GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

martes, 7 de septiembre de 2010

LIBRO PAPA NOEL








Para Hámnet, quien comparte
conmigo la sana locura de escribir.




LOS MINEROS


Dos mineros habían extraído de una mina gran cantidad de oro. Uno de ellos, el más joven, se encontraba molesto, pues, el otro había logrado obtener, con igual esfuerzo, casi el doble de oro que lo que él había sacado.

-Ya encontré la forma de deshacerme de él y quedarme con todo el oro, pensó el joven minero.

Camino arriba, el malvado llegó hasta un viejo puente que había sido construido con la finalidad de salvar un pequeño abismo. En la entrada de aquél, había un letrero que indicaba el peso máximo que éste soportaba, sólo quinientos kilogramos.

Como sólo llevaba trescientos kilos, incluyéndose él, la carreta y el mulo que tiraba de ella, no se alarmó ante aquella advertencia y pasó el puente. Fue en ese momento en que se le ocurrió una forma de deshacerse del viejo minero que también pasaría por allí.

A sabiendas que el viejo levaba una carga superior a los quinientos kilogramos, cambió el letrero colocando en su lugar otro que decía: HASTA MIL KILOGRAMOS. De esa manera el viejo caería al abismo y a él le resultaría fácil hacerse del oro.

Escondido tras unos peñascos, esperó la llegada del viejo, pero el sueño lo venció y no estuvo alerta cuando el otro llegó.

El minero, al ver aquel letrero, pensó en pasar el puente, pero se detuvo y se dijo a sí mismo:

-Mejor abandonaré la mitad del oro, pues, no vaya a ser que el puente, por lo viejo que está ya no resista. Es mejor tener la mitad de este oro a no tener nada y perecer en el abismo. Como bien dice el refrán, hombre precavido vale por dos.

Fue así como el hombre cruzó el puente y siguió su camino. Cuando el joven minero despertó, vio al viejo que se alejaba en su carreta, lo cual llamó su atención. ¿Cómo había logrado cruzar el puente con su pesada carga sin que éste se haya venido abajo?

-Vaya, qué tontería. Colocar un letrero por quinientos kilogramos cuando acabo de comprobar que aquel puente resistió el doble.

Ya se disponía a marchar lamentando su mala suerte, cuando se percató que al otro lado del puente algo brillaba. Subido a su carreta, volvió a cruzar el puente de regreso y grande fu su sorpresa al encontrar en una pequeña cueva una gran cantidad de oro, que no era otro que aquel que el viejo había abandonado.

-Esto sí que es maravilloso. Ahora sí que me sonríe la suerte. Gracia a Dios que el vejete no lo encontró antes que yo.

Luego de juntar el oro encontrado con el que tenía en la carreta, el hombre calculó unos ochocientos kilogramos. Entonces concluyó que si el viejo había pasado el puente sin ningún contratiempo con una carga tan pesada de casi mil kilos, él pasaría de sobra con todo su oro.

Cuando había recorrido la mitad del puente, éste cedió, y con él, mulo, carreta, oro y ambición se perdieron en el abismo.


Wolfsschanze, octubre 10 de 1996.





PAPÁ NOEL


En un pueblito cercano a un bosque vivía el viejo Noel. Eran pocos los habitantes del lugar que lo habían visto, pues, sólo salía de noche en compañía de sus dos perros: Boby y Pachín.

Cuando la gente lo encontraba a su paso lo saludaba cortésmente diciéndole “Buenas noches”, el viejo Noel se limitaba a refunfuñar, como quien dice “Y a mí qué me importa que sean buenas”. Porque si por él fuera, de seguro hubiera querido que todas los días y las noches fueran malas para todos.

Pero a qué se debía que aquel viejo gruñón y cascarrabias viviera siempre tan amargado. Él no había sido así, pero a medida que pasó el tiempo y perdió a los pocos parientes que tenía, se dedicó con mayor esmero a lo único que había hecho y sabía hacer: confeccionar juguetes de todo tipo. Fue así como se fue volviendo solitario y malhumorado.

Todo el dinero que heredó de un tío millonario lo gastó en comprar materiales para hacer juguetes. Ositos de peluche, trompos de colores, sonajas, muñecas y muñecos de los más finos y bellos fueron llenando las habitaciones de la inmensa casa en que vivía como un ermitaño. Nunca nadie había entrado en ella. Sólo el canto de los pájaros durante el día rompía la monotonía que reinaba en el interior.

Su larga barba blanca lo hacía trastabillar cuando se la pisaba. Cuando las largas hebras canas se confundían con el relleno de los muñecos –lo cual sucedía muy a menudo- el viejo emitía grandes gritos de dolor cada vez que se las jalaba. Era entonces que las maldiciones e injurias que acompañaban aquellos gritos hacían que Boby y Pachín corrieran a esconderse en algún lugar seguro, pues, bien conocían los enojos del viejo quien solía darle un coscorrón al que estuviera más cerca.

Los más hermosos juguetes que salían de sus manos eran colocados sobre un fuerte mostrador de cedro que estaba al pie de un gran ventanal en el primer piso de la casa, para que así, todos los niños del lugar – pobres en su mayoría - los vieran.

El viejo se escondía tras unas cortinas, y desde ahí, podía apreciar el rostro de los niños y niñas que se reunían en la calle para mirar aquellos lindos y preciados juguetes. El viejo perverso sabía perfectamente cómo los niños se sentían atraídos por la magia celestial de aquellos objetos. “Parecen abejitas atraídas por la flor”, susurraba para sí, mientras reía socarronamente y frotaba de satisfacción sus ásperas y arrugadas manos.

¡Cuánta ilusión por tener aquellas lindas creaciones había en esas caritas acongojadas! ¿Cuántos de aquellos niños no soñaron alguna vez poseer esas muñecas, esos patines, el caballito blanco de madera con pecas negras o aquel bello triciclo de tres ruedas? Pero el viejo Noel sabía leer la tristeza en los ojos de los niños y disfrutaba de lo lindo al verlos alejarse cabizbajos ante la frustración de saber que aquellos manjares no eran para sus labios.

El tiempo siguió pasando y el viejo Noel fue poniéndose más viejo y amargado. Y aquellos niños crecieron y no pudieron evitar que sus hijos sufrieran las mismas desilusiones que ellos habían sentido cuando se detenían ante la casa del juguetero, quien seguía produciendo más y más juguetes, los cuales ya no sabía dónde colocar.

La avaricia atrae a la codicia, y como en todo lugar nunca faltan moscas ni ladrones, estos últimos sintieron mucha curiosidad por saber qué otros tesoros guardaría el viejo en aquella casa donde vivía junto a sus perros y juguetes.

Boby y Pachín se habían vuelto holgazanes, viejos y gruñones como el amo, de ahí que sus ya gastados oídos no sintieran el considerable ruido que los hijos de dios Caco hicieran cuando forzaron una de las ventanillas del primer piso para poder ingresar a la casa. Los dos pillos tuvieron que abrirse paso entre los cerros de juguetes acumulados durante tantos años. A ellos no les atraían aquellas joyas lúdicas, sino las monedas y billetes que juraban el viejo tendría en algún lugar seguro. No quedó alacena, ni frasco, ni lata, ni cajón sin registrar; pero siempre lo mismo: ni un centavo. Cansados de hurgar por todos lados, los ladrones llegaron hasta la puerta del dormitorio donde el viejo Noel dormía.

Pasar por encima de aquellos perros que roncaban a pata tendida no fue ningún problema. El viejo estaba profundamente dormido. Sentado en su vieja mecedora de bronce lo sorprendieron los dos facinerosos. Sin pérdida de tiempo ni contemplaciones de ningún tipo. Se pusieron a remover en todos aquellos lugares donde cabía la posibilidad de que el viejo escondiera dinero. Fue tanto el alboroto que provocaron en su desesperación que el viejo despertó.

-      ¡Eh! Quién anda ahí.

Por toda respuesta recibió un cachiporrazo en la cabeza que lo sumió en los sueños más profundos de toda su vida. Al caer, el viejo golpeó una pequeña mesita tumbando la palmatoria donde un cabo de vela daba sus últimos fulgores. La pequeña llama rozó una de las cortinas que cubrían la ventana y el fuego comenzó a propagarse con gran rapidez.

Los ladrones, asustados y temerosos de que alguien pudiera ver las llamas, emprendieron rauda fuga, perdiéndose entre la tenue luz del amanecer.

Mientras las llamas devoraban todo a su paso, el pobre viejo seguía sin conocimiento, condenado a morir quemado junto a sus juguetes. Parecía haber llegado la hora en que el viejo tendría que pagar todas sus maldades asándose en ese infierno.

Pero como algo de bondad existe siempre en el hombre más malo y perverso, el viejo Noel no podía ser la excepción. ¿Quién podría salvarlo de morir horriblemente quemado? Boby y Pachín ya estaban muy viejos para ello y, sofocados por el humo, a duras penas pudieron arrastrarse hasta las escaleras y bajar a trompicones.

Los perros, algo somnolientos aún, vieron aparecer entre los mantos del humo que ya llegaban al primer piso, la figura de un pequeño duendecillo de enormes orejas y nariz puntiaguda, quien con una pequeña varita, parecía dar órdenes a diestra y siniestra. Fue en ese momento cuando los juguetes parecieron cobrar vida. La puerta principal se abrió y por ella comenzaron a desfilar rumbo al bosque todos aquellos seres inanimados brotados de las manos y el genio del viejo Noel. Cargado por dos osos enormes, un hipopótamo y un payaso de madera, el anciano juguetero abandonó aquella enorme casa en la que había transcurrido casi toda su vida y que ahora, bajo un cielo sutil, era fácil presa de aquellas enormes lenguas de fuego que ya sembraban la alarma entre la población.

Cuando la mujer del herrero despertó a su marido para decirle que había visto pasar un mono en bicicleta y a una jirafa jalando un trineo lleno de muñecas que saltaban de alegría, el marido se limitó a decir, antes de continuar durmiendo.

-      Sí, mujer. Cuando veas pasar a los osos me despiertas.

La mujer, atónita, le dijo con voz alelada

-      Pero si ya están pasando.

Al siguiente día, todos los habitantes del pueblo miraban asombrados los restos humeantes de la casa.

Pobre viejo, triste final tuvo, decía la gente mayor.

-      Qué pena. Todos los juguetes se quemaron, decían los niños.

Pero habíamos dicho que hasta en el corazón del hombre más perverso existe siempre algo de bondad, y eso lo sabía Maguito, el pequeño duende que había salvado al viejo de las llamas que habían iluminado el amanecer.

¿Pero quién era
este duendecito
orejón y narigón
que se hacía
llamar Maguito?

Nadie en el bosque lo sabía, ni siquiera el Sapito Chismoso, que ningún chisme se perdía. Decían que había caído de una estrella, que había salido de las fauces de un volcán y hasta que era fruto del amor de una hermosa lagarta con un duende gruñón.

En fin, nada de eso importaba; lo cierto es que vivía en una cueva cerca al lago y allí se hallaba el viejo Noel, dormido aún por el fuerte golpe recibido y ajeno a todo lo acontecido.

Todo en aquella cueva era alegría. Los osos cantaban y bailaban al son del organillero y saltaban al compás de la música que tocaban el gallo, el hipopótamo, la zorra y el caballo. Boby y Pachín miraban con asombro a todos aquellos seres que durante tantos años habían permanecido inertes en la vieja casa.

Cuando el viejo despertó, todavía tenía aquel enorme chichón en la cabeza. Era tan grande como un durazno y le dolía mucho. Cuando vio aquella fiesta y al oso que bailaba cerca de él pensó que estaba muerto. Pero no tardó en conocer la verdad de los hechos.

Agradeció al pequeño duende por haberlo salvado, pero lamentó haber perdido su casa, pues, ya no tendría dónde esconder sus juguetes de los ojos de la gente. Maguito no tardó en descubrir que aquel anciano era un hombre amargado por no haber tenido hijos a quienes hacer feliz con los admirables juguetes que él sabía hacer.

-Por qué Dios me ha dado el don de poder hacer tan lindos juguetes y no me ha permitido tener hijos y nietos para que los disfruten, musitó el anciano entre sollozos.

-Pero, viejo tonto, dijo el duende Maguito, es que acaso no te has dado cuenta de que hay tanta bondad y amor en tu corazón que no habrían bastado unos cuantos hijos y algunos nietos para que toda esa bondad y ese amor pudiera salir de ti. No, viejo Noel, tú has sido llamado por el Señor para una labor más importante, para ser el padre espiritual de todos los niños del mundo. Dime, acaso no quisieras poder darle a cada niño uno de esos hermosos juguetes que haces

El viejo alzó la mirada y sintió florecer en su corazón la alegría y la ilusión de los lejanos años de su niñez.

- Si, dijo. Claro que me gustaría. Es más, creo que nada me haría más feliz en este momento. Pero, me he vuelto un viejo tímido y además no quisiera que los niños sepan que es el viejo Noel quien les regala un juguete.

- Eso déjalo por mi cuenta, yo tengo la solución dijo el duende mientras iba en busca de un enorme cofre de cuero. Al abrirlo, el viejo vio aparecer una gran cantidad de trajes de diferentes colores: azules, guindas, rosados, rojos, verdes, anaranjados, amarillos; los trajes más vistosos que el viejo había visto jamás a través de su larga vida. Escogió el rojo, pues, era el que mejor contrataba con su barba cana.

-Y para cubrirte del frío, ponte este gorro rojo y estas botas negras del más abrigador cuero que pueda haber.

Vestido así, el viejo Noel dijo aún:

-      Pero, ¿cómo haré para llevar tantos juguetes?

-      Eso no es problema, respondió el duende.

Fue cuando trajo un gran trineo y con su varita transformó a Boby y Pachín en dos grandes y fuertes renos. En un abrir y cerrar de ojos todos los juguetes se hallaban embarcados en el trineo. Pero el viejo era terco y siguió objetando:

-      ¿Y cómo haré para entregar los juguetes sin que me vean?

Pero como la sabiduría puede más que la terquedad, Maguito replicó.

-      Eso tampoco es problema. Donde veas una ventana abierta, introduces un juguete, si no es por la ventana será por la puerta o por último por la chimenea.

-      Qué sabio eres orejoncito, le dijo el viejo a Maguito. Pero aún queda un último problema. Si salgo ahora, a plena luz del día, corro el riesgo de que alguien me reconozca.

-      Tienes razón, viejo loco. Esperemos hasta que anochezca. Ahora descansemos y durmamos un poco.

Y así, Maguito, el pequeño duende, pudo ver la transformación que se había dado en aquel pobre anciano que durante tantos años había vivido triste, amargado y solo. Pudo ver sus ojos iluminados por la dicha de sentirse padre de todos los niños del mundo.

¿Pero es que acaso los viejos no necesitan sentir las mismas ilusiones que los niños? Si las ilusiones hacen felices a los niños por qué quitarles esa felicidad sabiendo que de adultos les espera luna vida dura. O en el caso del viejo Noel, por qué privarlo de la dicha de sentirse útil a sabiendas que a su edad hay muy poco que esperar

Faltando pocos minutos para las doce, el viejo Noel se hallaba listo para partir.

Bien querido amigo, todo está listo como tú querías. Hoy es 24 de diciembre, y como toda la gente acostumbra celebrar el nacimiento del Niño Jesús, es más que seguro que todos estarán tan entretenidos que nadie te verá. Quisiera ver la cara de asombro que van a poner todos cuando vean aparecer los juguetes en sus casas, van a pensar que es algo mágico, pues, los niños sólo acostumbran recibir regalos el día que cumplen años. Pero no corramos riesgos.

Dicho esto, el duendecillo extrajo de uno de sus bolsillos unos polvos mágicos, muy brillantes y multicolores, que esparció por todo el trineo mientras pronunciaba unas palabritas en una lengua tan rara que nadie podría repetir jamás.

-      Bueno, dijo, con esto nadie te verá, serás invisible ante todos para que puedas llevar a cabo tu labor. Sólo me queda desearte buena suerte.

Si bien el viejo estaba ansioso por partir, algo en su interior le decía que nunca más volvería a ver a aquel chiquitín que había transformado su vida.

-      Adiós, pequeño duendecito. No sé de dónde vienes ni a dónde irás, sólo sé que te llevaré siempre en mi corazón mientras viva. Me has devuelto la alegría y la ilusión del niño. Ahora estoy convencido de que todos los niños del mundo son mis hijos y hacia ellos voy.

Dicho esto, el trineo partió velozmente surcando el cielo, mientras a lo lejos, en el horizonte, una estrella fugaz comenzaba a dibujar muy lentamente, unas palabras que todos los niños del mundo pudieron ver aquella noche mientras abrían con asombro los regalos dejados por aquel extraño viajero. Dos sencillas palabras que a través de los tiempos han logrado juntar en una noche la alegría, la amistad, el amor y la bondad: “Papá Noel”.




EL LEÑADOR Y LAS TERMES


Estaba un leñador talando algunos árboles en un frondoso bosque, pues quería construir una cabaña más grande ya que la familia había crecido y aquella donde vivía con su mujer y sus cuatro pequeños hijos, les resultaba sumamente estrecha.

Los árboles fueron cayendo pesadamente uno tras otro, hasta que uno de ellos terminó cayendo a pocos metros de un termitero, provocando tal estremecimiento al caer, que éste estuvo a punto de desplomarse. Fue tal la conmoción que se produjo dentro, que algunas termes salieron a ver que sucedía. Otro árbol amenazaba ya con desplomarse en el mismo termitero.

Enteradas de lo que acontecía, las termes decidieron enviar una comisión para que hablara con el leñador. Este vio aquel grupo de malhumorados insectos que se acercaban amenazadores, dejó a un lado su hacha y se sentó sobre un árbol talado a esperar qué sucedía. Mientras se pasaba el pañuelo por el rostro y el cuello sudoroso, el hombre escuchó atentamente las quejas de aquellos pequeños seres.

-      Muy bien, muy bien. Según ustedes yo no debo cortar los árboles, por lo tanto no tendré madera para construirme una cabaña más acogedora, por lo tanto mi mujer, mis hijos y yo debemos seguir sufriendo las incomodidades que ahora padecemos por el solo hecho de que unos nauseabundos insectos como ustedes vienen a reclamar sus derechos. Pues, sepan que esto lo soluciono así…

Y dicho esto, las pobres termes sucumbieron bajo la pesada bota de aquel malvado. El leñador regresó a su casa y nunca contó este hecho. Pero, como no existe crimen perfecto, Una de las termes logró escapar de la muerte y pudo regresar al termitero a informar al resto. La pobre quedó lisiada y al poco tiempo murió. Fue sepultada con grandes honores en medio de un ambiente de gran consternación.

Pasaron los años y el leñador vivía feliz en su nueva cabaña que terminó siendo tres veces más grande que la anterior. Se sentía orgulloso de que todos sus vecinos tuvieran siempre una palabra de alabanza para su vivienda.

-      A esta cabaña no la tumba ni un tornado, es dura como el acero, solía decir.

Y tenía razón, pues mientras las otras cabañas fueron sucumbiendo por causa de las lluvias o de los truenos, la suya seguía en pie como un monolito.

Cierto día en que el leñador hubo de llevar a sus hijos a la escuela, grande fue una sorpresa al regresar y encontrara su cabaña hecha añicos, como si hubiera sido un simple castillo de naipes vencidos por el viento, sin detenerse a indagar las causas del siniestro, el leñador sacó a su mujer de entre los escombros e inconsciente la llevó al hospital más cercano.

Allí estuvo algunas horas atendida por un doctor hasta que recuperó en algo la conciencia.

Cuando el leñador, pudo hablar con el médico, éste le indicó que su mujer había sufrido un shock nervioso, pues, de otra forma no se explicaba que estuviera repitiendo incesantemente:

-      Han sido las termes, han sido las termes, se lo juro doctor, ellos se iban gritando… Venganza cumplida. Víctimas vengadas… ¡Busquen la bota!

Wolfsschanze, agosto de 1996.





EL PERRO Y LA PULGA



Discutían un perro y una pulga, sobre la inutilidad de esta última.

-      Deberías trabajar y no ser un parásito. Yo cuido la casa, evito que los gatos se metan en las noches para llevarse los alimentos, ahuyento a los ratones, cuido que ningún extraño se acerque a los niños, es decir, sé ganarme mi alimento, pero tú, amiga mía, no haces nada por trabajar, y eso no está bien.

La pulga se regocijaba al escuchar los consejos del perro, pero éste no perdía la oportunidad ni la esperanza de guiarla por el buen camino.

-      Mira ancianito, dijo la pulga mientras se posaba en la nariz de su amigo. Cuando quiero buena comida, me voy al dormitorio del dueño de casa y me doy un buen banquete, y si no me deja comer tranquila, pues, lo pico toda la noche y no lo dejo dormir. Duermo cómodamente entre las frazadas calientitas, mientras tú, pobre diablo, debes enroscarte como una culebra y dormir a la intemperie. Y eso no es nada, pues, sabrás que cuando tu amo se va a trabajar yo me doy una siestecita sobre su blanca almohada. Y por último, como a la hora que se me antoja, en cambio tú tienes que esperar tus sobras a la hora que tus amos crean conveniente...

Y así siguió hablando el soberbio bicho mientras el perro la llevaba sobre su cabeza hasta el dormitorio de sus amos para que la desvergonzada hiciera su siesta.

Una mañana en que la pulga dormía plácidamente sobre la almohada, entró una nueva mucama a limpiar la habitación. La anciana encargada anteriormente de hacer tal servicio se había marchado, pues, como sufría de una pronunciada ceguera, ya no podía realizar sus funciones con prolijidad. La pulga, conocedora del defecto de la anciana roncaba cada mañana a patita suelta muy confiada.

-      ¡Ajá! Qué vemos aquí, dijo la nueva mucama mientras el pulgar y el índice de su mano cogían infraganti a aquel ser diminuto que había osado tentar a los dioses. Lo último que vio la pobre pulga, antes de pasar a mejor vida, fueron dos uñas cuidadas con esmero que parecieron cerrarse como las tapas de un gran libro.

Wartburg, setiembre de 1996.




LAS ESTACIONES


Estaban discutiendo las estaciones sobre la importancia de cada una de ellas y tratando de ver quién era la más imprescindible.

-      Sin mis cálidos rayos, decía el verano, las plantas morirían y no habría lluvias, pues, soy yo quien calienta los mares para que el agua se evapore, se formen las nubes y éstas produzcan las lluvias. Así que considero que soy la estación más importante.

-      Te equivocas de cabo a rabo, amigo mío, dijo solemne el otoño. Si no fuera por mí, los árboles no mudarían sus hojas y se imaginan lo feo que se verían los bosques llenos de árboles cubiertos de hojas chamuscadas y envejecidas por el tiempo. Está de más decir entonces que mi importancia supera largamente la de ustedes.

El invierno, que escuchaba atentamente, se sacudió unos copos de nieve y levantando un dedo para darse importancia manifestó:

-      He escuchado con atención lo que se ha dicho aquí, y me ha causado gran asombro ver cómo el verano se atribuye para él solo la paternidad de las lluvias cuando también yo participo en ello. Por otro lado, si con mi poder no congelara las aguas no habría el hielo de los polos y entonces el agua de los mares crecería de tal manera que se inundaría toda la Tierra y por lo tanto todos los seres vivientes perecerían. Así que, si me lo permiten, quisiera tomar el cetro y la corona para declararme la estación más importante, y...

-      Un momento, interrumpió la primavera. Me extraña caballeros la irrespetuosidad con que he sido tratada, porque si no habéis reparado en que de los cuatro soy la única dama, pues, entonces os lo hago saber.

Dicho esto, la primavera tomó el cetro y dio a cada uno de los tres un bastonazo en la cabeza. Luego prosiguió:

-      Habéis hablado de lluvias, de hojas chamuscadas, de agua congelada, es decir, siempre de cosas materiales, pero nadie ha hablado de algo más importante que eso – y tocándose el pecho agregó - algo que hay aquí, en el corazón, y ese algo se llama amor.

Y otra vez el cetro fue a estrellarse en la cabeza de cada uno de ellos.

-      No son más que unos tontos. Vengan por acá.

Así, tomados de la oreja, el verano, el otoño y el invierno, se asomaron a la ventana del firmamento.

-      Miren, les dijo la primavera.

Y allá abajo, en la Tierra, dos pequeños ruiseñores juntaban sus picos, dos alegres mariposas revoloteaban alrededor de una azucena, dos ardillas corrían de arriba abajo por las ramas de un ciruelo, un pingüino cortejaba una pingüina y, a la sombra de un abeto, una pareja de enamorados dejaban escapar un sonoro beso. En ese instante la primavera pudo ver que de los ojos de las tres estaciones, gruesas lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas.

-      Bien señores, dijo la primavera con tono indiferente.

Sin mediar palabra alguna, el verano le puso la corona, el otoño le alcanzó el cetro y el invierno le calzó unos bellos zapatitos de cristal adornados con unos lacitos multicolores.

Y así fueron desfilando
la primavera y sus pajes
a través del firmamento
permitiéndoles la reina
que asomaran su presencia
en la tierra y en el cielo
cada uno en su momento


Wartburg, setiembre de 1996.




EL PUENTE Y EL RÍO



Viendo lo inútil que resultaba un puente, ya que el caudal del río que pasaba por debajo de él había disminuido considerablemente, un grupo de campesinos decidieron derrumbarlo.

-      Triste destino el mío, ahora que ya no soy útil. Antes los pasos de la gente se escuchaban sobre mis vigas incontables veces, pero ahora que tú, amigo mío, has disminuido tu fuerza, ya no necesitan de mi presencia para cruzarte.

El río miró al puente sin poder ocultar su pena. Acongojado, le dijo:

-      Si de mí dependiera, ten por seguro que haría hasta lo imposible para salvarte, pero mi destino depende de las lluvias, si no hay lluvias, yo también moriré dentro de poco.

El puente fue destruido. Al poco tiempo aparecieron fuertes lluvias y los campesinos perdieron muchas cosechas por carecer de un puente para cruzar el embravecido río. El río esbozó una mueca de satisfacción y siguió su curso.




LA MASCARA DEL BIEN


A la memoria de Giovanni Papini





I
Cuando el viejo Comus se sintió mal aquella mañana, comprendió que el fin de sus días estaba llegando. Abandonó el campo, se postró en su lecho y mandó llamar a Illa. Durante una hora le dio instrucciones sobre lo que debía hacer con sus tierras y demás bienes. Antes que el gallo pudiera cacarear anunciando un nuevo amanecer, el viejo Comus había muerto.

-       Es voluntad de vuestro padre,  les dijo a los tres hijos del viejo, que todas sus propiedades sean repartidas entre sus cuatro hijos.

-      ¿Cuatro hijos?,  interrogaron los hijos de Comus.

-      , contestó Illa, tienen un hermano que llegará esta noche.


II

Cuando Abelardo llegó, los tres hermanos no pudieron ocultar la desazón de tener que compartir lo que consideraban sólo de ellos. El muchacho era bastante joven y poco agraciado. Sus facciones toscas le daban un aspecto bastante repulsivo, pero los hermanos supieron guardar su rechazo para no provocar la ira de Illa, pues, después de todo, el viejo Comus le había otorgado poderes sobre sus propiedades para llevar a cabo la repartición. En ese campo, los tres hermanos demostraron ser muy expertos en el arte de sazonar con perfumes las viandas más desagradables. El recién llegado se dio cuenta de inmediato que no era bienvenido en esa casa que había pertenecido a un padre que no había conocido.

 La relación de Comus con la madre de Abelardo había sido pasajera y el nacimiento de éste tan fugaz como el vuelo de  un ave. Abelardo sabía que si  no  fuera por Illa, sus hermanos ya lo hubieran echado de aquel lugar. Pero Illa ya estaba viejo y en cualquier momento seguiría los pasos del viejo Comus. El día indicado para la repartición de la herencia Illa no se presentó. Lo esperaron durante dos días, hasta que llegó la trágica noticia que se había desbarrancado en su carreta por el camino viejo. Abelardo comprendió que el roble cuyos brazos protectores lo habían cobijado se había venido a tierra y que su permanencia en aquella extraña casa era cuestión de horas.

-Toma tus cosas y lárgate, le dijeron a Abelardo los hijos de Comus. Nada de lo que hay aquí te pertenece.

Con las mismas cosas con que había llegado y mascando su impotencia y su rabia, Abelardo se marchó aquella mañana.

-Algún día regresaré a reclamar lo que es mío, dijo el muchacho,  y entonces lamentarán lo que están haciendo.


III

Sin lugar alguno donde echar raíces, Abelardo anduvo vagabundeando de un lugar a otro y ganándose el pan en diversos oficios, en los cuales no duraba porque era de los que jamás estaría dispuesto a  aceptar ofensa alguna de rodillas. Un día sus andanzas lo llevaron a conocer a un muchacho llamado Epaminondas, cuyo padre, un próspero comerciante en vinos y aceite de oliva, le dio trabajo en su barco. Epaminondas, al  contrario de Abelardo, era de un rostro agraciado, fuerte contextura física y lector asiduo de libros de viajes.

 En poco tiempo Abelardo se contagió de esta afición convirtiéndose en un lector empedernido. Devoró libros de aventuras, viajes, diarios de navegación ilustrados con mapas que despertaron su interés por la vida de mar, llegando incluso a conocer el astrolabio. En los cuantiosos viajes que Abelardo hizo junto a Epaminondas y su padre, logró ahorrar una gran cantidad de dinero que siempre llevaba consigo en una caja de palo de rosa.

-¿Por qué  ese afán de guardar el dinero y no disfrutarlo ahora?, le preguntó Epaminondas.

Abelardo se quedó callado. Luego de unos minutos, Epaminondas lo volvió a interrogar y esta vez sí, aunque esquiva, obtuvo una respuesta.

-Tengo un asunto pendiente que algún día tendré que enfrentar,  contestó Abelardo.


IV

Un día llegó Epaminondas y le dijo a Abelardo que su padre planeaba hacer un largo viaje. Llevarían gran cantidad de mercadería, las utilidades serian buenas y habría ganancias para todos.

Abelardo que ya pensaba retirarse, pues había ahorrado lo suficiente, vio en ese viaje la oportunidad de abandonar su vida errante.

-      Iré contigo y con tu padre, pero será el último viaje que haga, pues, pienso dejar esta vida para iniciar otra.

El barco zarpó muy temprano, aparte de los tres, una veintena de aventureros expertos partieron con ellos. Extasiado, Abelardo miraba el cielo azul donde todavía pudo apreciar un gran número de brillantes estrellas. Pensó en sus padres y eso lo puso triste. Fue a su camarote, tomó unos vasos de vino y se quedó dormido. A las pocas horas, un remezón lo arrojó de su litera. Una tempestad remecía los frágiles flancos del barco y, en pocas horas, la nave amenazaba con hundirse cuando el padre de Epaminondas vio que el naufragio era inevitable, ordenó soltar las amarras de los botes salvavidas, pero fue demasiado tarde.

Abelardo, al ver que el padre de Epaminondas era tragado por las aguas, fue en su auxilio y logró colocarlo sobre un trozo de mástil que flotaba. El anciano rogó al amigo de su hijo para que lo buscara, pero por más que Abelardo nadó de un lado a otro luchando bravíamente contra las gigantescas y furiosas olas, no pudo ubicarlo. Cuando la tempestad cesó, el padre de Epaminondas  se hallaba sumamente acongojado por la desaparición del hijo. Ambos fueron varados por la marea hacia una isla donde encontraron los cadáveres de muchos miembros de la tripulación, entre ellos se hallaba el cuerpo de Epaminondas.


V

Los restos de la tripulación, a excepción de los de Epaminondas, fueron enterrados en la isla.

-      Aquí cerca hay un islote donde quiero que enterremos a mi hijo, dijo el descontrolado padre. Aun cuando dé la impresión de que no me ha quedado nada, prometo que sabré recompensarte.

Abelardo, tomando las manos del anciano, díjole solemnemente:

-      No tienes que darme nada, honorable anciano. Aun cuando yo he perdido la caja en la cual guardaba todos mis ahorros, esa pérdida no recompensa en nada la profunda aflicción en la que se halla mi corazón por la muerte de Epaminondas. ¿Mírame al rostro y dime si mi rostro no despierta repulsión? Sólo tú y Epaminodas jamás tuvieron mueca alguna para conmigo, pues, siempre supieron mirar en mi corazón y ver que mi alma era pura a pesar de los infortunios que he tenido que sufrir: No amigo, no. Nada podría quitarme el recuerdo de su amistad ni resarcir el vacío dejado por su ausencia.

Era ya de madrugada  cuando arribaron en una improvisada balsa hasta la pequeña y despoblada isla. Abelardo cavó una fosa profunda junto a una palmera, lugar señalado por el padre de Epaminondas.

-      Aquí hay algo, parece ser un cofre, dijo Abelardo con suma extrañeza.

-      Así es, asintió el anciano, sácalo con sumo cuidado.

Abelardo obedeció y extrajo un cofre de regular tamaño. En el vacío dejado por la caja fue depositado el cuerpo de Epaminondas, el cual había sido envuelto cuidadosamente en hojas de plátano.

-      Ahora puedes estar tranquilo, hijo mío, dentro de poco te haré compañía, dijo el anciano y comenzó a sollozar.

Abelardo se alejó un trecho y dejó al anciano en compañía  de su dolor.


VI

Abelardo se quedó dormido. El padre de Epaminondas lo despertó muy temprano y de inmediato lo llevó a una gruta cercana a un farallón. En el interior estaba el cofre que Abelardo había desenterrado el día anterior. El viejo le extendió una llave y le dijo que con ella podría abrir el candado que protegía el cerrojo del cofre.

-      Dentro de esta caja está todo el poder que puedas imaginarte. Allí encontraras perlas, doblones de oro, collares de brillantes, sortijas incrustadas con rubíes y diamantes. Su valor es incalculable. Esto es producto de muchos años. Cuantiosos hombres me dejaron sus riquezas o me las pignoraron y nunca las recogieron. Yo ya estoy viejo y no las necesito, y ahora que mi hijo ha muerto, te los entrego a ti. Estoy seguro que si Epaminondas viviera y yo hubiera muerto, también hubiera pensado como yo  y te los hubiera entregado.

Abelardo se quedó boquiabierto, ni siquiera en la imaginación del hombre más ambicioso hubiera cabido la posibilidad de que pudiera existir una fortuna tal.

-      De nada valdría negarme, pues, sé que volverás a insistir para que tomara esta recompensa. Tantas preseas me han dejado anonadado y debo reconocer que sólo un hombre que ha perdido el juicio dejaría pasar esta oportunidad, Te quedo eternamente agradecido, honorable anciano.


VII

Abelardo abandonó el islote en una carcasa de bambú portando su valiosa carga. Después de varias semanas llegó a la ciudad de donde había salido años antes y se enteró que sus hermanos habían hipotecado las tierras que habían heredado y que al no poder cumplir con el pago del préstamo recibido, las habían perdido.

-Se dedicaron a la mala vida y poco a poco fueron bebiéndose el dinero del préstamo, le dijo a Abelardo un trabajador del campo. Ahora trabajan para el nuevo dueño por un mísero jornal. Si viviera el viejo Comus esto no hubiera sucedido jamás.

Abelardo, quien ahora lucía una fina máscara de oro que le cubría el rostro, averiguó el nombre del nuevo dueño y le compró todos los bienes que otrora habían pertenecido a su padre. Subido a la cima de una pequeña montaña, Abelardo recorrió con sus ojos los confines de su nueva propiedad. Ahora estaba listo para cumplir lo que a sí mismo se había prometido años antes: ¨Algún día regresaré a reclamar lo que es mío, y entonces lamentaran lo que están haciendo¨ Cuando los tres hermanos de Abelardo se enteraron que las tierras habían cambiado de dueño, acudieron presurosos en busca de nuevo propietario con el fin de obtener mejores condiciones. Les llamó la atención aquel hombre extraño que se cubría el rostro con máscara tan valiosa. Debe ser un hombre muy rico¨,  pensaron.

-      Ese canalla de Festus, dijeron refiriéndose a su anterior amo,  nos ha denigrado y nos ha tratado peor que si fuéramos bestias. Dos raciones de comida al día y nos hacía trabajar hasta los días sábados.

Antes de que pudieran continuar con sus quejas y lamentos, Abelardo, a quien por la máscara que lucía sus hermanos no pudieron reconocer, dijo con voz seca y grave:

-      Dos raciones me parece un desperdicio, desde ahora recibirán una sola  ración diaria, aumentaré la jornada de ocho a diez horas y trabajarán inclusive los domingos. Y quiero recordarles que si se niegan a obedecer mis órdenes, los encerraré en la cárcel por el resto de sus vidas, pues, las condiciones en que hipotecaron las tierra dice bien claro que quedan a merced de lo que el dueño disponga, así que largo de aquí y a trabajar.



VIII

La vida de Abelardo desde su regreso se tornó ácida y estéril. Nunca como antes la amargura, el desconsuelo y el odio se habían apoderado de su existencia. Todos le temían y por ese temor lo respetaban. No había fiesta donde no fuera invitado, pero muchas veces rehusaba asistir, pues sentía que esas personas tenían sus corazones y sus vidas tan vacías como él. La máscara que cubría su rostro le daba un aire frío y severo, de ahí que lo trataran con recelo y cautela. Una noche en que asistía a uno de esos bailes, Abelardo conoció a una muchacha que de inmediato captó su atención.

-      ¡Qué mujer más hermosa! ¡Esa es la mujer con la que mi vida tendría razón de ser!

En ese momento Abelardo  posó su mano sobre la máscara dorada y recordó lo que había debajo de ella. La muchacha se llamaba Belisa y era hija de un modesto sastre de pueblo. Cuando Abelardo fue presentado a la muchacha, esta obvió cualquier alusión a la máscara, pero cuando al poco tiempo, luego de conocerse ya más y ante la declaración de amor que Abelardo le hacía, Belisa le dijo:

-      ¿Me pides que me enamore de un hombre que esconde su rostro tras una máscara?

Abelardo, desilusionado, se refugió en su casa  y lloró desconsoladamente. Hasta allí llego Belisa alentada por su amor hacia aquel hombre  que sin mostrarse, como un crustáceo escondido tras una piedra, había conquistado su corazón.

-Sólo si me dejas ver el rostro que se oculta tras esa careta me casaré contigo, dijo Belisa casi suplicante.

Abelardo pensó que había llegado al final del camino. De nada valdría seguir ocultando su identidad, después de todo, igual la perdería y eso era lo que más daño le hacía. Sin titubear, arrancó la mascarilla de oro y miró a Belisa fijamente esperando lo peor. La muchacha se sonrió, se acercó a él y tomando su rostro entre sus manos, le dijo:

-      ¿Por qué un hombre tan hermoso ha debido esconder tan perfectas facciones?

Abelardo, boquiabierto, retiró las manos de su amada con suma delicadeza y con sus ásperas manos recorrió sus mejillas, sus labios, su frente, sus ojos. Sus manos apreciaron sensaciones de contacto desconocidas. Abelardo corrió escaleras hasta llegar a su habitación y se plantó frente al espejo. La imagen proyectada en la tabla de cristal azogada era la de un hombre bello, feliz, justo y caritativo, todo lo contrario a lo que era él: feo, infeliz, arbitrario y mezquino. De pronto se acordó de la máscara que yacía en el piso de la habitación. La cogió con temor y extrañeza y vio que en ella había quedado reflejado su antiguo rostro, aquel que tantas amarguras y desdichas le había hecho pasar. Abelardo cayó de rodillas y sintió que al final del camino de un hombre siempre hay una pequeña llama de esperanza y los sentimientos de odio y resentimiento desaparecieron en un instante. A partir de ese momento su vida cambiaría para siempre.

Wolfsschanze, Mayo 28 del 2001