GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

sábado, 13 de noviembre de 2010

LIBRO LA CADENA DE LAS VANIDADES



POLLIONE

“Aunque lo que tengo que soportar lo sufriera con paciencia, nunca podrían mis males terminar más que con la amargura de la muerte”                                                                                                               
OCTAVIA
SÉNECA (vv.100 - 104)
I

Estaba el campamento en un altozano que poco a poco se levantaba del llano. Montado aún sobre su cabalgadura, Pollione, procónsul romano de la Galia ocupada, observaba el paso del emperador. Ocho robustos sicambros de cabelleras rubias como el lirio, ataviados de vestiduras argentadas, llevaban sobre vigas de cedro doradas, la fastuosa y adornada silla de manos donde iba el omnipotente César. Tanto lujo le hizo recordar la nueva residencia que había adquirido en las afueras de Roma; recordó los amplios jardines donde solía pasar los ratos de descanso que le dejaban las arduas campañas militares; recordó el aroma de las vides con sus racimos de henchidas uvas negras colgando sobre los muros artesonados o enredados a los grandes y viejos olmos, cuya fronda proyectaba en los cálidos meses estivales una sombra fresca; recordó que por todas partes, árboles umbrosos, altas matas y arbustos, arriates y parterres cubiertos de las flores más exóticas de brillantes colores y estatuas de dioses, para aparentar las creencias impuestas por el imperio, daban a la villa un aire imperial; recordó también que el atrio de entrada lucía un pórtico adornado de simétricas columnas, donde los visitantes, en su mayoría pertenecientes a la clase patricia que tanto detestaba, disfrutaban de pequeños e íntimos festines para luego embriagarse con una buena dotación de vinos traídos de Cécubo y Chipre por algún quirete adinerado invitado para la ocasión; recordó por último la terraza principal desde donde los contertulios podían disfrutar de una visión global de la Roma Imperial de la que se sentía parte importante. Esa Roma de dos millones de habitantes con sus colosales caminos y calles arboladas cuya fronda mostraba ya en parte la decoloración otoñal; esa Roma donde brillaba un cielo profundamente azul, un color más apacible en comparación del rojo que las legiones romanas solían dejar a su paso tras vencer a sus enemigos; esa Roma donde los canteros de césped cuidados primorosamente, lucían un verde brillante; esa Roma conquistadora de figuras de mármol, con sus innumerables tiendas fastuosas, con sus columnatas y monumentos que parecían estar bañados por un aire más límpido y puro que nunca; esa Roma de calles concurridas donde como hormigas se movían interminables hileras de caminantes y literas.

Un barullo lo sacó de sus recuerdos. Vio a sus hombres descansar de la dura jornada que había empezado con las luces del alba. Esa batalla que ahora se celebraba como triunfo estuvo a punto de perderse, pues, el enemigo, tan determinado y hábil en las emboscadas, los habían tomado por sorpresa; los romanos no habían tenido tiempo para ponerse las cimeras, ni aun siquiera para ajustar las viseras de los yelmos o quitar las fundas de los escudos. Esa mañana fría de otoño, cayeron grandes guerreros, contaría Pollione más tarde a Aldagisa, sacerdotisa druida, en uno de sus furtivos encuentros, quizás las más sentidas fueron las de Publio Báculo y Marco Craso, dos valientes romanos, tan inmaculados en el ejercicio militar como en la vida privada. Habían batallado durante treinta días por las tierras galas, surcando parajes impenetrables a causa de un gran número de lagunas donde se refugiaba el enemigo; conocedor de estos hechos, Pollione envió delante algunos batidores y centuriones a buscar un sitio estratégico para alojarse y poder disponer de una ofensiva fulminante. Estos galos son expertos desmochando y doblando los arbolillos tiernos, le dijo Pollione a Publio Báculo; entretejen esas ramas con zarzas y espinos formando un seto que les sirve de muro, es tan cerrado que ni siquiera se puede ver a través de él.

Impedida la visión por la espesura de los bardales, los romanos no podían precisar el número del enemigo fue entonces que Marco Craso recurrió a los dardos: los galos no tardaron en rendirse. Pollione había entrenado tan bien a sus soldados que podían por sí mismos dirigir cualquier acción con tanta pericia como sus decuriones. Cuando arreciaba la noche y corría un viento frío, los hombres iban en busca de fajina, con la cual lograban calentar en algo las frías noches. Después que se rindió el rey Galba y, enterado César que el enemigo estaba ya vencido y que los soldados habían resistido los ataques del enemigo con brío y coraje, dispuso que los tribunos fuesen poco a poco reuniendo las legiones.

Y allí estaba ahora el César haciendo un alto frente a ese altozano donde él y sus hombres pernoctaban. Pollione vio a sus hombres descansar, un descanso por demás merecido. Se sentía venerado por esos guerreros que lo habían visto escalar posiciones en el imperio sorteando las maldades y perfidias que acechaban siempre a los hombres de vida íntegra; esa aborrecible y nefasta insidia que gobernaba la vida del hombre mediocre y común lo había perseguido siempre. Es bueno ser amado, pensó, pero ser temido, es mejor aun y más seguro. Pensó nuevamente en el emperador que había detenido su comitiva para refrescarse. ¿Creía realmente el César que los senadores que se daban la gran vida y se inclinaban aparentemente con respetuosa reverencia ante su grandeza y soberanía, estaban compenetrados interiormente en ese grandor? ¡Ay! Que poco, y mal conocía a los aristócratas romanos, pensó. Ellos piensan, he ahí al César, merced a nuestra tolerancia. Si nos viniera la ocurrencia, y se nos presentase la oportunidad deseada, destruiríamos y aniquilaríamos su dominio y su poder. Miró de nuevo sobre la falda de la colina y vio al emperador conversando con una hermosa tañedora de cítara; la muchacha, ruborizada, afinaba el instrumento de nueve cuerdas. El emperador la miraba embelesado; la jovencita era realmente hermosa, sus bien proporcionadas facciones marcadas con claridad parecían la obra de algún artista prodigioso, parece como esculpida en mármol, pensó Pollione mientras se rascaba la barba; los ojos sombríos y soñadores de la joven estaban compasados por unas largas y renegridas pestañas, su noble y despejada frente nacarada, su esplendida cabellera que caía ondulante sobre sus hombros como una caudalosa catarata, también despertó la inquietud del procónsul. La muchacha deleitó al emperador un buen rato, a cambio recibió unos sestercios y luego se marchó.

- Ya está, señor, dijo Rauco, y entregó a Pollione una espada recién pulida.

El procónsul le agradeció y se sentó sobre una roca a mirar el filo de la espada pretoriana. De allí observó los movimientos de su sirviente. Provenía de Mesopotamia, de Gozan, lo había adquirido en una venta de esclavos en Damasco; allí, entre egipcios, frigios, africanos, tarentinos y judíos, había sido escogido por aquel guerrero romano quien lo había tratado como un liberto.

 Un rumor sacó a Pollione de su abstracción. Miró nuevamente hacia abajo y vio que una suntuosa litera cubierta por purpúreo dosel se avecinaba por un abrupto sendero. También venía, tras ellos, Afranio Burrus, el Jefe Supremo de la Guardia Imperial pretoriana. Ese insidioso traidor me indispuso contra el emperador, ese puesto era mío por méritos propios; pero tenía que ser él, que para hacerse con el cargo, deslizase a oídos del César mi relación con Flavia, pensó Pollione sin poder ocultar su amargura. Y todo para qué, reflexionó, para que después de tres años y dos hijos todo quedará en nada. ¡Qué débil es la voluntad a los apetitos del cuerpo!

Ningún romano veía nunca con buenos ojos la relación entre un romano y una druida. ¿De qué valía tanto heroísmo demostrado en el campo de batalla cuando unos momentos de debilidad arrojaban todo al trasto? Pero quiénes eran ellos para juzgar de bárbaros los sacrificios que el pueblo druida realizaba en lo más recóndito de los bosques. Él mismo, que tanto había criticado a Flavia, pertenecía a un imperio salvaje y despótico. Había nacido en el seno de  un pueblo que dejaba desangrar hasta morir a los gladiadores y luchadores en el circo para entretenimiento del emperador, un pueblo cuya gentuza disfrutaba a rabiar con los roncos estertores agónicos de los sacrificados, eso era Roma y él, quiéralo o no, era parte de ella. ¡Oh, Roma, Roma! , aquí en mi corazón cabe todo mi odio y mi amor hacia ti, dijo Pollione. Volvió a pensar en Flavia y en el amor que había sentido por ella. ¿Por qué se apagará el fuego del deseo con los años?, meditó. ¿Amor o atracción? Eso viene a nosotros sin ser llamado y muchas veces, más impetuosamente, allí donde la razón y el sano juicio quisieran desterrarlo. A los ojos del deseo no tienen valor ni la voluntad ni la pureza ni mérito alguno. Todo es pasión desbocada, lujurioso instinto. ¿Y después qué? Sólo los lujos como sufrientes testigos del calor de unas noches.

 Los encuentros amorosos, furtivos, en los breves intermedios del fragor de la guerra, le habían enseñado que a menudo las esclavas eran quienes despertaban las pasiones más tempestuosas que las que podían avivar las princesas más doncellescas. ¿Por qué entonces se me puede culpar de haber caído en la tentación de poseer a una sacerdotisa druida como Flavia?, pensó Pollione. ¿Me van a culpar de eso también los dioses? Me son indiferentes y extraños los dioses.
No necesito de ellos para condenarme. Sólo creo en el destino que nos traza los senderos de la vida desde que nacemos hasta que morimos. Un vaho rojizo se extendía a pesar del claro y sereno día de marzo, en gruesa franja sobre el horizonte. Pollione y sus hombres iniciaron su regreso a Roma.


II

La rendición de Galva, rey de los galos, había puesto en alarma al consejo de los sacerdotes druidas. Ellos, como depositarios de la ciencia, actuaban como jueces en los asuntos públicos y privados; intervenían en la elección de los jueces y jefes, y demás asuntos políticos del pueblo. Atón, jefe supremo de los sacerdotes y representante de la jerarquía Sarónida, había convocado a los miembros de los otros grupos sacerdotales; allí estaba Budo, de la jerarquía Bardo; Atlán, de la jerarquía Vate; Deco, de la jerarquía de los Adivinos y el anciano Telfo, de la jerarquía de los Causídicos, encargado de los asuntos civiles y criminales. Había gran preocupación, por ello se hallaban reunidos en la gruta de los consejos, a la espera de Oroveso, jefe de los guerreros druidas. Era una gruta grande donde la luz que entraba por el acceso principal se esparcía sobre un suelo pedregoso y desigual, cayendo sobre pilas de pequeños ídolos de piedra, sacos con granos y forraje para las bestias de carga que descansaban en unos establos cercanos. En las bandas había corrales para las ovejas y las cabras.

No había compartimientos ni anaqueles de ninguna clase para los cuchillos, lanzas o navajas, las cuales debían guardarse en pequeños forados hechos en las paredes, ubicados en la parte más profunda de la gruta. Pequeños guijarros afilados y un polvo plomizo cubrían el suelo, hendiduras y huecos habían sido rellenados con tierra de labranza, un polvo negruzco engrosaba los hilos de las telarañas que colgaban del techo como una malla sucia y tétrica. A pesar de todo, el ambiente lucía como un sitio cómodo. La aparición de Oroveso, secundado por su guardia personal, calmó la angustia de los sacerdotes por la tardanza. El jefe druida expuso su plan con el cual vencer a los romanos.

- ¿Vendrá tu hija Flavia a cortar el sagrado muérdago?, interrogó Atón.

- Claro que vendrá, contestó Oroveso. Cuando la noche muestre la luna nueva, id a la colina y verás su virginal rostro sonriente invocando al pie de la encina a Irminsul, nuestro dios, quien nos guiará a la victoria.

Oroveso notó en el rostro de los sacerdotes cierta duda, el rumor de los amores de Flavia con el procónsul romano había hecho mella en la fe de los tonsurados druidas. Como sea, Atón comprendió, que dada las circunstancias, no quedaba más que confiar en la muchacha.

-  Con tu profética aura, ¡oh! Irminsul, inspírale a Flavia los sentimientos de odio e ira que necesitan nuestros guerreros para que los romanos caigan ante nuestras armas, clamó Atón con voz firme.

Oroveso recuperó el semblante y dijo con decisión.
-  Os aseguro que mi hija invocará terribles maldiciones sobre ese pueblo maldito y hará desocupar nuestras tierras de esas águilas enemigas y del sonido de sus escudos que semejan al fragor del trueno.

III

 Cubierta con un manto y el rostro semicubierto, Flavia, la sacerdotisa druida, transitaba por una de las más concurridas calles de aquella Roma imperial cuyo emperador había jurado someter al pueblo druida. La acompañaba Tresea, su criada, una bella muchacha de grandes ojos negros de Ostia. Iba a ver a sus hijos, Melius y Clarissa, que habían quedado en custodia desde hacía cinco años en casa de un noble romano, Cayo Nicodemo, quien, por la amistad que tenía con la familia de Tresea, había aceptado la custodia de los hijos de Flavia. Nadie debe saber que son hijos de Pollione, confío en su discreción, le había dicho a Cayo Nicodemo, la joven sacerdotisa. Los había visto con regular frecuencia, no así el padre, quien había preferido, por su seguridad, mantenerse distante de los hijos. Eso había disgustado a Flavia, quien pensó que Pollione mantendría la promesa que el procónsul le había hecho, apenas junté una pequeña fortuna nos iremos con los niños a un lugar seguro; pero esa promesa se había ido desvaneciendo con los años como se había ido esfumado su fe en el hombre que amaba.

Atardecería ya cuando ambas mujeres caminaron hasta una plazoleta donde desembocaban tres vías principales; los vendedores de fruta, de agua y de vino ensordecían son su infernal gritería a los transeúntes. Acróbatas, magos, vendedores de galpones y aves exóticas, verduleros, pescadores, prestamistas y adivinos de sueños, ejercían su profesión disputándose la clientela. De cuando en cuando, en medio de esa vocinglera general, llegaba a los oídos el dulce sonido de un sistro egipcio, de una flauta frigia, de un caramillo tarentino, o de algún laúd griego. Luego de una larga caminata, llegaron al palacete de Cayo Nicodemo. El lirio parecía ser la flor predilecta de aquel noble romano, porque había abundancia de ellos en tiestos, arriates y parterres; los había blancos y rojos, azules y morados, todos luciendo sus tallos ramosos y sus hojas erguidas.

Entre las macetas orladas se distinguían pequeñas estatuas de bronce representando flores, niños, peces y pájaros acuáticos. En los ángulos de los amplios salones había gárgolas de bronce y faunos, inclinados en actitud de beber. El suelo del atrio era de fino mosaico tarentino; las paredes, en parte de madera y en parte de mármol azulino o rojo, ostentaba hermosas pinturas, en las que se destacaban peces, pájaros, árboles y flores, destilando un maravilloso contraste de tonos. Nicodemo las recibió en el triclinio del jardín principal. El aroma de la hiedra, las parras y la madreselva inundaba el aire tranquilo de la tarde. Hablaron de la guerra inevitable entre druidas y romanos y de las consecuencias catastróficas que ese hecho tendría sobre los niños. Nicodemo propuso llevarlos a una villa que tenía en Asiria, es un lugar seguro, nadie los encontraría ahí. Si Pollione cae en desgracia de seguro que el César no tendría escrúpulos en destruir todo lo que le pertenece, dijo Nicodemo con voz grave. Flavia, alarmada, propuso que después de la ceremonia en que cumpliría con el rito de cortar, con la hoz de oro, el muérdago sagrado, hablaría con Pollione para huir con él y los niños. Nicodemo dirigió una cómplice mirada a Tresea; ambos comprendieron que Flavia ignoraba los rumores del romance que Pollione sostenía con Aldagisa, la joven sacerdotisa druida. La llegada de una comitiva del senado hizo palidecer a Nicodemo. Es mejor que se oculten en los interiores del palacio, me desentenderé de ellos lo más rápido que pueda, no se preocupen por nada, es rutina que vengan a consultarme cosas de Estado, dijo Nicodemo tratando de tranquilizar a las mujeres. Desde una habitación de la segunda planta, Flavia observó a aquel grupo de políticos de toga hablando con el protector de sus hijos. Hombres codiciosos a quienes nunca les satisface lo que tienen, pensó la sacerdotisa recordando las ambiciones expansionistas de aquel pueblo de viciosos y libertinos.

Reinaba en la cámara un aire cargado de incienso, mirra y sándalo; las poltronas, sillas, taburetes y divanes eran de un lujo y gusto muy exquisito. Todo el piso estaba alfombrado de una mullida alfombra de sobrios colores, sobre la cual se erigía una especie de solio ataviado de oro y plata. De no haber estado en esa recámara, hubiera sido difícil hacerse una idea de la belleza que irradiaba de las otomanas y los lechos esculpidos y plateados, de los abanicos, de las camas de bronce con barrotes en la cabecera y en los pies, de las colgaduras bordadas que cubrían las paredes, de las mesas de ciprés cubiertas con fina y blanca batista de Egipto y de un sinnúmero de atavíos destinados a realzar la investidura de un noble romano.

 El barullo de unos niños que corrían en la parte trasera del palacio llamó su atención. Miró nuevamente por la ventana y vio a Nicodemo y a los hombres de toga conversando y bebiendo vino. Van a demorar, ven conmigo, le dijo Flavia a Tresea. Andando por unos estrechos corredores llegaron a una pequeña terraza que daba a un amplio jardín. Emocionada vio a sus hijos jugar con otros niños de su edad. Deben ser los hijos de Nicodemo, dijo Tresea. No es conveniente que nos vean. Oculta tras una gruesa columna, Flavia vio a Melius y a Clarissa. Como crecen los niños, susurró al oído de Tresea. Su padre no los reconocería si los viera, musitó entristecida. La hierba que cubría los jardines estaba fresca y limpia. Los árboles eran variados, desde palmeras adornadas con plumas como pavos reales, hasta sicomoros remontados por encima de laureles de follaje más oscuro y encinas que ostentaban su oscuro verdor junto con cedros inmensos, morales de copa amplia y terebintos de hojuelas ovales. Tresea descendió del balcón por unas amplias escalinatas de mármol para acercarse más a los niños. Criada en un puerto y confinada gran parte de su vida a labores vinculadas al mar, la muchacha, por primera vez en su vida, veía aquellos encantadores jardines donde se erguían los cipreses, los pinos, las encinas, las carrascas de altas ramas los blandos tilos y los quebradizos avellanos; todo un paraíso donde florecían los olivos, los tamariscos y el mirto; se maravilló al ver que entre las sombras oscuras resaltaban finas estatuas de mármol de Carrara.

Un pequeño lago artificial resplandecía como un espejo, no pudo resistir, y mojó sus mejillas en aquel líquido que parecía brotado del Olimpo. Siguió avanzando entre las malezas, donde entre los alisos y el madroño cargado de rojizo fruto, brotaban las rosas despidiendo gratos aromas, mientras eran rociadas continuamente por el agua fresca de los surtidores de pequeñas fuentes marmóreas; las grutas misteriosas, revestidas de hiedra y madreselva donde se veía flotar en el agua estancada lotos y verdes bojs, invitaban al reposo y a la reflexión. El agua, transparente y calmosa de aquel pequeño lago, era surcada por blancos cisnes de cuellos negros; el follaje, abundante y colorido, dejaba ver algunos gamos domesticados traídos por viajeros circunstanciales de los desiertos africanos, así como pájaros exóticos de plumaje multicolor, cuyos trinos alegres daban al ambiente un aire divino. Estos romanos son tan exquisitos y exigentes en su vida privada, pero tan bárbaros y crueles en su vida pública, pensó la muchacha, quien acudía al llamado de su ama.

IV

De regreso a la Galia y después de ver a sus hijos unos breves momentos, Flavia iba pensando en lo que le había dicho Nicodemo, el César ha ordenado a Afranio Burrus que con tres legiones extermine hasta el último rebelde galo. Debía regresar y dar cuenta del muérdago sagrado y advertir a su gente del peligro que se avecinaba. Llegaron al atardecer. Mientras tanto en Roma, Pollione asistía a la fiesta que daba Savino Iturio, uno de los senadores más adeptos al emperador y muy apreciado por aquel. El mismo César me ha prometido que vendría, dijo a la multitud allí reunida Savino Iturio. La fiesta es en vuestro  honor, así que amigos, disfruten de ella, dijo orgulloso el anfitrión. En su casa se reunían senadores, en especial los que se prestaban para bufones; jóvenes y viejos patricios, que se dedicaban a comer bien y a beber mejor; asistían también mujeres de alto copete, pero de dudosa reputación; además solían concurrir altos empleados y sacerdotes que no se atrevían a burlarse de sus dioses con el cáliz en la mano. No faltaban en aquellas francachelas compañías de músicos, actores y cantantes, bailarines y acróbatas y un gran número de mercenarios dispuestos a cantar las alabanzas al emperador a cambio de una buena mano de sestercios; por ahí deambulaba uno que otro filosofo famélico contemplando las mesas llenas de manjares con mirada anhelosa; y, finalmente, no faltaban en aquel lugar homosexuales de altas esferas, aurigas, prestigiadores, charlatanes, bufones y aventureros que habían adquirido una breve popularidad gracias a la moda o a la suerte. Cuando llegó el emperador, Savino Iturio lo recibió con un espectáculo que despertó el apetito del César. Una jovencita Siria, reconocida por todos como una eximia bailarina interpretó su papel según lo ordenado por Savino. Con sencillos movimientos de las manos y del cuerpo, la muchacha podía despertar del sueño hasta a una piedra. Sus manos y sus brazos formaban en el aire figuras imaginarias, animadas por unos velos que colgaban de las muñecas, sujetas por unas brillantes ajorcas. Minutos después, un coro de jóvenes muchachos, acompañados de citaras, laúdes y timbales, bailaron una danza silvestre con jóvenes frigias y asirías. El anfitrión pensó que de un momento a otro, con tanto desenfrenó, un rayo de los dioses caería sobre aquel palacio incendiando a su paso, como tratando de purificar el cuerpo y el espíritu de todos aquellos disipados por cuyas venas, el efecto del vino, los había inundado de un torrente de fuego y de lujuria.

Algo asqueado, Pollione indicó a su criado que lo acompañará. En una terraza que daba a una fuente, el procónsul confió a Rauco su secreto: hacía tiempo que no amaba a Flavia y que se había enamorado de Aldagisa, otra joven sacerdotisa druida. Necesito que me acompañes esta noche a tierra enemiga, necesito hablar con Aldagisa. Sé que mi vida corre peligro en este lugar. Más de uno de los aquí reunidos quisiera clavarme una espada y ponerle al César mi cabeza en una bandeja por considerarme un traidor, sentenció Pollione. Rauco colocó un brazo sobre el hombro de su amo y asintió con la cabeza. Horas más tarde, provistos de una triga, ambos romanos dejaron Roma para no regresar jamás.

V

En casa de Flavia, Tresea anunció a su ama que Aldagisa había venido a verla. Flavia se preparaba para ir al encuentro de los sacerdotes druidas en el bosquecillo de los sacrificios dedicados al dios Irminsul. Flavia no cabía de contenta, tenía a sus hijos junto a ella; Nicodemo, dada la situación, había visto más conveniente enviar a los niños con su madre, sé que entenderá que asumir tal responsabilidad supera mis posibilidades, le había escrito Nicodemo en una breve misiva. Vete y ocúltalos a ambos, no quiero que nadie, aparte de nosotros, sepa que están aquí, le dijo Flavia a Tresea cuando ya Algadisa se aproximaba. La joven sacerdotisa se hallaba muy nerviosa, Flavia tuvo que calmarla. “He oído que deseas revelarme un gran secreto”, interrogó Flavia. La muchacha le confesó que había pecado al traicionar al altar del dios Irminsul. Me he enamorado de un hombre, y no de un galo, sino de un romano, dijo sollozante. Flavia recordó que ella también había sucumbido a una situación simular al enredarse con Pollione por lo que le ofreció todo su apoyo. “Ten valor y abrázame”, le dijo Flavia, te perdono y me apiado de ti. Basada en mi rango ministerial te libero de tus votos, rompo tus ataduras, para que unida a tu querido amor puedas vivir feliz. Aldagisa, emocionada, mencionó el nombre de su amado en el instante mismo que Pollione apareció. La sorpresa de Flavia no pudo ser mayor. Aldagisa se hallaba estremecida ante la verdad; Flavia, enfurece. Ella no es culpable de tu vil engaño, el malhechor eres tú, le grita Flavia a Pollione. Aldagisa, confundida, había quedado paralizada. Antes que conocer a este hombre, morir te hubiera resultado menos doloroso, dice Flavia a Aldagisa.  Sólo un mar de lágrimas puede dar este canalla al corazón de una mujer. No eres culpable de haber sido engañada muchacha, pero sí asumirás  tu culpa si descubierta la mentira quieres seguir viviendo en ella, sentencia Flavia y se retira. De nada valen las súplicas de Pollione.

El hombre que engaña a su mujer tarde o temprano terminará engañando a su amante, dice Aldagisa con amargura y rechaza al procónsul romano. Flavia logra que su asistencia al templo de Irminsul sea postergada, se halla tan deprimida que no se siente capaz de cargar la hoz de oro para cortar el muérdago sagrado. Oroveso consigue que se postergue el reto por siete días; los sacerdotes druidas aceptaron con reticencia.

 Los días pasan y la salud de Flavia se va deteriorando entre ayunos y lágrimas. Tresea sufre ante esa circunstancia y se lamenta: ¡Oh!, desdicha, cuan traidor e infame puede ser el hombre que engaña a su mujer y a sus hijos, pretendiendo unirse a otra alegando amor. De qué valieron los sacrificios de la noble Flavia, quien exponiendo su vida y sólo llevada por el amor, abandonó sus quehaceres sacerdotales para entregarse a ese romano cobarde que ahora pretende destruir la vida de otra ingenua mujer con la misma ponzoña con que ha envenenado el alma de esta pobre desdichada. ¡Qué ingratitud!

La pobre infeliz yace ahora sin probar alimento, presa de intolerables dolores, deshecha en lágrimas desde que se enteró de la injusticia de su marido. Me estremezco de solo pensar que las desgracias muchas veces arrastran a otras desgracias y que una mujer herida por un hombre es capaz de cometer otra tragedia cuando el dolor nubla la razón.

 A oídos de Tresea llega la noticia de que Pollione, escondido en una gruta con cinco soldados romanos, pretende raptar a Aldagisa. Un soldado natural de Ostia, que antes de enrolarse en la milicia había sido carpintero en los astilleros del abuelo de Tresea, ha sido el portador de la información. La muchacha encuentra la forma de vengar a su ama y de evitar que Aldagisa sea vejada por el romano. Anónimamente, hace llegar la ubicación de Pollione a los hombres de Oroveso; Pollione es atrapado sin oponer resistencia y encerrado en un calabozo a la espera de su ejecución. Cuando Flavia llega al templo de Irminsul, ignora lo sucedido a su marido. La sacerdotisa encuentra a los guerreros galos en pie de guerra, ansiosos por empezar la sublevación; Oroveso anuncia la inminente llegada a las legiones romanas a órdenes de un nuevo procónsul, Afranio Burrus, pues el anterior, Pollione Acso, ha sido declarado traidor y proscrito por el mismo César. Flavia es informada que Pollione ha sido capturado y que el rumor de que el procónsul romano sostenía un romance con una sacerdotisa druida. Se ha aclarado: era Aldagisa y no ella la traidora. Furiosa, Flavia se dirige al sagrado escudo de bronce y lo golpea tres veces convocando así a la asamblea de guerreros y druidas galos. Ante la comunidad reunida, la sacerdotisa anuncia que ha llegado el momento de la insurrección contra el opresor romano. El hecho de que Galva se haya rendido no significa nuestra rendición, mientras haya un galo de pie, puede haber un romano muerto, sentencia Flavia provocando la euforia de aquellos galos rebeldes. Oroveso recuerda que el rito propiciatorio de una sublevación druida exige la muerte de una víctima y que el procónsul Pollione será el elegido. Flavia acepta, pero exige entrevistarse con el prisionero. Pollione es sacado de su celda; unos soldados lo llevan ante ella, pues, por ser la sacerdotisa elegida por Irminsul, le cabe el privilegio de ser la primera en herir a la víctima.

A solas con Pollione, Flavia le exige renunciar a Aldagisa, a cambio, conseguirá que se le perdone la vida. El procónsul se niega firmemente, eso no lo haré nunca, puedes matarme con tus propias manos si quieres. Flavia aumenta su presión, te juro Pollione, por la vida de mis hijos que ordenaré su muerte en este instante. El amor por Aldagisa lleva al procónsul a claudicar. Flavia, finalmente, ha doblegó al romano. La hija de Oroveso convoca nuevamente a la asamblea y anuncia a todos que una sacerdotisa ha faltado a sus votos y ha traicionado a la patria con un enemigo romano y por este motivo debe ser inmolada en la pira del sacrificio.

La asamblea, encabezada por Atón, exige el nombre de la traidora. Flavia, incapaz de culpar a Aldagisa de una falta que ella misma ha cometido, ante la incredulidad general, se autoinculpa.

- Miente, grita Aldagisa, yo soy la culpable, juro que yo soy y no ella, lo hace sólo por salvarme de la deshonra.

Todos piden a Flavia que desmienta su afirmación, pero ella insiste y revela además que es madre; por orden de Flavia, Tresea trae a Melius y Clarissa, los hijos que ha tenido con Pollione. Ante el desconcierto y desmoralización de los guerreros druidas, Flavia es encerrada en una celda. Hasta allí llega Tresea para consolarla. Sólo con mi muerte mi pueblo recuperará el coraje que mi deshonra les ha quitado, dice la sacerdotisa caída en desgracia. Yo me quitaré la vida, pero antes debes prometerme que te llevarás a los niños, cámbiales de nombre, cámbiales sus vidas, no soportaría ni aun en la muerte saber que han sido infelices por mi culpa. Cuando Oroveso, horas más tarde, fue a ver a su hija, la encontró muerta.

Flavia es quemada en la pira de los sacrificios; Pollione la sigue en el camino hacia las sombras. Cuando el celaje del amanecer aun no había aclarado del todo y las llamas de la pira aún se elevaban al cielo, las legiones romanas avanzaban decididas a destruir la resistencia de los druidas galos. Por un distante y discreto camino que conducía a Ostia, una mujer y dos niños se abrían paso hacia una nueva vida.





 FLOR DE PAPA
¡Dios del sol, que estás por sobre todo, ten compasión de mí!

El Tayta Inti miraba un día sobre la tierra, y se sentía orgulloso de ver cómo los hombres disfrutaban de todo lo que él y la diosa Mama Killa les ofrecían.

- Míralos; Killa, viven en armonía, disfrutando de los frutos que da la tierra, de los peces que les brindan los mares y los ríos, dijo el Tayta.

La luna, desde el otro lado del horizonte, lo escuchaba con devoción, y se regocijaba de lo orgulloso que el Creador se sentía de ver a sus hijos disfrutar de aquella hermosa naturaleza.

- Sí, dijo Killa, son hombres buenos, saben compartir lo que tienen, siembran la tierra con esmero, son solidarios y trabajadores, da gusto darles luz y calor.

Pero un día aparecieron los primeros vestigios de una crisis que se avecinaba; los hombres, antes alegres, trabajadores y amigables, se habían vuelto envidiosos, egoístas, ociosos y malvados. Ya no querían compartir sus cosechas sobrantes, envidiaban los éxitos de los otros, se apoderaban arbitrariamente de los productos de panllevar que otros habían sembrado y cosechado;  se disputaban las que se consideraban tierras más provechosas, los mejores lugares de pesca en los ríos, lagos y lagunas, por los senderos que atravesaban los cerros, por los árboles que les servían para construir sus casas, sus graneros, sus corrales; la armonía había cedido el paso a la discordia que se dispersaba en el ambiente como humo llevado por el viento, como enjambre de moscas.

En el borde del río y del agua
mosca molestosa,
mosca de ojos de oro,
por qué me estás mirando
mosca fastidiosa.
por qué me estás molestando
¿Acaso soy tu querido?
¿Acaso yo soy tu amado?

Vete, mosquita molestosa.
Vete, mosquita fastidiosa.

Pero ni los harawis ni los ayataquis trajeron la armonía perdida. Ya los hombres no se ocuparon de sus ritos que hermanaban, de sus fiestas de algarabía; sólo primaba el enfrentamiento, la venganza, las rencillas por naderías, las peleas cotidianas por un puñado de coca o una mazorca de maíz, la avaricia, la traición, los malos sentimientos.

El Tayta Inti no pudo ocultar su enfado. Debería apagar mis rayos y dejarlos a oscuras para que ni siquiera vean el rostro que daña sus lanzas ni los cráneos que parten sus porras, díjole a la luna. La diosa Mama Killa también se hallaba consternada por el caos reinante. Malos hijos esos,  dijo el sol, los voy a dejar al hambre. Si no han sabido comportarse con sabiduría, pues, que sufran la terrible carestía que se avecina.

Furibundo, molesto, amargado, el Tayta Inti hizo desaparecer el agua de los ríos y los campos con sus sembríos se secaron; en los caminos no era raro encontrarse con una llama o una vicuña agonizantes por la ausencia de lluvias. Valles y prados que antes eran verdes y blondos, se habían transformado en un paisaje fantasmagórico de terror y desolación. ¡Ya no se puede sembrar! dijo un indio a su anciano padre. ¿Por qué el Tayta se había enfurecido para que sus rayos quemen tanto? ¿O es que ya no nos quiere porque somos malos hijos?, preguntó el hombre. El anciano tomó su quena y dejó sentir un silbido triste, tenue, melancólico; el hijo abrió sus brazos al cielo y comenzó a entonar un fúnebre ayataqui.

El dolor está llegando a los pueblos
como tormenta de sangre. Estoy
gritando a los abuelos
para que abandonen su morada
y traigan
la sangre de los antiguos dioses.
¡Ay! Calor que me quemas
como brasa de madero,
que la carne llaga,
que la sangre abrasa.
Duele tanto este dolor,
duele el hambre,
duele la sequía que
empolva los caminos
que seca los sembríos.
¿Por qué no caes lluvia querida?
¿Por qué molesta está la luna?
muere el gorrioncito,
muere la paloma,
muere la hierba
y también la tierra.
¿Por qué no caes lluvia querida?
¿Por qué molesta está la luna?
¡Ay! Padrecito mío,
cuánto dolor, cuanto fuego.

Y el hombre siguió cantando sobre las ruinas y el desastre, nada parecía aplacar la furia del Tayta Inti. El hombre iba a los campos con las pocas semillas que aún le quedaban y la tierra la encontró convertida en un montón de bloques carrasqueños como rocas imposibles de arar y de sembrar. Los frutos que los árboles solían dar, jugosos y refrescantes, no nacieron más; las flores, doblaron sus chollas en señal de duelo. Una noche la luna sintió el gemido y el llanto que acompaña a la muerte; los hombres lloraban y se desesperaban, niños inocentes morían pagando con sus vidas los vicios y las maldades de sus padres. Algo en sus entrañas vibró como el coletazo de un embrión y se transformó en luna llena. ¡Quizá la madrecita Killa escuche nuestros ruegos!, dijeron los pocos hombres buenos que deambulaban con sus hijos a cuestas buscando algún brote con que alimentarse.

Taytita que estás en el cielo
Killita que alumbras las noches,
yo sin nada en la boca
sufriendo estoy el castigo.
qué culpa tiene esta wawa
de sufrir las inclemencias,
wawa, vicuñita buena,
wawa, wawita bueno.

Hasta dónde más, Padre mío,
he de sufrir tu castigo,
allá están los hombres malos,
y aquí quedamos los buenos.

- No es justo que todos tengan que padecer el castigo, Tayta Inti, dijo la luna con severidad. Hay hijos tuyos que han sido buenos y está sufriendo por los malos. ¿Es esa la justicia que quieres enseñarles?

El sol se ocultó durante cuatro días, y al quinto, dijo Mama Killa: tienes razón. Quien respeta la vida en comunidad no debe sucumbir a mi castigo; quien vive en paz vivirá y no pasará hambre. Entonces el Tayta Inti llamó al Dios Pachacámac y le dijo: coge un color del arco iris y colócalo sobre esta planta que te entrego. De ahí nacerá una flor que será la señal para que los hombres justos sepan que bajo esa planta encontrarán alimento para ellos y para sus hijos. Yo les daré una pista y sabrían en que momento deben iniciar su búsqueda. Ninguna otra planta, por más verde que esté, dará fruto alguno. Ahora anda, transfórmate en cóndor para que puedas desparramar el color a toda prisa. El dios de Pachacámac, obediente, inició su tarea. Volvieron las lluvias y los valles y las planicies reverdecieron. Poco duró la alegría de los hombres malos, pues, en vano buscaron frutos que no existían. Mientras los malvados desaparecían de la faz de la tierra, los hombres buenos buscaban la planta bendita que daba flores moradas, el color que el cóndor había escogido. Si pongo el fruto en la superficie los hombres malos lo encontrarían, por eso, Mama Killa, escondido está el alimento debajo de la planta. El hombre debería desenterrarlo con sus manos para que recuerden que con esfuerzo debe ganarse su sustento, dijo el Tayta Inti. Pasado los años, los hombres buenos miraban con veneración a aquella planta bendita que llamaron papa y cuya morada flor les hacía recordar que hubo tiempos malos donde los hombres malos sucumbieron al castigo del Tayta Inti.

Wolfeschanze, abril 2009.




LA CADENA DE LAS VANIDADES
En un huerto se escuchaba todas las mañanas a una roja, fresca y olorosa manzana.
-  Como yo nadie más bella. ¿Quién se compara a mi fragancia, a mi color, a ese olor que despide mi cáscara y que todo a su paso lo embriaga?

- Ya empezó esa manzana presuntuosa, gruño un viejo nogal.

- ¡Oh! no, tener que escuchar a esa petulante; ahora quién la detiene, vociferó el espinoso níspero.

- Es que no hay nadie que pueda terminar con esa cháchara monótona, aburrida e insoportable, se quejo la higuera.

Efectivamente, nadie ponía coto a aquella manzana vanidosa; ningún árbol, ninguna fruta se atrevía a contradecirla, como si su belleza acallara a todos quienes la veían.

- Nadie discute tu majestad y tu belleza, es más, somos las primera en reconocerla, dijeron las hojas del manzano. Pero quiénes dan belleza a tu entorno sino nosotras con nuestro hondear acompasado y nuestro verdor saludable. Tenemos nosotras la armonía de un coro griego que susurra a los cuatro vientos como una sirena amorosa.

La vanidad de las hojas opacó a la manzana como una montaña cayendo sobre un guijarro.

- Ahora quién puede con éstas, se quejó el humilde nogal.

Cuando ya el asunto se tornó insoportable, se escuchó la clamorosa voz de la rama. Espigada y soberbia dijo:

- Callen todos. Yo sostengo el peso de vosotras con mi fuerza, gracias a mí se mantienen erguidas y bamboleantes. Yo soy lo trascendente y una fibra de mi cuerpo vale más que un cúmulo de ustedes. ¡Oh! Qué gloriosa que soy.

Tanta presunción de la rama despertó la cólera del tronco, quién como una columna de granito remecida por leve temblor, atronó el apacible ambiente del huerto.

- Callad necias, pues, mi tallo fuerte y macizo se rebela de escuchar tantas sandeces. Soy yo quien resiste a pie firme las turbulencias de los vientos desbocados enviados por Éolo; soy yo quien magulla el filo del destral del leñador que osa tumbar al árbol…

El discurso del tronco, lleno de autoelogios, parecía nunca acabar. Una voz mesurada que venía desde abajo acabó con esa perorata.

- ¿Has pensado alguna vez, tarambana, en tus raíces? ¿Crees acaso que somos tan sólo una maraña de lombrices que juegan a quién más retorcida?

No, tonto; tenemos hojas que coquetean y frutos que se arrogan belleza extrema, pero somos quienes damos la fuerza para que te mantengas erguido y hagas de este árbol el más bello de este huerto. Somos nosotras las raíces lo más sublime, lo más selecto, lo más divino. Carecemos de forma y de belleza pero somos las que promovemos tu magnificencia. No tenemos tu fragancia pero te procuramos el perfume que exhalan las flores y los frutos. Aunque nos tilden de estériles, te proporcionamos la savia que produce tus cuantiosos frutos. En resumidas cuentas, todo lo que forma un árbol es nuestro, porque un árbol es notable en la medida que lo son sus raíces.

Hasta aquí nomás los dejó hablar el suelo, quien no quiso mostrarse impasible ante tanto cuellierguido.

- Vaya que si cada quién lleva agua para su molino. ¿Habéis interrogado frondoso árbol y escurridizas raíces de que es el suelo donde crecéis el que os da todo con sus nutrientes y minerales. Sin mí no existiríais ninguno de los dos. Yo los sostengo con mi cuerpo y los mantengo vivos con el alimento que les brindo. Todos vosotros, frutos, flores, hojas, ramas, tronco, raíces, me lo debéis todo a mí; desde mañana quiero escuchar cantos de alabanzas hacia este bello suelo.

- Un momento, amiguito, dijo la lluvia. Si no te diera el agua que recibes serías un terreno árido y polvoroso donde no crecería ni una hierba.


El suelo se sonrojó y todo el árbol hizo mofa en él.

Antes que la lluvia continuara la nube lo acalló.

- ¿Y tú, de dónde crees que saliste?, soy quien te da vida, así que todos los honores deben recaer sobre mí.

- Un momento, dijo el mar, soy tu madre y me debes respeto. Sin mí no hay nube, así que a cerrar la boca.

Antes que el mar comenzara a hacer gala de soberbia, el sol, que había estado escuchando todo, brilló con más intensidad y todos enmudecieron.

- No me jacto de nada aunque debería. Sin mis rayos no calentaría el mar y no habría nubes, ni tampoco lluvias ni suelo fértil ni raíces que germinaran ni árbol ni nada. ¿Me habéis escuchado reclamar alabanzas o alguna oración que mencione mi grandeza? Claro que no. Conservo la humildad que me engrandece y eso para mí es suficiente.

Dicho esto, el sol cerró su enorme boca y siguió brillando.

Al otro día el huerto recuperó la armonía y la tranquilidad que la soberbia había perturbado.







EL TENDERO Y EL TRUHÁN

Acostumbrado a engañar y a sacar provecho de la gente crédula e inocente, un truhán entró a una tienda y pidió hablar con el dueño. El empleado, al verlo elegantemente vestido, se apresuró a llamar a su patrón, pues, pensó que de aquella buena venta le tocaría una buena comisión.

- En qué puedo servirlo, señor, dijo el tendero amablemente y buscando con ello congraciarse con el extraño visitante.

- Quiero adquirir cien docenas de huevos, pero que sean blancos y de los más grandes que tenga, dijo el truhán.

Al tendero le brillaron los ojos y no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción, puesto que raramente lograba vender tal cantidad. Empleado y tendero pasaron varias horas buscando y seleccionando huevos para satisfacer la petición del truhán. Una vez que los huevos fueron pesados y estaban listos para ser envueltos, el truhán dijo:

- Voy a descontarle cinco kilos por las cáscaras, total, no las  pienso comer.

- No se preocupe, dijo el tendero.

Momentos después el truhán, después de haber pagado la cuenta descontando cinco kilos, empezó a gritar:

- ¿Qué está haciendo?

- Nada, cretino, como no compró las cáscaras me las quedo conmigo.

El tendero continuó rompiendo los huevos reservándose las cáscaras en una bolsa.

Wolfeschanze, marzo 2001.





EL RÍO
I

Vivía  orgulloso un río sumido en su exasperante petulancia debido a las incontables parejas de jóvenes enamorados que se avecinaban a su ribera. Mientras se confiaban sus amores, los jóvenes amantes pasaban incontables horas atraídos por sus cristalinas aguas. Un día una muchacha dijo al joven que lo acompañaba:

- ¿Habrá algo más bello en la naturaleza que este río?

Desde ese día, el río aumentó su habitual arrogancia. Los pájaros, los árboles, las mariposas y hasta las nubes, lo oyeron jactarse de su belleza.

- La envidia los corroe, dijo el río. Pero cualquiera puede darse cuenta que más gente se aglomera en mis orillas que en aquella vieja fuente o en aquel sombrío bosquecillo.

La fuente y el pequeño bosque entristecieron ante aquellas mal intencionadas palabras.

II

Aguas más adelante, antes de llegar a un recodo, el río vio a un grupo de sembradores que se preparaban para la cosecha.

- ¡Veo que recogerán muchos frutos!  Así es, contestó el campesino más joven. La suerte ha sido generosa y ha estado de nuestro lado.
- Pues, si quieren disfrutar de esa dádiva, deberán sacar todas las rocas de mi lecho, pues, no hacen más que incomodarme, o de lo contrario desbordaré mis aguas y arruinaré todo vuestro esfuerzo.

Ante tal amenaza, a los pobres campesinos no les quedó otra cosa que hacer lo que el río les pedía y, aunque sabían que aquello les demandaría un gran tiempo y esfuerzo, pensaron que no les quedaba otra alternativa.

III

Pasado los días y ya libre de piedras, el río comenzó a notar que cada día menos gente se detenía en sus riberas.  Afligido y deprimido, comenzó a interrogarse qué pudo haber sucedido. Un pequeño sauce que crecía junto a él, le dio la respuesta.

- Ellos venían por tu canto, pero ahora que no hay rocas en tu lecho tu voz natural se ha apagado.

Poco a poco el río se fue secando en su amargura.

Wolfeschanze, diciembre 26 del 2000.





LA CABAÑA EN EL AIRE

I

Ya era costumbre para un anciano leñador escuchar a su hijo quejarse de su mala fortuna, la cual había sido el principal obstáculo para que no pudiera casarse y formar su propia familia.

- No es que me sienta mal viviendo en tu cabaña querido padre, pero creo que ya estoy en edad de tener una para mí.

- Me parece razonable lo que dices, hijo mío, te llevaré a cortar leña conmigo, la llevaremos luego al pueblo donde nos darán un buen precio por ella y las ganancias las repartiremos por igual.

El muchacho se excusó diciendo que aquella mañana no se sentía bien y que mejor se iba a descansar hasta la hora en que su madre sirviera el almuerzo. Al otro día era el brazo derecho lo que le molestaba.

- No podré cargar el hacha y sólo resultaría un estorbo para ti, dijo el muchacho.

Luego vino un dolor de muelas, al día siguiente un mareo y al otro día una hinchazón en el pie. Curiosamente, el padre dejó de pasarle la voz al muchacho cuando muy de mañana, con el hacha sobre el hombro, se encaminaba hacia un bosque cercano.

II

- ¡Hijo, levántate, tengo una sorpresa para ti!, dijo el anciano, mientras corría las frazadas que cubrían el cuerpo del muchacho.

Luego de caminar un trecho, bosque adentro, llegaron a un calvero donde se veía una hermosa cabaña, cuyas maderas, recién cortadas de los árboles vecinos aromaban el ambiente con un perfumado olor a cedro.

- ¡Qué bella es, padre! ¿Y es para mí?, interrogó el hijo con una expresión en el rostro que transmitía la dicha que albergaba su espíritu.

- Así es, hijo, es todo tuya, sabía que te iba a encantar, dijo el padre.

Luego el anciano tomó un guijarro y le pidió al hijo que lo lanzara sobre el techo de la cabaña. Ante tan extraña petición, el hijo no preguntó el porqué de aquello y se limitó a obedecer la orden del padre. Era tanta su alegría que en su ser no había cabida para otra cosa que no fuera aquella construcción que tanto había deseado.

Cuando la pequeña roca impactó sobre el techo, la cabaña se desplomó como un frágil castillo de naipes. El muchacho no podía creer lo que sus ojos veían.

- ¡Qué  paso, padre, qué pasó!, gritó el hijo desilusionado.

- Nada que no se pueda remediar, hijo mío. Sucede que las excusas son los clavos que se utilizan para construir una cabaña de fracasos. Y eso fue lo que utilicé  para sujetar la cabaña, excusas en vez de clavos

Repuesto de su tristeza y de su asombro, el muchacho comprendió lo que su padre le había querido decir. Al otro día, muy temprano, el hijo fue a despertar a su anciano padre. Llevaba consigo su hacha. Al poco tiempo, la cabaña fue construida nuevamente.

Wolfeschanze, diciembre 25 del 2000.





SINCERA CONFESIÓN

¿Por qué habrá tantas cosas que en la tierra quitan las ganas de mirar al cielo?
RAMÓN DE CAMPOAMOR

Como todas las mañanas, a excepción de los domingos (pues, los sábados por la noche no trabajaba) un ladrón llegó temprano a su casa. Como siempre, la mujer lo esperaba despierta y le hacía vaciar los bolsillo para que no se quedara con sencillo alguna.

-   Un hombre con dinero es tentado por el vicio y en mi casa no acepto viciosos, dijo la mujer secamente.

El hombre aceptó de buena manera , pero logró sacarle algo para sus cigarros, dinero que la esposa le dio farfullando.

Después de un ligero desayuno, la mujer dijo a su marido:

-   Deberías ir a la iglesia y pedirle al cura su bendición; cuéntale algunos pecadillos, como buen santo que es sabrá perdonarte.
Tras una breve discusión el hombre aceptó de mala manera. Cuando llegó a la iglesia se detuvo en la entrada, algo dubitativo. Conocedor del mal humor de su mujer siguió adelante. Cruzado el umbral vio al sacristán que contaba las monedas recaudadas por el monaguillo durante la misa vespertina del día anterior.

Como el diablo no necesita salir del infierno para pactar con los pecadores, alguna voz desde su predio subterráneo llegó al oído del ladrón quien vio aquellas monedas con codicia. La férrea mirada de un santo de escayola que estaba sobre un marmóreo pedestal cercano al hombre se posó en esos ojos tentados por el demonio y el hombre bajo la mirada con sumisión y arrepentimiento.

El religioso guardó el dinero en una bolsa y la puso en uno de los bolsillos de su sotana, debajo del cíngulo.

-   Padre, dijo el ladrón con voz consternada, este humilde pecador invoca su bendición para el perdón de sus pecados.

Ya en el confesionario, el sacristán escuchaba con los ojos cerrados, como transportado en algún lugar del cielo, los pecados de su oveja descarriada; cada pecado iba acompañado de un ¡Um! ¡Um!, invitando al ladrón a que continuara.

Pero el diablo seguía removiendo esa negra conciencia hasta que el ladrón volvió a sus andadas. Observó, a través de un resquicio del púlpito, la bolsa de las limosnas que sobresalían del bolsillo del sacristán. Le vino de inmediato unas ganas terribles de apoderarse de tan apetitoso botín y así lo hizo; el religioso ni se percató del hurto.

-   Le aseguro, padre Santísimo, que no fui yo quien se ha apoderado de la bolsa con dinero, sino el mismo diablo que a todos lados me persigue.

Unas lágrimas acompañaron la confesión y el corazón del sacristán se ablando como pan remojado.

-   Veo que tu arrepentimiento es verdadero, hijo mío, dijo el religioso abriendo los ojos y mirando fijamente al ladrón. Dios es generoso con sus hijos y él me está diciendo que te absuelva, pero siempre y cuando devuelvas a su dueño lo que has tomado malamente.

-   Le juro que haré lo que usted me pide. ¿No la quiere usted, padre?

-   No, hijo, yo no, contestó el sacristán tajantemente.

-   Está seguro, padrecito lindo, replicó el ladrón.

-   Pues, claro que estoy seguro. Yo no la quiero. Y mira, lo juro por este crucifico. Nolite locum dan diabolo, dijo el religioso buscando la imagen que colgaba sobre su pecho.

-   Pero, hay un problema, padre. Se la he querido devolver a su dueño y éste no ha querido recibirla. He insistido, pero él se ha mantenido intransigente.

-   Bueno, hijo mío, si es así como dices, no se la devuelvas, quédate con ella, te doy la bendición y ve con Dios.
Cuando el hombre contaba las monedas bendecidas, la mujer lo miraba, confusa y sorprendida.

-   Ya ves, hice bien en mandarte a la iglesia con el cura; ¡Ves como te ha traído suerte!

El ladrón se sonrió complacido.





LAS CUENTAS DEL ROSARIO
Nada atrajo más la codicia de los conquistadores que el oro y la plata que vislumbró sus pupilas. Esta ambición desmedida llegó a su clímax en la legendaria ciudad del Cusco, capital de Imperio Incaico que con sus palacios y sus templos recargados de oro y plata, sirvió de escenario para el reparto más ignominioso que se pueda imaginar. Llegó a tanto el descontrol que hasta los caballos recibieron su botín en oro y plata, pues, según algún ladino chapetón, las bestias que tanto impresionaron a los indios con su estampa vistosa, fueron también partícipes en la lucha por la conquista.

Debido al apetito insaciable por aquellos metales preciosos, los incas se vieron en la obligación de poner a buen recaudo sus tesoros. Maestros eximios en desaparecer las cosas valiosas de ojos tan codiciosos, los incas ocultaron vasijas, vasos ceremoniales, velas, cántaros, langostas y otras reliquias más. Finos objetos labrados, que eran orgullo de su trabajo orfebre, fueron hallados por el olfato sabueso de los fieros españoles, quienes quedaron asombrados no sólo por el valor que en oro y plata tenían aquellos utensilios, sino por el trabajo en alto y bajo relieve que lucían los objetos saqueados, en los cuales se dibujaban con mano certera lagartijas, aves, culebras, pájaros, arañas y otros animales que los incas conocieron muy bien. Pero la buena suerte no acompañó a los profanadores hispanos en lo que al gran tesoro se refiere. Estaba conformado este por cuatro mil cargas de oro y plata que fueron puestas a buen recaudo y que según se dice los dioses incarios se encargaron de proteger con sumo esmero.


Lo cierto es que los españoles cavaron la tierra hasta agrietar sus fornidas manos asesinas; movieron grandes y pequeñas piedras de sus emplazamientos pero no encontraron nada; sus espadas y sus espuelas se ensañaron entonces con el indio sometido, quien pagó con su vida la osadía de esconder lo que ellos tanto ansiaban. Se cuenta que el gran tesoro se escondió en bóvedas subterráneas cerca de la fortaleza de Sacsayhuaman, cuyas murallas fueron escenario de la cruenta lucha que sostuvieron el ejército de Manco Inca y los conquistadores y donde se dice también que el guerrero indio Cahuide, quien tuvo a su cargo la defensa de su fortaleza, al ver que los españoles lograban penetrar por dos o tres lados, se cubrió la cabeza y el rostro con su manto multicolor, y se arrojó desde el punto más alto para evitar que lo tomasen con vida.

Los intrincados pasajes subterráneos, una suerte de laberintos diabólicos, se hacían más difíciles, debido a la reinante oscuridad y a la falta de aire, causante de esto último, el hecho de que los respiraderos fueron tapados por los incas. La entrada, según la leyenda, estaría en una piedra llamada la Chinkana. Por ahí penetraron muchos aventureros que pagaron con su vida la osadía de profanar los tesoros incas. Provistos de una soga, la cual amarraron a la entrada de la cueva, tres hombres se internaron por los encerrados pasadizos. La cuerda se rompió en forma increíble y los hombres se extraviaron. Nadie se atrevió a rescatarlos por temor a sufrir la misma suerte, y los declararon muertos. Años después, dos jóvenes audaces volvieron a intentar tan dura prueba. Uno murió adentro de los túneles, pero el otro logró salir por entre los muros del Koricancha, comprobando así la teoría de que aquellos túneles subterráneos unían el Sacsahuaman con aquel Templo del Sol.


El joven sobreviviente no pudo dar pormenores sobre su descubrimiento porque había perdido la razón. Cuando el cacique de Chincheros Mateo García Pumacahua quiso financiar la revolución libertadora con lo que parecía el gran tesoro escondido, recurrió al Coronel Domingo Luis Astete con el fin de mostrarle su gran secreto.

Pumacahua, a pesar de ser compadre del mencionado coronel, tomó todas las precauciones del caso. Así se le vio guiar al compadre con los ojos vendados por las calles del Cusco hasta los misteriosos recovecos que guardaban el gran tesoro inca. El astuto coronel, en forma disimulada fue dejando caer las cuentas de un rosario, pero grande fue su sorpresa cuando llegados ambos a la puerta de su casa, Pumacahua se despidió de él con un fraternal abrazo no sin antes depositar en su mano todas las bolitas desensartadas que había dejado caer.

Wolfeschanze, octubre 13 del 2000.




EL DUELO DE LOS PACAYARES

Eso de que los hombres arreglaran sus discrepancias con el sable o la pistola viene de antiguo. Los enguantados nobles de la vieja Lima gustaban mucho de este arriesgado deporte, de ahí que nos haya quedado toda una galería obituaria de difuntos que terminaron sus días con un agujero en el pecho, sea éste producto de una firme estocada o de un certero balazo.

Lo cierto es que cerca del camino real que corría entre Chorrillos y Lima, había un lugar apartado y tranquilo al que llamaban los Pacayares, pues, allí había existido una plantación de pacaes. En ese apartado y tranquilo lugar zumbaron muchas balas y entrechocaron los sables más vistosos que ojos humanos hayan visto.

No faltaban los sangre azules que se presentaban con padrinos de copa en la cabeza y turquesas y rubíes adornando las cachas de vistosas pistolas del más duro acero. Uno de los duelos más afamados fue el que sostuvieron don Carmelo Granados Montes de Oca y Salazar, y un desconocido que de la noche a la mañana se presentó en la arena ostentando los más dignos blasones de una casa condal española.

Conocido por sus inusitadas reacciones de cólera, don Carmelo había abofeteado a un mozo de escasos veinte años porque se había negado éste a quitarle el polvo de sus borceguíes con su lustrosa corbata, parte del atuendo de su traje de botones de un lujoso hotel limeño.

- Si fuera usted un hombre me permitiría responderle con pistola en mano, dijo el joven abofeteado.

La clara alusión a un duelo de pólvora fue tomada en el aire por todos los que escucharon la suave voz del muchacho quien no dejaba esconder su indignación.

Yo no me juego la vida con un don nadie, petimetre.

La ofensa recibida se hizo mayor con las palabras proferidas por don Carmelo y el mozo, quien se hacía llamar Rosendo, no pudo contener una lágrima que traicionó su entereza.

- Le juro que este agravio me lo pagará con lágrimas y de rodillas.

Estas palabras del muchacho desconcertaron a los presentes, pues, sabido era que los duelos terminaban con sangre y con lágrimas, al fin y al cabo esto de los duelos era cuestión de hombres y no de mujeres. Con el paso del tiempo el altercado se perdió en la memoria de los asistentes y Rosendo desapareció sin que nadie lo volvieran a ver transitar por las calles de Lima.

Rosendo apareció por las calles de Madrid acompañando a don Antonio Agustín de Jáuregui y Rosas, conde de Murviedro, heredero de una de las más grandes fortunas del norte de España. La eficiencia y honestidad de Rosendo le valió para que el conde lo pusiera a administrar sus bienes, entre los que se contaban plantaciones de vid, minas de cobre y producción artesanal de armas, a cuyo manejo Rosendo se convirtió con el tiempo en todo un experto, llegando incluso a poseer una de las oplotecas más valiosas y variadas de toda Europa.

Los negocios del conde mejoraron considerablemente bajo la tutela de aquel muchacho venido de la famosa Ciudad de los Reyes. La admiración por aquel hombre de modales y gustos refinados no dejaba entrever envidia alguna de parte de quienes lo conocían y, muy por el contrario, atrajo la atención y luego suspirar a una bella dama gaditana, cuyo padre era uno de los comerciantes de especies más prósperos de España. Atento a este romance, don Antonio se apresuró a hacer su testamento, dejando no sólo su fortuna sino también su heráldica en manos de Rosendo a quien consideraba como un hijo.

Hombre sin herederos, don Antonio cedió su apellido y rango a aquel muchacho que había llenado su vida de ternura y cariño. De ahí en adelante Rosendo ya no sería un Rosendo a secas, sino don Rosendo de Jáuregui y Rosas, vizconde de Murviedo. Y así fue presentado en toda reunión social y así firmaba todo contrato de negocio que llegaba a sus manos.

El paso de los años disminuyó las fuerzas de don Antonio, quien, como padre putativo, exigía nietos antes de pasas a mejor vida. La novia ya estaba, lo único que bastaba era la boda, la cual ya no podía dilatarse por más tiempo.

Debo viajar a América a finiquitar un asunto, don Agustín, díjole el muchacho al anciano conde.

Al notar la gravedad de la voz de Rosendo, don Agustín se apresuró a decir:

- Siempre supe que algún día te alejarías de mi lado. ¿Es que acaso no te he sabido brindar mi cariño y mi amistad, hijo mío?, dijo el viejo casi llorando.

- Siempre me he considerado un hombre de honor querido amigo. No exagero si le digo que nunca he sido tan feliz como aquí junto a usted. Le prometo regresar lo más pronto posible, pero le ruego no me pregunte el porqué de mi viaje.

Meses después, Rosendo desembarcó en el puerto del Callao sin más equipaje que un maletín de cuero labrado donde podía apreciarse el escudo de armas de los Jáuregui y Rosas. De inmediato, se instaló en el mismo hotel donde en sus años mozos había trabajado de botones. Ni su viejo patrón, ni sus compañeros de trabajo imaginaron que aquel hombre elegante de tan elocuentes apellidos pudiera ser el mismo Rosendo que había sido abofeteado y humillado por don Carmelo Granados.

Luego de hacer una importante donación en un hospicio, Rosendo ingresó al hotel y se instaló en el lujoso bar donde bebió un jerez. De improviso, un grupo de caballeros ingresó al salón y ocupó una de las mesas vecinas a donde se hallaba Rosendo. Las risotadas y las bromas invadieron el local. Fue en esos momentos que Rosendo logró ver a aquel hombre que había hecho posible el fatigoso viaje del ahora vizconde de Murviedro. Rosendo se acercó hasta la mesa donde don Carmelo Granados Montes de Oca y Salazar bebía y platicaba plácidamente.

- ¿Me recuerda usted?, interrogó Rosendo. Don Carmelo lo observó tras un monóculo y movió la cabeza negativamente.

- Pues, le refrescaré la memoria al instante, dijo Rosendo y le aplicó tal bofetada que el monóculo de don Carmelo salió despedido haciéndose añicos.

La agresión sorprendió a todos los que acompañaban al agredido, algunos de ellos presentes años antes cuando Rosendo fue humillado.

. Le he devuelto el agravio, miserable, dijo Rosendo. Sepa usted que ahora soy el vizconde de Murviedro, de ese título nobiliario debe haber oído seguramente.

Tal declaración dejó a don Carmelo de una sola pieza. Su pensamiento viajó rápidamente a través del pasado y recordó a aquel botones a quien había propinado una cachetada. El duelo no tardó en concretarse, las armas elegidas fueron las pistolas, el lugar, las tranquilas arenas de los Pacayares.

El dueño del hotel tuvo que hacer de padrino de Rosendo, pues, este no tenía a quien recurrir. El hotelero siempre le había guardado simpatía, así que no tuvo reparo alguno en aceptar la invitación de su antiguo botones. Llegado el día, un gran número de curiosos, enterados del enfrentamiento se avecinaron al lugar. Las apuestas entre los concurrentes le dieron un tono humorístico al acontecimiento.

Ya en sus lugares, los rivales recibieron las instrucciones que regían en aquellos casos. Contados los pasos reglamentarios. Ambos contendores diéronse vuelta y se miraron fijamente. Invadido por su nerviosismo, don Carmelo se apresuró a disparara. El proyectil rozó el hombro izquierdo de Rosendo, dejando correr un hilillo de sangre por su brazo.

Ante la situación peligrosa en que se hallaba, don Carmelo, preso del miedo, comenzó a vaciar el tambor de su pistola apuntando el arma al cuerpo de su rival. Sólo estaba permitido cargar una bala en el cilindro giratorio, pero don Carmelo se las había ingeniado para llenarlo con las seis balas. Nadie había revisado las pistolas, pues, habían considerado que se trataba de un duelo de caballeros.

Ninguno de los otros cinco proyectiles tocó el cuerpo de Rosendo. Con el rival a su merced, Rosendo apuntó su arma al corazón de don Carmelo quien tragaba saliva y respiraba con dificultad.

- Vas a morir como un perro, cobarde, dijo Rosendo con voz grave, dejando sentir su desprecio por aquel rufián que ostentaba el título de caballero.

Acordándose del dicho “Mejor cobarde de rodillas que valiente muerto de pie”, don Carmelo dobló los goznes y cayó de rodillas suplicando perdón. Los gritos de la plebe no se hicieron esperar, habían ido hasta allí para ver sangre y muerto, y no estaban dispuestos a marcharse de ahí sin calmar su morbo.

Para asombro de todos, Rosendo avanzó hasta el lugar donde su adversario sollozaba pidiendo clemencia, colocó el cañón de su pistola en la cabeza de su víctima y haló el gatillo. Carmelo cayó pesadamente sobre la arena preso del temor, tuvo la ilusión de haber escuchado una detonación inexistente. Rosendo había retirado, sin que nadie lo notara, el proyectil de su revólver.

- Para matar un cobarde no se necesita un arma, basta sólo una buena golpiza y un público testigo, dijo Rosendo mientras abofeteaba sin piedad alguna a don Carmelo.

En cada cachetada parecía descolgarse todo el árbol genealógico de los Granados Montes de Oca y Salazar.

- No voy a convertirme en asesino a costa de un miserable, pero exijo que este canalla firme una declaración en mis términos si quiere que le perdone la vida.

Ya con el documento exigido, Rosendo se retiró del lugar. A los pocos días ya estaba atravesando el Atlántico de regreso a casa, llevaba en su maleta una gacetilla limeña, la misma en la que había publicado todos los pormenores del tan mentado duelo de los Pacayares. Había cumplido con su juramento, salvando su honor, con lágrimas y de rodillas.

28 octubre 2000.




EL DIOS DEL FUEGO

Sebastián Candía descendió de la chalupa y se dirigió hasta donde la selva se hacía más espesa. Allí fue interceptado por un grupo de indios quienes lo llevaron ante el Curaca. La vestimenta, extraña por aquellos lares, llamó la atención de los indígenas: la cota de mallas de hierro entrelazadas que cubría el cuerpo hasta las rodillas; el yelmo de morrión; visera y babera le cubría la cabeza dejando ver un penacho de plumajes llamativos; rodela, espada y arcabuz al cinto completaban el atavío. No menos sorprendido quedó el Curaca cuando tuvo ante sí a Sebastián Candía, quien saludó a la autoridad en nombre de don Francisco Pizarro, gesto al que contestó el Curaca con una petición: quería ver como vomitaba fuego aquel cañón de hierro y caja de madera que Candía llevaba altaneramente. El español se dio cuenta de inmediato que la fama de su arcabuz había trascendido como reguero de pólvora hasta los oídos de aquel jefe indio. No tardó en comprender la importancia de una demostración que de seguro no tardaría en llegar a conocimiento del mismísimo Inca.

Luego de encender la mecha de su arma, Candía apuntó hacia un madero grueso que había cerca de donde él estaba. La explosión dejó atónitos a aquellos indios que ignoraban el poder de la pólvora. Con gran admiración y curiosidad, uno a uno los indios presentes fueron introduciendo el dedo índice por el agujero que el disparo había dejado en la madera. Cuando el Curaca, quien fue el último en tocar el madero horadado, hizo lo mismo, ya los indios se habían hincado en el suelo en señal de sumisión. No contento con aquella prueba, el Curaca mandó traer a dos pumas enjaulados a quienes soltó para saber hasta donde era poderoso aquel Dios del Fuego. Candía, experto arcabucero, no se dejó intimidad y, con rápido movimiento, encendió la mecha e hizo un segundo disparo. Toda la agresividad de los felinos se transformó en pasividad gatuna ante el estruendo del fogonazo dirigido al cielo. Toda duda quedó desvanecida de inmediato. Candía recibió una vasija de oro en cuyo interior reposaba una fresca y deliciosa chicha, la cual supo mejor a su paladar por el brillo que despedía tan oneroso recipiente. A partir de ese día fue considerado Dios del fuego; comparable por su poder al divino Huiracocha, el hacedor y creador del universo indio.

Esa misma tarde Sebastián Candía recorrió el barrio de orfebres y plateros de donde salió muy bien regalado.

Entró a los templos y disfrutó de las caricias de las Vírgenes del Sol. Conoció los vericuetos de la galana fortaleza con sus murallas y torreones. Descubrió la vistosa artesanía de vivos colores transportada en grandes carneros lanudos. Por su parte, el Curaca había enviado a un grupo de heraldos para informar al Inca del hallazgo. El Inca se mostró encantado y decidió dejar su cómoda residencia.

Acompañado de una gran comitiva inició viaje a Tumbes, lugar donde se hallaba Candía. Tres días después, sin aviso alguno, Candía desapareció. Cuando regresó a bordo del galeón español de donde había desembarcado días atrás, llevaba consigo brazaletes, collares, vasijas y otros atavíos de oro puro que despertó la codicia de más de un español.

La denominación indígena de Dios del Fuego hizo gracia en Pizarro y su corte. Un aventurero chapetón de bajo rango y rancio abolengo pensó que había llegado la hora de hacer fortuna por sí mismo. Aprovechando la luz lunar, descendió sigilosamente del galeón en un chalupa rumbo a la misteriosa selva.

Ya en ella, al igual que Candía anteriormente, el aventurero español fue interceptado por un grupo de vigías que lo llevaron ante el Curaca. La máxima autoridad se hallaba furiosa, pues, había recibido una buena reprimenda de parte del Inca quien, al llegar después de un molestoso y largo viaje, no había encontrado a Dios del Fuego alguno para que le demostrara su poder divino. El ánimo del Curaca mejoró cuando vio que aquel intruso portaba no uno sino dos truenos de fuego. Una fuerte lluvia arreció toda la noche aumentando más aún el malhumor del Emperador. Al otro día el Curaca se avecinó hasta los aposentos de su señor para informarle que después de todo habría una demostración. El español fue sacado de la jaula donde había sido recluido para evitar que escapara. Ya la fuga de Sebastián Candía con la respectiva reprimenda del Inca les había servido de escarmiento. Encerrado en un cerco preparado durante la noche para la ocasión, el aventurero fue introducido en él. Su rostro denotaba extrañeza, pero cuando recibió los dos arcabuces que portaban dos indios se sintió más tranquilo.

En unos instantes, el Inca vio sus dos enormes, fieros y hambrientos jaguares entrar en el cerco. Estaba ansioso por ver como aquel Dios del Fuego lograba amansar aquellas fieras ariscas con sus truenos. El español se apresuró a encender las mechas de sus arcabuces, pero tarde se dio cuenta que los indios, por ignorancia más que por descuido, habían dejado las armas a la intemperie. Las mechas, humedecidas por la lluvia nocturna, no pudieron encenderse. Los gritos desgarradores del español se escucharon con más estruendo que los milagros de la pólvora. Cuando reinó el silencio un gran número de indios asomaron sus cabezas en el interior del cerco y sólo atinaron a lanzar un sonoro ¡Oh!

El Inca, con su acostumbrado rostro cejijunto miró también. Del Dios del Fuego quedaba sólo unos cuantos huesos cubiertos de algunos pellejos que los jaguares lamían con fruición.

El máximo Señor de los indios miró al Curaca con desprecio y pensó que el viaje había valido la pena. Después de todo, sus jaguares se habían dado un buen banquete.

Wolfeschanze, octubre 10 del 2000.