LOS MINEROS
Dos mineros habían extraído de una mina gran cantidad de oro. Uno
de ellos, el más joven, se encontraba molesto, pues, el otro había logrado
obtener, con igual esfuerzo, casi el doble de oro que lo que él había sacado.
-Ya encontré la forma de deshacerme de él y quedarme con todo el
oro, pensó el joven minero.
Camino arriba, el malvado llegó hasta un viejo puente que había
sido construido con la finalidad de salvar un pequeño abismo. En la entrada de
aquél, había un letrero que indicaba el peso máximo que éste soportaba, sólo
quinientos kilogramos.
Como sólo llevaba trescientos kilos, incluyéndose él, la carreta y
el mulo que tiraba de ella, no se alarmó ante aquella advertencia y pasó el
puente. Fue en ese momento en que se le ocurrió una forma de deshacerse del
viejo minero que también pasaría por allí.
A sabiendas que el viejo levaba una carga superior a los
quinientos kilogramos, cambió el letrero colocando en su lugar otro que decía:
HASTA MIL KILOGRAMOS. De esa manera el viejo caería al abismo y a él le
resultaría fácil hacerse del oro.
Escondido tras unos peñascos, esperó la llegada del viejo, pero el
sueño lo venció y no estuvo alerta cuando el otro llegó.
El minero, al ver aquel letrero, pensó en pasar el puente, pero se
detuvo y se dijo a sí mismo:
-Mejor abandonaré la mitad del oro, pues, no vaya a ser que el
puente, por lo viejo que está ya no resista. Es mejor tener la mitad de este
oro a no tener nada y perecer en el abismo. Como bien dice el refrán, hombre
precavido vale por dos.
Fue así como el hombre cruzó el puente y siguió su camino. Cuando
el joven minero despertó, vio al viejo que se alejaba en su carreta, lo cual
llamó su atención. ¿Cómo había logrado cruzar el puente con su pesada carga sin
que éste se haya venido abajo?
-Vaya, qué tontería. Colocar un letrero por quinientos kilogramos
cuando acabo de comprobar que aquel puente resistió el doble.
Ya se disponía a marchar lamentando su mala suerte, cuando se
percató que al otro lado del puente algo brillaba. Subido a su carreta, volvió
a cruzar el puente de regreso y grande fu su sorpresa al encontrar en una
pequeña cueva una gran cantidad de oro, que no era otro que aquel que el viejo
había abandonado.
-Esto sí que es maravilloso. Ahora sí que me sonríe la suerte.
Gracia a Dios que el vejete no lo encontró antes que yo.
Luego de juntar el oro encontrado con el que tenía en la carreta,
el hombre calculó unos ochocientos kilogramos. Entonces concluyó que si el
viejo había pasado el puente sin ningún contratiempo con una carga tan pesada
de casi mil kilos, él pasaría de sobra con todo su oro.
Cuando había recorrido la mitad del puente, éste cedió, y con él,
mulo, carreta, oro y ambición se perdieron en el abismo.
Wolfsschanze, octubre 10 de 1996.
PAPÁ NOEL
En un pueblito cercano a un bosque vivía el viejo Noel. Eran pocos
los habitantes del lugar que lo habían visto, pues, sólo salía de noche en
compañía de sus dos perros: Boby y Pachín.
Cuando la gente lo encontraba a su paso lo saludaba cortésmente
diciéndole “Buenas noches”, el viejo Noel se limitaba a refunfuñar, como quien
dice “Y a mí qué me importa que sean buenas”. Porque si por él fuera, de seguro
hubiera querido que todas los días y las noches fueran malas para todos.
Pero a qué se debía que aquel viejo gruñón y cascarrabias viviera
siempre tan amargado. Él no había sido así, pero a medida que pasó el tiempo y
perdió a los pocos parientes que tenía, se dedicó con mayor esmero a lo único
que había hecho y sabía hacer: confeccionar juguetes de todo tipo. Fue así como
se fue volviendo solitario y malhumorado.
Todo el dinero que heredó de un tío millonario lo gastó en comprar
materiales para hacer juguetes. Ositos de peluche, trompos de colores, sonajas,
muñecas y muñecos de los más finos y bellos fueron llenando las habitaciones de
la inmensa casa en que vivía como un ermitaño. Nunca nadie había entrado en
ella. Sólo el canto de los pájaros durante el día rompía la monotonía que reinaba
en el interior.
Su larga barba blanca lo hacía trastabillar cuando se la pisaba.
Cuando las largas hebras canas se confundían con el relleno de los muñecos –lo
cual sucedía muy a menudo- el viejo emitía grandes gritos de dolor cada vez que
se las jalaba. Era entonces que las maldiciones e injurias que acompañaban
aquellos gritos hacían que Boby y Pachín corrieran a esconderse en algún lugar
seguro, pues, bien conocían los enojos del viejo quien solía darle un coscorrón
al que estuviera más cerca.
Los más hermosos juguetes que salían de sus manos eran colocados
sobre un fuerte mostrador de cedro que estaba al pie de un gran ventanal en el
primer piso de la casa, para que así, todos los niños del lugar – pobres en su
mayoría - los vieran.
El viejo se escondía tras unas cortinas, y desde ahí, podía
apreciar el rostro de los niños y niñas que se reunían en la calle para mirar
aquellos lindos y preciados juguetes. El viejo perverso sabía perfectamente
cómo los niños se sentían atraídos por la magia celestial de aquellos objetos.
“Parecen abejitas atraídas por la flor”, susurraba para sí, mientras reía
socarronamente y frotaba de satisfacción sus ásperas y arrugadas manos.
¡Cuánta ilusión por tener aquellas lindas creaciones había en esas
caritas acongojadas! ¿Cuántos de aquellos niños no soñaron alguna vez poseer
esas muñecas, esos patines, el caballito blanco de madera con pecas negras o
aquel bello triciclo de tres ruedas? Pero el viejo Noel sabía leer la tristeza
en los ojos de los niños y disfrutaba de lo lindo al verlos alejarse cabizbajos
ante la frustración de saber que aquellos manjares no eran para sus labios.
El tiempo siguió pasando y el viejo Noel fue poniéndose más viejo
y amargado. Y aquellos niños crecieron y no pudieron evitar que sus hijos
sufrieran las mismas desilusiones que ellos habían sentido cuando se detenían
ante la casa del juguetero, quien seguía produciendo más y más juguetes, los
cuales ya no sabía dónde colocar.
La avaricia atrae a la codicia, y como en todo lugar nunca faltan
moscas ni ladrones, estos últimos sintieron mucha curiosidad por saber qué
otros tesoros guardaría el viejo en aquella casa donde vivía junto a sus perros
y juguetes.
Boby y Pachín se habían vuelto holgazanes, viejos y gruñones como
el amo, de ahí que sus ya gastados oídos no sintieran el considerable ruido que
los hijos de dios Caco hicieran cuando forzaron una de las ventanillas del
primer piso para poder ingresar a la casa. Los dos pillos tuvieron que abrirse
paso entre los cerros de juguetes acumulados durante tantos años. A ellos no
les atraían aquellas joyas lúdicas, sino las monedas y billetes que juraban el
viejo tendría en algún lugar seguro. No quedó alacena, ni frasco, ni lata, ni
cajón sin registrar; pero siempre lo mismo: ni un centavo. Cansados de hurgar
por todos lados, los ladrones llegaron hasta la puerta del dormitorio donde el
viejo Noel dormía.
Pasar por encima de aquellos perros que roncaban a pata tendida no
fue ningún problema. El viejo estaba profundamente dormido. Sentado en su vieja
mecedora de bronce lo sorprendieron los dos facinerosos. Sin pérdida de tiempo
ni contemplaciones de ningún tipo. Se pusieron a remover en todos aquellos
lugares donde cabía la posibilidad de que el viejo escondiera dinero. Fue tanto
el alboroto que provocaron en su desesperación que el viejo despertó.
- ¡Eh! Quién anda ahí.
Por toda respuesta recibió un cachiporrazo en la cabeza que lo
sumió en los sueños más profundos de toda su vida. Al caer, el viejo golpeó una
pequeña mesita tumbando la palmatoria donde un cabo de vela daba sus últimos
fulgores. La pequeña llama rozó una de las cortinas que cubrían la ventana y el
fuego comenzó a propagarse con gran rapidez.
Los ladrones, asustados y temerosos de que alguien pudiera ver las
llamas, emprendieron rauda fuga, perdiéndose entre la tenue luz del amanecer.
Mientras las llamas devoraban todo a su paso, el pobre viejo
seguía sin conocimiento, condenado a morir quemado junto a sus juguetes.
Parecía haber llegado la hora en que el viejo tendría que pagar todas sus
maldades asándose en ese infierno.
Pero como algo de bondad existe siempre en el hombre más malo y
perverso, el viejo Noel no podía ser la excepción. ¿Quién podría salvarlo de
morir horriblemente quemado? Boby y Pachín ya estaban muy viejos para ello y,
sofocados por el humo, a duras penas pudieron arrastrarse hasta las escaleras y
bajar a trompicones.
Los perros, algo somnolientos aún, vieron aparecer entre los
mantos del humo que ya llegaban al primer piso, la figura de un pequeño
duendecillo de enormes orejas y nariz puntiaguda, quien con una pequeña varita,
parecía dar órdenes a diestra y siniestra. Fue en ese momento cuando los
juguetes parecieron cobrar vida. La puerta principal se abrió y por ella
comenzaron a desfilar rumbo al bosque todos aquellos seres inanimados brotados
de las manos y el genio del viejo Noel. Cargado por dos osos enormes, un
hipopótamo y un payaso de madera, el anciano juguetero abandonó aquella enorme
casa en la que había transcurrido casi toda su vida y que ahora, bajo un cielo
sutil, era fácil presa de aquellas enormes lenguas de fuego que ya sembraban la
alarma entre la población.
Cuando la mujer del herrero despertó a su marido para decirle que
había visto pasar un mono en bicicleta y a una jirafa jalando un trineo lleno
de muñecas que saltaban de alegría, el marido se limitó a decir, antes de
continuar durmiendo.
- Sí, mujer. Cuando veas pasar a
los osos me despiertas.
La mujer, atónita, le dijo con voz alelada
- Pero si ya están pasando.
Al siguiente día, todos los habitantes del pueblo miraban
asombrados los restos humeantes de la casa.
Pobre viejo, triste final tuvo, decía la gente mayor.
- Qué pena. Todos los juguetes se
quemaron, decían los niños.
Pero habíamos dicho que hasta en el corazón del hombre más
perverso existe siempre algo de bondad, y eso lo sabía Maguito, el pequeño
duende que había salvado al viejo de las llamas que habían iluminado el
amanecer.
¿Pero quién era
este duendecito
orejón y narigón
que se hacía
llamar Maguito?
Nadie en el bosque lo sabía, ni siquiera el Sapito Chismoso, que
ningún chisme se perdía. Decían que había caído de una estrella, que había
salido de las fauces de un volcán y hasta que era fruto del amor de una hermosa
lagarta con un duende gruñón.
En fin, nada de eso importaba; lo cierto es que vivía en una cueva
cerca al lago y allí se hallaba el viejo Noel, dormido aún por el fuerte golpe
recibido y ajeno a todo lo acontecido.
Todo en aquella cueva era alegría. Los osos cantaban y bailaban al
son del organillero y saltaban al compás de la música que tocaban el gallo, el
hipopótamo, la zorra y el caballo. Boby y Pachín miraban con asombro a todos
aquellos seres que durante tantos años habían permanecido inertes en la vieja
casa.
Cuando el viejo despertó, todavía tenía aquel enorme chichón en la
cabeza. Era tan grande como un durazno y le dolía mucho. Cuando vio aquella
fiesta y al oso que bailaba cerca de él pensó que estaba muerto. Pero no tardó
en conocer la verdad de los hechos.
Agradeció al pequeño duende por haberlo salvado, pero lamentó
haber perdido su casa, pues, ya no tendría dónde esconder sus juguetes de los
ojos de la gente. Maguito no tardó en descubrir que aquel anciano era un hombre
amargado por no haber tenido hijos a quienes hacer feliz con los admirables
juguetes que él sabía hacer.
-Por qué Dios me ha dado el don de poder hacer tan lindos juguetes
y no me ha permitido tener hijos y nietos para que los disfruten, musitó el
anciano entre sollozos.
-Pero, viejo tonto, dijo el duende Maguito, es que acaso no te has
dado cuenta de que hay tanta bondad y amor en tu corazón que no habrían bastado
unos cuantos hijos y algunos nietos para que toda esa bondad y ese amor pudiera
salir de ti. No, viejo Noel, tú has sido llamado por el Señor para una labor
más importante, para ser el padre espiritual de todos los niños del mundo.
Dime, acaso no quisieras poder darle a cada niño uno de esos hermosos juguetes
que haces
El viejo alzó la mirada y sintió florecer en su corazón la alegría
y la ilusión de los lejanos años de su niñez.
- Si, dijo. Claro que me gustaría. Es más, creo que nada me haría
más feliz en este momento. Pero, me he vuelto un viejo tímido y además no
quisiera que los niños sepan que es el viejo Noel quien les regala un juguete.
- Eso déjalo por mi cuenta, yo tengo la solución dijo el duende
mientras iba en busca de un enorme cofre de cuero. Al abrirlo, el viejo vio
aparecer una gran cantidad de trajes de diferentes colores: azules, guindas,
rosados, rojos, verdes, anaranjados, amarillos; los trajes más vistosos que el
viejo había visto jamás a través de su larga vida. Escogió el rojo, pues, era
el que mejor contrataba con su barba cana.
-Y para cubrirte del frío, ponte este gorro rojo y estas botas
negras del más abrigador cuero que pueda haber.
Vestido así, el viejo Noel dijo aún:
- Pero, ¿cómo haré para llevar
tantos juguetes?
- Eso no es problema, respondió el duende.
Fue cuando trajo un gran trineo y con su varita transformó a Boby
y Pachín en dos grandes y fuertes renos. En un abrir y cerrar de ojos todos los
juguetes se hallaban embarcados en el trineo. Pero el viejo era terco y siguió
objetando:
- ¿Y cómo haré para entregar los
juguetes sin que me vean?
Pero como la sabiduría puede más que la terquedad, Maguito
replicó.
- Eso tampoco es problema. Donde
veas una ventana abierta, introduces un juguete, si no es por la ventana será
por la puerta o por último por la chimenea.
- Qué sabio eres orejoncito, le
dijo el viejo a Maguito. Pero aún queda un último problema. Si salgo ahora, a
plena luz del día, corro el riesgo de que alguien me reconozca.
- Tienes razón, viejo loco.
Esperemos hasta que anochezca. Ahora descansemos y durmamos un poco.
Y así, Maguito, el pequeño duende, pudo ver la transformación que
se había dado en aquel pobre anciano que durante tantos años había vivido
triste, amargado y solo. Pudo ver sus ojos iluminados por la dicha de sentirse
padre de todos los niños del mundo.
¿Pero es que acaso los viejos no necesitan sentir las mismas
ilusiones que los niños? Si las ilusiones hacen felices a los niños por qué
quitarles esa felicidad sabiendo que de adultos les espera luna vida dura. O en
el caso del viejo Noel, por qué privarlo de la dicha de sentirse útil a
sabiendas que a su edad hay muy poco que esperar
Faltando pocos minutos para las doce, el viejo Noel se hallaba
listo para partir.
Bien querido amigo, todo está listo como tú querías. Hoy es 24 de
diciembre, y como toda la gente acostumbra celebrar el nacimiento del Niño
Jesús, es más que seguro que todos estarán tan entretenidos que nadie te verá.
Quisiera ver la cara de asombro que van a poner todos cuando vean aparecer los
juguetes en sus casas, van a pensar que es algo mágico, pues, los niños sólo
acostumbran recibir regalos el día que cumplen años. Pero no corramos riesgos.
Dicho esto, el duendecillo extrajo de uno de sus bolsillos unos
polvos mágicos, muy brillantes y multicolores, que esparció por todo el trineo
mientras pronunciaba unas palabritas en una lengua tan rara que nadie podría
repetir jamás.
- Bueno, dijo, con esto nadie te
verá, serás invisible ante todos para que puedas llevar a cabo tu labor. Sólo
me queda desearte buena suerte.
Si bien el viejo estaba ansioso por partir, algo en su interior le
decía que nunca más volvería a ver a aquel chiquitín que había transformado su
vida.
- Adiós, pequeño duendecito. No sé
de dónde vienes ni a dónde irás, sólo sé que te llevaré siempre en mi corazón
mientras viva. Me has devuelto la alegría y la ilusión del niño. Ahora estoy
convencido de que todos los niños del mundo son mis hijos y hacia ellos voy.
Dicho esto, el trineo partió velozmente surcando el cielo,
mientras a lo lejos, en el horizonte, una estrella fugaz comenzaba a dibujar
muy lentamente, unas palabras que todos los niños del mundo pudieron ver
aquella noche mientras abrían con asombro los regalos dejados por aquel extraño
viajero. Dos sencillas palabras que a través de los tiempos han logrado juntar
en una noche la alegría, la amistad, el amor y la bondad: “Papá Noel”.
EL LEÑADOR Y LAS
TERMES
Estaba un leñador
talando algunos árboles en un frondoso bosque, pues quería construir una cabaña
más grande ya que la familia había crecido y aquella donde vivía con su mujer y
sus cuatro pequeños hijos, les resultaba sumamente estrecha.
Los árboles fueron cayendo pesadamente uno tras otro, hasta que
uno de ellos terminó cayendo a pocos metros de un termitero, provocando tal
estremecimiento al caer, que éste estuvo a punto de desplomarse. Fue tal la
conmoción que se produjo dentro, que algunas termes salieron a ver que sucedía.
Otro árbol amenazaba ya con desplomarse en el mismo termitero.
Enteradas de lo que acontecía, las termes decidieron enviar una
comisión para que hablara con el leñador. Este vio aquel grupo de malhumorados
insectos que se acercaban amenazadores, dejó a un lado su hacha y se sentó
sobre un árbol talado a esperar qué sucedía. Mientras se pasaba el pañuelo por
el rostro y el cuello sudoroso, el hombre escuchó atentamente las quejas de
aquellos pequeños seres.
- Muy bien, muy bien. Según ustedes
yo no debo cortar los árboles, por lo tanto no tendré madera para construirme
una cabaña más acogedora, por lo tanto mi mujer, mis hijos y yo debemos seguir
sufriendo las incomodidades que ahora padecemos por el solo hecho de que unos
nauseabundos insectos como ustedes vienen a reclamar sus derechos. Pues, sepan
que esto lo soluciono así…
Y dicho esto, las pobres termes sucumbieron bajo la pesada bota de
aquel malvado. El leñador regresó a su casa y nunca contó este hecho. Pero,
como no existe crimen perfecto, Una de las termes logró escapar de la muerte y
pudo regresar al termitero a informar al resto. La pobre quedó lisiada y al poco
tiempo murió. Fue sepultada con grandes honores en medio de un ambiente de gran
consternación.
Pasaron los años y el leñador vivía feliz en su nueva cabaña que
terminó siendo tres veces más grande que la anterior. Se sentía orgulloso de
que todos sus vecinos tuvieran siempre una palabra de alabanza para su
vivienda.
- A esta cabaña no la tumba ni un
tornado, es dura como el acero, solía decir.
Y tenía razón, pues mientras las otras cabañas fueron sucumbiendo
por causa de las lluvias o de los truenos, la suya seguía en pie como un
monolito.
Cierto día en que el leñador hubo de llevar a sus hijos a la
escuela, grande fue una sorpresa al regresar y encontrara su cabaña hecha
añicos, como si hubiera sido un simple castillo de naipes vencidos por el
viento, sin detenerse a indagar las causas del siniestro, el leñador sacó a su
mujer de entre los escombros e inconsciente la llevó al hospital más cercano.
Allí estuvo algunas horas atendida por un doctor hasta que
recuperó en algo la conciencia.
Cuando el leñador, pudo hablar con el médico, éste le indicó que
su mujer había sufrido un shock nervioso, pues, de otra forma no se explicaba
que estuviera repitiendo incesantemente:
- Han sido las termes, han sido las
termes, se lo juro doctor, ellos se iban gritando… Venganza cumplida. Víctimas
vengadas… ¡Busquen la bota!
Wolfsschanze, agosto de 1996.
EL PERRO Y LA PULGA
Discutían un perro y una pulga, sobre la inutilidad de esta
última.
- Deberías trabajar y no ser un
parásito. Yo cuido la casa, evito que los gatos se metan en las noches para
llevarse los alimentos, ahuyento a los ratones, cuido que ningún extraño se
acerque a los niños, es decir, sé ganarme mi alimento, pero tú, amiga mía, no
haces nada por trabajar, y eso no está bien.
La pulga se regocijaba al escuchar los consejos del perro, pero
éste no perdía la oportunidad ni la esperanza de guiarla por el buen camino.
- Mira ancianito, dijo la pulga mientras se posaba en la nariz de su amigo. Cuando quiero buena comida, me voy al
dormitorio del dueño de casa y me doy un buen banquete, y si no me deja comer
tranquila, pues, lo pico toda la noche y no lo dejo dormir. Duermo cómodamente
entre las frazadas calientitas, mientras tú, pobre diablo, debes enroscarte
como una culebra y dormir a la intemperie. Y eso no es nada, pues, sabrás que
cuando tu amo se va a trabajar yo me doy una siestecita sobre su blanca
almohada. Y por último, como a la hora que se me antoja, en cambio tú tienes
que esperar tus sobras a la hora que tus amos crean conveniente...
Y así siguió hablando el soberbio bicho mientras el perro la
llevaba sobre su cabeza hasta el dormitorio de sus amos para que la
desvergonzada hiciera su siesta.
Una mañana en que la pulga dormía plácidamente sobre la almohada,
entró una nueva mucama a limpiar la habitación. La anciana encargada
anteriormente de hacer tal servicio se había marchado, pues, como sufría de una
pronunciada ceguera, ya no podía realizar sus funciones con prolijidad. La
pulga, conocedora del defecto de la anciana roncaba cada mañana a patita suelta
muy confiada.
- ¡Ajá! Qué vemos aquí, dijo la nueva mucama mientras el pulgar y el índice de su mano
cogían infraganti a aquel ser diminuto que había osado tentar a los dioses. Lo
último que vio la pobre pulga, antes de pasar a mejor vida, fueron dos uñas
cuidadas con esmero que parecieron cerrarse como las tapas de un gran libro.
Wartburg, setiembre de 1996.
LAS ESTACIONES
Estaban discutiendo las estaciones sobre la importancia de cada
una de ellas y tratando de ver quién era la más imprescindible.
- Sin mis cálidos rayos, decía el verano, las
plantas morirían y no habría lluvias, pues, soy yo quien calienta los mares
para que el agua se evapore, se formen las nubes y éstas produzcan las lluvias.
Así que considero que soy la estación más importante.
- Te equivocas de cabo a rabo,
amigo mío, dijo solemne el otoño. Si no fuera por mí, los árboles no mudarían sus hojas y se imaginan lo
feo que se verían los bosques llenos de árboles cubiertos de hojas chamuscadas
y envejecidas por el tiempo. Está de más decir entonces que mi importancia
supera largamente la de ustedes.
El invierno, que escuchaba atentamente, se sacudió unos copos de
nieve y levantando un dedo para darse importancia manifestó:
- He escuchado con atención lo que
se ha dicho aquí, y me ha causado gran asombro ver cómo el verano se atribuye
para él solo la paternidad de las lluvias cuando también yo participo en ello.
Por otro lado, si con mi poder no congelara las aguas no habría el hielo de los
polos y entonces el agua de los mares crecería de tal manera que se inundaría
toda la Tierra y por lo tanto todos los seres vivientes perecerían. Así que, si
me lo permiten, quisiera tomar el cetro y la corona para declararme la estación
más importante, y...
- Un momento, interrumpió la primavera. Me
extraña caballeros la irrespetuosidad con que he sido tratada, porque si no
habéis reparado en que de los cuatro soy la única dama, pues, entonces os lo
hago saber.
Dicho esto, la primavera tomó el cetro y dio a cada uno de los
tres un bastonazo en la cabeza. Luego prosiguió:
- Habéis hablado de lluvias, de
hojas chamuscadas, de agua congelada, es decir, siempre de cosas materiales,
pero nadie ha hablado de algo más importante que eso – y tocándose el pecho agregó - algo que hay aquí, en el corazón, y ese algo se llama amor.
Y otra vez el cetro fue a estrellarse en la cabeza de cada uno de
ellos.
- No son más que unos tontos.
Vengan por acá.
Así, tomados de la oreja, el verano, el otoño y el invierno, se
asomaron a la ventana del firmamento.
- Miren, les dijo la primavera.
Y allá abajo, en la Tierra, dos pequeños ruiseñores juntaban sus
picos, dos alegres mariposas revoloteaban alrededor de una azucena, dos
ardillas corrían de arriba abajo por las ramas de un ciruelo, un pingüino
cortejaba una pingüina y, a la sombra de un abeto, una pareja de enamorados
dejaban escapar un sonoro beso. En ese instante la primavera pudo ver que de
los ojos de las tres estaciones, gruesas lágrimas comenzaban a caer por sus
mejillas.
- Bien señores, dijo la primavera con tono indiferente.
Sin mediar palabra alguna, el verano le puso la corona, el otoño
le alcanzó el cetro y el invierno le calzó unos bellos zapatitos de cristal
adornados con unos lacitos multicolores.
Y así fueron desfilando
la primavera y sus pajes
a través del firmamento
permitiéndoles la reina
que asomaran su presencia
en la tierra y en el cielo
cada uno en su momento
Wartburg, setiembre de 1996.
EL PUENTE Y EL RÍO
Viendo lo inútil que resultaba un puente, ya que
el caudal del río que pasaba por debajo de él había disminuido
considerablemente, un grupo de campesinos decidieron derrumbarlo.
- Triste destino el mío, ahora que
ya no soy útil. Antes los pasos de la gente se escuchaban sobre mis vigas
incontables veces, pero ahora que tú, amigo mío, has disminuido tu fuerza, ya
no necesitan de mi presencia para cruzarte.
El río miró al puente sin poder ocultar su pena. Acongojado, le
dijo:
- Si de mí dependiera, ten por
seguro que haría hasta lo imposible para salvarte, pero mi destino depende de
las lluvias, si no hay lluvias, yo también moriré dentro de poco.
El puente fue destruido. Al poco tiempo aparecieron fuertes
lluvias y los campesinos perdieron muchas cosechas por carecer de un puente
para cruzar el embravecido río. El río esbozó una mueca de satisfacción y
siguió su curso.
LA MASCARA DEL BIEN
A la memoria de
Giovanni Papini
I
Cuando el viejo Comus se sintió mal aquella mañana, comprendió que
el fin de sus días estaba llegando. Abandonó el campo, se postró en su lecho y
mandó llamar a Illa. Durante una hora le dio instrucciones sobre lo que debía
hacer con sus tierras y demás bienes. Antes que el gallo pudiera cacarear
anunciando un nuevo amanecer, el viejo Comus había muerto.
-
Es voluntad de vuestro padre, les dijo a los tres hijos
del viejo, que todas sus
propiedades sean repartidas entre sus cuatro hijos.
- ¿Cuatro hijos?, interrogaron los hijos de Comus.
- Sí, contestó Illa, tienen un hermano que llegará esta
noche.
II
Cuando Abelardo llegó, los tres hermanos no pudieron ocultar la
desazón de tener que compartir lo que consideraban sólo de ellos. El muchacho
era bastante joven y poco agraciado. Sus facciones toscas le daban un aspecto
bastante repulsivo, pero los hermanos supieron guardar su rechazo para no
provocar la ira de Illa, pues, después de todo, el viejo Comus le había
otorgado poderes sobre sus propiedades para llevar a cabo la repartición. En
ese campo, los tres hermanos demostraron ser muy expertos en el arte de sazonar
con perfumes las viandas más desagradables. El recién llegado se dio cuenta de
inmediato que no era bienvenido en esa casa que había pertenecido a un padre
que no había conocido.
La relación de Comus con la madre de Abelardo había sido
pasajera y el nacimiento de éste tan fugaz como el vuelo de un ave.
Abelardo sabía que si no fuera por Illa, sus hermanos ya lo
hubieran echado de aquel lugar. Pero Illa ya estaba viejo y en cualquier
momento seguiría los pasos del viejo Comus. El día indicado para la repartición
de la herencia Illa no se presentó. Lo esperaron durante dos días, hasta que
llegó la trágica noticia que se había desbarrancado en su carreta por el camino
viejo. Abelardo comprendió que el roble cuyos brazos protectores lo habían
cobijado se había venido a tierra y que su permanencia en aquella extraña casa
era cuestión de horas.
-Toma tus cosas y lárgate, le dijeron a Abelardo los hijos
de Comus. Nada de lo que hay aquí te pertenece.
Con las mismas cosas con que había llegado y mascando su
impotencia y su rabia, Abelardo se marchó aquella mañana.
-Algún día regresaré a reclamar lo que es mío, dijo el
muchacho, y entonces
lamentarán lo que están haciendo.
III
Sin lugar alguno donde echar raíces, Abelardo anduvo vagabundeando
de un lugar a otro y ganándose el pan en diversos oficios, en los cuales no
duraba porque era de los que jamás estaría dispuesto a aceptar ofensa
alguna de rodillas. Un día sus andanzas lo llevaron a conocer a un muchacho
llamado Epaminondas, cuyo padre, un próspero comerciante en vinos y aceite de
oliva, le dio trabajo en su barco. Epaminondas, al contrario de Abelardo,
era de un rostro agraciado, fuerte contextura física y lector asiduo de libros
de viajes.
En poco tiempo Abelardo se contagió de esta afición
convirtiéndose en un lector empedernido. Devoró libros de aventuras, viajes,
diarios de navegación ilustrados con mapas que despertaron su interés por la
vida de mar, llegando incluso a conocer el astrolabio. En los cuantiosos viajes
que Abelardo hizo junto a Epaminondas y su padre, logró ahorrar una gran
cantidad de dinero que siempre llevaba consigo en una caja de palo de rosa.
-¿Por qué ese afán de guardar el dinero y no disfrutarlo
ahora?, le preguntó Epaminondas.
Abelardo se quedó callado. Luego de unos minutos, Epaminondas lo
volvió a interrogar y esta vez sí, aunque esquiva, obtuvo una respuesta.
-Tengo un asunto pendiente que algún día tendré que enfrentar, contestó
Abelardo.
IV
Un día llegó Epaminondas y le dijo a Abelardo que su padre
planeaba hacer un largo viaje. Llevarían gran cantidad de mercadería, las
utilidades serian buenas y habría ganancias para todos.
Abelardo que ya pensaba retirarse, pues había ahorrado lo
suficiente, vio en ese viaje la oportunidad de abandonar su vida errante.
- Iré contigo y con tu padre, pero será el último viaje que haga,
pues, pienso dejar esta vida para iniciar otra.
El barco zarpó muy temprano, aparte de los tres, una veintena de
aventureros expertos partieron con ellos. Extasiado, Abelardo miraba el cielo
azul donde todavía pudo apreciar un gran número de brillantes estrellas. Pensó
en sus padres y eso lo puso triste. Fue a su camarote, tomó unos vasos de vino
y se quedó dormido. A las pocas horas, un remezón lo arrojó de su litera. Una
tempestad remecía los frágiles flancos del barco y, en pocas horas, la nave
amenazaba con hundirse cuando el padre de Epaminondas vio que el naufragio era
inevitable, ordenó soltar las amarras de los botes salvavidas, pero fue
demasiado tarde.
Abelardo, al ver que el padre de Epaminondas era tragado por las
aguas, fue en su auxilio y logró colocarlo sobre un trozo de mástil que
flotaba. El anciano rogó al amigo de su hijo para que lo buscara, pero por más
que Abelardo nadó de un lado a otro luchando bravíamente contra las gigantescas
y furiosas olas, no pudo ubicarlo. Cuando la tempestad cesó, el padre de
Epaminondas se hallaba sumamente acongojado por la desaparición del hijo.
Ambos fueron varados por la marea hacia una isla donde encontraron los
cadáveres de muchos miembros de la tripulación, entre ellos se hallaba el
cuerpo de Epaminondas.
V
Los restos de la tripulación, a excepción de los de Epaminondas,
fueron enterrados en la isla.
- Aquí cerca hay un islote donde quiero que enterremos a mi hijo, dijo el
descontrolado padre.
Aun cuando dé la impresión de que no me ha quedado nada, prometo que sabré
recompensarte.
Abelardo, tomando las manos del anciano, díjole solemnemente:
- No tienes que darme nada, honorable anciano. Aun cuando yo he
perdido la caja en la cual guardaba todos mis ahorros, esa pérdida no
recompensa en nada la profunda aflicción en la que se halla mi corazón por la muerte
de Epaminondas. ¿Mírame al rostro y dime si mi rostro no despierta repulsión?
Sólo tú y Epaminodas jamás tuvieron mueca alguna para conmigo, pues, siempre
supieron mirar en mi corazón y ver que mi alma era pura a pesar de los
infortunios que he tenido que sufrir: No amigo, no. Nada podría quitarme el
recuerdo de su amistad ni resarcir el vacío dejado por su ausencia.
Era ya de madrugada cuando arribaron en una improvisada
balsa hasta la pequeña y despoblada isla. Abelardo cavó una fosa profunda junto
a una palmera, lugar señalado por el padre de Epaminondas.
- Aquí hay algo, parece ser un cofre, dijo Abelardo con suma
extrañeza.
- Así es, asintió el anciano, sácalo con sumo cuidado.
Abelardo obedeció y extrajo un cofre de regular tamaño. En el vacío
dejado por la caja fue depositado el cuerpo de Epaminondas, el cual había sido
envuelto cuidadosamente en hojas de plátano.
- Ahora puedes estar tranquilo, hijo mío, dentro de poco te haré
compañía, dijo el anciano y comenzó a sollozar.
Abelardo se alejó un trecho y dejó al anciano en compañía de
su dolor.
VI
Abelardo se quedó dormido. El padre de Epaminondas lo despertó muy
temprano y de inmediato lo llevó a una gruta cercana a un farallón. En el
interior estaba el cofre que Abelardo había desenterrado el día anterior. El
viejo le extendió una llave y le dijo que con ella podría abrir el candado que
protegía el cerrojo del cofre.
- Dentro de esta caja está todo el poder que puedas imaginarte. Allí
encontraras perlas, doblones de oro, collares de brillantes, sortijas
incrustadas con rubíes y diamantes. Su valor es incalculable. Esto es producto
de muchos años. Cuantiosos hombres me dejaron sus riquezas o me las pignoraron
y nunca las recogieron. Yo ya estoy viejo y no las necesito, y ahora que mi
hijo ha muerto, te los entrego a ti. Estoy seguro que si Epaminondas viviera y
yo hubiera muerto, también hubiera pensado como yo y te los hubiera
entregado.
Abelardo se quedó boquiabierto, ni siquiera en la imaginación del
hombre más ambicioso hubiera cabido la posibilidad de que pudiera existir una
fortuna tal.
- De nada valdría negarme, pues, sé que volverás a insistir para que
tomara esta recompensa. Tantas preseas me han dejado anonadado y debo reconocer
que sólo un hombre que ha perdido el juicio dejaría pasar esta oportunidad, Te
quedo eternamente agradecido, honorable anciano.
VII
Abelardo abandonó el islote en una carcasa de bambú portando su
valiosa carga. Después de varias semanas llegó a la ciudad de donde había
salido años antes y se enteró que sus hermanos habían hipotecado las tierras
que habían heredado y que al no poder cumplir con el pago del préstamo
recibido, las habían perdido.
-Se dedicaron a la mala vida y poco a poco fueron bebiéndose el
dinero del préstamo, le dijo a Abelardo un trabajador del campo. Ahora trabajan para el
nuevo dueño por un mísero jornal. Si viviera el viejo Comus esto no hubiera
sucedido jamás.
Abelardo, quien ahora lucía una fina máscara de oro que le cubría
el rostro, averiguó el nombre del nuevo dueño y le compró todos los bienes que
otrora habían pertenecido a su padre. Subido a la cima de una pequeña montaña,
Abelardo recorrió con sus ojos los confines de su nueva propiedad. Ahora estaba
listo para cumplir lo que a sí mismo se había prometido años antes: ¨Algún
día regresaré a reclamar lo que es mío, y entonces lamentaran lo que están
haciendo¨ Cuando los tres
hermanos de Abelardo se enteraron que las tierras habían cambiado de dueño,
acudieron presurosos en busca de nuevo propietario con el fin de obtener
mejores condiciones. Les llamó la atención aquel hombre extraño que se cubría
el rostro con máscara tan valiosa. Debe
ser un hombre muy rico¨, pensaron.
- Ese canalla de Festus, dijeron refiriéndose a su anterior amo, nos ha denigrado y nos ha
tratado peor que si fuéramos bestias. Dos raciones de comida al día y nos hacía
trabajar hasta los días sábados.
Antes de que pudieran continuar con sus quejas y lamentos,
Abelardo, a quien por la máscara que lucía sus hermanos no pudieron reconocer,
dijo con voz seca y grave:
- Dos raciones me parece un desperdicio, desde ahora recibirán una
sola ración
diaria, aumentaré la jornada de ocho a diez horas y trabajarán inclusive los
domingos. Y quiero recordarles que si se niegan a obedecer mis órdenes, los
encerraré en la cárcel por el resto de sus vidas, pues, las condiciones en que
hipotecaron las tierra dice bien claro que quedan a merced de lo que el dueño
disponga, así que largo de aquí y a trabajar.
VIII
La vida de Abelardo desde su regreso se tornó ácida y estéril.
Nunca como antes la amargura, el desconsuelo y el odio se habían apoderado de
su existencia. Todos le temían y por ese temor lo respetaban. No había fiesta
donde no fuera invitado, pero muchas veces rehusaba asistir, pues sentía que
esas personas tenían sus corazones y sus vidas tan vacías como él. La máscara
que cubría su rostro le daba un aire frío y severo, de ahí que lo trataran con
recelo y cautela. Una noche en que asistía a uno de esos bailes, Abelardo
conoció a una muchacha que de inmediato captó su atención.
- ¡Qué mujer más hermosa! ¡Esa es la mujer con la que mi vida
tendría razón de ser!
En ese momento Abelardo posó su mano sobre la máscara dorada
y recordó lo que había debajo de ella. La muchacha se llamaba Belisa y era hija
de un modesto sastre de pueblo. Cuando Abelardo fue presentado a la muchacha,
esta obvió cualquier alusión a la máscara, pero cuando al poco tiempo, luego de
conocerse ya más y ante la declaración de amor que Abelardo le hacía, Belisa le
dijo:
- ¿Me pides que me enamore de un hombre que esconde su rostro tras
una máscara?
Abelardo, desilusionado, se refugió en su casa y lloró
desconsoladamente. Hasta allí llego Belisa alentada por su amor hacia aquel
hombre que sin mostrarse, como un crustáceo escondido tras una piedra,
había conquistado su corazón.
-Sólo si me dejas ver el rostro que se oculta tras esa careta me
casaré contigo, dijo Belisa casi suplicante.
Abelardo pensó que había llegado al final del camino. De nada
valdría seguir ocultando su identidad, después de todo, igual la perdería y eso
era lo que más daño le hacía. Sin titubear, arrancó la mascarilla de oro y miró
a Belisa fijamente esperando lo peor. La muchacha se sonrió, se acercó a él y
tomando su rostro entre sus manos, le dijo:
- ¿Por qué un hombre tan hermoso ha debido esconder tan perfectas
facciones?
Abelardo, boquiabierto, retiró las manos de su amada con suma
delicadeza y con sus ásperas manos recorrió sus mejillas, sus labios, su
frente, sus ojos. Sus manos apreciaron sensaciones de contacto desconocidas.
Abelardo corrió escaleras hasta llegar a su habitación y se plantó frente al
espejo. La imagen proyectada en la tabla de cristal azogada era la de un hombre
bello, feliz, justo y caritativo, todo lo contrario a lo que era él: feo,
infeliz, arbitrario y mezquino. De pronto se acordó de la máscara que yacía en
el piso de la habitación. La cogió con temor y extrañeza y vio que en ella
había quedado reflejado su antiguo rostro, aquel que tantas amarguras y
desdichas le había hecho pasar. Abelardo cayó de rodillas y sintió que al final
del camino de un hombre siempre hay una pequeña llama de esperanza y los
sentimientos de odio y resentimiento desaparecieron en un instante. A partir de ese momento su vida cambiaría para siempre.
Wolfsschanze, Mayo 28 del 2001