GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

domingo, 7 de noviembre de 2010

LIBRO CASILLERO DEL DIABLO





EL TORITO DE PUCARÁ

“El hombre del Ande se hizo fuerte,
en su trinchera de puna y cielo, con
la leyenda que fue su pan y su lumbre
en los días amargos”.
      “Cusco  Mágico” 
Alfonsina Barrionuevo.

Aún  el sol no terminaba de esconderse en el horizonte cuando el salvaje, bravío y corpulento toro de testuz imponente hizo su aparición arremetiendo como un dios enfurecido sobre todo lo que encontraba a su paso.

Los habitantes de la puna lo miraban extasiados sin poder ocultar la admiración que sentían por esa bestia de espíritu rebelde que, traída por los conquistadores, fue ganándose poco a poco, día a día, el respeto de aquellos hombres del altiplano cuyas manos encallecidas por el arado, vieron en aquel animal de astas ingentes, un ser que tenía la rebeldía tan inherente a su raza indómita. 

Agobiados por el daño que sus férreas pezuñas causaban a sus cultivos, los indios decidieron capturarlo y encerrarlo en una laguna.  Así, privado de su libertad, el toro diabólico se sumergió entre las aguas cuyas orillas le impedían abandonar su acuosa prisión.

Pero cuando llegaron las lluvias, el desborde de la laguna liberó al oprimido animal que multiplicando su rabia descendió de la meseta con los ojos llenos de odio y con una fuerza destructora que los indios en diáspora tuvieron que echar mano de toda su destreza para no ser embestidos por aquella tromba endemoniada. 

Pasado el horror, los hombres vieron estupefactos el desastre que el toro había dejado a su paso.  Nada había podido salvarse: sembríos, casas, establos, granjas y hasta pequeños hornos donde cada mañana cocinaban las indias la harina y la cecina, habían cedido a la bravura del enemigo. Aquella noche, reunidos alrededor de una fogata los hombres bebían silenciosamente.  Dos días y dos noches bastaron para que una veintena de indios, ebrios de cañazo y pólvora, tomaran la decisión de acabar con la fiera.  Sus rostros, quemados por el frío del altiplano, no podían ocultar el resentimiento y la tristeza que sentían.  En el fondo de sus corazones se negaban a tan ruda empresa, pues sentían que debían enfrentarse  a un ser cuya rebeldía y fuerza lo hacían parte de ellos.  Pero la decisión había sido tomada y no había forma de dar marcha atrás. 

La víctima fue emboscada en un recodo y llevada a viva fuerza hacia el lago donde había permanecido recluido.   Allí fue obligado a doblar las patas y, con la cabeza y los cuernos sumergidos en el agua, el toro permaneció luchando por su vida hasta que el aire fue faltando en sus pulmones.  Fue entonces que el cuerpo del toro cayó pausadamente sobre las tranquilas aguas perdiéndose para siempre.
Los indios en procesión regresaron en silencio a sus casas.  A la mañana siguiente, el pan fue remplazado en el horno por unas pequeñas figuras de barro en forma de toro que las manos de cada uno de los indios que participaron de la muerte del animal habían elaborado con impecable destreza.

Una fuerza de hondo contenido terrígeno había guiado durante la oscuridad de la noche las formas del sacrificado.  Astas, testuz, pezuñas, las fuertes patas, el imponente cuello y hasta la inquieta cola, habían sido  moldeados divinamente.  Un pequeño orificio permitía a los indios llenar el  cuerpo del animal con una chicha bravía y vivificante que transportaban hasta el campo para ser bebida con fruición y orgullo.  Aquel líquido dulce y embriagante despertaba las energías dormidas tan necesarias para tan sacrificada como ardua labor.

Desde aquellos días, el indio incorporó aquel símbolo barroso a sus ritos religiosos como un símbolo ceremonial.  Una vez más, dos mundos extraños siglos atrás, se fusionaban en aquel objeto tan fino ornado con cintas y ramos de flores que era visto con alegría y complacencia en cuantiosos carnavales como en el de Santiago de Pupuja, donde las cholas jugaban a amarrar cariños al amparo de la fiesta.


CASILLERO DEL DIABLO
Habíamos viajado todo el día y mi criado José estaba tan cansado como yo, pero no tanto como las cuatro mulas que habían lastrado no sólo con nosotros a cuestas, sino con las cuantiosas baratijas con que traficábamos por todo el centro de los andes chilenos hasta la desembocadura del Maipú, cerca al puerto de San Antonio.

-  Debemos descansar, le dije a José quien a manera de asentimiento escrutó mi cansancio desde el fondo de sus ojos grises.

Ya en una sucia y maloliente posada al lado del camino, José arrastró a las bestias hacia un pequeño establo donde el suave aromar del pienso las atrajo mansamente. Mientras tanto yo buscaba un lugar cómodo donde pasar la noche. Comimos la comida frugal que el posadero nos alcanzó y pedí una garrafa de vino tinto para relajar los músculos y apaciguar el cansancio.

-      Una jarra de vino coronada de hojas, mi querido José, y en tus sueños habrá ninfas que recogerán la miel de tus suspiros.

Parco en palabras, el criado se sonrió.

-      No tráeme un Casillero del Diablo que esta noche invito yo.

Sin muchas pretensiones en poco tiempo habíamos dado cuenta de cuatro botellas de ese néctar maravilloso que aquel viejo llamaba Casillero del Diablo, quién sabe como invocando a qué fantasmas diabólicos que parecían atormentarlo en sus borracheras.

-  Qué nombre más raro para un vino, dije como tratando de romper la monotonía de su mutismo.

-   Si no fuera por don Andrés Hurtado de Munayco, el Marqués Concha y Toro no llamaríamos a este vino de ese modo.
El viejo permaneció en silencio hasta la cuarta botella, luego de la cual, mostrando una boca desdentada, dijo acercando su cabeza hacia nosotros y bajando la voz.

-      Los celos del Marqués para con su mujer eran como los del mismo Diablo.

Minutos después, el viejo se marchó dejándonos a José y a mí con la semilla de la curiosidad en nuestra mente turbada por aquel rojo vino.

***
Al otro día, decididos a continuar nuestro viaje, mi criado y yo habíamos preparado nuestra partida desde muy temprano. No bien habíamos andado un pequeño trecho cuando de entre unos matorrales apareció, intempestivamente, la figura del viejo. Dijo llamarse Matías Segundo y que tenía una pequeña cabaña kilómetros adelante.

-   Allí podrán pasar la noche y mañana podrán seguir camino. Soy buen cocinero y estoy seguro que mi comida les quitará el mal sabor de la bazofia que comieron anoche. A mí la mañana me llama para otras cosas, pero nos veremos más tarde. 

Y sin más preámbulos el viejo siguió su camino.

José y yo nos miramos extrañados por tanta amabilidad y podría jurar que en ese momento lo invadió un presentimiento de miedo y curiosidad, el mismo que penetraba en mi pensamiento al recordar las últimas palabras del viejo: “Los celos del Marqués para con su mujer eran como los del mismo Diablo”. Olvidados un poco de aquel inesperado encuentro, seguimos viaje.

El día nos fue bueno, pues, vendimos gran parte de nuestra mercadería. La tarde, ya cubierta de un celaje púrpura nos tomó desprevenidos.

-      Por aquí no creo que haya lugar donde pasar la noche, señor, dijo José girando la cabeza de un lado a otro.

Y era cierto. Nos habíamos alejado del último pueblo, llevados quizá por el entusiasmo de las ventas y parecíamos perdidos en un paraje solitario.

-   Allá se ve una luz, quizás encontremos un lugar  para quedarnos. Las mulas están cansadas y necesitan alimento, ya se muestran inquietas, dijo mi criado algo preocupado.
-   Pues, andando, esto se está poniendo oscuro y resulta peligroso, dije sin pensarlo dos veces.

***

-      Esto ya parece cosa del demonio, señor, mire nomás quien está en la entrada de esa cabaña.

Algo de razón parecía haber en las palabras de José. Matías Segundo, lámpara en mano, nos dio la bienvenida.
-  Estaba preocupado creí que se habían perdido. Por la noche son común los pumas por esa zona, pero pasen, aquí el viento comienza a arreciar a esta hora, dijo Matías.

Ya dentro de la cabaña y a la luz tenue del lamparín que colgaba del techo noté que aquel viejo tendría más de setenta años.

-   Cumpliré ochenta y siete el once de marzo, dijo Matías Segundo.

Quede boquiabierto.  Cómo diablos sabían lo que yo pensaba aquel viejo anacoreta. Comimos copiosamente, pues, lo que el viejo había preparado como esperando nuestra llegada era un manjar nada despreciable.

-      Ahora unos cuantos Casilleros del Diablo para entonar la comida, dijo Matías Segundo depositando sobre la mesa cuatro botellas de aquel vino tan misterioso como él.

A las pocas horas habíamos dado cuenta de aquel líquido rojizo que a la leve luz de la habitación lucía  más brillante aún. Cuando el viejo Matías abría la quinta botella creí oportuno, picado por la curiosidad de la noche anterior, averiguar algo sobre aquel vino y aquel Marqués que según mis lucubraciones tenían alguna relación. Pero una vez más, como leyendo mis pensamientos, Matías Segundo se me adelantó.

-      Buen hombre el Marqués, de no haber sido por aquella bella mujer, los celos jamás hubieran entrado en su corazón hasta arrastrarlo a la locura.

José y yo quedamos mudos, como si ambos buscáramos que aquellas palabras brotadas de aquella boca sin dientes no interrumpieran su relato.

-      Fue hace muchos años. Yo era un niño tierno todavía y vivía en una de las cabañas que rodeaban la parte trasera de la casa del Marqués, muy cerca al traspatio que daba a las plantaciones. Mi padre era uno de los tantos viñaderos encargados de cuidar los viñedos, pero estoy seguro que era el único en el que don Andrés confiaba.

Un insecto alado chocó en su loco vuelo contra el lamparín y cayó sobre la mesa interrumpiendo al viejo. Matías Segundo pasó la mano por sobre la mesa y se deshizo del bicho. Luego prosiguió, no sin antes beber un buen trago de vino como buscando remover aquellos recuerdos remotos.

-      Enviudó muy joven, como años antes lo había hecho mi padre, quizá por eso confío ciegamente en él. Desde ese día dejo de ser él mismo. Se volvió melancólico y callado. Una noche lo vimos regresar de los viñedos ebrios y eso extrañó a todos porque a pesar de producir el mejor vino del lugar nunca en su vida había bebido. Se encerraba todo el día en su casa y no salía sino hasta llegar la noche y sólo para dirigirse a las viñas donde horas después aparecía, siempre borracho y hablando cosas extrañas que nadie entendía.

-      Sólo en los últimos tiempos de su existencia dejó que mi padre lo llevara hasta su casa. Yo los veía por la pequeña ventana de la cabaña. Mi padre regresaba minutos después y sin decir nada se echaba en su camastro. Estoy seguro que sabía que yo estaba despierto y que fingía dormir porque nunca me dijo nada.

El viejo cortó su relato y fue en busca de lo que creí sería la última botella; ya habíamos dado cuenta de seis y los ojos de José reflejaban un ligero sopor. Matías Segundo prendió un cigarro, me alcanzó uno y lo acepté de buena gana;  José con un gesto se negó.

-      Que si era bella doña Amalia, eso bien lo sabían los señores que asistían a las fiestas que el Marqués solía dar, sobre todo cuando la cosecha había sido buena. Pero siempre las reuniones terminaban mal, los celos del Marqués por doña Amalia eran tan evidentes que todos comenzaban a sentirse incómodos y se marchaban.

-      Así, con el tiempo, se fue quedando sin amigos y las fiestas escaseaban hasta el día aquel en que don Andrés decidió: “no más fiestas, Clodomiro, nunca más quiero a esas sabandijas espiando a mi mujer”, dijo el Marqués a su criado. El viejo hizo una pausa para beber un sorbo.

-      Matías Segundo Turro se llamaba mi padre y así me llamo yo, señor; dijo Matías y lanzó una estruendosa carcajada. Desde ese día doña Amalia no asomaba la cabeza ni por la ventana. Los malpensados murmuraban: “Seguramente ese ricachón ya la ha matado”.

-      A mi padre le disgustaban esos comentarios, pero como era de carácter y temperamento paciente se los guardaba. Todos estos años me han llevado al convencimiento de que mi padre sentía un gran cariño por el Marqués y que su trastorno le dolió mucho, aunque nunca me lo comentó. Hasta conmigo era muy reservado.

El viejo bostezó varias veces seguidas y comprendí de inmediato su cansancio. Ni él ni yo nos habíamos dado cuenta que José se había dormido con la cabeza hacia un lado.

-      Bueno, será mejor ir a dormir señalando las botellas agregó,  ya esos diablitos están haciendo sus efectos.

Un malestar, no producto de esos “diablitos”, me embargo. Debíamos partir con José al otro día y mi curiosidad por saber sobre la historia del Marqués había sobrepasado los límites de la discreción y la cortesía. Dejando los buenos modales de lado, me preparé a interrogar al viejo sobre aquella enigmática historia de celos, marqueses y viñedos.

-      No se preocupe, mañana por la noche continuaremos, pueden quedarse los días que quieran, comida no falta y vino sobra.

Ya acomodado en mi litera y con los ronquidos de José que parecían perderse en aquella fría noche, seguía pensando en cómo hacía aquel viejo loco para anticiparse a mis palabras y conocer mi pensamiento. Unos ingrávidos rayos de luna me hundieron en un profundo sueño.

***
Al otro día José se levantó con gran disgusto sin poder sobrellevar su resaca. Trató de justificarse diciéndome no sé qué cosas, pero lo corté de inmediato. Mi mente estaba sumida en otros pensamientos:  se nos habían terminado los productos para venta, lo cual implicaba marchar de inmediato, pero por otra parte, el fantasma del Marqués a través de aquella interminable narración del viejo Matías me tenía intrigado hasta en los sueños. Tenía que tomar una decisión y esta tenía que ser rápida.

-      Te vas a comprar los abastos mientras yo permanezco aquí esperándote. No te llevará más de una semana de camino (era el tiempo que yo había calculado para que Matías Segundo terminara su historia).

Conociendo el buen talante de José di por hecho que no me preguntaría el porqué del cambio de planes. Así sucedió y José partió arreando las mulas sin mediar palabra alguna. Matías salió pocos minutos después que mi criado partió: “Regresaré entrada la tarde, en la cabaña tiene todo lo que pueda necesitar”. Lo vi alejarse hasta hacerse un punto en el horizonte. Dormí casi todo el día.

***
-   Señor, señor.
Desperté un poco azorado. El rostro del viejo Matías, sonriente desde aquella boca desdentada, me volvió a la realidad.

-   Vaya que si esos diablillos son tremendos, no señor.

Ya la luz del día se había difuminado. La noche estaba cayendo lentamente y tenía un apetito feroz.

-   Ya preparé la comida, debe estar hambriento. Preferí ya no pensar en la aptitud que Matías Segundo tenía para adivinar los pensamientos de otro.

***
Como un ritual sagrado que cumplía todas las noches el viejo Matías Segundo bajó hasta la pequeña bodega que tenía cerca al granero y regresó a los pocos minutos con tres botellas de vino.

De más está decir que provenían del mismo infierno que las otras que habíamos bebido la noche anterior. Mientras sacudía la leve capa de polvo que las cubría, Matías me miró fijamente. Sus ojos, acaramelados y dulces como la miel, me observaban con cierta malicia y sarcasmo, como esperando que yo le dijera o le insinuara algo sobre el Marqués, como incitándolo a continuar con su relato.

-      Una noche, mientras yo dormía, sentí un ruido extraño. Me levanté y noté que mi padre no estaba en su litera. Asomé la cabeza por la ventana y lo vi dirigiéndose a los viñedos por la misma ruta que el Marqués acostumbraba tomar en sus salidas nocturnas.
El sendero hacia las viñas estaba claro. La luna llena aquella noche era una bola de algodón brillante. La curiosidad en los niños es algo natural, ¿No cree usted, señor? No supe qué contestar. Sentía que mi rostro enrojecía más por la alusión a mi curiosidad por saber la historia del Marqués que por el vino bebido. Recién habíamos dado cuenta de media botella.

-   Sí, creo que sí, dije sonriendo.

Matías Segundo apuró un trago y exhaló un suspiro de complacencia.

-      Algo bueno debe tener el infierno para que este vino lleve el nombre del gran jefe, dijo el viejo.

Luego prosiguió:

-      Yo era muy sigiloso para andar entre los viñedos como para que alguien notara mi presencia, un puma bajando de las montañas para caer sobre su presa.

Mi padre no se percató que lo espiaba a de la misma manera como él lo hacía con el Marqués. Lo mío era por curiosidad de niño, pero sé que mi padre no estaba allí por la misma razón que yo. En él, era preocupación por lo que al Marqués le estaba sucediendo.

Había adelgazado mucho, su barba estaba crecida al igual que sus cabellos, tenía el aspecto de un loco. Casi no comía y sus ojos estaban enrojecidos. Tenía las ojeras de un mapache. El vino lo estaba matando, señor, dijo el viejo abriendo los ojos como un sapo sacando la cabeza del agua.

Matías se levantó de la silla bruscamente, provocándome un sobresalto. Me miró con esos ojos de chinchilla; en ellos había satisfacción, parecía jugar conmigo. Mi curiosidad era su mejor aliado.  Tomó un pequeño vaso, lo llenó de agua y lo vació sobre su cabeza. Luego sacudió su melena cana y alborotada.

Llenó un vaso hasta el borde, lo tomó de una envión.  Se volvió a sentar, prendió un cigarro, me alcanzó uno y prosiguió:

-      El Marqués se hallaba arrodillado frente a un viñedo donde los racimos de uva fulguraban como esas lucecitas que se ven brillar allá en los árboles navideños de las grandes ciudades. Las uvas exudaban unas gotitas amarillentas que el Marqués recogía con sus dedos temblorosos.  Luego, y esto dudo que me lo vaya usted a creer señor, se escuchó una voz de mujer que era como el zumbido de una abeja. Retrocedí unos pasos, alarmado, pero mi curiosidad era grande, inmensa como la noche y sus estrellas y decidí quedarme.

Era la mismísima voz de doña Amalia Flores de Campodónico, la mujer del Marqués. Luego vi la imagen de ella y esto, señor, lo puedo jurar sobre la misma tumba de Matías Segundo Turro, mi padre, y si miento, que mi alma se queme en el mismo infierno.

La voz del viejo parecía venir de otro mundo. En ese momento su mente se había trasladado a otro tiempo. Era el niño Matías Segundo quien hablaba a través de aquel cuerpo obeso y de rostro arrugado como una pasa.

-      Allí estaba la mujer del Marqués, delgada y alta como un álamo. Su rostro sonreía con esa mixtura de ángel y niña que siempre la había caracterizado.  Ese era el rostro que yo recordaba hasta antes de que el Marqués le prohibiera salir de la casa.

Su cabello negro, corto y ordenado como lo había llevado en vida, lucía  dos ramos pequeños de uvas resplandecientes. Al poco rato doña Amalia tomó el camino que daba a la casa y don Andrés la siguió sin intentar, en ningún momento, detenerla. El viejo comenzó a reír estrepitosamente.

-      Parecíamos un pequeño ferrocarril. El Marqués detrás de doña Amalia, mi padre detrás del Marqués y yo detrás de todos ellos. Y el viejo volvió a estallar en un ataque de risa.  Permanecimos en silencio el tiempo que demoramos en apurar la cuarta botella. Cuando descorchó la quinta y después que hubo llenado los vasos, me dijo:

-      Yo no pude entrar a la casa porque me hubiera delatado, pero mi padre sí lo hizo.  Antes de morir me contó todo lo que ahora yo voy a contarle. Si se lo cuento es porque usted, señor, me cae bien y hace más de cincuenta años que nadie me simpatiza así.

Me sentí emocionado y Matías lo percibió. Me indicó el vaso y apuré un trago. Luego prosiguió:
-      A nadie le he contado lo que mi padre me confió la noche aquella en que murió.

Así que lo que va a escuchar es lo que le contaría mi padre si viviera. Doña Amalia se dirigió al sótano de la casa donde don Andrés guardaba los vinos. La puerta estaba cerrada y con una leve seña le indicó al Marqués que la abriera, luego entraron dejando la puerta entreabierta. Mi padre, a hurtadillas vio el camastro donde doña Amalia había permanecido durante los  últimos años de su vida. Sujeto a la pared había una especie de armella sobre la que colgaba una herrumbrosa...

-      Quiere decir... interrumpí.

-      Sí, señor, se me adelantó Matías, la había encadenado a la pared para que ningún ojo de hombre posara su mirada sobre su bello rostro. Allí la volvió a encadenar de nuevo, entre los casilleros donde guardaba las botellas de vino que reservaba para sus fiestas de antaño. Y allí mismo, invocando al mismo Diablo pronunció estas palabras:

“Dame la gracia, diablo maléfico, de que ningún hombre que no sea yo pueda verla nunca y el día que muera podrás llevarte mi alma, mi cuerpo, todo”.

Sus celos habían traspasado los límites de la realidad. Fue ahí donde comenzó a divulgar entre los peones aquella historia de que el mismo diablo se había instalado en el sótano de su casa y que todo aquel que pretendiera ingresar en ella perdería la voz y la visión.
Todos atribuyeron esa historia a las alucinaciones de un pobre borracho; pero no fue hasta el día  en que Clodomiro Bautista, llevado por la ambición de  apropiarse de una de las botellas que el Marqués guardaba en su sótano, se aventuró a entrar en esa habitación, que pudimos comprobar que lo dicho por el Marqués era cierto.

“Esas son invenciones del Marqués para ocultar las lindas botellitas de buen vino que debe tener ahí, pero a Clodomiro Bautista no se le engaña con cuentitos de diablos”. Fue lo último que su mujer escuchó la noche aquella en que el desgraciado criado se aventuró a entrar en el sótano del Marqués haciendo caso omiso a la advertencia.

El pobre infeliz se quedó ciego y mudo hasta el día en que lo cubrieron de tierra. Hacía señas como queriendo contar lo que había visto pero nadie podía entenderlo. Lo que nos causaba gracia a nosotros los niños de ese entonces era verlo como se llevaba los índices y se los colocaba a cada lado de la cabeza.

“Parece que de verdad ha visto al diablo”, decían unos. “No, son los cuernos que le ha puesto la mujer lo que lo ha vuelto estúpido”, decían otros.

Lo cierto es que nadie más se negó a acatar las advertencias del Marqués por temor a quedarse como el pobre Clodomiro. El viejo Matías vio que las cinco botellas depositadas sobre la mesa estaban vacías.

-      Voy por la última, dijo.
A los pocos minutos se arrellanó sobre la silla y dijo:

-      Cuando don Andrés Hurtado de Munayco no salió de la casa durante dos días, nadie quería entrar a la casa.

Mi padre ya había muerto años antes así que por el cariño y respeto que él había tenido para con el Marqués, me sentí en la obligación de ver si algo le había sucedido al bendito hombre. Lo encontré tirado en el salón grande, aquel que daba al sótano.

De hecho estaba muerto.  No sé por qué razón me aventuré a descender al sótano.

El camastro de doña Amalia estaba pegado a la pared de donde colgaba una cadena, tal como me lo indicó mi padre años antes, pero por ningún lado se veía a la esposa del Marqués. Después que lo enterramos aparecieron unos parientes lejanos que nadie conocía. Esas propiedades valían oro y eso bien que lo sabían. Pocos fueron los que se quedaron a trabajar para los nuevos patrones.

Venían con ideas nuevas que a mí no me gustaron, así que decidí marcharme. A veces pienso que lo que buscaba era huir de los recuerdos que esos lugares me traían. Una forma de enterrar mi pasado y creo que lo he logrado ahora que le he contado toda esta trágica historia. Cuando me iba, uno de los parientes del Marqués se me acercó y me preguntó que dentro de  las innovaciones que querían hacer estaba el de ponerle nombre al vino, pues, que yo recuerde don Andrés nunca se había preocupado por eso.

“Casillero del Diablo”, le contesté.  Luego me marché.  El viejo comenzó a reír nuevamente.

-      Fue un nombre que se me ocurrió por decir algo, pero nunca pensé que realmente se lo pusieran. Matías Segundo se levantó de la silla, bebió un trago y me dio un cordial “Hasta mañana, señor”.

José llegó como lo había previsto siete días después. Me despedí del viejo y partimos, José nunca preguntó en qué había terminado esa truculenta historia. Seguramente pensó que eran invenciones del viejo Matías.



BAJO LA ENCINA

“Dejo bastantes
cosas sin darme prisa a
concluirlas”.
Robert Frost.

Un niño se lamentaba frecuentemente porque todo lo que hacía le salía mal.

-      Estoy harto de esta situación, le dijo a su padre. Por más que me empeño en hacer las cosas bien, no acierto en nada.

El padre, preocupado, decidió observar a su hijo. Notó que el muchacho hacía muchas cosas al mismo tiempo y con mucha prisa, dejando a veces muchas de ellas inconclusas y otras muy mal hechas. Luego de un tiempo, llamó al muchacho y le dijo:

-      Ven, daremos un paseo, quiero que veas algo.

Cuando llegaron a un bosquecillo poblado de encinas, se detuvieron bajo uno de los árboles para protegerse del sol. Una bellota cayó a los pues del padre.

-      Mira, dijo el padre con el fruto entre los dedos, cuando la bellota cae del árbol espera un tiempo para abrirse, luego germina y posteriormente echa raíces. Pero, ahora cabe preguntarnos: ¿Cuánto queda por concluir todavía?

Un gorrión se posó junto a ellos y canturreó sonoramente.

-      Falta que el sol y la lluvia participen conjuntamente para que esta bellota se transforme en encina. Antes de una fecha determinada, pero con ayuda de ellos, crecerá hasta erguirse y esparcir su sombra, concluyó el padre.

-      Vaya, dijo el muchacho, pero será dentro de mucho tiempo.

-      Así es, hijo, en el tiempo que la sabia naturaleza lo determine. La vida nos presenta infinidad de cosas que no podemos apresurar, a pesar del esfuerzo y la velocidad que le pongamos. De ahí que nuestros planes y problemas deben madurar, como esta bellota, hasta su solución, sabiendo que interviene en ellas una fuerza superior a la nuestra.

Con el tiempo el niño dejó de lamentarse, pues, había aprendido la lección que el padre le había impuesto.






EN LA SENDA

A la memoria de Estuardo Núñez

Kamara bajó la colina sin prisa. Tres días antes cuatro de sus pequeños hornos de tipo colmena se habían desmoronado inexplicablemente; cuatro fundiciones de hierro se perdieron. La preocupación por no poder cumplir con el pedido que Konosovo, jefe de una tribu vecina le había encomendado, se habían transformado en noches de insomnio.

-      Las puntas tienen que ser muy agudas, tan punzantes que las lanzas puedan atravesar la coraza de un rinoceronte, advirtió Konosovo chasqueando la lengua.

Entrecerrando los ojos por el fuerte sol del mediodía, Kamara se detuvo al pie de un gigantesco chopo. Bebía un sorbo de agua mientras observaba a un alacrán negro pinchando a una distraída lagartija. Cinco días de caminata habían cuarteado sus pies callosos y una pequeña herida le provocaba un dolor punzante. Tragó un trozo de carne de vaca frita en aceite y una torta de pan. Un trago de agua de cebada lo echó a andar. Si apuraba el paso llegaría donde la sacerdotisa Samori en una hora más.

***
Sudoroso y agitado, Motuto se detuvo en la entrada de la choza de barro color parda. Alrededor, árboles altos daban sombra a un tejado cubierto de secas ramas y hojas de acacia.
Motuto dejo su talego cargado de conchas de cauri y su lanza en la entrada de la choza y entró en ella con temor.

***
Kamara alargó el brazo y entregó a la sacerdotisa un pequeño cuenco con machacado de plátano y nueces de cola que serviría de ofrenda para que Samori alejara a los espíritus misteriosos que estaban acosándolo. Su angustia estaba en las manos temblorosas que frotaba constantemente contra su pecho desnudo, donde colgaba un amuleto que mostraba la cabeza estriada de un león. Kamara le habló a Samori del daño experimentado por sus hornos y no le ocultó su temor por la posible existencia de una malignidad oculta que buscaba hacerle daño; su excitación crecía a medida que expresaba sus temores. La sacerdotisa lo escuchaba con serenidad. Había escuchado cuantiosas historias de hombres temerosos de los malos espíritus; sabía también de espíritus errantes y encolerizados causando daño a hombres, mujeres y niños. Inclusive a poblados enteros.

***
El hechicero invitó a Motuto a sentarse. Se llama Soyinka y escucha atento los lamentos del recién llegado. Motuto se queja del desdén con que ha sido tratado por Kamara, su jefe en la confección de lanzas. Muchos animales y guerreros han muerto a causa de su destreza en la elaboración de púas. Kamara se mostró indiferente cuando Motuto le pidió ayuda porque su pequeño y único hijo estaba enfermo. La madre del niño no soportó la muerte del pequeño y con un certero tajo se cortó el cuello. Todo lo que Motuto tenía en su corazón se fue con esas vidas. Para el entierro Motuto tuvo que sacrificar cinco reses para que fueran consumidas por los asistentes al funeral. Para sufragar los gastos, Motuto se ha hecho de una deuda que debería pagar durante muchos años. Ha quedado en la miseria y en la desolación. Su rabia contra Kamara ha envenenado su sangre. Él, que nunca ha hecho daño a nadie, ha tenido que clavar una lanza en el corazón de cada animal del holocausto. También ha cortado rabos, orejas y cuernos para distribuiros entre los asistentes que más han sentido la muerte del niño. Después de la ceremonia, Motuto ha asistido a un torneo de luchas en honor del fallecido; ha tenido que pasar por la humillación de no poder participar en la justa, pues su cobardía era conocida por todos.

***
Samori tomó una espada decorativa que había en la choza y la colocó entre ella y Kamara, el arma es el símbolo de su autoridad. El sol penetró en la choza y Kamara observó un destello de filigranas en las orejas y en el pelo de la sacerdotisa. La mujer tomó varias máscaras que guardaba en una caja de ébano y las fue colocando una tras otra sobre su rostro mientras entonaba una canción tocante a la historia de la tribu de Kamara. Cantó sobre los hombres valientes que habían entregado su vida defendiendo sus tierras y sus bienes de invasores nómadas que acostumbraban atacar a tribus indefensas. Las máscaras, todas de animales, fueron pasando ante los ojos de Kamara sin que este mostrara ningún rictus; primero fue la cabeza de toro, luego la de un león, una pantera, un guepardo y ninguna reacción hubo en el nervioso Kamara. Samori lo interroga y escucha atenta, pero no hace ningún comentario. Cuando ha terminado de preguntar se dirige hacia las raíces del chopo de color panza de burro, se agacha hasta casi tocar el suelo y coge algo con las manos. Es una vistosa serpiente, delgada y reluciente al sol.

***
Soyinka cree haber escuchado suficiente. De una bolsa extrae un fetiche de clavos. Es un perro de madera que utiliza para invocar espíritus malignos. Muchos hombres temerosos y ansiosos de venganza como Motuto han clavado un nuevo clavo en la figura del fetiche para que se realicen sus deseos. También comerciantes deseosos de obtener beneficios especiales o algún guerrero que ansiaba ser invulnerable en la batalla y hasta alguna mujer que pretendía dar a luz sin dolor han dejado en un clavo el testimonio de su paso por la choza del hechicero. No hay nadie que no haya visto plasmado su deseo. De ahí proviene la fama certera de Soyinka. Después de beber un brebaje amargo, Motuto parece entrar en trance. Luego de unos minutos coge un clavo que el hechicero le entrega y, con una pequeña roca, da un golpe preciso y el hierro diminuto hiende la madera. Todo ha quedado sellado entre Motuto y el hechicero.

***
La sacerdotisa coloca la serpiente ante un altar de pequeñas piedras encantadas mientras Kamara, con el rostro sudoroso y preocupado espera los mejores vaticinios. Samori vierte un líquido viscoso en una copa para vino de palma tallada como una cabeza de hombre apoyada en unos brazos. La serpiente no da señales de vida, solo una débil pulsación se observa bajo la dorada piel de su garganta. La sacerdotisa bebe un brebaje sin mostrar asco alguno. Permanece en trance durante un largo periodo de tiempo. Al fin, Samori abre los ojos y se dirige a Kamara mostrándole un muñeco de madera. Es un niño con la cabeza redonda y el cuello alargado. Kamara lo toma con ambas manos y siente que algo se estremece dentro de él. Sus ojos se abren y se cierran como si una tormenta de arena de ensañara furiosa sobre ellos. Es entonces que siente la voz de un niño, más que una voz es un gemido que se acerca y se aleja. Entonces Kamara pronuncia el nombre de Motuto. La sacerdotisa se dirige a Kamara con las respuestas a sus preguntas. Él ha ofendido a sus ancestros llevado por sus ambiciones de hacerse rico, ha sido remiso en sus obligaciones con su tribu, se ha comportado mezquinamente con su ayudante Motuto. Para su expiación deberá sacrificar dos ovejas, tres carneros, cuatro cabras y una vaca, debe ayudar a quien lo necesite, y entonces el espíritu maligno se alejará y sus ancestros regresarán a su casa y guardarán de su salud y de sus bienes. En otras circunstancias, Kamara se hubiera sentido horrorizado por el gasto que le acarreará el sacrificio, pero ahora siente que algo en su interior ha cambiado, se siente feliz, con ansias de ayudar a todos los necesitados. Sus preocupaciones y angustias se han desvanecido, porque el misterio de sus hornos se ha resuelto. Buscará a Motuto y le dará todo lo que necesite para curar a su hijo. Lo abrazará como se abraza a un hermano; lo invitará a su casa, a él y a su familia para demostrarle cuan equivocado estaba llevado por sus ambiciones.

***
El conejo que entró en la choza del hechicero salió convertido en leopardo. Cuando Motuto tomó la senda peligrosa que nadie se atrevía a transitar, blandía su lanza en ristre por si alguna fiera se interponía en su camino. Ya no era el hombre apocado que aceptaba el mayor desprecio o la menor insinuación de su cobardía. Su mirada pasiva había quedado en las paredes de la choza donde Soyinka había hecho de él un nuevo ser, una fiera dispuesta a desgarrar con fiereza la carne de sus enemigos. La imagen de su hijo invadió su pensamiento como el rugido de un felino acorralado en una red. Un felino le salió al encuentro senda adentro. Era un enorme león de melena rojinegra en cuya mirada la muerte parecía ser una cuestión cotidiana. Motuto se detuvo, permaneció estático unos segundos, los suficientes como para que el animal sintiera ese aroma extraño tan propio de los humanos. El león tenía un gesto melancólico, diríase que exhalaba suspiros románticos bajo el sol del atardecer. Hombre y fiera se miraron, el león avanzó unos pasos y alzándose sobre sus patas traseras se lanzó sobre Motuto. Su muerte fue rápida y casi silenciosa. Motuto, en rápida reacción, se había agachado con la lanza hacia arriba. Ahí quedó la fiereza del león, sangrante, con los ojos abiertos y la mirada perdida.

***
Kamara anduvo más de dos horas entre la espesa vegetación. Nunca se había sentido tan complacido de la vida, la liberación que había experimentado con el hechicero lo llevó a pensar en sus hijos y en su mujer que en ese momento seguramente estaba en el patio de la cabaña chancando en un crisol plátanos y ñames para preparar el fufu. Llegado a un recodo donde se erguía una abundante maleza, Kamara sintió la presencia de Motuto, este lo miró fijamente y avanzó hacia el encuentro de aquel que venía a él con los brazos abiertos y una sonrisa que más que sonrisa parecía ser una mueca grosera. Cualquiera pensaría que los dioses africanos los habían juntado para espectar el irónico encuentro entre la redención y la venganza. Cuando Kamara sintió el pecho jadeante de Motuto escuchó nuevamente la voz del niño que había percibido en la cabaña de Samori. Ahora el gemido era más nítido y se unió al gemido brotado de sus labios al sentir el hierro que Motuto introducía en su vientre hasta rasgarle las entrañas con la fiereza de un león que clava sus colmillos en el cuello de su presa. Lo último que vieron sus ojos antes de cerrarse para siempre, fueron los tenues rayos del sol de la tarde que penetraban entre el tupido follaje de los árboles.





ORDEN DE FUEGO

Cruzó la calle evitando a una patrulla. Una leve bruma caía sobre la ciudad desvaneciendo las cúpulas y agujas de las iglesias. Las altas torres de los viejos palacios, las chimeneas humeantes de las fábricas, las sombrías colinas desde donde verdes bancales bajaban hacia el río Moldava, también se sumergían en una niebla espesa y pegajosa. Al medio día, los rayos del sol penetraban la niebla primaveral y la temperatura aumentaba para satisfacción de los pocos niños que aún jugaban con la nieve. La caza de sospechosos de oposición al régimen  desde que Reihard Heydrich había sido nombrado viceprotector de Alemania en Bohemia y Moravia, se había intensificado. Comunistas y judíos eran los más buscados. Las órdenes de Berlín no se discutían. Norberg Glass se detuvo en una esquina donde a pocos metros guardias de la SS cargaban en un camión a un grupo de detenidos. Una mujer, vestida elegantemente, era custodiada por militantes de los camisas negras. Bajo su sombrero de fieltro colgaba un cartel: “Soy la más solicitada ramera del lugar, solo me lío con judíos”. El estigma estaba escrito en alemán, hebreo y checo. No bastaba con el despojo de bienes y el castigo físico, había que doblegar al enemigo hasta convertirlo en un ser sumiso; arrancarle los sueños para que vivan la realidad como una pesadilla. Una tempestad repentina del viento helado y ráfagas de nieve hicieron tiritar a Glass, quien ya no sabía si era Glass, Haisler, Stiglerol u otro; el cambio recuente de identidades desde que su nombre figuraba en los archivos de la Gestapo era cosa de todos los días. Sus libros, confiscados de las librerías, eran veneno judío como los de Freud, Lenard, Mann, Proust o Einstein y otros tantos que el doctor Joseph Goebbels había mandado a la hoguera en Berlín. Poco le importaba a Glass el destino de sus libros a los que consideraba simples ejercicios de aprendiz que no merecían perdurar. ¡Qué terminen en el fuego del infierno!, se dijo. Ya llegará la obra que me dé la fama y la gloria”. El librero que escondía en un sótano un gran número de sus libros lo había interpelado: “Pero usted no es judío ni comunista”.

*
Glass anduvo por las angostas calles adoquinadas bordeadas de frondosos cipreses. Penetró en un callejón paredes ennegrecidas y dio unos golpes en una de las pequeñas ventanas que parecían nichos de un cementerio abandonado.

-      Soy Glass… Norbert Glass

La ventana se abrió.

-      Necesito papel, cinta para Remington…

Desde unos gruesos espejuelos un hombrecillo lo escudriñaba.

-      Una libra de café, cigarrillos, una botella de brandy. Algo de azúcar no me vendría mal.

Estaba prohibido comprar en tiendas judías, o las que quedaban de ellas. Un hombre había presentado una demanda de divorcio contra su mujer porque había comprado en una de esas “tiendas apestadas”. Los ¡Juden Raus! en los vidrios de los escaparates señalaban los límites de la legalidad.

-      Lo del papel será fácil, los alemanes lo necesitan para sus largas listas de deportados.

Pequeño, ceñudo, con el rostro ligeramente cacarañado por una viruela de la niñez, el hombrecillo habló a Glass de las miserias y atrocidades de la guerra. Glass no mostró interés. Su mundo era su soledad y sus libros; poco le importaba aquel poblado de seres que despreciaba. Hubo un silencio mientras el hombrecillo memorizaba el pedido y quemaba el papel.

-      Ha oído hablar de Dachan, Emsland, Heuberg, Sobibor, Treblinka… Auschwitz, el paradero final. Son campos de la muerte, quien llega ahí ya no sale, dijo el librero queriendo despertar la curiosidad de Glass.

Glass miró a ambos lados del callejón. Encendió un cigarrillo.

-      ¿Cuándo puedo recoger mis provisiones?, dijo secamente.

-      Dentro de dos días, al atardecer; de noche es peligroso, los escuadrones de las SS rastrillan la ciudad en busca de sospechosos.

Glass le extendió un fajo de billetes y le dio un manuscrito.

-      En estos tiempos todos somos sospechosos.

El hombre refunfuñó.

-      ¿Qué haré con sus libros que tengo abajo?

Glass lo miró con desinterés.

-      Úselos para su estufa, también este manuscrito, es una obra que no vale la pena. Alégrese, el frío arrecia por las noches y la escasez de carbón se agudizará. Todo lo que he escrito lo calentará varias semanas.

El hombre tomó el fajo de papeles y cerró la ventana. Glass salió con discreción del callejón. La policía secreta se percibía hasta en el aire. Un Side-car con dos soldados se detuvo bruscamente. Glass se escondió tras unas cajas de madera. La amenaza encendió unos cigarrillos, siempre alerta a cualquier hecho inusual. Los hombres montaron la máquina y se marcharon. Con esos dos tipos había que andarse con cuidado, le volaban los sesos a cualquiera que no fuera alemán. En lo alto, un cielo oscuro cubierto de densas nubes anunciaba una nueva tormenta cuando Glass llegó a su escondite. El edificio, con las paredes desmedradas y sucias, era un laberinto de escaleras ruinosas y oscuros corredores.

-      Este es un buen lugar para escapar de las redadas, le dijo la señora Kubis, su arrendataria.

Glass la ignoró, siempre andaba en greña con sus vecinos, de ahí que desconociera lo del atentado, de los batallones de Waff-SS traídos de Alemania que andaban fusilando y ahorcando en masa a hombres y mujeres inocentes.

II
El hecho que desataría un terror inimaginable sobre la población checa se había dado ya y Glass, encerrado en su cubil, permanecía ajeno a ello. El informe oficial sobre el atentado contra el carnicero de Praga era escueto y preciso:

“El Obergruppenführer Reinhard Heydrich, viceprotector de Alemania en Bohemia y Moravia ha sido víctima de un perverso atentado cuando se dirigía al aeropuerto para volar a Berlín a entrevistarse con el Führer Adolf Hitler. Su “Mercedes” descapotable fue interceptado por unos desconocidos quienes arrojaron una bomba sobre el automóvil. Como consecuencia de la explosión, el general Heydrich, según la declaración del chofer que lo acompañaba, Klein, manifestó que el general logró salir del auto y hacer algunos disparos contra uno de los agresores en medio de una nube de acre y de polvo. El general terminó desplomándose en el bordillo de la acera con un sangrante orificio que se ensanchaba a la altura de la cadera izquierda, no sin antes ordenar a su chofer, que pistola en mano iniciara la persecución de uno de los atacantes, que cogiera al agresor. Según informes de los médicos que atendieron al general Heydrich, el examen radiográfico había revelado la penetración de cascos de granada en la región lumbar y el bazo, en una longitud de ocho centímetros aproximadamente. Después de varios días de agonía, se declaró una septicemia general. El glorioso general Reinhard Heydrich falleció a primeras horas del jueves 4 de junio de 1942.

La mañana del 6 de junio, sin radio y ajeno a su entorno Glass siguió martillando su Remington. Encendió un cigarrillo y bebió un sorbo de café. Miró por la ventana. Percibió que algo extraño sucedía y sintió miedo. Vio las calles como tantas veces cubiertas de una fina capa de nieve. A lo lejos se veían los caminos, las encrucijadas y las carreteras que llegaban a Praga como afluentes de un gran río. Barreras aquí y allá controlaban los más leves movimientos de ciclistas, carretas, peatones y vehículos. Las camisas negras SS habían invadido la ciudad como un enjambre de moscardones. Las patrullas se reforzaron, miembros de las SS, bien armados, controlaban las rutas de acceso y salida de la ciudad. Un cerco hermético se cernía amenazador sobre Praga. Nadie entraba ni salía de ella.

-      Los cazaremos como a conejos, dijo un oficial de alto mando venido de Berlín.

Glass sacó una hoja de la resma que tenía al lado de la máquina y la colocó en el rodillo. Golpeó las teclas durante una hora. “Trate de no desperdiciar no una hoja, será difícil conseguir papel más adelante”. Le había dicho el proveedor. Miró el tacho de la basura, lleno hasta el borde de hojas arrugadas conteniendo muchas veces apenas una sola línea. Sacó la hoja y la lanzó al destino de las otras.

III
El ataúd con los restos de Heydrich tuvo el ceremonial digno de un rey. Luego fue llevado a la estación de trenes y embarcado en su tren particular con rumbo a Berlín para su entierro. El reemplazante de Heydrich, Karl Hermann Frank, no quiso ser menos sanguinario que su antecesor y dio las órdenes pertinentes para atrapar a los autores del complot. Parecía increíble que un hombre se mantuviera ajeno a los acontecimientos que se sucedían en la ciudad: ese hombre inconcebible era Norbert Glass, escritor, misántropo, nihilista y pesimista hasta los huesos. A través de las calzadas cubiertas de nieve, el mal tiempo había hecho desaparecer de las calles a los escasos checos que veían con terror la bandera con la cruz gamada que ondeaba a media asta en el palacio gubernamental. La muerte de Heydrich no mermó en nada la resistencia de los partisanos. La mayoría de ellos provenían de los numerosos pueblos y aldeas circundantes a la gran ciudad. Conocían la campiña al dedillo, de noche se deslizaban con sus rústicas armas por la masa blancuzca cruzada por cuantiosos arroyuelos y, después de vigilar las barricadas con sus exiguos contingentes, caían por sorpresa contra el invasor. Los nazis contaban a sus víctimas; las represalias eran inmediatas. Las plazas se convertían en carnicerías. La orden del nuevo verdugo no era negociable: treinta checos eran pasados por las armas por cada soldado de la SS emboscado. Todo sospechoso era condenado, sumariamente, a ser fusilado. Ya casi amanecía cuando Glass saltó de la cama emocionado, sudoroso, sonriente. Le había venido en sueños la gran inspiración de su vida, la obra maestra, la que perduraría como una estrella a lo largo de milenios. Se conectó a la Remington y comenzó con suaves golpes, luego su agitación fue tal que las teclas amenazaban con saltar. Las hojas escritas formaron una pequeña pila al lado de un cenicero lleno de colillas y una humeante cafetera. Las sirenas de los carros de caza irrumpieron repentinamente por todos los vecindarios de la ciudad anunciando un nuevo día de pesadilla para los checos. Barrios enteros eran acordonados y, calle tras calle, registrados los edificios piso por piso, desde los sótanos a los desvanes. Ráfagas de metralleta, estallidos de granadas y granizadas de balas hendían la fría mañana. A las redadas a los registros y a las detenciones se sumaba la brutalidad; quintas con verjas de hierro y jarrones de mampostería eran destrozados con una violencia de odio y desprecio. En una de esas incursiones la puerta del refugio de Glass fue derribada a culatazos. Un oficial de las SS apuntó a su cabeza. Conducido a rastra fue subido a un camión. “Qué puedo decirles sino sé nada de ese atentado”, repetía Glass después de tres días de tortura. La Gestapo lo envió al cuartel de las SS con una ficha donde se leía en una clara y prolija caligrafía “cabecilla del complot, fusilamiento para el día 23 a la 9 horas”, firmado. Jefe de la Gestapo en los territorios ocupados de Bohemia y Moravia.

-      No va a enviar esos manuscritos a Berlín, preguntó el asistente del jefe de la Gestapo.

-      No, mañana estaríamos en el frente ruso acusados de incompetencia por no haber dado antes con este hombre. Queme esos papeles. El asistente asintió.

-      ¿Y qué hacemos con ese que espera afuera, el que trajo el manuscrito?

-       Fusílenlo, no debemos dejar testigos.

El hombrecillo de rostro cacarañado por la viruela esperaba su recompensa en la sala vecina.

IV
Tumbado sobre un jergón, Glass repasaba su vida. Había cumplido 37 años. Un sicario de la Gestapo le había encajado dos certeros golpes en la mano derecha.

-      Así ya no podrás escribir, maldito judío.

Observó su mano entumecida y amoratada. De qué le valía alegar que no era judío, ni comunista, no partisano. Esos asesinos estaban entrenados para no creer en nada. Unas lágrimas asomaron. Vio las paredes de esa celda donde tantos infelices como él habían esperado la muerte. Morir ahora, con la obra maestra que tenía en mente, le parecía una injuria de Dios. Recibió a un sacerdote con el cuerpo agarrotado. Hubiera querido mandarlo al infierno con su Dios, pero de qué valía discutir con un hombre que había hecho de la persistencia parte de su canon. Un silencio invadió la celda y estrechó las palabras monótonas del cura.

-      “Señor Dios, que en este día nos has abierto las puertas de la vida por medio de tu hijo, vencedor de la muerte, concede las que celebramos la solemnidad de la resurrección de Jesucristo, ser renovados por tu Espíritu, para resucitar en el reino de la luz y de la vida. Por nuestro Señor Jesucristo”.

Todo no es más que una farsa, pensó Glass cuando el religioso se marchó. Una invención de un enajenado que dice ser hijo de Dios y que habla de un Espíritu Santo; un timador que en una boda de borrachos se las ingenia para hacer creer a los invitados de que es capaz de transformar el agua en vino. Eso de resucitar muertos es una ofensa a la razón. Una saliva viscosa de hiel y amargura agrió su boca.

V
Durmió relajadamente venciendo el dolor y la pesadumbre. Aún faltaba una hora para su ejecución. De repente se iluminó en su mente una esperanza. Son millones de seres humanos quienes creen en Dios, un ser que los protegerá y les dará la vida eterna. ¿Pueden equivocarse tantos? Cerró los ojos y dijo:

-      Si en verdad existes, yo te reto, Dios, a que me lo demuestres. Concédeme solo el tiempo necesario para escribir mi obra maestra. No necesito más, has que se cumpla mi deseo y antes de morir, cerraré los ojos y gritaré: ¡Sí, creo!

IV
Dieron las siete y un carpintero, acompañado de un SS, tomó sus medidas: altura, peso y ancho de cuerpo. A las siete y treinta le trajeron un austero desayuno: pan de centeno, una crema de garbanzos y té. A las ocho volvió a aparecer el sacerdote con un Diurnal en la mano. El SS que lo acompañaba se quitó el quepí de la calavera y se dispuso a escuchar la lectura del religioso:

Ando por mi camino, pasajero, y a veces creo que voy sin compañía, hasta que siento el paso que me guía, al compás de mi andar, de otro viajero. No lo veo, pero está. Si voy ligero, él apresura el paso; se diría que quiere ir a mi lado todo el día, invisible y seguro el compañero…

Glass sentía que el estómago se le revolvía y quiso regurgitar el desayuno, pero logró controlarse. Sintió que las fuerzas lo abandonaban. Cuando lo sacaron de su celda quiso gritar de desesperación, pero se contuvo. Ladeó la cabeza hacia el sacerdote y musitó: ya ve que todo es mentira, no existe y sonrió con una mueca de frustración y odio. El sacerdote no percibió con claridad sus palabras y le hizo la señal de la cruz con una mano suspendida en el aire. En el patio de la prisión, seis SS y un obeso richsführer esperaban impacientes. El oficial miró el reloj de la torre del patio: faltaban veinticinco minutos para la orden de fuego. Glass fue atado a la estaca, se negó a que le coloquen el capuz. Los jóvenes SS, reclutados entre la juventud hitleriana, bromeaban sobre quien le metería la primera bala en el cuerpo “a ese judío”. Siempre habrá una bala que toque primero a la víctima, eso me lo enseñaron en el campo de tiro, dijo uno de los más jóvenes. El richsführer encendió otro cigarro con la colilla del anterior, quería terminar cuanto antes. 

Miró el reloj: quince para las nueve… y nada; los jóvenes riendo, nerviosos, el oficial fumando: diez para las nueve… y nada, los jóvenes frotándose las manos y empuñando sus rifles, el oficial tenso, ansioso, fumando: cinco para las nueve… nada. Glass apretó los dientes, cerró los ojos, apunten, el brazo del richsführer en alto dispuesto a caer y acabar con la vida del judío Glass que en vano arguyó no ser judío. Un estallido unísono, asesino, tronó en el aire denso de aquella mañana glacial. Norbert Glass murió sin saber que su obra maestra no era la que borboteaba en su mente, sino aquella otra que había sido entregada a la Gestapo por aquel que debió echarla al fuego y en la cual, su imaginación desbordada, había creado hasta el más mínimo detalle del complot para asesinar al Heydrich. Todo había sido fruto de una casualidad inexplicable que ni Dios mismo, en toda su omnipotencia, hubiera podido justificar.         

    
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