Para Rosario Murriel González,
desde siempre.
UN PLATO DE LENTEJAS
Cerca de una campiña había un hermoso lago donde todas las mañanas
una hermosa muchacha iba con dos cubos a extraer agua para llevar a su casa.
- Te demoras mucho, eres una
ociosa, seguro que la pasas mirándote den las aguas o jugando con alguna
ardilla, decía la madrastra de la dulce muchacha.
Este sermón se había convertido en los últimos tiempos en el pan
de cada día.
Desde que su madre había muerto, su padre, hombre bondadoso, pero
de carácter débil, se había sentido muy triste y solo por lo que no titubeó ni
un instante cuando decidió casarse nuevamente, aunque sin sospechas los malos
momentos que la nueva esposa le haría pasar a su amada hija.
Hámnet, que así se llamaba la muchacha, jamás dejó entrever los
sufrimientos a los que la sometía aquella cruel mujer.
- Hoy día no saldrás hasta que no
hayas contado las lentejas. Ten presente que cada plato no debe tener más de
doscientos granos.
Y la desdichada niña debía así contar el contenido de ocho platos.
Con el pequeño saco de las menestras sobre la mesa, la pequeña Hámnet estaba
condenada a pasarse la tarde contando aquellos granos mientras todos los niños
y niñas de los alrededores estarían divirtiéndose en sus juegos.
Pero como todo en la vida no puede ser tristeza y amarguras, la
situación de la muchacha cambió de un día para otro.
Cierta tarde, en que la madrastra asomó la cabeza en la cocina con
su acostumbrado costalillo de lentejas, una paloma de cabeza blanca y alas
grises asomó su pico por la ventana. Con curiosidad, la paloma vio llorar a la
niña, y fue entonces cuando agitó sus alas y posándose en la mesa comenzó a
picotear los cabellos de Hámnet.
- ¡Oh!, Exclamó la niña sorprendida.
- No te asustes, soy sólo una
paloma.
- Sí, ya lo sé dijo la niña volviendo a sus llantos.
- ¡Vamos!, No llores más, nosotras
te ayudaremos.
- ¿Nosotras?, Dijo sorprendida la niña. Pero
si sólo estás tú, conmigo.
Fue entonces cuando la paloma comenzó a zurear.
En un instante, un sinnúmero de palomas de cabeza blanca y alas
grises se introdujeron en la cocina tomando cada una un grano de lenteja, los
cuales dejaron caer de sus picos en un cubo que se hallaba junto a la cocina.
Luego de varios minutos las palomas desaparecieron por donde ingresaron.
- Bien, ahí tienes tus mil
seiscientos granos, ya puedes irte a jugar.
La niña, que no podía contener la emoción, agradeció a la tierna
paloma y fue en busca de la madrastra con el cubo en la mano.
La malvada mujer no podía creer lo que sus oídos escuchaban, ni lo
que sus ojos veían. Sabía que la muchacha era incapaz de mentir. Muy a su
pesar, tuvo que darle permiso a la hijastra para que saliera a jugar.
Encolerizada, lanzó el cubo contra el suelo y las lentejas se dispersaron por
toda la habitación.
- Mañana encontraré la forma de
retenerla en casa, se dijo a sí misma.
El otro día llegó algo nublado, cargado de nubes negras y grises,
pero al mediodía, el sol parecía haber ganado la batalla, pues se le veía
resplandecer a todo lo ancho y largo del firmamento, y con él asomó la alegría
en los rostros de los niños.
Como todos los días, los pequeños se lanzaban prestos a sus
cándidos juegos. Trepaban a los árboles, comían por el prado, saltaban las
cercas e iban persiguiendo a las mariposas hasta caer exhaustos.
- Qué espera para ponerte a contar
las lentejas, aquí tienes el costalillo. Hoy también contarás mil granos de
azúcar antes de salir a jugar, así que deberás darte prisa. Y no te olvides, un
plato de lentejas no puede tener más de doscientos granos.
La pobre muchacha nuevamente se puso a llorar ya que le parecía
imposible contar los granos de azúcar. Pero como la bondad atrae siempre a la
bondad, no tardaron en aparecer las palomas, quienes ahora venían acompañadas
de un contingente de hormiguitas que en un dos por tres pusiéronse a cargar un
granito de azúcar cada una.
Ya a los pocos minutos, palomas y hormigas habían terminado de
contar lentejas y azúcar.
- Esta muchacha debe tener un pacto
con el demonio, porque de otra manera no me explico cómo puede terminar tan
pronto. Pero ya me vengaré, pues, mañana pensaré en una labor que no podrá
realizar, terminó diciendo la madrastra bastante molesta.
La mujer tuvo que pensar mucho para encontrar la fórmula que
retuviera a la muchacha en la casa, y como el mal a veces logra algunas
ventajas, esta vez la madrastra se sintió triunfadora.
- Hoy contará las lentejas y el
azúcar, dijo en tono burlón, la mujer, mientras colocaba
las dos pequeñas talegas sobre la mesa.
Y luego agregó:
- También irás al huerto y sacarás
todas las hojas marchitas de cada uno de los nogales que hay en él, luego podrá
ir a divertirte con tus amigos.
Después de escuchar a su madrastra, Hámnet pensó que ahora sí no
tendría forma de escapar de las garras de aquella mala mujer. Y otra vez sus
lágrimas bañaron sus mejillas y sus ojos enrojecieron por el llanto.
- No llores, dijo la paloma de cabeza blanca y alas grises, no es bueno que los niños llores. Los niños
deben reír todo el tiempo.
- Y también jugar, dijeron algunas hormiguitas.
- ¿Y cómo podré jugar si ahora
también debo deshojar los nogales?, dijo sollozante la
pequeña Hámnet.
- Nosotras te ayudaremos, dijeron al unísono, palomas y hormigas.
- Ni con la ayuda de ustedes podría
terminarlo. ¿Saben cuándo árboles son?
- Tienes razón, dijo la paloma a las hormigas, son más de cien árboles los que hay a lo largo del huerto.
Cuando ya la tristeza se había apoderado del ambiente, una suave
voz se dejó escuchar:
- No te preocupes pequeñita, yo me
encargaré de ese trabajo.
Era el viento, que atraído por aquellos sollozos, se había
avecinado hasta la casa de la niña para colaborar con ella tal como lo habían
hecho las palomas y las hormigas.
El viento sopló fuerte durante un buen rato, desprendiendo con su
furia todas aquellas hojas débiles y marchitas. La madrastra, al ver todo aquel
gigantesco trabajo terminado en poco tiempo, tomó sus valijas y se marchó a
toda prisa, pues, la embargaba el miedo de que su hijastra tuviera poderes
mágicos y que los usara contra ella.
Desde ese día, Hámnet se ocupó de las labores de la casa con tanto
esmero que su padre no extrañó para nada a la perversa mujer.
Wartburg, octubre de 1996.
UNA OVEJA, UN
CARNERO Y VEINTE MONEDAS DE ORO
Iba un ciego montado sobre un burro y amarrado a éste llevaba una
oveja y un carnero, en cuyos pescuezos había colocado unos cencerros que
alertarían en caso de que algún amigo de lo ajeno pretendiera robárselos.
Al pasar por un mercado, un comerciante de telas vio pasar al
invidente jalando sus animales y, dándose cuenta de que se le presentaba una
buena oportunidad para apropiarse de la oveja y del carnero, encargó a un
hombrecito calvo que pasaba, que le cuidara el negocio mientras iba a atender
un asunto importante. Es así como el comerciante fue tras el ciego,
ingeniándoselas para desatar los cencerros y amarrárselos a la cola del burro,
lo mismo hizo con las cuerdas en que estaban amarrados.
El hombrecito calvo que cuidaba el negocio de aquel ladrón
oportunista había estado siguiendo todos los pormenores, por lo que decidió
aprovechar él también, la situación, y terminó llevándose las telas.
Cuando el comerciante llegó, grande fue su sorpresa al notar que a
él también lo habían timado.
- Bueno, se dijo a sí mismo. De
todas maneras salgo ganando, pues vendiendo esta oveja y este carnero podré
comprar las telas que he perdido y todavía me quedará algún dinero. Pero tendré
cuidado y mejor los venderé en otra ciudad.
Ya en camino, el comerciante llegó a un puente donde se topó con
un niño que lloraba amargamente mientras aprisionaba entre sus manos una
brillante moneda. El comerciante, atraído por aquel brillo que sólo podía ser
el del oro, preguntó al muchacho.
- ¿Por qué lloras, pequeño, qué te
ha sucedido?
- ¡Ay! Señor, por desobediente mi
padre me castigará. He tomado veinte monedas iguales a ésta y he arrojado
diecinueve de ellas ahí, dijo el niño señalando un
pequeño pozo.
Yo pensé que arrojando estas monedas se cumplirían todos mis
deseos, pero veo que no es así.
El comerciante, al escuchar esto, se frotó las manos pensando que
una oportunidad así nunca más se le volvería a presentar.
- ¿Quieres decir pequeñito, que
allí en ese pozo hay diecinueve monedas iguales a ésta?.
- Sí, señor, contestó el niño quien aún seguía llorando.
- Mira niño, has tenido suerte al
encontrarte conmigo, pues, yo las sacaré y te las daré para que las pongas en
el lugar de donde las tomaste y así tu padre no se dará cuenta de lo sucedido y
no te castigará.
Y para deshacerse del niño, el mal hombre agregó.
- Pero tendrás que hacerme un favor
mientras yo me meto en el pozo a sacar tus monedas. Más adelante hay un mercado
donde tengo un negocio de telas, hasta allí ha de llegar un señor a quien debo
entregar esta oveja y este carnero, así que serás tú quien se las entregue.
El niño se fue saltando de alegría mientras el sinvergüenza quedó
riendo.
- Qué inocentes y tontos son los
niños. Con esta fortuna me compraré un rebaño entero ¡Ji, Ji, Ji! Y ahora,
manos a la obra.
El comerciante se quitó rápidamente la ropa y se metió en el pozo.
Horas más tarde, mientras el hombre trataba de explicar a las
autoridades el por qué había sido encontrado desnudo corriendo por las calles,
en una cueva lejana, un ciego, un hombrecito calvo y un niño, se repartían unas
telas y unas ropas productos de la ganancia del día.
Wartburg, octubre de 1996.
LOS DOS LADRONES Y EL
JILGUERO
Quizá nunca en nuestra vida nos hemos detenido a meditar sobre el
valor de la libertad, la dulce sensación de ser libre, de saber que podemos
andar libremente. Pero parece irónico decir que sólo cuando la dejamos ir nos
damos cuenta de cuan valioso es aquello que hemos perdido.
Contentos por el botín obtenido, dos ladrones llegaron a un
arroyuelo, donde decidieron disfrutar de las delicias de aquella frondosa
vegetación que les ofrecía el bosque.
- ¡Ah!, Dijo el más malvado. Esto
sí que es darse la buena vida. Buena comida, aire fresco, agua límpida y lo
mejor de todo, no tener que trabajar. Sí señor, no hay como esta vida.
El otro ladrón, que era muy joven, dijo:
- Tú crees que a esto se le llama
vida. Estar huyendo de la policía como huye la liebre cuando siente al zorro;
comer del bien ajeno y a toda prisa sin degustar los alimentos que ingerimos
por estar en constante alerta. Dormir en cualquier lugar, muchas veces entre el
saltar de las ratas y los insectos rastreros que caminan sobre uno, no gracias,
si a esto llamas buena vida querido amigo significa que tu árbol torcido sólo
espera ser leña.
El otro lo miraba con recelo, mientras por las comisuras de sus
labios un hilillo de grasa le chorreaba perdiéndose entre los pelos de su
crecida barba.
- Ya cállate, ave de mal agüero y
come un trozo de esta gallina que está deliciosa. Mira que debemos buscar un
lugar donde pasar la noche, pues, esos sabuesos deben estar pisándonos los
talones.
Terminando de comer, los ladrones se echaron sobre la hierba con
el fin de descansar un poco antes de proseguir su marcha. El más joven quedóse
despierto contemplando a un pequeño jilguero que saltaba de una rama a otra,
dejando escapar un canto agradable y melodioso. Por momentos, su pico se
hundía entre el pardo plumaje de su dorso, contratando con su blanquirrojo
rostro. Extasiado en su contemplación, el joven ladrón recordaba que ya desde
niño su más grande ilusión era haber nacido en el cuerpo de un pájaro. Pasaba
horas contemplando a aquellas pequeñas aves de tan variados colores, de tan
mágicos cantos, de tan misteriosos nombres, de tan extrañas costumbres. Había
visto infinidad de pajarillos, pero había algo en este pequeño jilguero que no
alcanzaba a comprender. Ese algo parecía brillar en todo él, en sus colores, en
su canto, en sus plumas, en su pico, en sus patas, pero sobre todo en la luz
que sus ojos irradiaban. En esos pensamientos y en aquel ensueño, el joven
ladrón fue sorprendido por sus captores. Ya en la celda, el ladrón viejo no
podía ocultar su disgusto por encontrarse ahí, y no cesaba de culpar al
muchacho por no haber estado alerta mientras él dormía, facilitando así la
captura.
- No eres más que un pobre tonto, dijo y se echó a dormir sobre un
sucio colchón. El más joven, tomado de los barrotes, miraba ensimismado una
pequeña jaula donde había un pajarillo. Uno de los celadores que le daba de
comer le dijo que era un jilguero y que lo tenía hace bastante tiempo. ¿Qué
extraño?, Se preguntaba el joven ladrón. Era un jilguero, pero no lo era. Sus
colores eran opacos, su canto más que un poema a la alegría y a la vida,
parecía ser un canto fúnebre, un gemido, un lamento. Sí, un doloroso lamento.
Se pasaba las horas inerte, sin siquiera muchas veces probar su alimento. Sus
ojos sin vida, eran dos minúsculas bolitas cubiertas de tristeza. Tanta
amargura lo había convertido en eso, en un ave disecada. Pero lo extraño era
que aquellos ojos muertos sólo parecían mirlo a él, como queriendo decirle algo
y no poder. Fue ese momento en que su pensamiento se iluminó y comprendió en un
instante que tanto él como el jilguero eran dos condenados a morir y que sólo
quedaba un camino por recorrer para tentar en otra vida una nueva oportunidad
para ser feliz. Estiró su brazo y el jilguero inmutable se dejó coger. Entonces
sus dedos se juntaron fuertemente, luego se echó sobre su lecho y cerró los
ojos para siempre.
Wartburg, setiembre de 1996.
LA FIESTA DE LOS
CORNÚPETAS
Habiendo nacido un pequeño rinoceronte, sus padres acordaron
festejarlo a lo grande, por lo que decidieron organizar una fiesta. Pero grande
fue la sorpresa que se llevaron muchos animales cuando al llegar a la puerta
del recinto encontraron un gran letrero donde se indicaba clara y enfáticamente
que la entrada sólo estaba permitida a los cornudos, es decir, a todos aquellos
que llevaran sobre la cabeza un cuerno como mínimo.
De ahí que animales como el antílope, el ciervo, el alce, el toro
y el búfalo no tuvieran impedimento alguno para entrar. Una vieja cabra y un
rollizo carnero estaban bien plantados en la puerta cuidando que aquella
disposición se cumpliera a cabalidad
Al elefante y al jabalí no se les permitió la entrada a pesar que
insistieron sobre el hecho de que aquellas protuberancias que lucían eran
cuernos y no colmillos.
- A otro perro con ese hueso, les dijeron la cabra y el carnero. La jirafa tuvo que esperar a
que se consiguiera una gran escalera para que la cabra verificara si esas
protuberancias que tenía entre las orejas eran realmente pequeños cuernos.
Felizmente se comprobó la veracidad de aquellos cuernitos y la
sangre no llegó al río. Pero como en todo acontecimiento nunca faltan los
problemas, en esta reunión el encargado de ponerlos fue el conejo, quien
provisto de dos cuernos de cartón trató de entrar en la reunión.
El astuto conejo logró engañar a la cabra y al carnero y fue
entonces cuando se le vio bailar animadamente en compañía de la señora vaca.
Sus enormes orejas forradas con cartón le daban un aspecto
imponente, de ahí que la esposa del toro se sintiera atraída por aquella rara y
singular criatura que lucía una cornamenta casi del tamaño de su cuerpo.
Los celos del toro no se hicieron esperar, y con esto, el duelo
quedó sellado en aquel momento. Pero el destino quiso que no se diera tan
desigual pelea, pues, a causa de las volteretas y brincos que el conejo daba,
comenzaron a despegarse sus falsos cuernos ante el asombro y desconcierto de
los concurrentes.
Lo más curioso de todo fue que el conejo no se percató de lo que
acontecía y siguió moviendo sus “cuernos” con el mismo entusiasmo con que movía
sus patas.
Cuando el toro en cornúpeta, hizo parar la música y se plantó
frente al conejo, éste se dio cuenta de lo sucedido y pensó que había llegado
el momento de poner las patas en fuga. ¿Y qué mejor dirección que aquella que
señalaban aquellas astas filudas?
Y así lo hizo. Hasta ahora ninguno de los presentes tiene una idea
clara de lo sucedido. Algunos hablan de un unicornio, otros de un conetoro, otros
que era un torejo, pero en lo que todos coinciden y nos les cabe ninguna duda,
es en el hecho de que el ofendido toro logró rozar con la punta de sus cachos
las blandas posaderas de aquel conejito rufián quien tuvo que esperar un buen
tiempo para poder asentarlas.
Wartburg, diciembre de 1996.
EL SAPO INOPORTUNO Y
EL COCODRILO TUERTO
Habiendo perdido el cocodrilo uno de sus ojos, organizáronle una
fiesta con la finalidad de levantarle el ánimo.
Conocedores de la indiscreción del sapo, todos los animales que
asistieron se encargaron de recordarle a la rana que tomara las medidas
preventivas para evitarle al agasajado cualquier malestar.
- Te lo repito una vez más sapito,
lo mejor es que no abras la boca para nada, no hay que nombrar la soga en casa
del ahorcado, y tú tienes una bien ganada fama de indiscreto.
A disgusto, el sapo aceptó los consejos, pero aquella noche estuvo
más inoportuno que nunca.
- El ojo del amo engorda al
caballo, díjole a la tortuga para que fuera más cauta en
el cuidado de sus hijos.
En otro momento, aconsejó al hipopótamo para que le diera su
merecido a un caimán que había herido a su hijo.
- Dele su merecido, total, ojo por
ojo y diente por diente.
Ya unas lágrimas dejaban entrever la tristeza que embargaba al
pobre cocodrilo a quien a cada momento se le recordaba la pérdida de su ojo
derecho.
Todas las miradas acusadoras se posaban en la figura del sapo,
quien sólo atinaba a llevarse una pata a la boca en señal de mutis.
De repente, algo pareció trastornar a los asistentes y, como si
una epidemia de sapo hubiera tocado la cabeza de todos los presentes, dijo el
hipopótamo:
- No se ponga triste amigo
cocodrilo, total, ojos que no ven corazón que no siente.
La rana, increpándole al hipopótamo su actitud, dijo con
atronadora voz:
- Eso es lo que se llama ver la
paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
En vano trataba de consolar el caimán al cocodrilo, quien no
dejaba de sollozar. La señora hipopótamo se sintió ofendida al ver que la rana
le había levantado la voz al señor hipopótamo.
- Un momento, renacuajo, tronó su voz.
Los ánimos se caldearon y la rana sacó a relucir sus méritos y
cualidades que sobrepasaban los de cualquier rana o sapo allí presente.
- Claro, no ve que en el país de
los ciegos el tuerto es rey, le dijo el hipopótamo
con sorna.
Fue así que aquella fiesta que debía ser motivo de algarabía para
que el pobre cocodrilo que había perdido un ojo se pusiera alegre y recobrara
el ánimo, se convirtió en un recordatorio de la desgracia ajena.
Sin que nadie lo advirtiera, el cocodrilo se alejó de aquel lugar,
y ya en la orilla, díjole a una estrella que fulguraba en el horizonte.
- Daría yo un ojo, porque a mi
enemigo sacasen otro.
Al siguiente día, el cocodrilo ya no podía llorar porque había
perdido el otro ojo. Pero se consolaba sabiendo que todos sus enemigos habían
perdido uno.
Wartburg, diciembre de 1996.
EL HOMBRE AMBICIOSO
Se cuenta que
un hombre no tenía en su cabeza otra idea que la de aumentar sus bienes. Todas
las noches se desvelaba pensando en lo que haría al día siguiente y jamás,
cuando comenzaba a hacer su labor, se sentía satisfecho con lo realizado.
- Te vas a
enfermar como sigas viviendo de esa manera, le decía su mujer de vez en cuando, pero
el hombre seguía haciendo todo lo contrario.
- No disfrutas de lo que tienes por tener
más, le decían sus hijos, pero él seguía
empecinado en su único anhelo: tener cada día más de lo que ya tenía.
La codicia, el
ansia y el recelo lo obsesionaron tanto que llegó el tiempo en que las horas de
descanso se fueron acortando tanto que ya nadie lo veía en su lecho.
Un día el
hombre no pudo levantarse, era tal su agotamiento que las fuerzas parecían
haberlo abandonado. El médico indicó a la mujer y a los hijos que no había nada
qué hacer.
En la
madrugada, cuando todos en la casa dormían, se escuchó la voz del hombre como
un apagado susurro.
El hombre
había comprendido al fin que había equivocado su manera de vivir; que sus hijos
habían dejado de ser niños por convertirse en hombres y que él no lo había notado. ¿Cuánto tiempo había
pasado sin que su mujer hubiera recibido una frase de cariño de parte de él?
- Señor, ahora que he aprendido a vivir,
prolongadme el tiempo.
El hombre
vivió un buen número de años más, pero de diferente manera a como había vivido
antes.
No disfrutó de
la niñez de sus hijos, pero sí de la de sus nietos.
Wolfsschanze,
Marzo 2001.