EL TORITO DE PUCARÁ
“El hombre del Ande se hizo fuerte,
en su
trinchera de puna y cielo, con
la leyenda
que fue su pan y su lumbre
en los días
amargos”.
“Cusco Mágico”
Alfonsina Barrionuevo.
Aún el sol no terminaba de esconderse en el horizonte
cuando el salvaje, bravío y corpulento toro de testuz imponente hizo su
aparición arremetiendo como un dios enfurecido sobre todo lo que encontraba a
su paso.
Los habitantes de la puna lo miraban extasiados sin poder ocultar
la admiración que sentían por esa bestia de espíritu rebelde que, traída por
los conquistadores, fue ganándose poco a poco, día a día, el respeto de
aquellos hombres del altiplano cuyas manos encallecidas por el arado, vieron en
aquel animal de astas ingentes, un ser que tenía la rebeldía tan inherente a su
raza indómita.
Agobiados por el daño que sus férreas pezuñas causaban a sus
cultivos, los indios decidieron capturarlo y encerrarlo en una laguna. Así,
privado de su libertad, el toro diabólico se sumergió entre las aguas cuyas
orillas le impedían abandonar su acuosa prisión.
Pero cuando llegaron las lluvias, el desborde de la laguna liberó
al oprimido animal que multiplicando su rabia descendió de la meseta con los
ojos llenos de odio y con una fuerza destructora que los indios en diáspora
tuvieron que echar mano de toda su destreza para no ser embestidos por aquella
tromba endemoniada.
Pasado el horror, los hombres vieron estupefactos el desastre que
el toro había dejado a su paso. Nada había podido salvarse:
sembríos, casas, establos, granjas y hasta pequeños hornos donde cada mañana
cocinaban las indias la harina y la cecina, habían cedido a la bravura del
enemigo. Aquella noche, reunidos alrededor de una fogata los hombres bebían
silenciosamente. Dos días y dos noches bastaron para que una
veintena de indios, ebrios de cañazo y pólvora, tomaran la decisión de acabar
con la fiera. Sus rostros, quemados por el frío del altiplano, no
podían ocultar el resentimiento y la tristeza que sentían. En el
fondo de sus corazones se negaban a tan ruda empresa, pues sentían que debían
enfrentarse a un ser cuya rebeldía y fuerza lo hacían parte de ellos. Pero
la decisión había sido tomada y no había forma de dar marcha atrás.
La víctima fue emboscada en un recodo y llevada a viva fuerza
hacia el lago donde había permanecido recluido. Allí fue
obligado a doblar las patas y, con la cabeza y los cuernos sumergidos en el
agua, el toro permaneció luchando por su vida hasta que el aire fue faltando en
sus pulmones. Fue entonces que el cuerpo del toro cayó pausadamente
sobre las tranquilas aguas perdiéndose para siempre.
Los indios en procesión regresaron en silencio a sus casas. A
la mañana siguiente, el pan fue remplazado en el horno por unas pequeñas
figuras de barro en forma de toro que las manos de cada uno de los indios que
participaron de la muerte del animal habían elaborado con impecable destreza.
Una fuerza de hondo contenido terrígeno había guiado durante la
oscuridad de la noche las formas del sacrificado. Astas, testuz,
pezuñas, las fuertes patas, el imponente cuello y hasta la inquieta cola,
habían sido moldeados divinamente. Un pequeño orificio
permitía a los indios llenar el cuerpo del animal con una chicha
bravía y vivificante que transportaban hasta el campo para ser bebida con
fruición y orgullo. Aquel líquido dulce y embriagante despertaba las
energías dormidas tan necesarias para tan sacrificada como ardua labor.
Desde aquellos días, el indio incorporó aquel símbolo barroso a
sus ritos religiosos como un símbolo ceremonial. Una vez más, dos
mundos extraños siglos atrás, se fusionaban en aquel objeto tan fino ornado con
cintas y ramos de flores que era visto con alegría y complacencia en cuantiosos
carnavales como en el de Santiago de Pupuja, donde las cholas jugaban a amarrar
cariños al amparo de la fiesta.
CASILLERO
DEL DIABLO
Habíamos viajado todo el día y mi criado José
estaba tan cansado como yo, pero no tanto como las cuatro mulas que habían
lastrado no sólo con nosotros a cuestas, sino con las cuantiosas baratijas con
que traficábamos por todo el centro de los andes chilenos hasta la
desembocadura del Maipú, cerca al puerto de San Antonio.
- Debemos
descansar, le dije a José quien a manera de asentimiento escrutó mi
cansancio desde el fondo de sus ojos grises.
Ya en una sucia y maloliente posada al lado del camino, José
arrastró a las bestias hacia un pequeño establo donde el suave aromar del
pienso las atrajo mansamente. Mientras tanto yo buscaba un lugar cómodo donde
pasar la noche. Comimos la comida frugal que el posadero nos alcanzó y pedí una
garrafa de vino tinto para relajar los músculos y apaciguar el cansancio.
-
Una jarra de
vino coronada de hojas, mi querido José, y en tus sueños habrá ninfas que
recogerán la miel de tus suspiros.
Parco en palabras, el criado se sonrió.
-
No tráeme un Casillero del Diablo que esta noche
invito yo.
Sin muchas pretensiones en poco tiempo habíamos dado cuenta de
cuatro botellas de ese néctar maravilloso que aquel viejo llamaba Casillero del Diablo,
quién sabe como invocando a qué fantasmas diabólicos que parecían atormentarlo
en sus borracheras.
- Qué
nombre más raro para un vino, dije como tratando de romper la
monotonía de su mutismo.
- Si
no fuera por don Andrés Hurtado de Munayco, el Marqués Concha y Toro no
llamaríamos a este vino de ese modo.
El viejo permaneció en silencio hasta la cuarta botella, luego de
la cual, mostrando una boca desdentada, dijo acercando su cabeza hacia nosotros
y bajando la voz.
-
Los celos del
Marqués para con su mujer eran como los del mismo Diablo.
Minutos después, el viejo se marchó dejándonos a José y a mí con
la semilla de la curiosidad en nuestra mente turbada por aquel rojo vino.
***
Al otro día, decididos a continuar nuestro viaje, mi criado y yo
habíamos preparado nuestra partida desde muy temprano. No bien habíamos andado
un pequeño trecho cuando de entre unos matorrales apareció, intempestivamente,
la figura del viejo. Dijo llamarse Matías Segundo y que tenía una pequeña
cabaña kilómetros adelante.
- Allí
podrán pasar la noche y mañana podrán seguir camino. Soy buen cocinero y estoy
seguro que mi comida les quitará el mal sabor de la bazofia que comieron
anoche. A mí la mañana me llama para otras cosas, pero nos veremos más tarde.
Y sin más preámbulos el viejo siguió su camino.
José y yo nos miramos extrañados por tanta amabilidad y podría
jurar que en ese momento lo invadió un presentimiento de miedo y curiosidad, el
mismo que penetraba en mi pensamiento al recordar las últimas palabras del
viejo: “Los
celos del Marqués para con su mujer eran como los del mismo Diablo”. Olvidados
un poco de aquel inesperado encuentro, seguimos viaje.
El día nos fue bueno, pues, vendimos gran parte de nuestra
mercadería. La tarde, ya cubierta de un celaje púrpura nos tomó desprevenidos.
-
Por aquí no
creo que haya lugar donde pasar la noche, señor, dijo José
girando la cabeza de un lado a otro.
Y era cierto. Nos habíamos alejado del último pueblo, llevados
quizá por el entusiasmo de las ventas y parecíamos perdidos en un paraje
solitario.
- Allá
se ve una luz, quizás encontremos un lugar para quedarnos. Las mulas
están cansadas y necesitan alimento, ya se muestran inquietas, dijo mi
criado algo preocupado.
- Pues,
andando, esto se está poniendo oscuro y resulta peligroso, dije sin
pensarlo dos veces.
***
-
Esto ya parece
cosa del demonio, señor, mire nomás quien está en la entrada de esa cabaña.
Algo de razón parecía haber en las palabras de José. Matías
Segundo, lámpara en mano, nos dio la bienvenida.
- Estaba preocupado creí
que se habían perdido. Por la noche son común los pumas por esa zona, pero
pasen, aquí el viento comienza a arreciar a esta hora, dijo Matías.
Ya dentro de la cabaña y a la luz tenue del lamparín que colgaba
del techo noté que aquel viejo tendría más de setenta años.
- Cumpliré
ochenta y siete el once de marzo, dijo Matías Segundo.
Quede boquiabierto. Cómo diablos sabían lo que yo
pensaba aquel viejo anacoreta. Comimos copiosamente, pues, lo que el viejo
había preparado como esperando nuestra llegada era un manjar nada despreciable.
-
Ahora unos
cuantos Casilleros del Diablo para entonar la comida, dijo
Matías Segundo depositando sobre la mesa cuatro botellas de aquel vino tan
misterioso como él.
A las pocas horas habíamos dado cuenta de aquel líquido rojizo que
a la leve luz de la habitación lucía más brillante aún. Cuando el
viejo Matías abría la quinta botella creí oportuno, picado por la curiosidad de
la noche anterior, averiguar algo sobre aquel vino y aquel Marqués que según
mis lucubraciones tenían alguna relación. Pero una vez más, como leyendo mis
pensamientos, Matías Segundo se me adelantó.
-
Buen hombre el Marqués, de no haber sido por
aquella bella mujer, los celos jamás hubieran entrado en su corazón hasta
arrastrarlo a la locura.
José y yo quedamos mudos, como si ambos buscáramos que aquellas
palabras brotadas de aquella boca sin dientes no interrumpieran su relato.
-
Fue hace
muchos años. Yo era un niño tierno todavía y vivía en una de las cabañas que rodeaban
la parte trasera de la casa del Marqués, muy cerca al traspatio que daba a las
plantaciones. Mi padre era uno de los tantos viñaderos encargados de cuidar los
viñedos, pero estoy seguro que era el único en el que don Andrés confiaba.
Un insecto alado chocó en su loco vuelo contra el lamparín y cayó
sobre la mesa interrumpiendo al viejo. Matías Segundo pasó la mano por sobre la
mesa y se deshizo del bicho. Luego prosiguió, no sin antes beber un buen trago
de vino como buscando remover aquellos recuerdos remotos.
-
Enviudó muy joven, como años antes lo había hecho
mi padre, quizá por eso confío ciegamente en él. Desde ese día dejo de ser él
mismo. Se volvió melancólico y callado. Una noche lo vimos regresar de los
viñedos ebrios y eso extrañó a todos porque a pesar de producir el mejor vino
del lugar nunca en su vida había bebido. Se encerraba todo el día en su casa y
no salía sino hasta llegar la noche y sólo para dirigirse a las viñas donde
horas después aparecía, siempre borracho y hablando cosas extrañas que nadie
entendía.
-
Sólo en los últimos tiempos de su existencia dejó
que mi padre lo llevara hasta su casa. Yo los veía por la pequeña ventana de la
cabaña. Mi padre regresaba minutos después y sin decir nada se echaba en su
camastro. Estoy seguro que sabía que yo estaba despierto y que fingía dormir
porque nunca me dijo nada.
El viejo cortó su relato y fue en busca de lo que creí sería la
última botella; ya habíamos dado cuenta de seis y los ojos de José reflejaban
un ligero sopor. Matías Segundo prendió un cigarro, me alcanzó uno y lo acepté
de buena gana; José con un gesto se negó.
-
Que si era
bella doña Amalia, eso bien lo sabían los señores que asistían a las fiestas
que el Marqués solía dar, sobre todo cuando la cosecha había sido buena. Pero
siempre las reuniones terminaban mal, los celos del Marqués por doña Amalia
eran tan evidentes que todos comenzaban a sentirse incómodos y se marchaban.
-
Así, con el
tiempo, se fue quedando sin amigos y las fiestas escaseaban hasta el día aquel
en que don Andrés decidió: “no más fiestas, Clodomiro, nunca más quiero a esas
sabandijas espiando a mi mujer”, dijo el Marqués a su criado. El viejo
hizo una pausa para beber un sorbo.
-
Matías Segundo
Turro se llamaba mi padre y así me llamo yo, señor; dijo Matías
y lanzó una estruendosa carcajada. Desde ese día doña
Amalia no asomaba la cabeza ni por la ventana. Los malpensados murmuraban:
“Seguramente ese ricachón ya la ha matado”.
-
A mi padre le disgustaban esos comentarios, pero
como era de carácter y temperamento paciente se los guardaba. Todos estos años
me han llevado al convencimiento de que mi padre sentía un gran cariño por el
Marqués y que su trastorno le dolió mucho, aunque nunca me lo comentó. Hasta
conmigo era muy reservado.
El viejo bostezó varias veces seguidas y comprendí de inmediato su
cansancio. Ni él ni yo nos habíamos dado cuenta que José se había dormido con
la cabeza hacia un lado.
-
Bueno, será
mejor ir a dormir señalando las botellas agregó, ya esos diablitos
están haciendo sus efectos.
Un malestar, no producto de esos “diablitos”, me
embargo. Debíamos partir con José al otro día y mi curiosidad por saber sobre
la historia del Marqués había sobrepasado los límites de la discreción y la
cortesía. Dejando los buenos modales de lado, me preparé a interrogar al viejo
sobre aquella enigmática historia de celos, marqueses y viñedos.
-
No se
preocupe, mañana por la noche continuaremos, pueden quedarse los días que
quieran, comida no falta y vino sobra.
Ya acomodado en mi litera y con los ronquidos de José que parecían
perderse en aquella fría noche, seguía pensando en cómo hacía aquel viejo loco
para anticiparse a mis palabras y conocer mi pensamiento. Unos ingrávidos rayos
de luna me hundieron en un profundo sueño.
***
Al otro día José se levantó con gran disgusto sin poder
sobrellevar su resaca. Trató de justificarse diciéndome no sé qué cosas, pero
lo corté de inmediato. Mi mente estaba sumida en otros pensamientos: se
nos habían terminado los productos para venta, lo cual implicaba marchar de
inmediato, pero por otra parte, el fantasma del Marqués a través de aquella
interminable narración del viejo Matías me tenía intrigado hasta en los sueños.
Tenía que tomar una decisión y esta tenía que ser rápida.
-
Te vas a comprar los abastos mientras yo
permanezco aquí esperándote. No te llevará más de una semana de camino (era el
tiempo que yo había calculado para que Matías Segundo terminara su historia).
Conociendo el buen talante de José di por hecho que no me preguntaría
el porqué del cambio de planes. Así sucedió y José partió arreando las mulas
sin mediar palabra alguna. Matías salió pocos minutos después que mi criado
partió: “Regresaré
entrada la tarde, en la cabaña tiene todo lo que pueda necesitar”. Lo
vi alejarse hasta hacerse un punto en el horizonte. Dormí casi todo el día.
***
- Señor, señor.
Desperté un poco azorado. El rostro del viejo Matías, sonriente
desde aquella boca desdentada, me volvió a la realidad.
- Vaya
que si esos diablillos son tremendos, no señor.
Ya la luz del día se había difuminado. La noche estaba cayendo
lentamente y tenía un apetito feroz.
- Ya
preparé la comida, debe estar hambriento. Preferí ya no pensar en
la aptitud que Matías Segundo tenía para adivinar los pensamientos de otro.
***
Como un ritual sagrado que cumplía todas las noches el viejo
Matías Segundo bajó hasta la pequeña bodega que tenía cerca al granero y
regresó a los pocos minutos con tres botellas de vino.
De más está decir que provenían del mismo infierno que las otras
que habíamos bebido la noche anterior. Mientras sacudía la leve capa de polvo
que las cubría, Matías me miró fijamente. Sus ojos, acaramelados y dulces como
la miel, me observaban con cierta malicia y sarcasmo, como esperando que yo le
dijera o le insinuara algo sobre el Marqués, como incitándolo a continuar con
su relato.
-
Una noche,
mientras yo dormía, sentí un ruido extraño. Me levanté y noté que mi padre no
estaba en su litera. Asomé la cabeza por la ventana y lo vi dirigiéndose a los
viñedos por la misma ruta que el Marqués acostumbraba tomar en sus salidas
nocturnas.
El sendero hacia las viñas estaba claro. La luna llena aquella
noche era una bola de algodón brillante. La curiosidad en los niños es algo
natural, ¿No cree usted, señor? No supe qué contestar. Sentía
que mi rostro enrojecía más por la alusión a mi curiosidad por saber la
historia del Marqués que por el vino bebido. Recién habíamos dado cuenta de
media botella.
- Sí,
creo que sí, dije sonriendo.
Matías Segundo apuró un trago y exhaló un suspiro de complacencia.
-
Algo bueno
debe tener el infierno para que este vino lleve el nombre del gran jefe, dijo el
viejo.
Luego prosiguió:
-
Yo era muy
sigiloso para andar entre los viñedos como para que alguien notara mi
presencia, un puma bajando de las montañas para caer sobre su presa.
Mi padre no se percató que lo espiaba a de la misma manera como él
lo hacía con el Marqués. Lo mío era por curiosidad de niño, pero sé que mi
padre no estaba allí por la misma razón que yo. En él, era preocupación por lo
que al Marqués le estaba sucediendo.
Había adelgazado mucho, su barba estaba crecida al igual que sus
cabellos, tenía el aspecto de un loco. Casi no comía y sus ojos estaban
enrojecidos. Tenía las ojeras de un mapache. El vino lo estaba matando, señor, dijo el
viejo abriendo los ojos como un sapo sacando la cabeza del agua.
Matías se levantó de la silla bruscamente, provocándome un
sobresalto. Me miró con esos ojos de chinchilla; en ellos había satisfacción,
parecía jugar conmigo. Mi curiosidad era su mejor aliado. Tomó un
pequeño vaso, lo llenó de agua y lo vació sobre su cabeza. Luego sacudió su
melena cana y alborotada.
Llenó un vaso hasta el borde, lo tomó de una envión. Se
volvió a sentar, prendió un cigarro, me alcanzó uno y prosiguió:
-
El Marqués se
hallaba arrodillado frente a un viñedo donde los racimos de uva fulguraban como
esas lucecitas que se ven brillar allá en los árboles navideños de las grandes
ciudades. Las uvas exudaban unas gotitas amarillentas que el Marqués recogía
con sus dedos temblorosos. Luego, y esto dudo que me lo vaya usted a
creer señor, se escuchó una voz de mujer que era como el zumbido de una abeja.
Retrocedí unos pasos, alarmado, pero mi curiosidad era grande, inmensa como la
noche y sus estrellas y decidí quedarme.
Era la mismísima voz de doña Amalia Flores de Campodónico, la
mujer del Marqués. Luego vi la imagen de ella y esto, señor, lo puedo jurar
sobre la misma tumba de Matías Segundo Turro, mi padre, y si miento, que mi
alma se queme en el mismo infierno.
La voz del viejo parecía venir de otro mundo. En ese momento su
mente se había trasladado a otro tiempo. Era el niño Matías Segundo quien
hablaba a través de aquel cuerpo obeso y de rostro arrugado como una pasa.
-
Allí estaba la
mujer del Marqués, delgada y alta como un álamo. Su rostro sonreía con esa
mixtura de ángel y niña que siempre la había caracterizado. Ese era
el rostro que yo recordaba hasta antes de que el Marqués le prohibiera salir de
la casa.
Su cabello negro, corto y ordenado como lo había llevado en vida,
lucía dos ramos pequeños de uvas resplandecientes. Al poco rato doña
Amalia tomó el camino que daba a la casa y don Andrés la siguió sin intentar,
en ningún momento, detenerla. El viejo comenzó a reír
estrepitosamente.
-
Parecíamos un
pequeño ferrocarril. El Marqués detrás de doña Amalia, mi padre detrás del
Marqués y yo detrás de todos ellos. Y el viejo volvió a estallar en un
ataque de risa. Permanecimos en silencio el tiempo que demoramos en
apurar la cuarta botella. Cuando descorchó la quinta y después que hubo llenado
los vasos, me dijo:
-
Yo no pude
entrar a la casa porque me hubiera delatado, pero mi padre sí lo hizo. Antes
de morir me contó todo lo que ahora yo voy a contarle. Si se lo cuento es
porque usted, señor, me cae bien y hace más de cincuenta años que nadie me
simpatiza así.
Me sentí emocionado y Matías lo percibió. Me indicó el vaso y
apuré un trago. Luego prosiguió:
-
A nadie le he contado lo que mi padre me confió la
noche aquella en que murió.
Así que lo que
va a escuchar es lo que le contaría mi padre si viviera. Doña Amalia se dirigió
al sótano de la casa donde don Andrés guardaba los vinos. La puerta estaba
cerrada y con una leve seña le indicó al Marqués que la abriera, luego entraron
dejando la puerta entreabierta. Mi padre, a hurtadillas vio el camastro donde
doña Amalia había permanecido durante los últimos años de su vida.
Sujeto a la pared había una especie de armella sobre la que colgaba una
herrumbrosa...
-
Quiere decir... interrumpí.
-
Sí, señor, se me
adelantó Matías, la había encadenado a
la pared para que ningún ojo de hombre posara su mirada sobre su bello rostro.
Allí la volvió a encadenar de nuevo, entre los casilleros donde guardaba las botellas
de vino que reservaba para sus fiestas de antaño. Y allí mismo, invocando al
mismo Diablo pronunció estas palabras:
“Dame la gracia, diablo maléfico, de que ningún hombre que no sea
yo pueda verla nunca y el día que muera podrás llevarte mi alma, mi cuerpo,
todo”.
Sus celos habían traspasado los límites de la realidad. Fue ahí
donde comenzó a divulgar entre los peones aquella historia de que el mismo
diablo se había instalado en el sótano de su casa y que todo aquel que
pretendiera ingresar en ella perdería la voz y la visión.
Todos atribuyeron esa historia a las alucinaciones de un pobre
borracho; pero no fue hasta el día en que Clodomiro Bautista,
llevado por la ambición de apropiarse de una de las botellas que el
Marqués guardaba en su sótano, se aventuró a entrar en esa habitación, que
pudimos comprobar que lo dicho por el Marqués era cierto.
“Esas son
invenciones del Marqués para ocultar las lindas botellitas de buen vino que
debe tener ahí, pero a Clodomiro Bautista no se le engaña con cuentitos de
diablos”. Fue lo último que su mujer escuchó la noche aquella en que el
desgraciado criado se aventuró a entrar en el sótano del Marqués haciendo caso
omiso a la advertencia.
El pobre
infeliz se quedó ciego y mudo hasta el día en que lo cubrieron de tierra. Hacía
señas como queriendo contar lo que había visto pero nadie podía entenderlo. Lo
que nos causaba gracia a nosotros los niños de ese entonces era verlo como se
llevaba los índices y se los colocaba a cada lado de la cabeza.
“Parece que de
verdad ha visto al diablo”, decían unos. “No, son los cuernos que le ha puesto
la mujer lo que lo ha vuelto estúpido”, decían otros.
Lo cierto es
que nadie más se negó a acatar las advertencias del Marqués por temor a
quedarse como el pobre Clodomiro. El viejo Matías vio que las
cinco botellas depositadas sobre la mesa estaban vacías.
-
Voy por la
última, dijo.
A los pocos minutos se arrellanó sobre la silla y dijo:
-
Cuando don
Andrés Hurtado de Munayco no salió de la casa durante dos días, nadie quería
entrar a la casa.
Mi padre ya había muerto años antes así que por el cariño y
respeto que él había tenido para con el Marqués, me sentí en la obligación de
ver si algo le había sucedido al bendito hombre. Lo encontré tirado en el salón
grande, aquel que daba al sótano.
De hecho estaba muerto. No sé por qué razón me aventuré
a descender al sótano.
El camastro de doña Amalia estaba pegado a la pared de donde
colgaba una cadena, tal como me lo indicó mi padre años antes, pero por ningún
lado se veía a la esposa del Marqués. Después que lo enterramos aparecieron
unos parientes lejanos que nadie conocía. Esas propiedades valían oro y eso
bien que lo sabían. Pocos fueron los que se quedaron a trabajar para los nuevos
patrones.
Venían con ideas nuevas que a mí no me gustaron, así que decidí
marcharme. A veces pienso que lo que buscaba era huir de los recuerdos que esos
lugares me traían. Una forma de enterrar mi pasado y creo que lo he logrado
ahora que le he contado toda esta trágica historia. Cuando me iba, uno de los
parientes del Marqués se me acercó y me preguntó que dentro de las
innovaciones que querían hacer estaba el de ponerle nombre al vino, pues, que
yo recuerde don Andrés nunca se había preocupado por eso.
“Casillero del
Diablo”, le
contesté. Luego me marché. El
viejo comenzó a reír nuevamente.
-
Fue un nombre
que se me ocurrió por decir algo, pero nunca pensé que realmente se lo pusieran. Matías
Segundo se levantó de la silla, bebió un trago y me dio un cordial “Hasta mañana,
señor”.
José llegó como lo había previsto siete días después. Me despedí
del viejo y partimos, José nunca preguntó en qué había terminado esa truculenta
historia. Seguramente pensó que eran invenciones del viejo Matías.
BAJO LA ENCINA
“Dejo bastantes
cosas sin darme prisa a
concluirlas”.
Robert Frost.
Un niño se lamentaba frecuentemente porque todo lo que hacía le
salía mal.
-
Estoy harto de esta situación, le dijo
a su padre. Por
más que me empeño en hacer las cosas bien, no acierto en nada.
El padre, preocupado, decidió observar a su hijo. Notó que el
muchacho hacía muchas cosas al mismo tiempo y con mucha prisa, dejando a veces
muchas de ellas inconclusas y otras muy mal hechas. Luego de un tiempo, llamó
al muchacho y le dijo:
-
Ven, daremos un paseo, quiero que veas algo.
Cuando llegaron a un bosquecillo poblado de encinas, se detuvieron
bajo uno de los árboles para protegerse del sol. Una bellota cayó a los pues
del padre.
-
Mira, dijo el padre con el fruto entre
los dedos, cuando
la bellota cae del árbol espera un tiempo para abrirse, luego germina y
posteriormente echa raíces. Pero, ahora cabe preguntarnos: ¿Cuánto queda por
concluir todavía?
Un gorrión se posó junto a ellos y canturreó sonoramente.
-
Falta que el sol y la lluvia participen
conjuntamente para que esta bellota se transforme en encina. Antes de una fecha
determinada, pero con ayuda de ellos, crecerá hasta erguirse y esparcir su
sombra, concluyó el padre.
-
Vaya, dijo el muchacho, pero será dentro de
mucho tiempo.
-
Así es, hijo, en
el tiempo que la sabia naturaleza lo determine. La vida nos presenta infinidad
de cosas que no podemos apresurar, a pesar del esfuerzo y la velocidad que le
pongamos. De ahí que nuestros planes y problemas deben madurar, como esta
bellota, hasta su solución, sabiendo que interviene en ellas una fuerza
superior a la nuestra.
Con el tiempo el niño dejó de lamentarse,
pues, había aprendido la lección que el padre le había impuesto.
EN LA SENDA
A la memoria de Estuardo Núñez
Kamara bajó la colina sin prisa. Tres días antes cuatro
de sus pequeños hornos de tipo colmena se habían desmoronado inexplicablemente;
cuatro fundiciones de hierro se perdieron. La preocupación por no poder cumplir
con el pedido que Konosovo, jefe de una tribu vecina le había encomendado, se
habían transformado en noches de insomnio.
-
Las puntas tienen que ser muy agudas, tan punzantes que las lanzas puedan
atravesar la coraza de un rinoceronte, advirtió Konosovo chasqueando la lengua.
Entrecerrando los ojos por el fuerte sol del mediodía,
Kamara se detuvo al pie de un gigantesco chopo. Bebía un sorbo de agua mientras
observaba a un alacrán negro pinchando a una distraída lagartija. Cinco días de
caminata habían cuarteado sus pies callosos y una pequeña herida le provocaba
un dolor punzante. Tragó un trozo de carne de vaca frita en aceite y una torta
de pan. Un trago de agua de cebada lo echó a andar. Si apuraba el paso llegaría
donde la sacerdotisa Samori en una hora más.
***
Sudoroso y agitado, Motuto se detuvo en la entrada de la
choza de barro color parda. Alrededor, árboles altos daban sombra a un tejado
cubierto de secas ramas y hojas de acacia.
Motuto dejo su talego cargado de conchas de cauri y su
lanza en la entrada de la choza y entró en ella con temor.
***
Kamara alargó el brazo y entregó a la sacerdotisa un
pequeño cuenco con machacado de plátano y nueces de cola que serviría de
ofrenda para que Samori alejara a los espíritus misteriosos que estaban
acosándolo. Su angustia estaba en las manos temblorosas que frotaba
constantemente contra su pecho desnudo, donde colgaba un amuleto que mostraba
la cabeza estriada de un león. Kamara le habló a Samori del daño experimentado
por sus hornos y no le ocultó su temor por la posible existencia de una
malignidad oculta que buscaba hacerle daño; su excitación crecía a medida que
expresaba sus temores. La sacerdotisa lo escuchaba con serenidad. Había
escuchado cuantiosas historias de hombres temerosos de los malos espíritus;
sabía también de espíritus errantes y encolerizados causando daño a hombres,
mujeres y niños. Inclusive a poblados enteros.
***
El hechicero invitó a Motuto a sentarse. Se llama Soyinka
y escucha atento los lamentos del recién llegado. Motuto se queja del desdén
con que ha sido tratado por Kamara, su jefe en la confección de lanzas. Muchos animales
y guerreros han muerto a causa de su destreza en la elaboración de púas. Kamara
se mostró indiferente cuando Motuto le pidió ayuda porque su pequeño y único
hijo estaba enfermo. La madre del niño no soportó la muerte del pequeño y con
un certero tajo se cortó el cuello. Todo lo que Motuto tenía en su corazón se
fue con esas vidas. Para el entierro Motuto tuvo que sacrificar cinco reses
para que fueran consumidas por los asistentes al funeral. Para sufragar los
gastos, Motuto se ha hecho de una deuda que debería pagar durante muchos años.
Ha quedado en la miseria y en la desolación. Su rabia contra Kamara ha
envenenado su sangre. Él, que nunca ha hecho daño a nadie, ha tenido que clavar
una lanza en el corazón de cada animal del holocausto. También ha cortado
rabos, orejas y cuernos para distribuiros entre los asistentes que más han
sentido la muerte del niño. Después de la ceremonia, Motuto ha asistido a un
torneo de luchas en honor del fallecido; ha tenido que pasar por la humillación
de no poder participar en la justa, pues su cobardía era conocida por todos.
***
Samori tomó una espada decorativa que había en la choza y
la colocó entre ella y Kamara, el arma es el símbolo de su autoridad. El sol
penetró en la choza y Kamara observó un destello de filigranas en las orejas y
en el pelo de la sacerdotisa. La mujer tomó varias máscaras que guardaba en una
caja de ébano y las fue colocando una tras otra sobre su rostro mientras
entonaba una canción tocante a la historia de la tribu de Kamara. Cantó sobre
los hombres valientes que habían entregado su vida defendiendo sus tierras y
sus bienes de invasores nómadas que acostumbraban atacar a tribus indefensas.
Las máscaras, todas de animales, fueron pasando ante los ojos de Kamara sin que
este mostrara ningún rictus; primero fue la cabeza de toro, luego la de un
león, una pantera, un guepardo y ninguna reacción hubo en el nervioso Kamara.
Samori lo interroga y escucha atenta, pero no hace ningún comentario. Cuando ha
terminado de preguntar se dirige hacia las raíces del chopo de color panza de
burro, se agacha hasta casi tocar el suelo y coge algo con las manos. Es una
vistosa serpiente, delgada y reluciente al sol.
***
Soyinka cree haber escuchado suficiente. De una bolsa
extrae un fetiche de clavos. Es un perro de madera que utiliza para invocar
espíritus malignos. Muchos hombres temerosos y ansiosos de venganza como Motuto
han clavado un nuevo clavo en la figura del fetiche para que se realicen sus
deseos. También comerciantes deseosos de obtener beneficios especiales o algún
guerrero que ansiaba ser invulnerable en la batalla y hasta alguna mujer que
pretendía dar a luz sin dolor han dejado en un clavo el testimonio de su paso
por la choza del hechicero. No hay nadie que no haya visto plasmado su deseo.
De ahí proviene la fama certera de Soyinka. Después de beber un brebaje amargo,
Motuto parece entrar en trance. Luego de unos minutos coge un clavo que el
hechicero le entrega y, con una pequeña roca, da un golpe preciso y el hierro diminuto
hiende la madera. Todo ha quedado sellado entre Motuto y el hechicero.
***
La sacerdotisa coloca la serpiente ante un altar de
pequeñas piedras encantadas mientras Kamara, con el rostro sudoroso y
preocupado espera los mejores vaticinios. Samori vierte un líquido viscoso en
una copa para vino de palma tallada como una cabeza de hombre apoyada en unos
brazos. La serpiente no da señales de vida, solo una débil pulsación se observa
bajo la dorada piel de su garganta. La sacerdotisa bebe un brebaje sin mostrar
asco alguno. Permanece en trance durante un largo periodo de tiempo. Al fin,
Samori abre los ojos y se dirige a Kamara mostrándole un muñeco de madera. Es
un niño con la cabeza redonda y el cuello alargado. Kamara lo toma con ambas
manos y siente que algo se estremece dentro de él. Sus ojos se abren y se
cierran como si una tormenta de arena de ensañara furiosa sobre ellos. Es
entonces que siente la voz de un niño, más que una voz es un gemido que se
acerca y se aleja. Entonces Kamara pronuncia el nombre de Motuto. La
sacerdotisa se dirige a Kamara con las respuestas a sus preguntas. Él ha
ofendido a sus ancestros llevado por sus ambiciones de hacerse rico, ha sido
remiso en sus obligaciones con su tribu, se ha comportado mezquinamente con su
ayudante Motuto. Para su expiación deberá sacrificar dos ovejas, tres carneros,
cuatro cabras y una vaca, debe ayudar a quien lo necesite, y entonces el
espíritu maligno se alejará y sus ancestros regresarán a su casa y guardarán de
su salud y de sus bienes. En otras circunstancias, Kamara se hubiera sentido
horrorizado por el gasto que le acarreará el sacrificio, pero ahora siente que
algo en su interior ha cambiado, se siente feliz, con ansias de ayudar a todos
los necesitados. Sus preocupaciones y angustias se han desvanecido, porque el
misterio de sus hornos se ha resuelto. Buscará a Motuto y le dará todo lo que
necesite para curar a su hijo. Lo abrazará como se abraza a un hermano; lo
invitará a su casa, a él y a su familia para demostrarle cuan equivocado estaba
llevado por sus ambiciones.
***
El conejo que entró en la choza del hechicero salió
convertido en leopardo. Cuando Motuto tomó la senda peligrosa que nadie se
atrevía a transitar, blandía su lanza en ristre por si alguna fiera se
interponía en su camino. Ya no era el hombre apocado que aceptaba el mayor
desprecio o la menor insinuación de su cobardía. Su mirada pasiva había quedado
en las paredes de la choza donde Soyinka había hecho de él un nuevo ser, una
fiera dispuesta a desgarrar con fiereza la carne de sus enemigos. La imagen de
su hijo invadió su pensamiento como el rugido de un felino acorralado en una
red. Un felino le salió al encuentro senda adentro. Era un enorme león de melena
rojinegra en cuya mirada la muerte parecía ser una cuestión cotidiana. Motuto
se detuvo, permaneció estático unos segundos, los suficientes como para que el
animal sintiera ese aroma extraño tan propio de los humanos. El león tenía un
gesto melancólico, diríase que exhalaba suspiros románticos bajo el sol del
atardecer. Hombre y fiera se miraron, el león avanzó unos pasos y alzándose
sobre sus patas traseras se lanzó sobre Motuto. Su muerte fue rápida y casi
silenciosa. Motuto, en rápida reacción, se había agachado con la lanza hacia
arriba. Ahí quedó la fiereza del león, sangrante, con los ojos abiertos y la
mirada perdida.
***
Kamara anduvo más de dos horas entre la espesa
vegetación. Nunca se había sentido tan complacido de la vida, la liberación que
había experimentado con el hechicero lo llevó a pensar en sus hijos y en su
mujer que en ese momento seguramente estaba en el patio de la cabaña chancando
en un crisol plátanos y ñames para preparar el fufu. Llegado a un recodo donde se erguía una abundante maleza, Kamara
sintió la presencia de Motuto, este lo miró fijamente y avanzó hacia el
encuentro de aquel que venía a él con los brazos abiertos y una sonrisa que más
que sonrisa parecía ser una mueca grosera. Cualquiera pensaría que los dioses
africanos los habían juntado para espectar el irónico encuentro entre la
redención y la venganza. Cuando Kamara sintió el pecho jadeante de Motuto
escuchó nuevamente la voz del niño que había percibido en la cabaña de Samori.
Ahora el gemido era más nítido y se unió al gemido brotado de sus labios al
sentir el hierro que Motuto introducía en su vientre hasta rasgarle las
entrañas con la fiereza de un león que clava sus colmillos en el cuello de su
presa. Lo último que vieron sus ojos antes de cerrarse para siempre, fueron los
tenues rayos del sol de la tarde que penetraban entre el tupido follaje de los
árboles.
Cruzó la
calle evitando a una patrulla. Una leve bruma caía sobre la ciudad
desvaneciendo las cúpulas y agujas de las iglesias. Las altas torres de los
viejos palacios, las chimeneas humeantes de las fábricas, las sombrías colinas
desde donde verdes bancales bajaban hacia el río Moldava, también se sumergían
en una niebla espesa y pegajosa. Al medio día, los rayos del sol penetraban la
niebla primaveral y la temperatura aumentaba para satisfacción de los pocos
niños que aún jugaban con la nieve. La caza de sospechosos de oposición al
régimen desde que Reihard Heydrich había
sido nombrado viceprotector de Alemania en Bohemia y Moravia, se había
intensificado. Comunistas y judíos eran los más buscados. Las órdenes de Berlín
no se discutían. Norberg Glass se detuvo en una esquina donde a pocos metros
guardias de la SS cargaban en un camión a un grupo de detenidos. Una mujer,
vestida elegantemente, era custodiada por militantes de los camisas negras.
Bajo su sombrero de fieltro colgaba un cartel: “Soy la más solicitada ramera del lugar, solo me lío con judíos”.
El estigma estaba escrito en alemán, hebreo y checo. No bastaba con el despojo
de bienes y el castigo físico, había que doblegar al enemigo hasta convertirlo
en un ser sumiso; arrancarle los sueños para que vivan la realidad como una
pesadilla. Una tempestad repentina del viento helado y ráfagas de nieve
hicieron tiritar a Glass, quien ya no sabía si era Glass, Haisler, Stiglerol u
otro; el cambio recuente de identidades desde que su nombre figuraba en los archivos
de la Gestapo era cosa de todos los días. Sus libros, confiscados de las
librerías, eran veneno judío como los de Freud, Lenard, Mann, Proust o Einstein
y otros tantos que el doctor Joseph Goebbels había mandado a la hoguera en
Berlín. Poco le importaba a Glass el destino de sus libros a los que
consideraba simples ejercicios de aprendiz que no merecían perdurar. ¡Qué terminen en el fuego del infierno!,
se dijo. Ya llegará la obra que me dé la
fama y la gloria”. El librero que escondía en un sótano un gran número de
sus libros lo había interpelado: “Pero usted no es judío ni comunista”.
*
Glass anduvo
por las angostas calles adoquinadas bordeadas de frondosos cipreses. Penetró en
un callejón paredes ennegrecidas y dio unos golpes en una de las pequeñas
ventanas que parecían nichos de un cementerio abandonado.
- Soy Glass… Norbert Glass
La ventana
se abrió.
- Necesito papel, cinta para
Remington…
Desde unos
gruesos espejuelos un hombrecillo lo escudriñaba.
- Una libra de café,
cigarrillos, una botella de brandy. Algo de azúcar no me vendría mal.
Estaba
prohibido comprar en tiendas judías, o las que quedaban de ellas. Un hombre
había presentado una demanda de divorcio contra su mujer porque había comprado
en una de esas “tiendas apestadas”.
Los ¡Juden Raus! en los vidrios de
los escaparates señalaban los límites de la legalidad.
- Lo del papel será fácil,
los alemanes lo necesitan para sus largas listas de deportados.
Pequeño,
ceñudo, con el rostro ligeramente cacarañado por una viruela de la niñez, el
hombrecillo habló a Glass de las miserias y atrocidades de la guerra. Glass no
mostró interés. Su mundo era su soledad y sus libros; poco le importaba aquel
poblado de seres que despreciaba. Hubo un silencio mientras el hombrecillo
memorizaba el pedido y quemaba el papel.
- Ha oído hablar de Dachan,
Emsland, Heuberg, Sobibor, Treblinka… Auschwitz, el paradero final. Son campos
de la muerte, quien llega ahí ya no sale, dijo el librero queriendo despertar
la curiosidad de Glass.
Glass miró a
ambos lados del callejón. Encendió un cigarrillo.
- ¿Cuándo puedo recoger mis
provisiones?, dijo secamente.
- Dentro de dos días, al
atardecer; de noche es peligroso, los escuadrones de las SS rastrillan la
ciudad en busca de sospechosos.
Glass le
extendió un fajo de billetes y le dio un manuscrito.
- En estos tiempos todos
somos sospechosos.
El hombre
refunfuñó.
- ¿Qué haré con sus libros
que tengo abajo?
Glass lo
miró con desinterés.
- Úselos para su estufa,
también este manuscrito, es una obra que no vale la pena. Alégrese, el frío
arrecia por las noches y la escasez de carbón se agudizará. Todo lo que he
escrito lo calentará varias semanas.
El hombre
tomó el fajo de papeles y cerró la ventana. Glass salió con discreción del
callejón. La policía secreta se percibía hasta en el aire. Un Side-car con dos
soldados se detuvo bruscamente. Glass se escondió tras unas cajas de madera. La
amenaza encendió unos cigarrillos, siempre alerta a cualquier hecho inusual.
Los hombres montaron la máquina y se marcharon. Con esos dos tipos había que
andarse con cuidado, le volaban los sesos a cualquiera que no fuera alemán. En
lo alto, un cielo oscuro cubierto de densas nubes anunciaba una nueva tormenta
cuando Glass llegó a su escondite. El edificio, con las paredes desmedradas y sucias,
era un laberinto de escaleras ruinosas y oscuros corredores.
- Este es un buen lugar para
escapar de las redadas, le dijo la señora Kubis, su arrendataria.
Glass la
ignoró, siempre andaba en greña con sus vecinos, de ahí que desconociera lo del
atentado, de los batallones de Waff-SS traídos de Alemania que andaban
fusilando y ahorcando en masa a hombres y mujeres inocentes.
II
El hecho que
desataría un terror inimaginable sobre la población checa se había dado ya y
Glass, encerrado en su cubil, permanecía ajeno a ello. El informe oficial sobre
el atentado contra el carnicero de Praga era escueto y preciso:
“El Obergruppenführer
Reinhard Heydrich, viceprotector de Alemania en Bohemia y Moravia ha sido
víctima de un perverso atentado cuando se dirigía al aeropuerto para volar a
Berlín a entrevistarse con el Führer Adolf Hitler. Su “Mercedes” descapotable
fue interceptado por unos desconocidos quienes arrojaron una bomba sobre el
automóvil. Como consecuencia de la explosión, el general Heydrich, según la
declaración del chofer que lo acompañaba, Klein, manifestó que el general logró
salir del auto y hacer algunos disparos contra uno de los agresores en medio de
una nube de acre y de polvo. El general terminó desplomándose en el bordillo de
la acera con un sangrante orificio que se ensanchaba a la altura de la cadera
izquierda, no sin antes ordenar a su chofer, que pistola en mano iniciara la
persecución de uno de los atacantes, que cogiera al agresor. Según informes de
los médicos que atendieron al general Heydrich, el examen radiográfico había
revelado la penetración de cascos de granada en la región lumbar y el bazo, en
una longitud de ocho centímetros aproximadamente. Después de varios días de
agonía, se declaró una septicemia general. El glorioso general Reinhard
Heydrich falleció a primeras horas del jueves 4 de junio de 1942.
La mañana
del 6 de junio, sin radio y ajeno a su entorno Glass siguió martillando su
Remington. Encendió un cigarrillo y bebió un sorbo de café. Miró por la
ventana. Percibió que algo extraño sucedía y sintió miedo. Vio las calles como
tantas veces cubiertas de una fina capa de nieve. A lo lejos se veían los
caminos, las encrucijadas y las carreteras que llegaban a Praga como afluentes
de un gran río. Barreras aquí y allá controlaban los más leves movimientos de
ciclistas, carretas, peatones y vehículos. Las camisas negras SS habían
invadido la ciudad como un enjambre de moscardones. Las patrullas se
reforzaron, miembros de las SS, bien armados, controlaban las rutas de acceso y
salida de la ciudad. Un cerco hermético se cernía amenazador sobre Praga. Nadie
entraba ni salía de ella.
- Los cazaremos como a
conejos, dijo un oficial de alto mando venido de Berlín.
Glass sacó
una hoja de la resma que tenía al lado de la máquina y la colocó en el rodillo.
Golpeó las teclas durante una hora. “Trate de no desperdiciar no una hoja, será
difícil conseguir papel más adelante”. Le había dicho el proveedor. Miró el
tacho de la basura, lleno hasta el borde de hojas arrugadas conteniendo muchas
veces apenas una sola línea. Sacó la hoja y la lanzó al destino de las otras.
III
El ataúd con
los restos de Heydrich tuvo el ceremonial digno de un rey. Luego fue llevado a
la estación de trenes y embarcado en su tren particular con rumbo a Berlín para
su entierro. El reemplazante de Heydrich, Karl Hermann Frank, no quiso ser
menos sanguinario que su antecesor y dio las órdenes pertinentes para atrapar a
los autores del complot. Parecía increíble que un hombre se mantuviera ajeno a
los acontecimientos que se sucedían en la ciudad: ese hombre inconcebible era
Norbert Glass, escritor, misántropo, nihilista y pesimista hasta los huesos. A
través de las calzadas cubiertas de nieve, el mal tiempo había hecho
desaparecer de las calles a los escasos checos que veían con terror la bandera
con la cruz gamada que ondeaba a media asta en el palacio gubernamental. La
muerte de Heydrich no mermó en nada la resistencia de los partisanos. La
mayoría de ellos provenían de los numerosos pueblos y aldeas circundantes a la
gran ciudad. Conocían la campiña al dedillo, de noche se deslizaban con sus
rústicas armas por la masa blancuzca cruzada por cuantiosos arroyuelos y,
después de vigilar las barricadas con sus exiguos contingentes, caían por
sorpresa contra el invasor. Los nazis contaban a sus víctimas; las represalias
eran inmediatas. Las plazas se convertían en carnicerías. La orden del nuevo
verdugo no era negociable: treinta checos eran pasados por las armas por cada
soldado de la SS emboscado. Todo sospechoso era condenado, sumariamente, a ser
fusilado. Ya casi amanecía cuando Glass saltó de la cama emocionado, sudoroso,
sonriente. Le había venido en sueños la gran inspiración de su vida, la obra
maestra, la que perduraría como una estrella a lo largo de milenios. Se conectó
a la Remington y comenzó con suaves golpes, luego su agitación fue tal que las
teclas amenazaban con saltar. Las hojas escritas formaron una pequeña pila al
lado de un cenicero lleno de colillas y una humeante cafetera. Las sirenas de
los carros de caza irrumpieron repentinamente por todos los vecindarios de la
ciudad anunciando un nuevo día de pesadilla para los checos. Barrios enteros
eran acordonados y, calle tras calle, registrados los edificios piso por piso,
desde los sótanos a los desvanes. Ráfagas de metralleta, estallidos de granadas
y granizadas de balas hendían la fría mañana. A las redadas a los registros y a
las detenciones se sumaba la brutalidad; quintas con verjas de hierro y
jarrones de mampostería eran destrozados con una violencia de odio y desprecio.
En una de esas incursiones la puerta del refugio de Glass fue derribada a
culatazos. Un oficial de las SS apuntó a su cabeza. Conducido a rastra fue
subido a un camión. “Qué puedo decirles sino sé nada de ese atentado”, repetía
Glass después de tres días de tortura. La Gestapo lo envió al cuartel de las SS
con una ficha donde se leía en una clara y prolija caligrafía “cabecilla del
complot, fusilamiento para el día 23 a la 9 horas”, firmado. Jefe de la Gestapo
en los territorios ocupados de Bohemia y Moravia.
- No va a enviar esos
manuscritos a Berlín, preguntó el asistente del jefe de la Gestapo.
- No, mañana estaríamos en
el frente ruso acusados de incompetencia por no haber dado antes con este
hombre. Queme esos papeles. El asistente asintió.
- ¿Y qué hacemos con ese que
espera afuera, el que trajo el manuscrito?
- Fusílenlo, no debemos dejar testigos.
El
hombrecillo de rostro cacarañado por la viruela esperaba su recompensa en la
sala vecina.
IV
Tumbado
sobre un jergón, Glass repasaba su vida. Había cumplido 37 años. Un sicario de
la Gestapo le había encajado dos certeros golpes en la mano derecha.
- Así ya no podrás escribir,
maldito judío.
Observó su
mano entumecida y amoratada. De qué le valía alegar que no era judío, ni
comunista, no partisano. Esos asesinos estaban entrenados para no creer en
nada. Unas lágrimas asomaron. Vio las paredes de esa celda donde tantos
infelices como él habían esperado la muerte. Morir ahora, con la obra maestra
que tenía en mente, le parecía una injuria de Dios. Recibió a un sacerdote con
el cuerpo agarrotado. Hubiera querido mandarlo al infierno con su Dios, pero de
qué valía discutir con un hombre que había hecho de la persistencia parte de su
canon. Un silencio invadió la celda y estrechó las palabras monótonas del cura.
- “Señor Dios, que en este
día nos has abierto las puertas de la vida por medio de tu hijo, vencedor de la
muerte, concede las que celebramos la solemnidad de la resurrección de
Jesucristo, ser renovados por tu Espíritu, para resucitar en el reino de la luz
y de la vida. Por nuestro Señor Jesucristo”.
Todo no es más que una farsa, pensó Glass cuando el
religioso se marchó. Una invención de un
enajenado que dice ser hijo de Dios y que habla de un Espíritu Santo; un
timador que en una boda de borrachos se las ingenia para hacer creer a los
invitados de que es capaz de transformar el agua en vino. Eso de resucitar
muertos es una ofensa a la razón. Una saliva viscosa de hiel y amargura
agrió su boca.
V
Durmió
relajadamente venciendo el dolor y la pesadumbre. Aún faltaba una hora para su
ejecución. De repente se iluminó en su mente una esperanza. Son millones de
seres humanos quienes creen en Dios, un ser que los protegerá y les dará la
vida eterna. ¿Pueden equivocarse tantos? Cerró los ojos y dijo:
- Si en verdad existes, yo
te reto, Dios, a que me lo demuestres. Concédeme solo el tiempo necesario para
escribir mi obra maestra. No necesito más, has que se cumpla mi deseo y antes
de morir, cerraré los ojos y gritaré: ¡Sí, creo!
IV
Dieron las
siete y un carpintero, acompañado de un SS, tomó sus medidas: altura, peso y
ancho de cuerpo. A las siete y treinta le trajeron un austero desayuno: pan de
centeno, una crema de garbanzos y té. A las ocho volvió a aparecer el sacerdote
con un Diurnal en la mano. El SS que
lo acompañaba se quitó el quepí de la calavera y se dispuso a escuchar la
lectura del religioso:
Ando por mi
camino, pasajero, y a veces creo que voy sin compañía, hasta que siento el paso
que me guía, al compás de mi andar, de otro viajero. No lo veo, pero está. Si
voy ligero, él apresura el paso; se diría que quiere ir a mi lado todo el día,
invisible y seguro el compañero…
Glass sentía
que el estómago se le revolvía y quiso regurgitar el desayuno, pero logró
controlarse. Sintió que las fuerzas lo abandonaban. Cuando lo sacaron de su
celda quiso gritar de desesperación, pero se contuvo. Ladeó la cabeza hacia el
sacerdote y musitó: ya ve que todo es
mentira, no existe y sonrió con una mueca de frustración y odio. El
sacerdote no percibió con claridad sus palabras y le hizo la señal de la cruz
con una mano suspendida en el aire. En el patio de la prisión, seis SS y un
obeso richsführer esperaban impacientes. El oficial miró el reloj de la torre
del patio: faltaban veinticinco minutos para la orden de fuego. Glass fue atado
a la estaca, se negó a que le coloquen el capuz. Los jóvenes SS, reclutados
entre la juventud hitleriana, bromeaban sobre quien le metería la primera bala
en el cuerpo “a ese judío”. Siempre habrá una bala que toque primero a la
víctima, eso me lo enseñaron en el campo de tiro, dijo uno de los más jóvenes.
El richsführer encendió otro cigarro con la colilla del anterior, quería
terminar cuanto antes.
Miró el
reloj: quince para las nueve… y nada; los jóvenes riendo, nerviosos, el oficial
fumando: diez para las nueve… y nada, los jóvenes frotándose las manos y
empuñando sus rifles, el oficial tenso, ansioso, fumando: cinco para las nueve…
nada. Glass apretó los dientes, cerró los ojos, apunten, el brazo del
richsführer en alto dispuesto a caer y acabar con la vida del judío Glass que
en vano arguyó no ser judío. Un estallido unísono, asesino, tronó en el aire
denso de aquella mañana glacial. Norbert Glass murió sin saber que su obra
maestra no era la que borboteaba en su mente, sino aquella otra que había sido
entregada a la Gestapo por aquel que debió echarla al fuego y en la cual, su
imaginación desbordada, había creado hasta el más mínimo detalle del complot
para asesinar al Heydrich. Todo había sido fruto de una casualidad inexplicable
que ni Dios mismo, en toda su omnipotencia, hubiera podido justificar.
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