, cabalgando o en carruaje.
Fue uno de esos días, en que los ambiciosos españoles arriaban las mulas con sus valiosos lingotes de plata, que se dieron con la sorpresa de que la crecida del Pallina era tanta, que les resultó imposible atravesar el río por otro lugar que no fuera el puente. Día y noche la codicia y la ambición atravesaron el puente bendito, que para alegría de los conquistadores, resistía a pie firme el excesivo peso de aquellas bestias y su lastre.
Pero un día la premura hizo que la imprudencia de un arriero llevara hacia el puente una recua de quince mulos cargados de lingotes de plata. Ese glorioso día la heroica construcción de piedra y cal pareció revelarse ante el usurpador, como queriendo incitar entre los indios lugareños el espíritu de rebeldía.
Fue así que los machones comenzaron a ceder con precisión milimétrica haciendo que las arcadas se quebraran. Todo aconteció en cuestión de segundos, tiempo en el cual los gritos desesperados del hombre se confundieron con el rebuznar de las bestias que una tras otra se iban hundiendo en las turbulentas aguas del Pallina.
Las pocas mulas que lograron asomar por un instante sus grandes cabezas, dejando ver sus ojos aterrados que ya vislumbraban la muerte, fueron arrastradas con carga y todo por la fuerza impetuosa del agua.
Siglos después, el lugar donde las mulas fueron vistas por última vez fue bautizado con el nombre de Mula de Plata. Nadie se atrevió a rescatar tan valiosa pérdida, pues, según se afirma, el río nunca recuperó su calma. O bien, dicen, el Pallina buscaba con su actitud vengar al puente, o había recogido la rebeldía que aquella construcción parecía haber incitado en la indiada explotada
Pero un día de verano el río recuperó su calma y con ella vinieron un gran número de peces plateados que sólo aparecían en tiempos de luna llena.
Era entonces que se veía un espectáculo divino, no sólo por su colorido sino también porque muchos curiosos que se acercaron a Mula de Plata en busca de pesca, salieron con sus cestos llenos de pequeños peces de plata pura y de la mejor calidad. Pero sólo había una advertencia que el viento se encargaba de transmitir: No podía llevarse una carga mayor de quince pececillos. Todo marchó en armonía hasta ese día aquel en que un acaudalado minero de Potosí, enterado de la existencia de Mula de Plata, se avecinó al lugar una noche y comenzó lo que él imaginaba sería una pesca indiscriminada. Todo marchó regiamente hasta que logró sacar el número de peces indicado. Pero cuando el cordel picó una vez más y el hombre comenzó a tirar de él con todas sus fuerzas, del fondo del río emergieron las cabezas calavéricas de quince mulas y de un hombre que tiraron del otro extremo del cordel que tenía el minero con tal energía que el hombre fue tragado por las aguas del Pallina. Nunca se volvieron a ver aquellos peces argentinos ni rastro de plata alguno, quedando de aquel misterioso lugar solo el recuerdo de un nombre lejano.
¡Qué maravilloso sería que el trino
de los pájaros no se apagara nunca!
Un niño había ido con su madre al mercado a hacer las compras de la semana. Un hombre que vendía conejos, loros, tortugas, y todo tipo de animales, algunos mal llamados domésticos, al ver que el niño se había detenido ante la jaula de los canarios, el hombre ofreció a la madre unos ejemplares.
- Lléveselos, señora, son maravillosos, le aseguro que cuando los ponga en una jaula grande y cómoda, comenzarán a cantar durante todo el día.
Por más que el vendedor se afanaba en golpear la jaula para que los canarios cantaran, estos permanecían mudos.
La madre del niño se negó a adquirirlos a pesar de los requerimientos del hijo para que los comprara.
De regreso a casa, el niño se mostró muy molesto con la madre por el hecho de no haberle comprado los canarios. Inclusive no comió su postre preferido, aquel que la madre le había preparado buscando congraciarse con él.
Antes de acostarse, el niño, que aún se hallaba malhumorado fue llevado por su madre hasta la tina de baño, la cual había sido llenada por ella. La mujer colocó un barquito de papel sobre la superficie y le dijo al niño que observara como el papel permanecía sin moverse. Luego sacó el tapón de la tina, el agua comenzó a escurrirse y el barquito a moverse.
- Los canarios en las jaulas, hijo mío, son como los barquitos que flotan en las tinas taponadas, dijo la madre. Permanecen estáticos, tristes, sin poder volar como quisieran. Dios les ha dado alas para que vuelen, no para que estas permanezcan inertes como el agua que ni siquiera tiene fuerzas para mover el barquito de su sitio. En cambio un canario libre, sin rejas que lo priven de su libertad, puede volar de un sitio a otro, sin obstáculo alguno que lo detenga; ese canario es como el agua que se escurre por la cañería, con movimiento y fuerza suficiente como para mover el barquito.
El niño esa noche soñó con los canarios que, libres de su atadura metálica, volaban alegremente. Los trinos de los pequeños pájaros le arrancaron una sonrisa somnolienta.