GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

domingo, 14 de noviembre de 2010

LIBRO EL CABALLO DEL REY





ESCRITO SOBRE LA ROCA

Viajaban dos hermanos por el desierto, luchando contra las inclemencias de las tormentas de arena, la falta de agua y el sol abrasador.

- Si no encontramos un oasis pronto, nos vamos a cocinar. Maldita sea nuestra suerte, dijo Yamir, el hermano mayor.

Bahur, el menor, lo escuchaban rezongar a cada instante.
- Con tres mejores maldiciones no mejorarás nuestra situación, hermano, decía Bahur con voz serena.

Bahur, mientras avanzaban sobre los camellos, pensaba en la grandiosidad del sediento; la arena, las rocas, los cactos y el calor daban al paisaje un ambiente silencioso y pacífico.

- Sólo el viento es capaz de moldear una belleza como aquella, dijo Bahur señalando una inmensa arena que elevaba su cima con gran majestuosidad.

Yamir lo miró con rabia.

-  No te doy un porrazo por no bajarme de este estúpido camello. Sólo tú puedes ver belleza en este infierno.

A medida que avanzaban el calor se iba poniendo más fuerte. A lo lejos, la pulida superficie de los guijarros emitía un brillo amarillento.

- Todo parece ser agua en este endiablado desierto,     Yamir.

Al caer la tarde llegaron a un oasis donde algunos nómadas daban de beber a sus ovejas y cabras antes de seguir camino.

- Bebed todo lo que podáis, no encontraréis agua en varios     de camino, dijo un beduino a Yamir. Aquí hasta los animales se mueven únicamente en el fresco de la noche, la madrugada o la tarde.

Molestado por una cabra. Yamir reaccionó violentamente contra el pastor de la manada. Bahur trató de calmar los ánimos, pero su hermano le aplicó un golpe en el rostro.

Después de abandonar el oasis y avanzar uno kilómetros, Bahur descendió del camello y escribió sobre la arena. “Tengo un moretón en la mejilla, mi amado hermano me dio un fuerte golpe”.

Yamir, algo avergonzado, no hizo ningún comentario y ambos hermanos siguieron camino.
- No creo que haya un lugar en la tierra fuera del desierto, en que la arena y el viento tengan una acción recíproca realmente libre, sin estorbos materiales; esto es grandioso realmente, dijo Bahur secándose el sudor que mojaba su rostro.

Yamir se limitó a escucharlo, sin proferir sus acostumbrados gruñidos.

Llegados a un inmenso Oasis, ambos hermanos decidieron darse un baño. En un descuido, Bahur, que no sabía nadar muy bien, comenzó a ahogarse. Yamir no vaciló en ir tras el hermano y lo salvó de una muerte inminente.

Nada se dijeron durante la noche. Al otro día continuaron su camino. El fresco del socaire les había devuelto las energías. Después de unas horas de camino, Bahur divisó una roca, descendió del camello y corrió hacia ella. “Mi hermano amado me salvó de morir ahogado”.

Yamir quedó pensativo, pero guardó silencio.
De regreso, en casa de sus padres, Yamir preguntó a su hermano por qué había escrito en la arena y luego de la roca.

- Tu reacción iracunda te llevó a golpearme; pero sé que en tu sano juicio no lo hubieras hecho, por eso lo que puse en la arena ya debe haber sido borrado por el viento del olvido y el perdón. Después, ya calmado, me viste en peligro y no dudaste, aún a riesgo de su vida, en salvarme. Eso fue grandioso para mí, por eso lo grabe en la roca que perdura en la memoria donde ni el viento ni la lluvia podían borrarlo. Es la roca del corazón que ama.

Esa noche Yamir soñó con la grandeza del desierto; en el horizonte veía el rostro sonriente de Bahur.





EL CABALLO DEL REY

I

Paseaba un monarca por el campo en compañía de su séquito cuando de improviso apareció un perro que comenzó a ladrar furiosamente.

La cabalgadura en que se encontraba el rey se espantó, tumbando a éste para asombro de todos.

-La herida es muy grave, dijo el médico del rey.

El dueño del perro, un humilde pastor, se alarmó al oír la nefasta noticia y trató de huir, pero fue apresado en el acto.  Como era de suponer, el rey ordenó que fuera torturado y que después se le cortara la cabeza.

-Pero por qué me van a condenar si el perro no tuvo la culpa, dijo el pastor consternado. Sino que se lo pregunten al caballo quien me lo dijo ayer.

Todos los acompañantes del rey miraron al pastor con extrañeza.

-Estás diciendo que el caballo del rey te habló para decirte que tu perro era inocente, preguntó el chambelán.

El pastor asintió con la cabeza.

-Y tú crees que el rey se va a creer tamaña mentira, sucio bellaco, gritó el bufón del rey.

-Sólo cumplo con decir lo que el caballo me ha dicho, señor mío, contestó el pastor con voz sumisa.

Ya ante el rey, el pastor dijo:

-No digo más que la verdad, señor, pero necesitaré de por lo menos un año para adiestrar al caballo para que hable frente a otras personas, pues, pues parece que es muy tímido.

El rey, quien se hallaba bastante delicado, accedió a la petición del pastor.
-Soy el único que puede revocar o hacer ejecutar tu sentencia.  Te daré un año, ni  un día más y de no cumplir con tu parte, te cortaré el pescuezo yo mismo.

-Lo que sea vuestra voluntad, mi señor, contestó el pastor.


II

El pastor fue bien atendido, disfrutó de buena comida, una buena alcoba y personal de servicio a toda hora.  Todas las mañanas se le veía partir al campo montado en el caballo del rey y regresar muy entrada la tarde con un apetito feroz.

Luego se echaba a dormir para levantarse al otro día muy temprano.

Cuando el rey, cuya salud empeoraba cada día, lo llamaba a sus habitaciones para ver cómo marchaba el asunto del caballo...

-Vamos en progreso, majestad, contestaba el pastor.

Los meses fueron pasando y la salud del rey desmejoró considerablemente, al punto, que mandó llamar al pastor con suma urgencia.

-Me estoy muriendo, han pasado once meses y tres semanas y no he visto resultado alguno, dijo el monarca.

-Resista por favor, majestad, dijo el pastor casi sollozante.  Ya falta muy poco para que vuestro caballo os hable.  No se muera sin que él se despida de usted.

El rey sonrió y se quedó dormido.

Un día antes de cumplirse el año, fecha prevista para la ejecución del pastor, el rey murió víctima de una dolencia provocada por la caída sufrida.  A los pocos minutos el pastor ingresó en los amplios salones del palacio gritando:

-Ya está listo, el caballo ya está listo.

El séquito del rey en pleno, acudió presuroso a espectar aquel caso insólito
-El rey ha muerto y ya no podrá oír lo que su caballo tenía que decirle, pero de todas maneras tenemos curiosidad por oírlo, dijo el chambelán.

-¡Oh! No, no puede ser, un año perdido, todo mi esfuerzo para nada
El chambelán y el bufón del fallecido rey se miraron como interrogándose “Y ahora qué hacemos. El rey ha muerto y sólo él podía condenarlo”

-¿Y no es posible que escuchemos lo que el caballo tiene que decir? preguntó el bufón.

-¡Oh! No señor mío, lo siento mucho pero eso no puede ser,  el sólo quería hablar con su amo, dijo el pastor señalando al caballo.

Ya de vuelta con sus ovejas, un amigo del pastor le preguntó:

-Pero eso de que hablara el caballo iba a ser un imposible.

A lo que el pastor contestó:

-Existía la posibilidad de que en ese año el rey o yo, o el caballo muriera o en el último caso, de que el caballo hablara.  Eran cuatro probabilidades contra uno.  Como ves, cuando me enteré de que el rey había sufrido una herida muy grave, se me ocurrió lo del caballo para salvar el pellejo.

Casma, octubre de 1996.







CADENA DE SUEÑOS

Para Milagros Mora



Se detuvo ante el escaparate que mostraba a la bailarina que giraba como una pequeña peonza y recordó la cajita de música que su padre le regalara cincuenta años antes. Era entonces la niña mimada a quien todo se le daba. Ser hija única tenía sus ventajas. También evocó a su padre en el sanatorio, “algo no andaba bien en su cabeza”, dijo su madre.

-      Taxi, gritó un hombre desde su coche amarillo.

Ignoró el llamado y siguió a paso lento su camino. Cuando entró en la
Tienda notó que no había nadie. “Es temprano”, se dijo. El tendero leía el “Washington Post”, mientras daba unas bocanadas al Marlboro. Recorrió los estrechos pasillos llenando la canastilla de mano. Cereal, galletas, café instantáneo, leche descremada.

Siempre olvidaba algo y tenía que recorrer las calles de la Quinta Avenida, la mayoría de las veces atestada de gente apurada.

-      No intente hacer nada o le vuelo la cabeza.

Se alarmó. Miró entre unas cajas de galletas y vio al tendero con los brazos en alto. Un hombre de traje negro lo apuntaba con un arma. Se sintió aterrada. Era un asalto no había duda. El hombre hurgaba en la caja registradora. El tendero estaba temblando en el suelo, boca abajo, inmóvil como una estatua de hielo. Se agazapó en un rincón. Un tarro de jalea cayó y rodó unos metros. Se sobresaltó. Su corazón latía agitadamente. Más aún cuando el asaltante la vio arrinconada como un gato. Sus ojos se fijaron en aquel extraño como implorando.

 El hombre del traje negro colocó el arma en ristre y disparó. Se desplomó dejando caer el contenido de la canastilla cuya asa sujetaba fuertemente. Una oscuridad total la embargó.
-      ¡Ah! gritó agitada.

Miró a su alrededor y vio su habitación como la veía todos los días cuando despertaba.

Estaba sentada  en su cama.

Vio la canastilla y la soltó horrorizada. Todo en su mente era una confusión. Algo recorría su vientre llegando hasta el muslo derecho. Palpó con su mano izquierda y notó un líquido rojo y viscoso.

Es sangre, pensó. Su confusión fue mayor. En el baño, con una gasa, pudo contener el flujo que se  mostraba incontenible. El proyectil no había dañado ningún órgano interno. Eso parecía y eso la tranquilizaba.

Se vistió como pudo. Bajó los tres pisos y, ya en su carro, enrumbó hacia una clínica particular. Es el lugar más cercano y seguro, pensó. Además nadie le preguntaría nada sobre lo ocurrido. ¿Y qué podría contestar?, pensó.

¿Qué es lo que ocurría?

Cuando despertó, se sentía mareada. La anestesia, le dijo el médico. Estaba tendida en una camilla. Una enfermera la miró escrutadora.

Tomó la receta que el médico le dio y la guardó en su bolso. Duerma un poco, después hablaremos, le dijo el doctor. ¿Y qué podré decirle?, pensó. En un descuido logró salir de la clínica sin ser vista.

No se sentía con ganas de manejar.

Caminó a través de unas calles desiertas en busca de una farmacia.

De repente miró hacia la acera de enfrente y vio a su madre que le hacía señas. Llevaba el vestido de flores con que fue sepultada. Parecía querer decirle algo. Así como apareció se esfumó. Sintió una profunda tristeza. Caminó unos pasos, y vio salir de un edificio a tres hombres. Uno llevaba camisa de fuerza y era casi arrastrado por los otros dos. Ambos vestían de blanco, como aquellos que atendían en el sanatorio donde su padre estuvo internado hasta sus últimos días. Papá, gritó. El hombre de la camisa de fuerza la miró y movió la cabeza de un lado a otro. La visión se le nubló y los hombres desaparecieron. Se detuvo. Buscó a su madre y a su padre. Esto no es real, pensó. La risa de unos niños que pasaron al lado de ella la reanimaron. Vio esos rostros inocentes y recordó una imagen del pasado. Una pareja iba detrás de los niños. Parecían ser los padres, iban de la mano, mirándose con la sonrisa con que suelen mirarse las parejas que se aman.

Es él, no cabe duda, pensó. El hombre que había amado toda su vida y a quien creía muerto pasaba a su lado como si ella no existiera. Esos niños, dijo casi sollozando.

Encontró una farmacia lindante con un terreno baldío. Entró, dio la receta a la intendente y esperó. La espera se le hizo larga. Sentía un ardor en la herida y un ligero mareo. Recibió la bolsa con los medicamentos.

En ese momento vio que un hombre entraba. No le costó reconocer al hombre de traje negro que le había disparado. Asustada corrió hacia la puerta trasera y salió. No se detuvo hasta llegar a una callejuela. Llovía tenuemente. Buscó ayuda, pero las calles estaban desiertas. Qué extraño, pensó. Cuando miró alrededor con la esperanza de encontrar a alguien vio al hombre de traje negro que venía hacia ella con paso ligero. Tomó un callejón y trató de correr, pero el dolor y los rezagos de la anestesia  se lo impidieron. En su alocada huida tropezó con una piedra y cayó. Los medicamentos se desperdigaron. Trató de juntarlos, pero el hombre ya le había dado alcance. Cuando le apuntó con la pistola ella cerró los ojos. El fogonazo retumbó en la estrecha callejuela y la mujer cayó de espalda.

La visión se le fue nublando hasta quedar en una cerrada oscuridad.

-      ¡Ah!, gritó. Casi ahogada por la agitación.

Se vio tumbada en su cama. La habitación permanecía inmutable. Se sentó con gran dificultad. Su ropa estaba húmeda. Unos medicamentos con los envases casi mojados estaban sobre el cubrecama. Esto es una locura, se dijo. Quiso bajar de la cama pero un dolor intenso sumamente agudo se había sumado al interior.

Ahora sangraba del lado izquierdo.

Colocó su índice derecho en la herida y pudo contener en algo la hemorragia. Pensó que estaba muerta, luego que soñaba, luego que se había vuelto loca, luego ya no sabía qué pensar. En el baño buscó un poco de gasa, pero no había. Vio el envase vacío con huellas de sangre en el tacho de basura y recordó la herida anterior, colocó una pequeña toalla en la herida, la ajustó con un cinturón.

Se colocó un abrigo encima y salió.

Busco el coche en el estacionamiento y recordó que lo había dejado en la clínica. Ese hecho la confundió más. Su mente era un marasmo de contradicciones y suposiciones que no tenían sentido alguno.

Tomó un taxi y pidió que la llevaran al hospital más cercano.

-      Sabía que necesitaría un taxi, dijo el chofer, esbozando una maquiavélica sonrisa que ella vio como una mueca en el espejo retrovisor. Recordaba esa voz.

A los pocos minutos descendió ante las puertas de un hospital donde un par de enfermeros la llevaron en una camilla. Un médico con mascarilla le guiñó un ojo y le dijo: No se preocupe, todo va a salir bien. Cuando despierte verá que todo no es más que un sueño. Sí, un sueño, repitió ella en un susurro. Las luces del quirófano se fueron diluyendo poco a poco.

-      Tome esta pastilla para que duerma un poco, lo necesita.

Miró al médico sin poder articular palabra alguna. El dolor, la anestesia, el cansancio y la incertidumbre eran demasiado.

El médico le dijo que unos policías querían interrogarla, pero que lo harían después. Mientras dijo esto le mostró una bala y le señaló el abdomen. Le dejó entrever que había otro orificio de entrada que aún no cicatrizaba. Ella permanecía muda. Cómo explicar lo inexplicable. Cuando el médico abandonó la habitación arrojó en la escudilla la pastilla, se quitó el apósito de la frente y con dificultad y con mucho dolor se bajó de la cama. Miró por el visillo de la puerta y vio a unos policías sentados, bebiendo café y leyendo el diario.

Se vistió como pudo y salió por una puerta que daba a un almacén de limpieza. Allí espero unos minutos y, a la primera oportunidad, salió provista de un uniforme de limpiadora. Ya en la calle deambuló como un velero a la voluntad del viento. Sentada en una banca contempló el parque en toda su extensión.

Árboles, plantas, parterres, almácigas y macizos, todo le parecía irreal. Los globos de sus ojos, enrojecidos y vidriosos, parecían a punto de estallar. Un ligero temblor se apoderó de su cuerpo. Debe ser la anestesia, pensó. Vio a su alrededor. Solo vio al hombre que limpiaba el parque. Se le veía ocupado, llevando un carruaje abarrilado lleno de hojas y ramas recién cortadas.

Terminaré en un sanatorio como mi padre, pensó. Tal vez sea algo de aquí dentro.

Se había tocado la cabeza, algo no andaba bien ahí. Un ruido como un tintineo se apoderó de su mente.

Al comienzo ni lo noto, pero poco a poco se fue haciendo más evidente, como una estrella que brilla en el héspero y que a medida que oscurece se hace más brillante.

Cuando el ruido se hizo un chirrido se llevó las manos a la cabeza y recordó el grito de Munch. Ya no era un puente sino la banca de un parque donde ese ser solitario y enloquecido era víctima de un destino confuso y horrendo. Cerró los ojos un instante y cuando los abrió vio esos zapatos que habían seguido sus pasos y vio ese traje negro que parecía una sombra que la perseguía y ese rostro impenetrable que asomaba otra vez como una pesadilla interminable y vio por última vez el arma que le apuntaba y que en un instante último era detenida por una voz de ¡alto! El hombre del traje negro se volvió rápidamente y vio al policía descender de la patrulla portando un arma que parecía apuntarle al pecho. Suelte el arma, gritó, pero el hombre del traje negro giró y quiso dispararle, el policía fue más certero y el hombre cayó al piso al pie de esa mujer que no volvería a ver nunca más porque ahora el que despertaba era él, en una cama, en una habitación solitaria y con una profunda herida que sangraba incontenible.

Wolfsschanze, setiembre / noviembre 2013.






TRES CALAVERAS

La inteligencia que Dios les había dado no quisieron aprovecharla para transitar por el camino del bien. Eran ociosos y descubrieron que se podía vivir cómodamente a costa de los otros.

-      El mundo está lleno de incautos, es cuestión de encontrarlos y echar mano de ellos, dijo Tirio.

-      Palabras sabias, amigo. ¿Sabes cuanta gente anda por ahí con su dinero en la mano pidiendo que lo estafen?

Esa era la voz de Adso, el más joven de los tres rufianes.

-      Lo que es yo, como buen hijo, seguiré el camino de mi padre. Pienso hacer una fortuna timando a la gente y después me retiraré a disfrutar de lo ganado, dijo Antón, el mayor de todos.

-      Pero tu padre murió en la cárcel, amigo, dijo Adso.

-      Yo no cometeré los mismos errores. Eso es todo, ahora, a trabajar se ha dicho.

Transitaron durante dos días por una campiña donde los campesinos se rompían  el lomo trabajando en las tareas de labranza. En la puerta de una vieja casa de madera encontraron a una muchacha, joven y desgreñada, que separaba el trigo de las mieses.

-      No tienes, buena muchacha, un trozo de pan para estos tres necesitados que andan hambrientos por la vida, dijo Antón.

-      Claro que sí, esperad por favor.

La muchacha regresó con una hogaza de pan y se las entregó.

-      ¿Di dónde y vienen y a dónde van?, interrogó la muchacha con timidez.

Antón se dio cuenta que era una muchacha ingenua, sin educación y que sería fácil aprovecharse de su condición.

-      Venimos del cielo, San Pedro nos ha dado permiso para regresar a la tierra y ayudar a la gente buena como tú, muchacha.

-      ¡Oh! Qué suerte la mía. Hace unas semanas mi prometido tuvo un accidente en la noria y murió a los pocos días. De repente lo conocen, se llama Guillermo.

Antón se rascó la barbilla y miró a los otros granujas con picardía. “Si esta estúpida cree lo que le hemos dicho nos creerá cualquier cosa”, murmuró Antón a los otros dos.

-      Te agradecería que me dieras algunas señas sobre él, hay muchos jóvenes que han llegado en estos últimos meses, dijo Antón.

-      Es alto, guapo, ojos azules, cabello castaño, ¡ah!, eso sí un hombre muy gastador. Era un manirroto que despilfarraba el dinero sin control alguno, creo que por eso mi padre no lo quería, dijo la muchacha.

Los tres bandidos intercambiaron algunas palabras en voz baja. Luego Adso, que era el más locuaz de los tres, le dijo a la muchacha.

-      Ya sé quién es. Pero tengo una buena noticia que darte, tu Guillermo ha cambiado totalmente, el poco dinero que tiene lo gasta con frugalidad y comparte sus alimentos con los pobres.

-      Qué feliz me haces con esas palabras, dijo la muchacha casi sollozante.

-      Pero, hay un problema, muchachita. Sus reservas de dinero se le están agotando y dentro de poco pasará hambre, pues, no tendrá dinero para comprar sus alimentos; dijo Adso.

La muchacha quedó pensativa.

-      Y ahora que escasean las gallinas, los huevos han subido, la huelga de las vacas ha generado un caos y la leche está carísima, el trigo no da lo suficiente y encontrar un pan es más difícil que hablar con San Pedro, dijo Tirio.

-      No sigáis, por favor. Esperad, dijo la muchacha y entró a la casa.

-      La tonta mordió el anzuelo, muchachos, ahora sólo hay que esperar, dijo Tirio.

La muchacha regresó con un atado de ropa, dos pares de zapatos y una hucha llena de dinero.

-      Aquí hay dinero suficiente para que viva cómodamente durante un año. Llevadle también esta ropa seguro que hay noches que hace frío y …

-      Que no se diga más, esto es lo que se llama una mujer de buen corazón, todo un ser abnegado. Ten por seguro que le hablaremos a San Pedro de ti, para que cuando Dios te llame a su reino, te reciba con gran algarabía, dijo Antón.

Cuando se alejaban, Adso regresó a donde estaba la muchacha.

-      Dime, buena mujer, no tendrás por ahí un poco de vino y algo de queso. Bajar del cielo requiere mucho esfuerzo y más se necesita para regresar.
La pobre chica entregó una garrafa de vino hasta el tope, un buen gajo de queso y una pierna de jamón.

-      Si esperan unos minutos, mi padre que es minero, seguro que os dará una buena cantidad de oro para que le llevéis a mi pobre Guillermo. Si bien no simpatizaba mucho con él, ahora que se entere que ha cambiado se pondrá muy contento. Quizá hasta les preste su burro para que puedan regresar al cielo, dijo la muchacha.

La oferta era tentadora, pero el riesgo era fatal, eso lo sabían esos tres calaveras.

-      Lamentablemente la trompeta de San Pedro está sonando y debemos regresar, así que adiós y gracias por todo, niña.

-      Pero yo no escucho ninguna trompeta, dijo la muchacha.

-      Es que no tienes los oídos de los difuntos, querida, cuando mueras la escucharas, estate preparada, y ahora, adiosito.

Más rápido de lo que sale un zorro de un gallinero con su presa, los tres facinerosos se marcharon de ahí.

A los pocos minutos regresó el padre de la muchacha.

-      Hija, vengo agotado y hambriento.

Le daré de comer al burro, pues, como verás, vengo con dos buenas talegas cargadas de oro. Prepárame pan, queso, jamón  y vino, para darme un atracón.

La muchacha contó a su padre lo de los tres angelitos venidos del cielo.

-      Maldita sea, qué bruta eres, no te das cuenta que te han engañado; gritó el hombre al borde de un colapso.

-      ¿Por dónde se fueron?, preguntó el padre.

La muchacha señaló el sendero por donde los vio irse. Montado en el burro, el hombre partió tras ellos.

En tanto, los tres sinvergüenzas comían las vituallas que la muchacha les había dado. Un viejo florista trabajaba en el cuidado de un campo de margaritas, girasoles y azucenas cerca de ellos.

-      ¡Eh!, buen hombre, bebe un poco de vino, toma, le dijo Antón.

-      Eso llamo yo un corazón generoso, dijo Adso en son de broma.

-      Para el que convida no hay mala comida, dijo Tirio.

El viejo aceptó de buena gana. Cuando contaban el dinero sacado de la hucha, sintieron el roznar de un burro.

-      Que el diablo nos proteja, dijo Antón.

-      Buen hombre, dijo Antón, te ves cansado, dame tu azadón, tu regadera y tu ropa, yo haré tu trabajo. Anda con mis amigos a descansar tras esos matorrales.

A poca distancia se veía al padre de la muchacha, llevaba un látigo en la mano y en el rostro unas ansias tremendas de descargarlas en los truhanes que habían engatusado a su hija.

El florista aceptó de buena gana.

-      Hoy es mi día de suerte, dijo.

Antón se puso a regar las flores. Cuando llegó el padre de la muchacha, lo interrogó.

-      Dígame, ¿no ha visto pasar por aquí a tres hombres?

-      Sí, se han ido por este camino, no hará más de media hora.

Llevaban pan, queso, vino y una apetitosa pierna de jamón. Creo que en una bolsa tenían ropa, ya deben estar por esa loma que se ve allá, donde terminan los campos de flores.

-      Gracias, buen hombre, en mi burro me será fácil alcanzarlos en poco tiempo y entonces les daré un buen escarmiento, dijo el minero emocionado.

Antón vio que algo brillaba en las bolsas que había en el burro. “Pero si es oro”, pensó. Casi se desmaya de la emoción.

-      Señor, si usted atraviesa el campo con este burrito se maltratarán las plantas y el dueño de este floral me castigará,  creo que he sido generoso con usted. ¿No querrá hacerme daño, verdad?

-      Diantre, ¿y ahora qué hago con el animal?

Era lo que Antón esperaba que el hombre dijera.

-      Debo estar aquí un par de horas por lo menos, no sería molestia para mí cuidar de este animalito de Dios.

-      Sois pura bondad, amigo, aquí te dejo al burro.

A pie, bajo el ardiente calor, anduvo buscando el padre de la muchacha a los tres bribonzuelos. Recorrió todos los caminos imaginables, subió y bajo siete lomas, dos ceros y una montaña y no encontró ni rastro de los tres muchachos. Agotado, hambriento y desalentado, regresó al lugar donde había dejado al florista y a su burro. Sólo entonces se dio cuenta que lo habían engañado como lo habían hecho con su hija.

Humillado y cariacontecido regresó a su casa.

-      ¿Y qué fue, padre, lograste darles su merecido a esos canallas?, preguntó la muchacha.

-      ¿De qué canallas hablas, muchacha?

Eran tres ángeles, hija mía, tres ángeles venidos del Paraíso, mi pequeña. Les obsequié mi burro para que no tuvieran que caminar tanto. Dicen que los caminos al cielo están muy difíciles hoy en día.

-      ¿Y el oro?, preguntó la muchacha.

-      El que da su oro antes de la muerte, abre las puertas de la suerte, hijita, dijo el minero.

Esa noche, mientras la muchacha dormía, el minero se daba de cabezazos contra todo poste o columna que encontraba en el establo mientras maldecía  a la muchacha, al burro, a los tres bribones y al prometido de su hija, causante de todo ese embrollo.


Wolfsschanze, diciembre 2013.