Para Vittorio Sabini
In memorian.
II sole piange fra le foglie morte.
Vestidi di scuro
gli alberi, triste becchini,
assistono al funerale
del tramonto autunnale.
Si sono chiuse le porte
del cielo.
C´ è un velo
di nebbia sui fiumi
Gli altari Della città
scintillano di lumi.
E i portici, tra muro e muro,
malinconici baldacchini,
s´ inarcano sull´ umanità
che accompagna in processione
il feretro della stagione.
FUNERALE
Giuseppe Villaroel
EL UNICO AMIGO
Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado. La primera vez se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado de los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían para que no los hagan trabajar”.
“Yzur”
Leopoldo Lugones
Recordé que es fama entre los etíopes que los monos, deliberadamente, no hablan para que no los obliguen a trabajar...
“El Inmortal”
Jorge Luis Borges
Un hombre que pasaba por una feria, vio que un gitano exhibía un enorme chimpancé el cual se hallaba encadenado en sus dos patas.
La gente, reunida en gran número, esperaba su turno para lanzar al rostro del animal unos pasteles con crema, los cuales, cuando impactaban en el rostro del mono, provocaban en la gente un gran jubileo.
Por unas cuantas monedas uno se hacía acreedor a dos pasteles y a la posibilidad, si se tenía buena puntería, de darle en la cara al simio dos buenos pastelazos.
El hombre, al ver el rostro apesadumbrado del pobre animal producto de la humillación a que estaba siendo sometido, llamó al gitano y le dijo que quería comprar el chimpancé.
- Está usted loco, no ve que es el gran negocio de mi vida, cómo se le ocurre que voy a deshacerme de él, dijo en un tono que indicaba que no había nada que discutir.
- Ése animal no sobrevivirá más de un mes si lo somete usted a ese cruel castigo, dijo el hombre.
- Mire, contestó el gitano con aire de triunfo, eso me tiene sin cuidado, pues, si todos los días tengo un lleno como éste, ya no necesitaré de este viejo mono.
El hombre lo miró como quien va a aplastar una garrapata y dijo con gran sutileza:
- Le pagaré diez veces lo que vale, pero me lo llevo ahora mismo.
Y el chimpancé, liberado de su cadena, se fue tras su nuevo amo, mientras el gitano recibía, en el rostro, los pasteles de todos aquellos indignados feriantes que ya habían pagado.
Ya en su casa, y transcurridas unas semanas, el mono pudo sacar en conclusión varias cosas, entre ella, que aquel hombre vivía solo y que poseía muchas virtudes que él nunca había percibido en los incontables amos que había tenido: gratitud, bondad, sinceridad, modestia, fidelidad, humildad y caridad.
El mono, agradecido por la ternura con que lo trataba aquel humano, se esmeraba en aprender los quehaceres domésticos primordiales: lavar, limpiar y cocinar.
El hombre se sentía cada día más asombrado al ver cómo aquel animal aprendía, tan rápida como eficientemente, todo lo que se le enseñaba.
- Lo único que te falta es hablar, querido amigo, le dijo.
Pasados unos meses el hombre cayó muy enfermo y el chimpancé hubo de atenderlo. Lo hizo con tanta dedicación y gratitud, que el hombre fue mejorando paulatinamente.
Pero, una noche la salud del enfermo fue agravándose considerablemente y hubo necesidad de traer a un médico. El único médico disponible era un médico ciego que vivía a pocas millas.
Viendo que su amo agonizaba, el chimpancé fue en busca del galeno, a quien trajo a las pocas horas.
- Si no fuera por su amigo, usted ya estaría muerto, dijo el médico. Ya me ha explicado detalladamente los síntomas de su enfermedad así que tomando todos los medicamentos que le he indicado, en pocos días usted estará como nuevo.
¡Ah! También le he recetado a él unas pastillas para esa garganta, pues, parece estar bastante afónico, debe ser por este clima tan frío que tenemos.
Bueno amigo, hasta mañana, y que se mejore.
El hombre vió salir al médico quien iba tomado del brazo por el chimpancé. Ya solos, el hombre miró al simio durante unos instantes, y luego le dijo:
- Así que lo único que te falta es hablar, ¿No? Vamos, no olvides que soy tu amo y te estoy ordenando que hables.
El mono, por la gratitud que tenía hacia quien lo había liberado de la esclavitud, habló.
- ¿Te das cuenta qué maravilloso es esto? Daríamos la vuelta al mundo, seríamos famosos y ganaríamos mucho dinero.
El mono estuvo triste al ver el cambio que se había suscitado en aquel hombre; hasta antes de saber que él podía comunicarse con los humanos había sido otro. Pensó que tal vez había cometido un error al hablar con el médico, pero imaginó que como era ciego nunca descubriría quién era, y por otro lado, si las cosas no se hubieran dado así, el hombre habría muerto y eso si que hubiera sido una desgracia para él, pero no porque se hubiera sentido desamparado, sino porque habría perdido al único ser por el cual sentía cariño, ese sentimiento que en el lenguaje humano se traducía en amistad.
Ya recuperado, el hombre se fue con el chimpancé a la misma feria donde lo había comprado.
Ahora ya no llevaba cadenas pero lucía unos vestidos que lo hacían sentir ridículo, un payaso, un verdadero mono de feria. Con un lenguaje rimbombante, el hombre anunciaba a todas luces su gran descubrimiento.
Cuando ya la gente no encontraba lugar dónde ubicarse, el hombre, emocionado y posesionado por la soberbia y la ambición, pidió al mono que hablara para que todos los presentes lo escucharan.
Lejos de pronunciar palabra alguna, el chimpancé se mostró cabizbajo y cariacontecido, provocando la furia de la gente, que al sentirse estafada, comenzó a lanzarles todo tipo de objetos. Protegidos tras unas cortinas, el hombre recriminó al mono su comportamiento.
No eres más que un mono viejo e ingrato. Te liberé de la esclavitud. Te di un techo en mi casa, te di de comer, te traté bien y mira cómo me pagas, haciéndome quedar en ridículo. Me has humillado
El chimpancé lo miró con resignación:
- Si te he lastimado, dijo el mono, vanas serán mis palabras implorando tu perdón. Saldré y hablaré. Es más, cantaré, bailaré, seré el hazmerreír de todos si es necesario para que tu corazón arroje esa pena que lo aflige.
Pero antes quisiera decirte que actué sin intención de provocarte el menor daño. Es simplemente que en este ser hay un corazón de mono si así quieres llamarlo, pero corazón al fin Y ese corazón se abrió por primera vez y salió al mundo. Y soñó que había encontrado un punto de encuentro entre dos mundos distintos: el tuyo y el mío. Y ese corazón se ilusionó porque creyó haber encontrado algo extraño a él... la amistad.
Pero me equivoqué y debo pagar mi error. Lo único que me apena es que al haberme cruzado en tu camino, tu corazón haya dado cabida a dos males que tu alma no conocía: la vanidad y la ambición. Sólo me resta darte un adiós irrevocable, pues, a partir de hoy volveré a ser un mono.
Dicho esto, el chimpancé se dispuso a salir al escenario, donde una multitud rugiente e inquieta, esperaba el desenlace.
El hombre tomó al chimpancé de la mano y cuando estuvo en el escenario comenzó a gritar.
- Él habla, sí, él habla, pero, sólo conmigo, Y saben por qué, porque es el único amigo que he tenido en mi vida, sí, así como lo escuchan, el único amigo.
La gente, al escuchar al hombre, lo tomó por un loco y se fueron marchando, mientras en el escenario el chimpancé y el hombre, tomados de las manos bailaban alegremente como si fueran los únicos seres sobre la tierra.
EL REY DE LAS SIETE CORONAS
Había un viejo rey que tenía ocho hijos y nada le quitaba más el sueño que saber cuál de ellos sería el más fuerte y el más sabio como para gobernar el gran imperio que él había logrado formar en más de cincuenta años de continuas luchas con otros pueblos.
Cierto día consultó con Tiresias, su adivino y consejero sobre lo que debía hacer. El anciano adivino había servido a muchos monarcas antes de servir al viejo rey, por lo cual era considerado muy sabio y mesurado. Era además el hombre más viejo de todo el reino, y la vejez era considerada como señal de experiencia y sapiencia.
Fue así como el viejo Tiresias le dijo al rey:
- Tienes hartas razones para preocuparte, mi gran señor. Pues, tus siete hijos tienen en los ojos el brillo de la codicia, y sobre la cabeza una aureola de ambición como jamás he visto en mi largo vida, y tú, mi gran señor, sabes mejor que nadie cuan larga ha sido hasta hoy mi existencia.
Pero creo que estoy hablando demasiado y no es mi vejez lo que importa en este caso, sino la circunstancia que causa tus desvelos y eso, bien lo sabemos, es saber cuál de tus siete hijos es el más capacitado para continuar dirigiendo tu vasto imperio.
El rey hizo una señal con la mano indicándole al adivino que callara. Luego, con un gesto de desconcierto, él dijo:
- Pero honorable adivino, hablas de mis hijos como si fueran sólo siete, acaso ignoras que mi difunta esposa engendró ocho hijos, y por si fuera poco, todos varones.
El viejo Tiresias bajó la cabeza como si hubiera cometido una falta grave. El rey le increpó entonces:
- Pero qué sucede, no olvides que soy tu amo y señor y que me debes obediencia y lealtad. No miento si digo que durante todo el tiempo que hemos estado juntos te he tratado siempre con respeto y veneración.
Vamos habla, qué es aquello que parece haber nublado tus ojos y afectado tu entendimiento. ¿Es que sucede algo tan grave que no tiene solución?
El sabio adivino comprendió que debía confesar, porque de lo contrario, provocaría la cólera del rey y eso era como jalarle la cola al mismo diablo.
- Bien, mi señor. Tú eres hombre sabio y habéis leído las angustias que también a mí me aquejan.
No ha habido hombre en la Tierra a quien el viejo Tiresias no haya podido hurgarle el destino gracia al poder que posee de leer en las pupilas de los ojos.
Ya lo dijo el poeta, “por los ojos se mira el corazón” Las acciones de los hombres, mi querido señor, se forjan en el corazón, y de ahí, salen al exterior a través de los ojos. Pero son contados los adivinos que como yo pueden leer a través de éstos. Mas, he tratado de leer en los ojos de vuestro último hijo, del pequeño Alesio, y hasta ahora me ha sido imposible. He ahí el motivo de mi pena.
Dicho esto, Tiresias se arrodilló ante el rey y unas lágrimas corrieron por sus mejillas humedeciendo las finas vestiduras del monarca.
El rey y su consejero concluyeron que lo más conveniente era reunir a los ocho aspirantes al trono con la finalidad de escuchar sus pretensiones. Se organizó para este fin una fiesta en la cual se conmemoraría un aniversario más del nacimiento del rey –aquel día cumplía 65 años- de tal forma que los hijos no sospecharían las intenciones del padre.
Esa noche se comieron las mejores carnes, las verduras y legumbres más frescas, se bebieron los mejores vinos y los invitados lucieron sus más valiosas joyas y los más vistosos vestidos.
Cuando a altas horas de la noche el monarca vio que ya la mayoría de sus invitados se habían retirado, mandó llamar al sabio Tiresias y lo hizo sentar al lado de él, en la misma mesa donde ya se hallaban congregados sus ocho hijos.
Cuando el rey manifestó su preocupación por conocer cuál de sus hijos se creía con derecho a sucederle en el trono, las voces de los aspirantes a la corona no se dejaron esperar.
Habló Amílcar:
- Padre, como hijo primogénito reclamo para mí el trono de tu imperio, cuando –no lo quiera Dios- entres en su reino.
Luego habló el impetuoso Gil María, aquel cuyos cabellos rojizos recordaban al rey los rizos de la madre:
- El ser hijo primogénito no es mérito suficiente para aspirar a un trono donde lo que se necesita es prudencia. Y si de prudencia se trata, no creo que exista en todo el reino hombre más prudente que yo.
Tiresias se mostraba atento como un zorro. Sus ojos, como los de un búho, miraban fijamente a los ojos de cada uno de los que ahí estaban.
Ni una palabra de las que allí se decían escapaba a su atención.
Le tocó el turno a Amnet, aquel cuyos brazos tenían fama de tumbar hasta siete hombres juntos de un solo golpe.
- La prudencia es estimable, dijo. Pero si esta no va acompañada de la audacia de nada sirve, pierde todo su valor, querido hermano.
¿Alguien de los aquí presentes podrá decir que yo no he sido audaz en mis acciones?
Qué mejor prueba de ello que las cuatro tribus que he logrado someter a vuestro imperio amado padre, terminó diciendo Amnet.
Le tocó entonces el turno a Astolfo:
- He escuchado con atención vuestras palabras. Habéis hablado de derechos de primogénito, de prudencia y audacia, pero ninguno de vosotros habéis mencionado siguiera la palabra carisma.
Todos quedaron atónitos contemplado a Astolfo, quien con toda seguridad sacaría a relucir la gran influencia que tenía sobre los soldados, sobre los comerciantes y, principalmente, sobre el pueblo.
- Vuestras miradas inquietas me dicen más de lo que vuestras lenguas podrían manifestar, continuó diciendo. Sí, querido padre, yo Astolfo, soy de tus hijos el que más influencia posee en el imperio.
El rey sonrió irónicamente y no pudo ocultar su preocupación. Lo que Astolfo quiso decir, en verdad, era que su poder era mayor que el de su padre inclusive.
Luego hablaron Guillermo, Brando y Lucrecio. Todos ellos al igual que los otros, se arrogaron el derecho al trono con argumentos tan convincentes como los expuestos. Sólo uno de ellos no hizo el menor intento de contradecir a sus hermanos; es más ni siquiera pretendió hablar.
Era el menor de todos, Alesio, a quien su padre inquirió con curiosidad.
- Y tú, Alesio, no tienes nada qué decir. ¿Es que acaso tus pretensiones no van más allá de rasgar las cuerdas de tu laúd y de componer unos cuantos versos?
El muchacho miró a su padre con humildad y dijo:
Tú lo has dicho, padre. Encuentro más placer en las dulces notas del laúd que en la carne desgarrada por las espadas, y más disfruta mi alma con cada verso brotado de mi espíritu que con las llamas azuladas que se elevan al cielo cuando tus guerreros arrasan y queman las aldeas de tanta gente pacífica e inocente.
Tiresias intervino y llamó la atención del muchacho, pues, consideraba que las palabras dichas por Alesio representaban motivo de ofensa para su padre.
- Si en algo os he ofendido, padre, juro ante Dios que no ha sido esa mi intención, pero no puedo ocultar que me causa extrañeza el ver que un hombre tan intuitivo y clarividente como vuestro consejero no se haya dado cuenta de que no es necesario un rey cuando de reino se carece.
Dicho esto, Alesio abandono el gran salón. Todos los presentes quedaron en silencio. Las últimas palabras del último vástago del rey sembró en sus mentes una gran incertidumbre.
El rey entregó a cada uno de sus hijos una corona y, seguido por el anciano consejero, abandonó el salón.
Desde ese día, por todos los rincones del reino prevaleció el hambre, la desesperanza y la muerte.
Cada uno de los siete hijos del rey formó un ejército de hombres dispuestos a morir por lograr la victoria ante los otros, pues, después del triunfo, disfrutarían las riquezas que éste traería consigo.
¿Y qué había sido del rey y de su anciano consejero?
El rey se hallaba enfermo y escondido en una cueva cerca de unas montañas. Hasta allí lo había llevado el fiel Tiresias para librarlo de la furia amenazadora de los hijos, quienes veían la necesidad de deshacerse del padre para poder apoderarse del trono.
Enfermo como estaba, el soberano no dejaba de lamentarse por la actitud de los hijos.
- ¡Ay!, Mi querido Tiresias, decía. Recién ahora comprendo las palabras de Alesio cuando dijo que no era necesario un rey cuando se carecía de un reino. ¿Te das cuenta viejo amigo? Después de que mis hijos terminen sus rencillas no quedará ningún reino que gobernar.
Sus ambiciones habrán acabado con todo y no quedará nada. Sí, nada, nada, nada. Sabe Dios si hasta ellos nos se quemarán en las llamas del infierno que han engendrado.
Pasaron los días, los meses y los años y las noticias que hasta el rey llegaban eran de lo más desalentadoras. Cuatro de sus hijos habían muerto ya. Brando al caer del caballo; Astolfo, atravesado por una flecha; Guillermo de una pedrada en la cabeza y el prudente Gil María por su imprudencia al cruzar un río a nado, murió ahogado.
Así quedaban sólo Amílcar, Amnet y Lucrecio. El último de ellos no tardó en ser envenenado por uno de sus generales por el sólo deseo de apoderarse de su espada, cuya empuñadura de oro engastada en piedras preciosas, fue el móvil del asesinato.
Estando las cosas así, ambos hermanos continuaron en su lucha sanguinaria que se prolongaría un año más.
Agotadas las fuerzas y las armas así como los alimentos, los hombres de ambos bandos cayeron en el desaliento y en la cuenta de que aquella guerra era absurda, y que seguir en ella, no pasaba de ser una locura.
Es así como los dos hermanos sobrevivientes se dieron cuenta de que había llegado el momento de pactar la paz o del enfrentamiento personal en una lucha cuerpo a cuerpo.
Pero ya los dioses habían tramado la perdición de ambos y la muerte los acechaba con su lúgubre guadaña desde hacía mucho tiempo.
Amnet y Amílcar, olvidando que habían sido engendrados por la misma madre, trabáronse en una lucha encarnizada que comenzó en el alba y terminó al atardecer. Amílcar quedó postrado en el campo de batalla debido a los fuertes golpes que la sedienta espada de Amnet le propinó. El primogénito del rey subestimó la fuerza de aquel brazo que era capaz de tumbar hasta siete hombres a la vez.
Pero la fuerza corporal del último, de aquellos necios que pensaron que con la fuerza bruta podrían lograr sus ambiciones y solucionar sus desavenencias, no fue suficiente para salvarle la vida. Las heridas recibidas por Amílcar dejaron profundas huellas en el cuerpo de Amnet, quien no tardó en entrar en una lenta agonía que terminó con su muerte.
El rey que había recuperado en algo su salud, volvió a enfermar al enterarse del triste fin de sus hijos.
Si bien no tenía noticias del pequeño Alesio desde que comenzaron las hostilidades entre sus hijos mayores, hacía tiempo que lo daba por muerto. Es más, hasta llegó a pensar que alguno de ellos le había dado muerte, y eso, lo había puesto más triste y más enfermo.
Pero una mañana, después de mucho tiempo, el rey y el anciano Tiresias escucharon unas notas de laúd que llegaban hasta la ventana de la habitación en que se hallaban. No les fue difícil reconocer que aquella música celestial no podía provenir de otro que no fuera el mismo Alesio.
Rey y consejero se lanzaron a la calle y grande fue la sorpresa al ver al pequeño Alesio –convertido ya en todo un hombre- tocar el laúd con la maestría de siempre.
Estaba acompañado de una bella muchacha y de dos hermosos niños, cuyos límpidos rostros le hicieron recordar al rey a su hijo Alesio cuando era niño.
Padre e hijo se unieron en un amoroso abrazo. El soberano sollozante, besó a los niños que resultaron ser sus nietos, sus únicos descendientes, pues, los siete hijos muertos no dejaron familia alguna.
Él contó a su hijo todo lo que había sucedido con sus hermanos y le pidió que lo perdonara ya que él se sentía culpable de todo lo acontecido. Le dio su corona y le ofreció que gobernase el reino.
- No padre, comenzó diciendo. No necesito está corona.
- ¡Qué! ¡Rechazas esta diadema que puede convertirte en el hombre más rico y poderoso de la Tierra!, dijo el rey desconcertado.
- Así es, querido padre, pues, no la necesito. Primero porque no quisiera que mis hijos mañana o más tarde, acaben como mis hermanos, matándose entre ellos por una corona. La ambición del poder envenena el alma de los hombres, anciano padre. Tú tuviste siete hijos ambiciosos y a cada uno le diste una corona que fue lo mismo que darles una espada.
No te reprocho nada, porque un hijo bien nacido no tiene nada que recriminar a sus padres. Simplemente no quiero que a mis hijos les suceda lo mismo que a mis hermanos. Y segundo, y ésta es la razón más importante, es el hecho de que no hay ningún reino que gobernar, padre mío.
Todo tu reino se quemó en la hoguera que tú encendiste. No sólo perdiste a tus hijos sino también tu reino. Y como te dije hace muchos años antes que las discordias empezaran, no es necesario un rey cuando de un reino se carece.
El rey abrió los ojos asombrado al darse cuenta de que los sufrimientos y la vejez lo habían hecho olvidar aquellas sabias palabras, y fue entonces que un suspiro de alivio brotó de sus labios.
Comprendió en aquel instante que su corona de rey sólo le había acarreado penurias y tristezas. Ambos ancianos, el rey y su consejero, fueron a vivir sus últimos años con Alesio y su familia.
Años después y antes de morir, el adivino Tiresias le confesó al rey que recién había llegado a comprender el por qué nunca había logrado leer el destino en los ojos de Alesio.
Acostumbrado, como había estado en aquellos tiempos, a vivir entre las cortes de reyes y príncipes donde siempre imperaba la envidia, la codicia, la avaricia y la ambición, le había resultado imposible penetrar en aquellos ojos donde sólo había lugar para el amor, la paz y la bondad.