CADENA DE SUEÑOS
Para
Milagros Mora
Se detuvo ante el escaparate que mostraba a la bailarina que
giraba como una pequeña peonza y recordó la cajita de música que su padre le
regalara cincuenta años antes. Era entonces la niña mimada a quien todo se le
daba. Ser hija única tenía sus ventajas. También evocó a su padre en el
sanatorio, “algo no andaba bien en su
cabeza”, dijo su madre.
-
Taxi, gritó un hombre desde su
coche amarillo.
Ignoró el llamado y siguió a paso lento su camino. Cuando
entró en la
Tienda notó que no había nadie. “Es temprano”, se dijo. El tendero leía el “Washington Post”, mientras daba unas bocanadas al Marlboro. Recorrió los estrechos pasillos llenando la canastilla de mano.
Cereal, galletas, café instantáneo, leche descremada.
Siempre olvidaba algo y tenía que recorrer las calles de la
Quinta Avenida, la mayoría de las veces atestada de gente apurada.
-
No intente hacer nada o le vuelo la cabeza.
Se alarmó. Miró entre unas cajas de galletas y vio al tendero
con los brazos en alto. Un hombre de traje negro lo apuntaba con un arma. Se
sintió aterrada. Era un asalto no había duda. El hombre hurgaba en la caja
registradora. El tendero estaba temblando en el suelo, boca abajo, inmóvil como
una estatua de hielo. Se agazapó en un rincón. Un tarro de jalea cayó y rodó
unos metros. Se sobresaltó. Su corazón latía agitadamente. Más aún cuando el
asaltante la vio arrinconada como un gato. Sus ojos se fijaron en aquel extraño
como implorando.
El hombre del traje
negro colocó el arma en ristre y disparó. Se desplomó dejando caer el contenido
de la canastilla cuya asa sujetaba fuertemente. Una oscuridad total la embargó.
-
¡Ah! gritó agitada.
Miró a su alrededor y vio su habitación como la veía todos los
días cuando despertaba.
Estaba sentada en su
cama.
Vio la canastilla y la soltó horrorizada. Todo en su mente era
una confusión. Algo recorría su vientre llegando hasta el muslo derecho. Palpó
con su mano izquierda y notó un líquido rojo y viscoso.
Es sangre, pensó. Su confusión fue mayor. En el baño, con una gasa,
pudo contener el flujo que se mostraba
incontenible. El proyectil no había dañado ningún órgano interno. Eso parecía y
eso la tranquilizaba.
Se vistió como pudo. Bajó los tres pisos y, ya en su carro,
enrumbó hacia una clínica particular. Es
el lugar más cercano y seguro, pensó. Además nadie le preguntaría nada
sobre lo ocurrido. ¿Y qué podría
contestar?, pensó.
¿Qué es lo que ocurría?
Cuando despertó, se sentía mareada. La anestesia, le dijo el médico. Estaba tendida en una camilla. Una
enfermera la miró escrutadora.
Tomó la receta que el médico le dio y la guardó en su bolso. Duerma un poco, después hablaremos, le
dijo el doctor. ¿Y qué podré decirle?,
pensó. En un descuido logró salir de la clínica sin ser vista.
No se sentía con ganas de manejar.
Caminó a través de unas calles desiertas en busca de una
farmacia.
De repente miró hacia la acera de enfrente y vio a su madre
que le hacía señas. Llevaba el vestido de flores con que fue sepultada. Parecía
querer decirle algo. Así como apareció se esfumó. Sintió una profunda tristeza.
Caminó unos pasos, y vio salir de un edificio a tres hombres. Uno llevaba
camisa de fuerza y era casi arrastrado por los otros dos. Ambos vestían de
blanco, como aquellos que atendían en el sanatorio donde su padre estuvo
internado hasta sus últimos días. Papá,
gritó. El hombre de la camisa de fuerza la miró y movió la cabeza de un lado a
otro. La visión se le nubló y los hombres desaparecieron. Se detuvo. Buscó a su
madre y a su padre. Esto no es real,
pensó. La risa de unos niños que pasaron al lado de ella la reanimaron. Vio
esos rostros inocentes y recordó una imagen del pasado. Una pareja iba detrás
de los niños. Parecían ser los padres, iban de la mano, mirándose con la
sonrisa con que suelen mirarse las parejas que se aman.
Es él, no cabe duda, pensó. El hombre que había amado toda su vida y a quien
creía muerto pasaba a su lado como si ella no existiera. Esos niños, dijo casi sollozando.
Encontró una farmacia lindante con un terreno baldío. Entró,
dio la receta a la intendente y esperó. La espera se le hizo larga. Sentía un
ardor en la herida y un ligero mareo. Recibió la bolsa con los medicamentos.
En ese momento vio que un hombre entraba. No le costó
reconocer al hombre de traje negro que le había disparado. Asustada corrió
hacia la puerta trasera y salió. No se detuvo hasta llegar a una callejuela.
Llovía tenuemente. Buscó ayuda, pero las calles estaban desiertas. Qué extraño, pensó. Cuando miró
alrededor con la esperanza de encontrar a alguien vio al hombre de traje negro
que venía hacia ella con paso ligero. Tomó un callejón y trató de correr, pero
el dolor y los rezagos de la anestesia
se lo impidieron. En su alocada huida tropezó con una piedra y cayó. Los
medicamentos se desperdigaron. Trató de juntarlos, pero el hombre ya le había
dado alcance. Cuando le apuntó con la pistola ella cerró los ojos. El fogonazo
retumbó en la estrecha callejuela y la mujer cayó de espalda.
La visión se le fue nublando hasta quedar en una cerrada
oscuridad.
-
¡Ah!, gritó. Casi ahogada por
la agitación.
Se vio tumbada en su cama. La habitación permanecía inmutable.
Se sentó con gran dificultad. Su ropa estaba húmeda. Unos medicamentos con los
envases casi mojados estaban sobre el cubrecama. Esto es una locura, se dijo. Quiso bajar de la cama pero un dolor
intenso sumamente agudo se había sumado al interior.
Ahora sangraba del lado izquierdo.
Colocó su índice derecho en la herida y pudo contener en algo
la hemorragia. Pensó que estaba muerta, luego que soñaba, luego que se había
vuelto loca, luego ya no sabía qué pensar. En el baño buscó un poco de gasa,
pero no había. Vio el envase vacío con huellas de sangre en el tacho de basura
y recordó la herida anterior, colocó una pequeña toalla en la herida, la ajustó
con un cinturón.
Se colocó un abrigo encima y salió.
Busco el coche en el estacionamiento y recordó que lo había
dejado en la clínica. Ese hecho la confundió más. Su mente era un marasmo de
contradicciones y suposiciones que no tenían sentido alguno.
Tomó un taxi y pidió que la llevaran al hospital más cercano.
-
Sabía que necesitaría un taxi, dijo el chofer, esbozando una maquiavélica sonrisa que ella
vio como una mueca en el espejo retrovisor. Recordaba esa voz.
A los pocos minutos descendió ante las puertas de un hospital
donde un par de enfermeros la llevaron en una camilla. Un médico con mascarilla
le guiñó un ojo y le dijo: No se
preocupe, todo va a salir bien. Cuando despierte verá que todo no es más que un
sueño. Sí, un sueño, repitió ella en un susurro. Las luces del quirófano se
fueron diluyendo poco a poco.
-
Tome esta pastilla para que duerma un poco, lo necesita.
Miró al médico sin poder articular palabra alguna. El dolor,
la anestesia, el cansancio y la incertidumbre eran demasiado.
El médico le dijo que unos policías querían interrogarla, pero
que lo harían después. Mientras dijo esto le mostró una bala y le señaló el
abdomen. Le dejó entrever que había otro orificio de entrada que aún no
cicatrizaba. Ella permanecía muda. Cómo explicar lo inexplicable. Cuando el
médico abandonó la habitación arrojó en la escudilla la pastilla, se quitó el
apósito de la frente y con dificultad y con mucho dolor se bajó de la cama.
Miró por el visillo de la puerta y vio a unos policías sentados, bebiendo café
y leyendo el diario.
Se vistió como pudo y salió por una puerta que daba a un
almacén de limpieza. Allí espero unos minutos y, a la primera oportunidad,
salió provista de un uniforme de limpiadora. Ya en la calle deambuló como un
velero a la voluntad del viento. Sentada en una banca contempló el parque en
toda su extensión.
Árboles, plantas, parterres, almácigas y macizos, todo le
parecía irreal. Los globos de sus ojos, enrojecidos y vidriosos, parecían a
punto de estallar. Un ligero temblor se apoderó de su cuerpo. Debe ser la anestesia, pensó. Vio a su
alrededor. Solo vio al hombre que limpiaba el parque. Se le veía ocupado,
llevando un carruaje abarrilado lleno de hojas y ramas recién cortadas.
Terminaré en un sanatorio
como mi padre, pensó. Tal vez sea algo de aquí dentro.
Se había tocado la cabeza, algo no andaba bien ahí. Un ruido
como un tintineo se apoderó de su mente.
Al comienzo ni lo noto, pero poco a poco se fue haciendo más
evidente, como una estrella que brilla en el héspero y que a medida que
oscurece se hace más brillante.
Cuando el ruido se hizo un chirrido se llevó las manos a la
cabeza y recordó el grito de Munch. Ya no era un puente sino la banca de un
parque donde ese ser solitario y enloquecido era víctima de un destino confuso
y horrendo. Cerró los ojos un instante y cuando los abrió vio esos zapatos que
habían seguido sus pasos y vio ese traje negro que parecía una sombra que la
perseguía y ese rostro impenetrable que asomaba otra vez como una pesadilla
interminable y vio por última vez el arma que le apuntaba y que en un instante
último era detenida por una voz de ¡alto!
El hombre del traje negro se volvió rápidamente y vio al policía descender de
la patrulla portando un arma que parecía apuntarle al pecho. Suelte el arma, gritó, pero el hombre
del traje negro giró y quiso dispararle, el policía fue más certero y el hombre
cayó al piso al pie de esa mujer que no volvería a ver nunca más porque ahora
el que despertaba era él, en una cama, en una habitación solitaria y con una
profunda herida que sangraba incontenible.
Wolfsschanze, setiembre / noviembre 2013.
TRES CALAVERAS
La inteligencia que Dios les había dado no quisieron
aprovecharla para transitar por el camino del bien. Eran ociosos y descubrieron
que se podía vivir cómodamente a costa de los otros.
-
El mundo está lleno de incautos, es cuestión de encontrarlos y
echar mano de ellos, dijo Tirio.
-
Palabras sabias, amigo. ¿Sabes cuanta gente anda por ahí con
su dinero en la mano pidiendo que lo estafen?
Esa era la voz de Adso, el más joven de los tres rufianes.
-
Lo que es yo, como buen hijo, seguiré el camino de mi padre.
Pienso hacer una fortuna timando a la gente y después me retiraré a disfrutar
de lo ganado, dijo Antón, el mayor de todos.
-
Pero tu padre murió en la cárcel, amigo, dijo Adso.
-
Yo no cometeré los mismos errores. Eso es todo, ahora, a trabajar
se ha dicho.
Transitaron durante dos días por una campiña donde los
campesinos se rompían el lomo trabajando
en las tareas de labranza. En la puerta de una vieja casa de madera encontraron
a una muchacha, joven y desgreñada, que separaba el trigo de las mieses.
-
No tienes, buena muchacha, un trozo de pan para estos tres
necesitados que andan hambrientos por la vida, dijo Antón.
-
Claro que sí, esperad por
favor.
La muchacha regresó con una hogaza de pan y se las entregó.
-
¿Di dónde y vienen y a dónde van?, interrogó la muchacha con timidez.
Antón se dio cuenta que era una muchacha ingenua, sin
educación y que sería fácil aprovecharse de su condición.
-
Venimos del cielo, San Pedro nos ha dado permiso para regresar
a la tierra y ayudar a la gente buena como tú, muchacha.
-
¡Oh! Qué suerte la mía. Hace unas semanas mi prometido tuvo un
accidente en la noria y murió a los pocos días. De repente lo conocen, se llama
Guillermo.
Antón se rascó la barbilla y miró a los otros granujas con
picardía. “Si esta estúpida cree lo que
le hemos dicho nos creerá cualquier cosa”, murmuró Antón a los otros dos.
-
Te agradecería que me dieras algunas señas sobre él, hay
muchos jóvenes que han llegado en estos últimos meses, dijo Antón.
-
Es alto, guapo, ojos azules, cabello castaño, ¡ah!, eso sí un
hombre muy gastador. Era un manirroto que despilfarraba el dinero sin control
alguno, creo que por eso mi padre no lo quería, dijo la muchacha.
Los tres bandidos intercambiaron algunas palabras en voz baja.
Luego Adso, que era el más locuaz de los tres, le dijo a la muchacha.
-
Ya sé quién es. Pero tengo una buena noticia que darte, tu
Guillermo ha cambiado totalmente, el poco dinero que tiene lo gasta con
frugalidad y comparte sus alimentos con los pobres.
-
Qué feliz me haces con esas palabras, dijo la muchacha casi sollozante.
-
Pero, hay un problema, muchachita. Sus reservas de dinero se
le están agotando y dentro de poco pasará hambre, pues, no tendrá dinero para
comprar sus alimentos; dijo Adso.
La muchacha quedó pensativa.
-
Y ahora que escasean las gallinas, los huevos han subido, la
huelga de las vacas ha generado un caos y la leche está carísima, el trigo no
da lo suficiente y encontrar un pan es más difícil que hablar con San Pedro, dijo Tirio.
- No sigáis, por favor. Esperad,
dijo la muchacha y entró a la casa.
- La tonta mordió el
anzuelo, muchachos, ahora sólo hay que esperar, dijo Tirio.
La muchacha regresó con un atado de ropa, dos pares de zapatos
y una hucha llena de dinero.
-
Aquí hay dinero suficiente para que viva cómodamente durante
un año. Llevadle también esta ropa seguro que hay noches que hace frío y …
-
Que no se diga más, esto es lo que se llama una mujer de buen corazón,
todo un ser abnegado. Ten por seguro que le hablaremos a San Pedro de ti, para
que cuando Dios te llame a su reino, te reciba con gran algarabía, dijo Antón.
Cuando se alejaban, Adso regresó a donde estaba la muchacha.
-
Dime, buena mujer, no tendrás por ahí un poco de vino y algo
de queso. Bajar del cielo requiere mucho esfuerzo y más se necesita para
regresar.
La pobre chica entregó una garrafa de vino hasta el tope, un
buen gajo de queso y una pierna de jamón.
-
Si esperan unos minutos, mi padre que es minero, seguro que os
dará una buena cantidad de oro para que le llevéis a mi pobre Guillermo. Si bien
no simpatizaba mucho con él, ahora que se entere que ha cambiado se pondrá muy
contento. Quizá hasta les preste su burro para que puedan regresar al cielo, dijo la muchacha.
La oferta era tentadora, pero el riesgo era fatal, eso lo sabían
esos tres calaveras.
-
Lamentablemente la trompeta de San Pedro está sonando y
debemos regresar, así que adiós y gracias por todo, niña.
-
Pero yo no escucho ninguna trompeta, dijo la muchacha.
-
Es que no tienes los oídos de los difuntos, querida, cuando
mueras la escucharas, estate preparada, y ahora, adiosito.
Más rápido de lo que sale un zorro de un gallinero con su
presa, los tres facinerosos se marcharon de ahí.
A los pocos minutos regresó el padre de la muchacha.
-
Hija, vengo agotado y hambriento.
Le daré de comer al burro,
pues, como verás, vengo con dos buenas talegas cargadas de oro. Prepárame pan,
queso, jamón y vino, para darme un atracón.
La muchacha contó a su padre lo de los tres angelitos venidos del cielo.
-
Maldita sea, qué bruta eres, no te das cuenta que te han
engañado; gritó el hombre al borde de un
colapso.
-
¿Por dónde se fueron?, preguntó
el padre.
La muchacha señaló el sendero por donde los vio irse. Montado en
el burro, el hombre partió tras ellos.
En tanto, los tres sinvergüenzas comían las vituallas que la
muchacha les había dado. Un viejo florista trabajaba en el cuidado de un campo
de margaritas, girasoles y azucenas cerca de ellos.
-
¡Eh!, buen hombre, bebe un poco de vino, toma, le dijo Antón.
-
Eso llamo yo un corazón generoso, dijo Adso en son de broma.
-
Para el que convida no hay mala comida, dijo Tirio.
El viejo aceptó de buena gana. Cuando contaban el dinero
sacado de la hucha, sintieron el roznar de un burro.
-
Que el diablo nos proteja,
dijo Antón.
-
Buen hombre, dijo Antón,
te ves cansado, dame tu azadón, tu
regadera y tu ropa, yo haré tu trabajo. Anda con mis amigos a descansar tras
esos matorrales.
A poca distancia se veía al padre de la muchacha, llevaba un látigo
en la mano y en el rostro unas ansias tremendas de descargarlas en los truhanes
que habían engatusado a su hija.
El florista aceptó de buena gana.
-
Hoy es mi día de suerte, dijo.
Antón se puso a regar las flores. Cuando llegó el padre de la
muchacha, lo interrogó.
-
Dígame, ¿no ha visto pasar por aquí a tres hombres?
-
Sí, se han ido por este camino, no hará más de media hora.
Llevaban pan, queso, vino
y una apetitosa pierna de jamón. Creo que en una bolsa tenían ropa, ya deben
estar por esa loma que se ve allá, donde terminan los campos de flores.
-
Gracias, buen hombre, en mi burro me será fácil alcanzarlos en
poco tiempo y entonces les daré un buen escarmiento, dijo el minero emocionado.
Antón vio que algo brillaba en las bolsas que había en el
burro. “Pero si es oro”, pensó. Casi se
desmaya de la emoción.
-
Señor, si usted atraviesa el campo con este burrito se
maltratarán las plantas y el dueño de este floral me castigará, creo que he sido generoso con usted. ¿No
querrá hacerme daño, verdad?
-
Diantre, ¿y ahora qué hago con el animal?
Era lo que Antón esperaba que el hombre dijera.
-
Debo estar aquí un par de horas por lo menos, no sería
molestia para mí cuidar de este animalito de Dios.
-
Sois pura bondad, amigo, aquí te dejo al burro.
A pie, bajo el ardiente calor, anduvo buscando el padre de la
muchacha a los tres bribonzuelos. Recorrió todos los caminos imaginables, subió
y bajo siete lomas, dos ceros y una montaña y no encontró ni rastro de los tres
muchachos. Agotado, hambriento y desalentado, regresó al lugar donde había dejado
al florista y a su burro. Sólo entonces se dio cuenta que lo habían engañado
como lo habían hecho con su hija.
Humillado y cariacontecido regresó a su casa.
-
¿Y qué fue, padre, lograste darles su merecido a esos canallas?, preguntó la muchacha.
-
¿De qué canallas hablas, muchacha?
Eran tres ángeles, hija mía,
tres ángeles venidos del Paraíso, mi pequeña. Les obsequié mi burro para que no
tuvieran que caminar tanto. Dicen que los caminos al cielo están muy difíciles hoy
en día.
-
¿Y el oro?, preguntó
la muchacha.
-
El que da su oro antes de la muerte, abre las puertas de la
suerte, hijita, dijo el minero.
Esa noche, mientras la muchacha dormía, el minero se daba de cabezazos
contra todo poste o columna que encontraba en el establo mientras maldecía a la muchacha, al burro, a los tres bribones
y al prometido de su hija, causante de todo ese embrollo.
Wolfsschanze, diciembre 2013.