A OTRO GALLO CON ESE CANTO
A Nicomedes Santa Cruz,
quien siempre vislumbró
la poesía en el corazón
del pueblo.
Durante la colonia surgieron en el norte y sur de Lima numerosas haciendas, y con ellas vinieron un gran número de esclavos negros para trabajar en las plantaciones. Estos hombres y mujeres de raza oscura y de fortaleza envidiable para las labores del campo, serían reemplazados por chinos cuando sobrevino la abolición allá por 1854.
En la que fuera la hacienda “Arona” trabajaba un negro de nombre Francisco Holguín que, enamorado de una bella mulata llamada Joaquina, hacía gala de su noble apellido, el cual había heredado de su amo. La negra era casada con un negro leñatero, Indalecio Bardales. Dicen quienes conocieron al negro Francisco que él había jurado que de una u otra forma conquistaría el corazón de la desposada.
Y la verdad es que no tuvo que hacer mayor esfuerzo, pues la fama de la mujer del negro Indalecio de ser una fémina coqueta y de “las que fácilmente daba entrada a cualquiera que se fijara en sus redondeces”, era muy mentada entre los negros de las plantaciones.
- ¡Cocorocó...Có!, cacareó el negro Francisco, muy entusiasmado. Había practicado el canto del plumífero durante varios meses y al fin había alcanzado la perfección. Daban fe de ello los gallos vecinos quienes confundidos en el horario por el falso gallo mulato, comenzaban sus cantos a cualquier hora del alba.
Puesto de acuerdo con la negra Joaquina, Francisco Holguín comenzó a fingirse gallo en las madrugadas y, bien colocado en la cima de un frondoso sauce que se hallaba al pie de la ventana de su pretendida, cantaba a voz en cuello antes del amanecer:
- Levántate ya, haragán, no sientes acaso al gallito. Vamos, rápido. Toma tu machete y échate al campo.
Los cocorocó de Francisco Holguín se hacían más continuos, como surgidos de la impaciencia y la angustia de disfrutar de las duras curvas y la apretada mota de la amante. Indalecio se levantaba cada día lanzando maldiciones y anatemas al gallo madrugador.
- Qué extraño me parece, decía el negro. Todavía está oscuro y hay muchas estrellas. Pero en fin, gallo es gallo y al campo nos vamos. Adiós mi negra linda, decía el negro Indalecio mientras besaba la mejilla embetunada de la esposa.
Cuando el engañado marido pasaba frente a los socavones camino al campo, ya el gallo mulato se había descolgado del sauce y había ingresado al cuarto de su amante por la ventana que daba al árbol; cuando el pasaba frente al trapiche camino a la jornada, ya el negro Francisco se repantigaba entre las sábanas de su cama.
Así fueron transcurriendo días, semanas y meses, hasta que el diablo se aburrió de su maldad y decidió cambiarles la suerte a los amantes y al marido cornudo. El negro Francisco, arrastrado por la pasión incontrolable de aquel cuerpo divino, fue adelantando sus cantos y aumentando las ojeras en los ojos de Indalecio. El fingido reloj aumentaba el malhumor de Indalecio, quien un día se enteró que era víctima del engaño.
Así se enteró que la Joaquina se quedaba en casa con aquel gallo sin plumas, mientras él tumbaba espinos, rajaba leña, desgranaba maíz y curtía sus manos morenas con el machete y la guadaña durante largas horas allá por Saplán o por la Cruz de las Ánimas.
Dale que dale al machete por un jornal miserable y el maltrato y todo para qué. Para que esa negra infiel comprara pañolones de seda, enaguas de encaje, zapatos de cordobán, zarcillos de figurete y hasta finos lápices de labios para embadurnar esa jeta de la cual él no disfrutaba.
Tanto sacrificio semana a semana para juntar real tras real para comprar un terrenito, un “nidito de amor” como decía esa negra traidora. Pero ahora sentirían el azote de su venganza. Sí, claro que había ahorrado, pero lo que compraría sería un pedazo de tierra para enterrar a la negra y mandarla al infierno. Fue una mañana de sábado en que Joaquina comenzó con la cantaleta:
- Vamos, negro flojo, levántate ya si no quieres que te eche agua hervida en la bemba.
Indalecio escuchó impávido el cocorocó de Francisco, y las represalias de su mujer. Los interminables e impacientes ¡Cocorocó! Aumentaron su furia. Eran por lo menos las tres de la mañana. La audacia de Francisco Holguín había traspasado los límites de lo permisible. Indalecio lanzó la cobija que lo cubría y sacó el machete que estaba debajo de la cama y se echó fuera de la casa.
De dos trancazos se detuvo bajo el sauce, de aquel árbol que había servido a Francisco para robarse la gallina de corral ajeno.
- Oye, negro malagradecido, qué le vas a hacer al pobre gallito que tan bueno ha sido dándote las horas, gritaba la negra Joaquina al ver que su marido ceñía entre sus dedos la fina hoja de acero.
El negro Indalecio Bardales de un salto felino trepó al árbol y después de talar algunas ramas tuvo ante sí al causante de su desgracia, quien, semidesnudo y tembloroso, vio la figura de la muerte en el brillante metal que el negro Indalecio blandía muy decidido a acabar con la vida de aquel falso plumífero semicalato.
Machetazo a machetazo, el negro comenzó a descolgar hojas y ramas, limpiando el camino hacia su víctima. El grito desgarrador y agudo del traidor reemplazó aquella madrugada al dulce cocorocó de la negra Joaquina.
- Ahora vas a ver gallito despertador. Puntualito eres, toma para que veas lo que es bueno, gritaba el engañado marido mientras con fuerza incontenible lanzaba el machetazo sobre su víctima, como buscando en ese gesto furibundo arrancarse los cuernos con que la mujer había adornado su frente.
El negro Francisco cayó del árbol como higo maduro. En vano trató de huir de las garras de aquella pantera herida en su amor propio. Corte tras corte, como tajo venido del mejor cirujano, los dos amantes sucumbieron bajo el brazo vengador del ofendido.
Quienes llegaron al otro día muy temprano nunca pudieron describir con exactitud la truculenta escena que encontraron bajo el sauce, en cuyo tronco anchas hendiduras de machete eran mudos testigos de la macabra venganza. Dicen también, aunque esto nunca su pudo comprobar, que vieron al asesino tomar hacia el Monte de Nazareno. Lo cierto es que en una acequia cercana al monte fue encontrada el arma vengadora cuya hoja había sufrido las inclemencias del castigo infligido a los audaces amantes.
Lo último que se supo es que en los alrededores de la casa hacienda no quedó gallo vivo, pues, ningún marido, enterado de los entretelones del asesinato, quiso arriesgarse a sufrir los insomnios de otro gallo desinformado.
Wolfsschanze, 3 de octubre del 2001.
En tiempos muy remotos, un ave que volara por la región del altiplano no hubiera visto porción de agua alguna, pues, en ese entonces el lago Titicaca no existía, y en lo que hoy es su lecho, florecía un hermoso valle donde hombres y animales vivían en comunión con la naturaleza. Eran los tiempos en que pumas y venados retozaban mansamente por los prados; la época en que el cóndor y la paloma volaban desplegando y batiendo sus alas al unísono y los osos y las vicuñas jugueteaban cerca de los pequeños arroyuelos que nacían de los ríos.
Eran los días de bonanza en que las plantas crecían sin necesidad de que alguien las cuidara; eran los atardeceres de prosperidad en que los frutos de los árboles eran tan cuantiosos que caían como rocío matutino. Era entonces cuando los hombres y los animales se saciaban hasta el hastío sin necesidad de remover el suelo para hallar el alimento.
En este verdoso paraíso no existía el odio, ni la mentira, ni la malicia, ni la ambición, ni el egoísmo, ni siquiera la muerte. Es este ambiente edénico se desarrolló la cotidianidad del hombre del altiplano, quien protegido por los Apus, dioses tutelares que habitaban en las cumbres más álgidas de las montañas, veía transcurrir su vida en apacible monotonía.
Nada les estaba prohibido, excepto trepar los cerros, pues, en la cúspide florecía en ardor eterno la sagrada flor del fuego, cuya visión sólo les estaba permitido a los Apus.
Nadie se atrevió a desobedecer aquel mandato divino. Después de todo ¿Qué más necesitaban en el mundo que no les fuera dado por sus dioses protectores? Pero como siempre la bondad ha tenido su contraparte en la maldad, llegó el día en que ésta se manifestó a través de Awqa, el espíritu malvado que había sido condenado a vivir entre las tinieblas y envidiando la concordia que reinaba en el reino de la luz.
Fue así que el Awqa se las ingenió para entrevistarse con los hombres, conquistarles el corazón y sembrarles allí la semilla de la ambición y la desconfianza.
- ¿Por qué la prohibición de subir a las cumbres?, susurró el Awqa en aquellos ingenuos oídos.
Los hombres se miraron interrogantes. Fue entonces que el Awqa consideró que las puertas de esas mentes se habían abierto para escuchar atentos todo aquello que se les dijera.
- Ármense de valor, no sean cobardes y trepen esos cerros que ahí encontraran lo que los hará tan poderosos como los Apus. Ellos son egoístas y no quieren que ustedes tengan poder sobre el universo.
Fue entonces cuando uno de los hombres interrogó a Awqa.
- Y si es cierto lo que dices, por qué tú no has escalado las montañas y te has apoderado de aquella sagrada flor que según tú nos hará iguales a los Apus.
El Awqa no dudó un instante en contestar.
- Lo intenté, pero como era yo sólo contra tantos Apus, me vencieron y luego me arrastraron a viva fuerza para lanzarme a la oscuridad del abismo en que vivo.
Convencidos, los hombres se agruparon y se lanzaron a la conquista de todo cerro que encontraron. Como pequeñas hormigas se les vio cubrir las faldas de los cerros con gran entusiasmo. A poca distancia de las cumbres fueron sorprendidos por los Apus quienes sin mediar palabra alguna decidieron exterminarlos por haber desobedecido sus órdenes.
Para consumar su venganza, los Apus liberaron los instintos naturales de las fieras, quienes libres de toda amarra, atacaron sin piedad alguna a los animales y hombres que encontraron a su paso, tiñendo de sangre lo que antes fue verde. A partir de ahí el puma fue agresivo, la serpiente engañosa y el zorro se volvió astuto para aprovecharse de los más indefensos.
Desesperados y horrorizados, los hombres fueron a pedir ayuda al causante de sus desgracias, el Awqa, quien no dudó en llevarse a todos los que lograron escapar de las fauces de las fieras. Hasta hoy, los que antes disfrutaron de las delicias de un paraíso, viven ahora en las profundidades donde reina la noche más oscura Ciegos son ahora; cuando asoman a la luz son lanzados por ésta a sus infiernos.
Sólo una pareja humana logró salvarse de la destrucción, y esto, gracias a la benevolencia del dios Sol, el Inti, quien al contemplar desde el cielo, tanta desolación y muerte, sus ojos se anegaron y unas copiosas lágrimas cayeron en aguacero sobre el valle llenándolo de abundante agua.
Cogidos del tronco de un sauce, el hombre y la mujer permanecieron así hasta que el cielo límpido y fulgurante dejó ver la inmensidad de un lago hermoso. Flotando cerca de ellos, un gran número de fieras, principalmente pumas, yacían inertes patas arriba dejando ver sus panzas hinchadas. Es por eso que el hombre y la mujer bautizaron al lago con el nombre de Titicaca que significa el lago de los pumas de piedra.
Wolfsschanze, Junio 2 del 2001.
LAS ESTATUILLAS DE ORO DE AUQUICANCHA
En el cerro de Auquicancha, en los tiempos en que la lluvia cae constantemente, afloran sobre el suelo abundantes pastos que son la delicia de venados y vicuñas, animales que por otro lado abundan en la zona atrayendo a los cazadores. Una vez subió al cerro un inexperto cazador, quien por atender el hambre de su numerosa prole, se arriesgó por aquellos lugares siendo atrapado por la oscuridad de una fría y silenciosa noche. El viento fuerte que parecía arrancar los hierbajos de raíz, pusieron más tenso aún el ánimo del asustado cazador quien afanosamente buscaba refugio.
Cuando ya el viento gélido calaba sus huesos, una pequeña sombra se apareció frente a él. Era una niña muy bella, una indiecita de rostro angelical y muy graciosa. Sin mediar palabra alguna, la niña tomó de la mano al cazador y lo llevó hasta una cueva cuya entrada estaba casi cubierta por una enorme roca que la tupida vegetación mantenía oculta. El lugar era acogedor. El cazador no pudo ocultar su asombro al ver que las paredes de la cueva, la cual estaba metida en el corazón del cerro, eran de oro.
La brillantez del ambiente no le impidieron al cazador ver unas estatuillas, cuyas formas humanas, lo dejaron estupefacto. “Pero sí parecen reales, sólo les falta hablar”, dijo el cazador.
Al amanecer, el hombre salió de la cueva llevando en su poncho, bien envuelto, un gran puñado de oro. El hombre desapareció dejando a la niña dentro de la gruta. Cuando el cazador regresó a su casa y contó a su mujer lo sucedido, esta no lo pudo creer. – Lo único que te pido, mujer, es que no cuentes a nadie lo que te he dicho. La niña me lo pidió así y creo que debemos respetar su decisión. Con este oro tendremos lo suficiente para nosotros y nuestros hijos; nunca más pasaremos hambre.
Todo marchó bien, hasta que la lengua comenzó a picarle a la mujer quien no tardó en contárselo a una amiga quien le dijo que su pecho sería una tumba. Bueno, pues, las tumbas se fueron multiplicando de boca en boca y de promesa en promesa hasta que todo el pueblo se enteró.
Una mañana más de una docena de hombres provistos de palos obligaron al cazador a que los guiara hasta el lugar donde estaba el oro. A riesgo de su vida, el cazador subió hasta el cerro de Auquicancha seguido por su mujer y aquellos hombres codiciosos. Cuando llegaron hasta las puertas de la cueva ya había oscurecido y un viento fuerte y frío, como cuchillos comenzó a soplar.
Los hombres y la mujer del cazador corrieron hacia el interior, el cazador fue detenido por la niña, quien se hallaba escondida detrás de la roca de entrada para no ser vista. Una mano pequeñita, como tórtola, lo detuvo con firmeza impidiéndole que entrara a la gruta. Adentro los gritos eufóricos, entre ellos los de la mujer del cazador, parecían retumbar en las paredes de la cueva: “quiero oro”, “más oro”, “no agarres, es mío” “sólo mío”
Lentamente el resplandor que emanaba de la cueva fue desapareciendo a medida que la roca que cubría la cueva iba cerrando la entrada. El cazador comprendió entonces de donde habían salido aquellas estatuillas de oro que tanto lo habían asombrado la noche anterior.
Pausadamente descendió por la falda del cerro. Una lágrima cayó de sus ojos por el recuerdo de su mujer quien ahora estaría disfrutando de todo el oro del mundo.
EN LAS BUENAS Y EN LAS MALAS
Miraba un león cómo dos bandos enemigos se mataban entre sí. Luego de una semana de batalla, los pocos hombres que sobrevivieron se hallaban tan heridos que no tardaron en ser víctimas de buitres, hienas y otros carroñeros. A los pocos días, sólo unos cuantos huesos se hallaban expuestos al sol, mientras que el castillo donde se había llevado a cabo la contienda se hallaba desolado. Toda suerte de animales comían de un lado a otro, subiendo y bajando escaleras, husmeando por todos los rincones en busca de algo con qué llenar la panza.
- Aquí hay que poner orden y esta corona no me queda nada mal, dijo el león colocándosela sobre la desgreñada melena.
Un par de rugidos bastaron para detener aquel desenfreno. El león dictó sus condiciones exigiendo ser reconocido como monarca absoluto.
- Para mí será fácil gobernar y mantener el orden, dijo. Total... soy el más fuerte..., el más vistoso..., el más grande..., el más temido..., el más inteligente... ¡Y el más abusivo!, gritó la zorra.
El león carraspeó, Una fría y felina mirada de desagrado recorrió aquel grupo de animales tan disímiles. La zorra escondió la cabeza como mejor pudo.
- Cobarde, le gritó un zorrino.
La raposa le propinó una contundente patada. El silencio fue tomado como una aprobación y así el león, coronado de la forma más arbitraria, se retiró a sus aposentos porque según él tenía mucho “trabajo” que hacer. La zorra iba detrás llevándole la cola de la capa. Entendía que era mejor estar en buenas migas con aquel nuevo soberano y que permanecer junto a él sería lo más conveniente a la hora de recoger las sobras.
No bien el león había cogido el sueño, cuando tocaron a la puerta. La zorra, presurosa, abrió.
- ¡Queremos hablar con el rey! Era un grupo de ratones quejándose de la persecución de un gato.
El nuevo monarca dictó un edicto por el cual se prohibía la persecución de roedores.
Al poco rato volvió a sonar la puerta.
- Es el gato, mi señor. Se queja de que el perro lo acosa constantemente.
Un nuevo edicto ponía al perro en jaque favoreciendo al gato.
No bien el león se acomodaba nuevamente y la puerta que volvía a sonar.
- ¿Y ahora quién es?, gritó malhumorado.
Un grupo de gallinas se quejaban de la comadreja y de sus continuas incursiones en el gallinero. El león mandó llamar al gallo.
- ¿Y tú no sabes defender tu recinto?, interrogó el monarca.
- Pero qué puedo hacer si no soy más que un plumífero entre ese alambrado. Desde que usted se convirtió en el amo absoluto ninguna de estas “gordas” me hace caso. Sí hasta han colgado un retrato suyo en el portal.
Tocado en su vanidad, el león despidió al gallo refunfuñando.
- ¡Hum! Bien... bien, ya veré cómo solucionar eso.
- Pero cuanto antes, su majestad, sino mañana no habrá huevos para hacer esa tortilla que tanto le gusta, gritó la gallina más vieja.
El león se revolvía en su lecho, malhumorado, con los ojos vidriosos e inyectados por la falta de sueño. “Y yo que pensaba dormir todo el día y vivir de lo que estos tontos me dieran”, se dijo entristecido.
Los portazos continuaron día y noche con una zorra enflaquecida por el trajín y con un león a punto de enloquecer en sus frustrados sueños de gloria. Un barullo incontrolable y un monarca ajeno a la realidad encontró a la zorra agazapada en un rincón de la puerta. La aldaba no cesaba su retintín; los gritos de melenudo incompetente, rey de los imbéciles, grandazo para nada y otros calificativos resonaban entre las paredes del castillo como granadas. Cuando la puerta cayó por la presión de los reclamantes, ya la zorra corría como una loca buscando donde refugiarse y la corona del monarca disidente se hallaba sobre la suntuosa cama que al león más que descanso, le había parecido una cámara de tortura.
Al otro día, la discusión, los gritos, los chillidos seguían resonando en aquel viejo castillo como una hecatombe incontenible.
El león, que ya había dado cuenta de una gacela, se hallaba tendido plácidamente sobre la húmeda matutina.
- Dejemos que la naturaleza siga su curso y que cada uno disfrute de su propio reino y vele por sí mismo, dijo el león.
La zorra lamía un trozo de costilla, arrancando de vez en cuando algún pellejo de las sobras que su majestad le había dejado y sólo se limitaba a asentir con la cabeza a todas las brillantes ideas que brotaban de esa enorme cabeza.
- En las buenas y en las malas siempre estaré con usted, majestad, interrumpía la zorra de vez en cuando.
Diciembre, 23 del 2002.
UNA LUZ EN LA OSCURIDAD
Habían andado durante tres largas horas y cayeron en la cuenta de que
estaban perdidos.
-
La
nieve ha borrado el camino, es inútil seguir buscándolo. Ya anochece y esta
tormenta se vuelve cada vez más persistente, dijo el muchacho.
Su padre se
sacudió la nieve que cubría su tupida barba y miró de un lado a otro con
desesperanza.
-
Será
mejor deshacernos del venado, es muy pesado y será un estorbo. La nieve se hace
más espesa, nos hundimos en ella, se hace más peligrosa a medida que
transcurren las horas, dijo el padre.
Deambularon
sin rumbo fijo, de aquí para allá como un velero perdido en un mar tempestuoso.
Buscaron cobijo al pie de un abeto, el frío se intensificaba y un fuerte
viento, gélido, cortaba el aire provocando un ruido aterrador. El padre,
postrado en la nieve, abrazaba a su hijo en su regazo; el tintineo de sus
dientes y el cuerpo aterido y tembloroso parecían anunciar una muerte por
congelamiento. Así transcurrían los minutos que parecían horas, el rostro
amoratado del hijo parecía ser el preámbulo de una muerte anunciada. El padre,
fruto del cansancio, quedóse dormido. Unos instantes. Cuando despertó, divisó
una luz que zigzagueaba a poca distancia; entonces gritó con tanta fuerza que
la luz de dirigió al lugar de donde provenía el grito. La oscuridad en el
bosque era total.
-
Buen
hombre, por favor ayúdenos, mi hijo se está muriendo, dijo el padre entre
sollozos y voz entrecortada.
El recién llegado,
que llevaba anteojeras para protegerse del frío, extrajo de su morral un termo
con café caliente. Padre e hijo bebieron con fruición. Algo recuperado, el
hijo, apoyado en su padre, siguieron al hombre de la linterna que parecía
conocer perfectamente los senderos cubiertos de nieve de ese bosque. Ya en la
cabaña del desconocido, padre e hijo comieron y bebieron hasta hartarse. De
pronto, el muchacho se percató que el extraño era ciego.
-
¿Para
qué un ciego como usted necesita una linterna, no le parece ridículo?
El ciego,
lejos de ofenderse, se sonrió. El muchacho, confundido, buscó la mirada de su
padre.
-
La
luz de esa linterna no es para él, sino para gente como nosotros que andábamos
perdidos en esa fría oscuridad, hijo mío.
El muchacho
no encontró palabras para corregir su error. Se cubrió con una manta y se quedó
dormido.
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