GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

jueves, 23 de septiembre de 2010

LIBRO EL REY DE LAS SIETE CORONAS




Para Vittorio Sabini

In memorian.


II sole piange fra le foglie morte.
Vestidi di scuro
gli alberi, triste becchini,
assistono al funerale
del tramonto autunnale.
Si sono chiuse le porte
del cielo.
C´ è un velo
di nebbia sui fiumi
Gli altari Della città
scintillano di lumi.
E i portici, tra muro e muro,
malinconici baldacchini,
s´ inarcano sull´ umanità
che accompagna in processione
il feretro della stagione.

FUNERALE
Giuseppe Villaroel




EL UNICO AMIGO

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado. La primera vez se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado de los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían para que no los hagan trabajar”.

“Yzur”

Leopoldo Lugones

Recordé que es fama entre los etíopes que los monos,  deliberadamente, no hablan para que no los obliguen a trabajar...

“El Inmortal”

Jorge Luis Borges

Un hombre que pasaba por una feria, vio que un gitano exhibía un enorme chimpancé el cual se hallaba encadenado en sus dos patas.
      
La gente, reunida en gran número, esperaba su turno para lanzar al rostro del animal unos pasteles con crema, los cuales, cuando impactaban en el rostro del mono, provocaban en la gente un gran jubileo.

Por unas cuantas monedas uno se hacía acreedor a dos pasteles y a la posibilidad, si se tenía buena puntería, de darle en la cara al simio dos buenos pastelazos.

El hombre, al ver el rostro apesadumbrado del pobre animal producto de la humillación a que estaba siendo sometido, llamó al gitano y le dijo que quería  comprar el chimpancé.

- Está usted loco, no ve que es el gran negocio de mi vida, cómo se le ocurre que voy a deshacerme de él, dijo en un tono que indicaba que no había nada que discutir.

- Ése animal no sobrevivirá más de un mes si lo somete usted a ese cruel castigo, dijo el hombre.

- Mire, contestó el gitano con aire de triunfo, eso me tiene sin cuidado, pues, si todos los días tengo un lleno como éste, ya no necesitaré de este viejo mono.

El hombre lo miró como quien va a aplastar una garrapata y dijo con gran sutileza:

- Le pagaré diez veces lo que vale, pero me lo llevo ahora mismo.

Y el chimpancé, liberado de su cadena, se fue tras su nuevo amo, mientras el gitano recibía, en el rostro, los pasteles de todos aquellos indignados feriantes que ya habían pagado.

Ya en su casa, y transcurridas unas semanas, el mono pudo sacar en conclusión varias cosas, entre ella, que aquel hombre vivía solo y que poseía muchas virtudes que él nunca había percibido en los incontables amos que había tenido: gratitud, bondad, sinceridad, modestia, fidelidad, humildad y caridad.

El mono, agradecido por la ternura con que lo trataba aquel humano, se esmeraba en aprender los quehaceres domésticos primordiales: lavar, limpiar y cocinar. 

El hombre se sentía cada día más asombrado al ver cómo aquel animal aprendía, tan rápida como eficientemente, todo lo que se le enseñaba.

- Lo único que te falta es hablar, querido amigo, le dijo.

Pasados unos meses el hombre cayó muy enfermo y el chimpancé hubo de atenderlo. Lo hizo con tanta dedicación y gratitud, que el hombre fue mejorando paulatinamente.

Pero, una noche la salud del enfermo fue agravándose considerablemente y hubo necesidad de traer a un médico. El único médico disponible era un médico ciego que vivía a pocas millas.

Viendo que su amo agonizaba, el chimpancé fue en busca del galeno, a quien trajo a las pocas horas.

- Si no fuera por su amigo, usted ya estaría muerto, dijo el médico. Ya me ha explicado detalladamente los síntomas de su enfermedad así que  tomando todos los medicamentos que le he indicado, en pocos días usted estará como nuevo.

¡Ah! También le he recetado a él unas pastillas para esa garganta, pues, parece estar bastante afónico, debe ser por este clima tan frío que tenemos.

Bueno amigo, hasta mañana, y que se mejore.

El hombre vió salir al médico quien iba tomado del brazo por el chimpancé.  Ya solos, el hombre miró al simio durante unos instantes, y luego le dijo:

- Así que lo único que te falta es hablar, ¿No? Vamos, no olvides que soy tu amo y te estoy ordenando que hables.

El mono, por la gratitud que tenía hacia quien lo había liberado de la esclavitud, habló.

- ¿Te das cuenta qué maravilloso es esto? Daríamos la vuelta al mundo, seríamos famosos y ganaríamos mucho dinero.

El mono estuvo triste al ver el cambio que se había suscitado en aquel hombre; hasta antes de saber que él podía comunicarse con los humanos había sido otro. Pensó que tal vez había cometido un error al hablar con el médico, pero imaginó que como era ciego nunca descubriría quién era, y por otro lado, si las cosas no se hubieran dado así, el hombre habría muerto y eso si que hubiera sido una desgracia para él, pero no porque se hubiera sentido desamparado, sino porque habría perdido al único ser por el cual sentía cariño, ese sentimiento que en el lenguaje humano se traducía en amistad.

Ya recuperado, el hombre se fue con el chimpancé a la misma feria donde lo había comprado.

Ahora ya no llevaba cadenas pero lucía unos vestidos que lo hacían sentir ridículo, un payaso, un verdadero mono de feria. Con un lenguaje rimbombante, el hombre anunciaba a todas luces su gran descubrimiento.

Cuando ya la gente no encontraba lugar dónde ubicarse, el hombre, emocionado y posesionado por la soberbia y la ambición, pidió al mono que hablara para que todos los presentes lo escucharan.

Lejos de pronunciar palabra alguna, el chimpancé se mostró cabizbajo y cariacontecido, provocando la furia de la gente, que al sentirse estafada, comenzó a lanzarles todo tipo de objetos. Protegidos tras unas cortinas, el hombre recriminó al mono su comportamiento.

No eres más que un mono viejo e ingrato. Te liberé de la esclavitud. Te di un techo en mi casa, te di de comer, te traté bien y mira cómo me pagas, haciéndome quedar en ridículo.  Me has humillado

El chimpancé lo miró con resignación:

- Si te he lastimado, dijo el mono, vanas serán mis palabras implorando tu perdón. Saldré y hablaré. Es más, cantaré, bailaré, seré el hazmerreír de todos si es necesario para que tu corazón arroje esa pena que lo aflige.

Pero antes quisiera decirte que actué sin intención de provocarte el menor daño. Es simplemente que en este ser hay un corazón de mono si así quieres llamarlo, pero corazón al fin Y ese corazón se abrió por primera vez y salió al mundo. Y soñó que había encontrado un punto de encuentro entre dos mundos distintos: el tuyo y el mío. Y ese corazón se ilusionó porque creyó haber encontrado algo extraño a él... la amistad.

Pero me equivoqué y debo pagar mi error. Lo único que me apena es que al haberme cruzado en tu camino, tu corazón haya dado cabida a dos males que tu alma no conocía: la vanidad y la ambición. Sólo me resta darte un adiós irrevocable, pues, a partir de hoy volveré a ser un mono.

Dicho esto, el chimpancé se dispuso a salir al escenario, donde una multitud rugiente e inquieta, esperaba el desenlace.

El hombre tomó al chimpancé de la mano y cuando estuvo en el escenario comenzó a gritar.

- Él habla, sí, él habla, pero, sólo conmigo, Y saben por qué, porque es el único amigo que he tenido en mi vida, sí, así como lo escuchan, el único amigo.

La gente, al escuchar al hombre, lo tomó por un loco y se fueron marchando, mientras en el escenario el chimpancé y el hombre, tomados de las manos bailaban alegremente como si fueran los únicos seres sobre la tierra.





EL REY DE LAS SIETE CORONAS

Había un viejo rey que tenía ocho hijos y nada le quitaba más el sueño que saber cuál de ellos sería el más fuerte y el más sabio como para gobernar el gran imperio que él había logrado formar en más de cincuenta años de continuas luchas con otros pueblos.

Cierto día consultó con Tiresias, su adivino y consejero sobre lo que debía hacer.  El anciano adivino había servido a muchos monarcas antes de servir al viejo rey, por lo cual era considerado muy sabio y mesurado.  Era además el hombre más viejo de todo el reino, y la vejez era considerada como señal de experiencia y sapiencia.

Fue así como el viejo Tiresias le dijo al rey:

- Tienes hartas razones para preocuparte, mi gran señor. Pues, tus siete hijos tienen en los ojos el brillo de la codicia, y sobre la cabeza una aureola de ambición como jamás he visto en mi largo vida, y tú, mi gran señor, sabes mejor que nadie cuan larga ha sido hasta hoy mi existencia.

Pero creo que estoy hablando demasiado y no es mi vejez lo que importa en este caso, sino la circunstancia que causa tus desvelos y eso, bien lo sabemos, es saber cuál de tus siete hijos es el más capacitado para continuar dirigiendo tu vasto imperio.

El rey hizo una señal con la mano indicándole al adivino que callara.  Luego, con un gesto de desconcierto, él dijo:

- Pero honorable adivino, hablas de mis hijos como si fueran sólo siete, acaso ignoras que mi difunta esposa engendró ocho hijos, y por si fuera poco, todos varones.

El viejo Tiresias bajó la cabeza como si hubiera cometido una falta grave. El rey le increpó entonces:

- Pero qué sucede, no olvides que soy tu amo y señor y que me debes obediencia y lealtad.  No miento si digo que durante todo el tiempo que hemos estado juntos te he tratado siempre con respeto y veneración.

Vamos habla, qué es aquello que parece haber nublado tus ojos y afectado tu entendimiento. ¿Es que sucede algo tan grave que no tiene solución?
      
El sabio adivino comprendió que debía confesar, porque de lo contrario, provocaría la cólera del rey y eso era como jalarle la cola al mismo diablo.

- Bien, mi señor. Tú eres hombre sabio y habéis leído las angustias que también a mí me aquejan.

No ha habido hombre en la Tierra a quien el viejo Tiresias no haya podido hurgarle el destino gracia al poder que posee de leer en las pupilas de los ojos.
      
Ya lo dijo el poeta, “por los ojos se mira el corazón” Las acciones de los hombres, mi querido señor, se forjan en el corazón, y de ahí, salen al exterior a través de los ojos. Pero son contados los adivinos que como yo pueden leer a través de éstos.  Mas, he tratado de leer en los ojos de vuestro último hijo, del pequeño Alesio, y hasta ahora me ha sido imposible. He ahí el motivo de mi pena.

Dicho esto, Tiresias se arrodilló ante el rey y unas lágrimas corrieron por sus mejillas humedeciendo las finas vestiduras del monarca.

El rey y su consejero concluyeron que lo más conveniente era reunir a los ocho aspirantes al trono con la finalidad de escuchar sus pretensiones.  Se organizó para este fin una fiesta en la cual se conmemoraría un aniversario más del nacimiento del rey –aquel día cumplía 65 años- de tal forma que los hijos no sospecharían las intenciones del padre.

Esa noche se comieron las mejores carnes, las verduras y legumbres más frescas, se bebieron los mejores vinos y los invitados lucieron sus más valiosas joyas y los más vistosos vestidos.

Cuando a altas horas de la noche el monarca vio que ya la mayoría de sus invitados se habían retirado, mandó llamar al sabio Tiresias y lo hizo sentar al lado de él, en la misma mesa donde ya se hallaban congregados sus ocho hijos.

Cuando el rey manifestó su preocupación por conocer cuál de sus hijos se creía con derecho a sucederle en el trono, las voces de los aspirantes a la corona no se dejaron esperar.

Habló Amílcar:

- Padre, como hijo primogénito reclamo para mí el trono de tu imperio, cuando –no lo quiera Dios- entres en su reino.

Luego habló el impetuoso Gil María, aquel cuyos cabellos rojizos recordaban al rey los rizos de la madre:

- El ser hijo primogénito no es mérito suficiente para aspirar a un trono donde lo que se necesita es prudencia.  Y si de prudencia se trata, no creo que exista en todo el reino hombre más prudente que yo.

Tiresias se mostraba atento como un zorro. Sus ojos, como los de un búho, miraban fijamente a  los ojos de cada uno de los que ahí estaban.

Ni una palabra de las que allí se decían escapaba a su atención. 

Le tocó el turno a Amnet, aquel cuyos brazos tenían fama de tumbar hasta siete hombres juntos de un solo golpe.

- La prudencia es estimable, dijo. Pero si esta no va acompañada de la audacia de nada sirve, pierde todo su valor, querido hermano.

¿Alguien de los aquí presentes podrá decir que yo no he sido audaz en mis acciones?

Qué mejor prueba de ello que las cuatro tribus que he logrado someter a vuestro imperio amado padre, terminó diciendo Amnet.

Le tocó entonces el turno a Astolfo:

- He escuchado con atención vuestras palabras. Habéis hablado de derechos de primogénito, de prudencia y audacia, pero ninguno de vosotros habéis mencionado siguiera la palabra carisma.

Todos quedaron atónitos contemplado a Astolfo, quien con toda seguridad sacaría a relucir la gran influencia que tenía sobre los soldados, sobre los comerciantes y, principalmente, sobre el pueblo.

- Vuestras miradas inquietas me dicen más de lo que vuestras lenguas podrían manifestar, continuó diciendo. Sí, querido padre, yo Astolfo, soy de tus hijos el que más influencia posee en el imperio.

El rey sonrió irónicamente y no pudo ocultar su preocupación. Lo que Astolfo quiso decir, en verdad, era que su poder era mayor que el de su padre inclusive.

Luego hablaron Guillermo, Brando y Lucrecio. Todos ellos al igual que los otros, se arrogaron el derecho al trono con argumentos tan convincentes como los expuestos.  Sólo uno de ellos no hizo el menor intento de contradecir a sus hermanos; es más ni siquiera pretendió hablar.

Era el menor de todos, Alesio, a quien su padre inquirió con curiosidad.

- Y tú, Alesio, no tienes nada qué decir. ¿Es que acaso tus pretensiones no van más allá de rasgar las cuerdas de tu laúd y de componer unos cuantos versos?

El muchacho miró a su padre con humildad y dijo:

Tú lo has dicho, padre. Encuentro más placer en las dulces notas del laúd que en la carne desgarrada por las espadas, y más disfruta mi alma con cada verso brotado de mi espíritu que con las llamas azuladas que se elevan al cielo cuando tus guerreros arrasan y queman las aldeas de tanta gente pacífica e inocente.

Tiresias intervino y llamó la atención del muchacho, pues, consideraba que las palabras dichas por Alesio representaban motivo de ofensa para su padre.

- Si en algo os he ofendido, padre, juro ante Dios que no ha sido esa mi intención, pero no puedo ocultar que me causa extrañeza el ver que un hombre tan intuitivo y clarividente como vuestro consejero no se haya dado cuenta de que no es necesario un rey cuando de reino se carece.

Dicho esto, Alesio abandono el gran salón. Todos los presentes quedaron en silencio.  Las últimas palabras del último vástago del rey sembró en sus mentes una gran incertidumbre.

El rey entregó a cada uno de sus hijos una corona y, seguido por el anciano consejero, abandonó el salón.

Desde ese día, por todos los rincones del reino prevaleció el hambre, la desesperanza y la muerte.

Cada uno de los siete hijos del rey formó un ejército de hombres dispuestos a morir por lograr la victoria ante los otros, pues, después del triunfo, disfrutarían las riquezas que éste traería consigo.

¿Y qué había sido del rey y de su anciano consejero?

El rey se hallaba enfermo y escondido en una cueva cerca de unas montañas.  Hasta allí lo había llevado el fiel Tiresias para librarlo de la furia amenazadora de los hijos, quienes veían la necesidad de deshacerse del padre para poder apoderarse del trono.

Enfermo como estaba, el soberano no dejaba de lamentarse por la actitud de los hijos.

- ¡Ay!, Mi querido Tiresias, decía. Recién ahora comprendo las palabras de Alesio cuando dijo que no era necesario un rey cuando se carecía de un reino.  ¿Te das cuenta viejo amigo? Después de que mis hijos terminen sus rencillas no quedará ningún reino que gobernar.

Sus ambiciones habrán acabado con todo y no quedará nada. Sí, nada, nada, nada.  Sabe Dios si hasta ellos nos se quemarán en las llamas del infierno que han engendrado.

Pasaron los días, los meses y los años y las noticias que hasta el rey llegaban eran de lo más desalentadoras. Cuatro de sus hijos habían muerto ya.  Brando al caer del caballo; Astolfo, atravesado por una flecha; Guillermo de una pedrada en la cabeza y el prudente Gil María por su imprudencia al cruzar un río a nado, murió ahogado.

Así quedaban sólo Amílcar, Amnet y Lucrecio. El último de ellos no tardó en ser envenenado por uno de sus generales por el sólo deseo de apoderarse de su espada, cuya empuñadura de oro engastada en piedras preciosas, fue el móvil del asesinato.

Estando las cosas así, ambos hermanos continuaron en su lucha sanguinaria que se prolongaría un año más.

Agotadas las fuerzas y las armas así como los alimentos, los hombres de ambos bandos cayeron en el desaliento y en la cuenta de que aquella guerra era absurda, y que seguir en ella, no pasaba de ser una locura.

Es así como los dos hermanos sobrevivientes se dieron cuenta de que había llegado el momento de pactar la paz o del enfrentamiento personal en una lucha cuerpo a cuerpo.

Pero ya los dioses habían tramado la perdición de ambos y la muerte los acechaba con su lúgubre guadaña desde hacía mucho tiempo.

Amnet y Amílcar, olvidando que habían sido engendrados por la misma madre, trabáronse en una lucha encarnizada que comenzó en el alba y terminó al atardecer. Amílcar quedó postrado en el campo de batalla debido a los fuertes golpes que la sedienta espada de Amnet  le propinó. El primogénito del rey subestimó la fuerza de aquel brazo que era capaz de tumbar hasta siete hombres a la vez.

Pero la fuerza corporal del último, de aquellos necios que pensaron que con la fuerza bruta podrían lograr sus ambiciones y solucionar sus desavenencias, no fue suficiente para salvarle la vida. Las heridas recibidas por Amílcar dejaron profundas huellas en el cuerpo de Amnet, quien no tardó en entrar en una lenta agonía que terminó con su muerte.

El rey que había recuperado en algo su salud, volvió a enfermar al enterarse del triste fin de sus hijos.

Si bien no tenía noticias del pequeño Alesio desde que comenzaron las hostilidades entre sus hijos mayores, hacía tiempo que lo daba por muerto.  Es más, hasta llegó a pensar que alguno de ellos le había dado muerte, y eso, lo había puesto más triste y más enfermo.

Pero una mañana, después de mucho tiempo, el rey y el anciano Tiresias escucharon unas notas de laúd que llegaban hasta la ventana de la habitación en que se hallaban.  No les fue difícil reconocer que aquella música celestial no podía provenir de otro que no fuera el mismo Alesio.

Rey y consejero se lanzaron a la calle y grande fue la sorpresa al ver al pequeño Alesio –convertido ya en todo un hombre- tocar el laúd con la maestría de siempre.
Estaba acompañado de una bella muchacha y de dos hermosos niños, cuyos límpidos rostros le hicieron recordar al rey a su hijo Alesio cuando era niño.

Padre e hijo se unieron en un amoroso abrazo. El soberano sollozante, besó a los niños que resultaron ser sus nietos, sus únicos descendientes, pues, los siete hijos muertos no dejaron familia alguna.

Él contó a su hijo todo lo que había sucedido con sus hermanos y le pidió que lo perdonara ya que él se sentía culpable de todo lo acontecido. Le dio su corona y le ofreció que gobernase el reino.

-  No padre, comenzó diciendo. No necesito está corona.

- ¡Qué!  ¡Rechazas esta diadema que puede convertirte en el hombre más rico y poderoso de la Tierra!, dijo el rey desconcertado.

- Así es, querido padre, pues, no la necesito. Primero porque no quisiera que mis hijos mañana o más tarde, acaben como mis hermanos, matándose entre ellos por una corona. La ambición del poder envenena el alma de los hombres, anciano padre. Tú tuviste siete hijos ambiciosos y a cada uno le diste una corona que fue lo mismo que darles una espada.

No te reprocho nada, porque un hijo bien nacido no tiene nada que recriminar a sus padres. Simplemente no quiero que a mis hijos les suceda lo mismo que a mis hermanos. Y segundo, y ésta es la razón más importante, es el hecho de que no hay ningún reino que gobernar, padre mío.

Todo tu reino se quemó en la hoguera que tú encendiste. No sólo perdiste a tus hijos sino también tu reino. Y como te dije hace muchos años antes que las discordias empezaran, no es necesario un rey cuando de un reino se carece.

El rey abrió los ojos asombrado al darse cuenta de que los sufrimientos y la vejez lo habían hecho olvidar aquellas sabias palabras, y fue entonces que un suspiro de alivio brotó de sus labios.

Comprendió en aquel instante que su corona de rey sólo le había acarreado penurias y tristezas. Ambos ancianos, el rey  y su consejero, fueron a vivir sus últimos años con Alesio y su familia.

Años después y antes de morir, el adivino Tiresias le confesó al rey que recién había llegado a comprender el por qué nunca había logrado leer el destino en los ojos de Alesio.

Acostumbrado, como había estado en aquellos tiempos, a vivir entre las cortes de reyes y príncipes donde siempre imperaba la envidia, la codicia, la avaricia y la ambición, le había resultado imposible penetrar en aquellos ojos donde sólo había lugar para el amor, la paz y la bondad.





NAYLAMP


En tiempos muy remotos llegaron a los fértiles valles de Lambayeque un gran número de hombres en balsas que, atraídos por las extensas planicies norteñas, decidieron establecerse allí; los inmigrantes iban guiados por un hombre valeroso a quien llamaban Naylamp. Su gran séquito lo componían también un gran número de concubinas donde sobresalía como mujer principal una india llamada Ceterni. Convertido en una especie de dios terrenal, Naylamp iba secundado por varios hombres cuyas funciones estaban orientadas a atender sus necesidades: Pita Zofi, el trompetero; Ñinacola que cuidaba sus ropajes y resguardaba su silla y sus andas; Ñinagintue que controlaba y cuidaba sus bebidas; Ponga Sogde que echaba polvo de conchas marinas por todos los senderos por donde Naylamp debía poner sus pies y Occhocalo, su cocinero entre otros tantos.


No tardaron los advenedizos en construir palacios y casas, donde adoraron a Yampallec, un ídolo de piedra traído por ellos que representaba la figura de Naylamp, su señor. Con el tiempo, Naylamp tuvo muchos hijos, entre los que vivió en paz y quietud hasta su muerte. Ante este hecho, sus vasallos decidieron sepultarlo en el mismo lugar donde había vivido, pues, consideraban que Naylamp era tan poderoso que la muerte no podía apoderarse de él. Mantuvieron en secreto el lugar de su sepultura y corrieron la voz de que había volado al cielo ayudado por unas enormes alas que habían brotado de su cuerpo. Ya derrotado por el tiempo, los que vinieron con él decidieron buscarlo por todas partes, pues, convencidos de su inmortalidad no se resignaron a su ausencia. Es así como los fundadores abandonaron la comarca dejando tras de sí los hijos y nietos nacidos en esas tierras.

Para que no reinara el caos, Cium, el hijo mayor del desaparecido Naylamp, se hizo cargo del Imperio. Cium gobernó hasta su muerte dejando una cuantiosa descendencia producto de su encuentro con varias mujeres. Los caudillos fueron sucediéndose unos a otros hasta que Fempellec, durante su gobierno, decidió trasladarse a otro lugar, pero tras varios intentos, su proyecto quedó trunco. Fue entonces que el demonio en forma de mujer se le apareció. Fempellec no pudo resistir la tentación de tan bella hembra y se unió a ella. Después de unirse y dormir con aquella beldad, Fempellec comenzó a llorar con tanta asiduidad que sus ojos anegados provocaron un diluvio durante treinta días.

A este desastre sobrevino una sequía de un año, convirtiendo lo verde en polvo, el polvo en hambre y el hambre en miseria. Resentidos con Fempellec por las desgracias traídas, sus vasallos, dejando de lado la fidelidad que debían a su señor, decidieron tomar venganza. Para ello tomaron cautivo al caudillo hereje y, después de atarlo de pies y manos, lo sumergieron en las profundidades del mar, poniendo fin a la dinastía que Naylamp trajo consigo.

Sólo en lugares como Cinto, Túcume y Collique, quedaron descendientes por la línea de Cium, pues, durante el gobierno de éste, algunos hijos suyos se marcharon en busca de nuevas tierras. Con la muerte de Fempellec quedó el Señorío de Lambayeque acéfalo de poder hasta el día aquel en que un poderoso tirano, Chimo Cápac, vino con su invencible ejército y se apoderó de estos valles norteños.

Este tirano vivió muchos años y cuando le sobrevino la muerte, sus descendientes se fueron sucediendo unos tras otro hasta la llegada de los conquistadores que los sometieron con crueldad. Se dice que los gobernantes duraron muy poco en sus tronos debido a que el demonio buscando que paguen sus pecados, los sometía con su poder a largos ayunos. Las vigilias y ayunos los enflaquecían hasta el punto de mermar su salud física hasta arrastrarlos a la muerte inexorable.

En tiempos muy remotos llegaron a los fértiles valles de Lambayeque un gran número de hombres en balsas que, atraídos por las extensas planicies norteñas, decidieron establecerse allí; los inmigrantes iban guiados por un hombre valeroso a quien llamaban Naylamp. Su gran séquito lo componían también un gran número de concubinas donde sobresalía como mujer principal una india llamada Ceterni. Convertido en una especie de dios terrenal, Naylamp iba secundado por varios hombres cuyas funciones estaban orientadas a atender sus necesidades: Pita Zofi, el trompetero; Ñinacola que cuidaba sus ropajes y resguardaba su silla y sus andas; Ñinagintue que controlaba y cuidaba sus bebidas; Ponga Sogde que echaba polvo de conchas marinas por todos los senderos por donde Naylamp debía poner sus pies y Occhocalo, su cocinero entre otros tantos.


No tardaron los advenedizos en construir palacios y casas, donde adoraron a Yampallec, un ídolo de piedra traído por ellos que representaba la figura de Naylamp, su señor. Con el tiempo, Naylamp tuvo muchos hijos, entre los que vivió en paz y quietud hasta su muerte. Ante este hecho, sus vasallos decidieron sepultarlo en el mismo lugar donde había vivido, pues, consideraban que Naylamp era tan poderoso que la muerte no podía apoderarse de él. Mantuvieron en secreto el lugar de su sepultura y corrieron la voz de que había volado al cielo ayudado por unas enormes alas que habían brotado de su cuerpo. Ya derrotado por el tiempo, los que vinieron con él decidieron buscarlo por todas partes, pues, convencidos de su inmortalidad no se resignaron a su ausencia. Es así como los fundadores abandonaron la comarca dejando tras de sí los hijos y nietos nacidos en esas tierras.

Para que no reinara el caos, Cium, el hijo mayor del desaparecido Naylamp, se hizo cargo del Imperio. Cium gobernó hasta su muerte dejando una cuantiosa descendencia producto de su encuentro con varias mujeres. Los caudillos fueron sucediéndose unos a otros hasta que Fempellec, durante su gobierno, decidió trasladarse a otro lugar, pero tras varios intentos, su proyecto quedó trunco. Fue entonces que el demonio en forma de mujer se le apareció. Fempellec no pudo resistir la tentación de tan bella hembra y se unió a ella. Después de unirse y dormir con aquella beldad, Fempellec comenzó a llorar con tanta asiduidad que sus ojos anegados provocaron un diluvio durante treinta días.

A este desastre sobrevino una sequía de un año, convirtiendo lo verde en polvo, el polvo en hambre y el hambre en miseria. Resentidos con Fempellec por las desgracias traídas, sus vasallos, dejando de lado la fidelidad que debían a su señor, decidieron tomar venganza. Para ello tomaron cautivo al caudillo hereje y, después de atarlo de pies y manos, lo sumergieron en las profundidades del mar, poniendo fin a la dinastía que Naylamp trajo consigo.

Sólo en lugares como Cinto, Túcume y Collique, quedaron descendientes por la línea de Cium, pues, durante el gobierno de éste, algunos hijos suyos se marcharon en busca de nuevas tierras. Con la muerte de Fempellec quedó el Señorío de Lambayeque acéfalo de poder hasta el día aquel en que un poderoso tirano, Chimo Cápac, vino con su invencible ejército y se apoderó de estos valles norteños.

Este tirano vivió muchos años y cuando le sobrevino la muerte, sus descendientes se fueron sucediendo unos tras otro hasta la llegada de los conquistadores que los sometieron con crueldad. Se dice que los gobernantes duraron muy poco en sus tronos debido a que el demonio buscando que paguen sus pecados, los sometía con su poder a largos ayunos. Las vigilias y ayunos los enflaquecían hasta el punto de mermar su salud física hasta arrastrarlos a la muerte inexorable.




EL ASNO ENGREÍDO

Cansado un campesino de las frecuentes quejas que le daba su asno, decidió venderlo a bajo precio y al mejor postor.

- Ya estoy harto de escuchar tus quejas, tonto animal, así que ahora mismo te vas con otro.

Quien lo compró fue un aguatero, que al ver a aquel asno dotado de gran fortaleza no escatimó esfuerzos en adquirirlo. De ahí en adelante, el asno hubo de transportar sobre su lomo varias tinajas llenas hasta el tope de agua, que el aguatero llevaba a vender a los habitantes de unas lomas provocando así el descontento del animal.

- Maldita sea mi suerte. Salir de un campesino que me hacía cargar granos, para caer en manos de quien dobla el peso sobre mi lomo.

Así estuvo quejándose el asno engreído hasta que el aguatero, ya aburrido de él, decidió rematarlo por debajo del precio en que lo había adquirido. Un carbonero ya entrado en años, se animó a comprarlo, no sólo por el hecho de que adquirirlo era una ganga, sino porque ya le resultaba difícil transportar los enormes sacos de carbón que vendía en aquellos pueblos donde el frío era un verdadero azote y los pobladores necesitaban del carbón para atizar el fuego de sus hogares. Si el asno pensó que trabajar con el aguatero era el infierno, se equivocó de cabo a rabo, pues, las tinajas llenas de agua no eran nada al lado de los pesados sacos de carbón que el carbonero colgaba en la nuca de la pobre bestia.

- Qué se habrá creído este canalla, se quejó el animal. Las patas ya se me doblan de dolor y de cansancio. Esto es insoportable, me quejaré hasta que me escuche.

Y como en quejas el asno era muy experto, el carbonero, hastiado de sus quejas lo cambió por un saco de patatas y uno de camotes.

Así fue rodando el asno de dueño en dueño hasta que llegó el día en que su último amo, al no poder venderlo, lo dejó abandonado en un paraje desértico. El asno, al verse desolado, regresó a los campos en busca de su primer amo, el campesino, convencido de que lo aceptaría sobre todo ahora que no debería desembolsar dinero alguno por adquirirlo. Pero se equivocó, pues, el campesino no quiso recibirlo.

- Pero no te preocupes, asnito, haré algo por ti, no creas que soy tan inhumano como para no darte ayuda.

El asno, al otro día, fue visto en el mercado con un letrero colgado en el cuello que decía: ¨Se Regala¨.





LAS CAMPANADAS DE DON FRUCTUOSO
 



I

La sureña ciudad de Moquegua era ya conocida y poblada desde antes que por ahí llegara – según el Inca Garcilaso de la Vega – la expedición militar encabezada por el Inca Mayta Cápac con la finalidad de extender el dominio de los monarcas cusqueños hasta esa parte del litoral.

El nombre de Moquegua tiene diversas interpretaciones como aquella que sostiene que proviene de la palabra aymara Muki – wa (tierra húmeda), o “lugar silencioso” en opinión de los que creen que deriva de un vocablo quechua.  No hay nada claro en lo que se refiere a la dominación española.  Sólo se sabe que Juan de la Torre, quien fuera alguacil mayor del Santo Oficio en Santo Domingo y uno de los Trece de la Isla del Gallo, capitaneó la expedición que inició la dominación española en tierras moqueguanas.  Vale decir también que este Juan de la Torre fue nombrado primer alcalde de la ciudad de Arequipa el 15 de Agosto de 1540, cargo que volvió a ejercer en 1541, 1552, 1561 y 1568. Fundada posiblemente el 25 de noviembre de 1541, Moquegua se llamó en un comienzo Santa Catalina de Moquegua y no tuvo ninguna situación de preeminencia en sus primero tiempos sobre los pueblos vecinos.

Hacia 1610 se suscitó una controversia que duró varios años, entre el pueblo de San Sebastián y Villa de San Francisco de Esquilache con Santa Catalina de Moquegua, por el hecho de que ambos pueblos se disputaban el derecho de tener rango de villa principal de la región, que entonces dependía administrativa y judicialmente de las autoridades de Chucuito en Puno. Don Fructuoso Mora de Ulloa, prominente hacendado, defendía las pretensiones de San Sebastián, mientras que don Felipe Quinteros y Gaona, joven estudiante de derecho, era uno de los más recalcitrantes defensores de Santa Catalina. Poseedor de unas plantaciones de rosales y de unos fecundos viñedos don Fructuoso había puesto a su única heredera el sugestivo nombre de Rosavid, haciendo gala de su ingenio y riqueza.  La bella muchacha era pretendida por un gran número de mozuelos, no sólo por su hermosura sino por la cuantiosa dote que su anciano padre sumaría a la mano de la hija.

Uno de los pretensores del corazón de Rosavid era el joven Felipe Quinteros y Gaona, quien por todo bien sólo poseía su intelecto y una pequeña casita en las afueras del valle.  El pobre Felipe sabía mejor que nadie que no sólo tenía en contra de sus pretensiones su pobreza, sino que era el más encarnizado rival del padre de la muchacha que le había robado el corazón y causante única de sus desvelos. Pero como dicen que el ingenio no tiene rival ni en el cielo ni en la tierra, Felipe se propuso conquistar a la muchacha, para lo cual se las ingenió para encontrarse con su rival y futuro suegro en lugar concurrido.  Fue en la reunión que organizó doña Amalia Flores Campodónico para conmemorar un año más de su natalicio.  Allí, frente a don Fructuoso, don Felipe Quinteros y Gaona dio inicio a su plan:

-      Dice usted ser muy poderoso e influyente, don Fructuoso, eso me recuerda a cierto caballero que manifestó que su poder era tanto que podía hacer que las campanas de la iglesia tocaran cada vez que él entrara o saliera del pueblo donde vivía, y lo único que recibió fue un campanazo antes de morir, como producto del fuerte temblor que dejó caer el viejo campanario, dijo Felipe buscando provocar a su contendor

Todos los presentes estallaron en risotadas provocando, como esperaba don Felipe, la ira del interpelado.

No es usted más que un patán, contestó con el rostro enrojecido don Fructuoso.  Me parece que usted me está retando y acepto el reto.  Le aseguro que a partir de mañana las campanas del convento tocarán a rebato a las 3:35 de la tarde exactamente, porque es la hora en que usted, joven inexperto, ha osado desafiar a don Fructuoso Mora de Ulloa. Pero eso sí, yo sé que de usted depende que Santa Catalina de Moquegua cese en sus pretensiones del ser Villa Principal.  Pues bien, si se cumplo lo de las campanadas durante un mes, usted permitirá que San Sebastián administre la región.  Y ahora qué me dice, concluyó don Fructuoso desafiante.

Don Felipe no esperaba tal reacción de aquel anciano cuya inteligencia había subestimado, pero no lo quedó más remedio que estirar el brazo y cerrar el trato con un apretón de manos.


II

Había que movilizarse rápido y ambos rivales lo sabían.  Aquella noche, pasadas las doce, don Fructuoso se deslizó entre las oscuras y angostas callejas con dirección al convento sin saber que de cerca era seguido por don Felipe quien sospechaba alguna maniobra dolosa por parte de su viejo rival.  Dueño también de unas chancherías, el padre de Rosavid prometió al reverendo del convento y padre guardián una remesa semanal de los mejores tintos de sus viñas, así como un par de buenos cerdos para alimentar a toda la prole de monaguillos a quien el convento daba albergue.

-      Y por qué esta humilde casa del señor merece su atención, don Fructuoso, interrogó el padre guardián con curiosidad

El viejo zorro se las ingenió para ocultar sus verdaderas intenciones aduciendo que lo de las campanadas era una forma de anunciar en el cielo su pronto ingreso, puesto que su salud no era buena.

-      Es así como quiero devolver a Dios lo que él me ha dado en la tierra, querido reverendo, dijo don Fructuoso con apesadumbrada voz.

Todo convenido, don fructuoso se fue a su casa a traer la primera remesa de vinos y cerdos.  Tenía que actuar rápido, pues, no quería que nadie se enterara de su plan, peor no bien hubo salido del convento, cuando la figura delgada de don Felipe apareció entre las sombras.  En pocos minutos el joven abogado informó al reverendo de las mezquinas intenciones del viejo Fructuoso y de inmediato acordaron otro plan que pondría al viejo vinatero en manos del abogado. Cuando Fructuoso regresó con los cerdos amordazados para que no hicieran bulla, se dio con la sorpresa que el padre guardián lo esperaba con un contrato redactado con todas las de la ley, en el cual no se indicaba fecha límite para poner fin al mismo.  Por la prisa, pues ya los gallos anunciaban el nuevo día, don Fructuoso firmó el documento y se marchó. 

No cabía de contento, unas cuantas botellas de vino y unos cerdos no eran nada para lo que él esperaba obtener una vez que la jurisdicción de la región estuviera a cargo de San Sebastián que sería lo mismo que estar en sus manos.



III

Para asombro de todos los que estuvieron en casa de doña Amalia la tarde aquella del famoso reto de las campanadas, los bronces empezaron a sonar a las 3 y 35 de la tarde, hora que don Fructuoso había determinado como el momento exacto para hacer ver el alcance de su poder.  Pasaban los días y los tañidos vespertinos se escuchaban con la exactitud de un reloj suizo.

Los vinos y los chanchos convenidos devolvían con gratitud el tañer de aquellas campanas con la misma puntualidad.  Don Felipe parecía estar perdiendo la apuesta y con ellos los habitantes de Santa Catalina de Moquegua perdían la administración de la región.  Don Fructuoso no podía ocultar su preocupación al ver que sus reservas de vino y sus cerdos sufrían un descenso cuantitativo de manera tan acelerada que ponía en peligro su fortuna. Cumplidos los treinta días, las campanas continuaron su repique y el reverendo y los monaguillos, los cuales habían engordado una barbaridad a causa de las suculentas chuletas porcinas, siguieron exigiendo la parte convenida.  De nada valieron las exigencias y posteriormente las súplicas de don Fructuoso para poner fin a aquel convenio demoníaco que lo estaba dejando más calato que Adán en el Paraíso.
El documento no albergaba fecha y nada se podía hacer para rescindir el contrato. 

Los voraces monaguillos, ahora devotos del dios Baco, no estaban dispuestos a soltar tan buena prenda.  Don Fructuoso, sin imaginárselo, había vendido su alma al diablo y ya no podía dar marcha atrás.

Por más que los repiques ya no le eran gratos a don Fructuoso, los monaguillos continuaron dándole al badajo con el mismo entusiasmo con que devoraban y bebían los cerdos y los vinos del padre de Rosavid. Ya el pobre don Fructuoso no tenía vino ni para humedecer la lengua ni pan duro que llevar a la boca y las campanas, puntualmente seguían rompiéndole el tímpano y recordándole la deuda contraída por más que se escondiera debajo de la cama con las orejas taponeadas con bolas de algodón. La oportuna intervención de don Felipe Quinteros y Gaona evitó que el otrora oligarca don Fructuoso Mora de Ulloa perdiera hasta sus soberbios apellidos.  Una pequeña suma de dinero, casi todos los ahorros de don Felipe devolvieron la sonrisa perdida al padre guardián y a sus voraces monaguillos.  Con la firme promesa de otorgarle la mano de su hija Rosavid y de no poner trabas a que Santa Catalina de Moquegua tuviera el rango de Villa Principal, Don Fructuoso logró ponerse a salvo de los campanazos que ya lo estaban volviendo loco. Lo cierto es que ya casado con Rosavid, don Felipe Quinteros y Gaona, defensor de Santa Catalina de Moquegua vio con beneplácito la intervención del virrey Diego Fernández de Córdova, Marqués de Gaudalcázar, quien decidió que Santa Catalina de Moquegua se constituyese como una capital de provincia independiente.

Hasta el día de su muerte, don Fructuoso no pudo disfrutar de un sueño tranquilo, pues, las pesadillas que lo aquejaban lo despertaban a medianoche gritando y maldiciendo que acallaran aquellas campanas que aún seguían repicando en su imaginación.

Wolfsschanze, 3 noviembre del 2000.