Los días que siguieron a la desaparición de la rosa fueron de los más tristes y trágicos en la vida del muchacho. Cierta mañana el ciego fue encontrado sobre su cama, con el rostro pálido, pero con una mirada cuya serenidad contrastaba con su estado. Había muerto. Todos lloraron, pero era demasiado tarde para ello. Cuando lo enterraron nadie se percató que debajo de la camisa, sobre su pecho, al lado del corazón, una pequeña y linda rosa de color encarnado abría sus pétalos como buscando abrazar a aquel amigo con el que ahora partía a la eternidad.
ITUARA
I
Cuando la madre de Ituara alumbró a
su hijo, pidió a Osuna que le diera algún brebaje para evitar el dolor del
parto. El brujo le alcanzó un mejunje de ayahuasca mezclado con amarón yagé
para que la mujer no sintiera ninguna molestia, ningún malestar, ninguna
incomodidad.
- Este
brebaje te hará insensible a cualquier dolor, dijo Osuna mientras el cuerpo de la mujer se iba
poniendo rígido y los globos de los ojos se blanqueaban.
Un grito gutural como el graznido
de un cuervo salió de su boca espumosa. El brujo tomó unas hojas de china y
panga y la abanicó mientras salmodiaba.
- Márchate
víbora, vete de aquí, boa.
Los años pasaron y la madre de
Ituara descubrió que su hijo era ajeno no sólo al dolor físico sino que
mostraba indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Un día en que Ituara
perseguía a unos monos provistos de una cerbatana, cayó del árbol de donde
estos se encontraban. La caída le quebró una pierna. Un huesero se la entablillo
con madera de izapí. Ituara, que en ese entonces tenía seis años no mostró
ningún indicio de dolor, ningún rictus de sufrimiento, ninguna mueca de
incomodidad. Cuando cazaba torcazas, montetes y pequeños pecaríes, les daba
muerte con gran sadismo: a las aves les arrancaba el pescuezo estando vivas; a
los pecaríes les abría el pecho con un chafle que llevaba siempre consigo, los
gruñidos de los pequeños mamíferos crispaban los nervios de los niños que
observaban la escena horrorizados.
- Ituara
no tiene corazón, tiene una roca que late en su pecho sin emoción alguna, dijo su madre a Zaida, la muchacha
que la ayudaba en la limpieza y el orden del palafito en que vivía con Ituara.
Ituara cumplió veinte años y, a
diferencia de los jóvenes de su edad que ya tenían pareja, él evitaba todo
contacto con mujer alguna a excepción de su madre, con quien siempre se
mostraba frío y calculador. Ni las
muchachas más bellas de la comunidad despiertan interés alguno en él, se
comentaba.
- Sí,
hubo una muchacha,
dijo Iyari, la madre de Ituara.
Zaida la escuchó con atención.
- Tengo
la visión de ese encuentro y guardo en mi corazón el eco de esas voces.
La inquieta Zaida abrió los ojos
como un sapo y se acomodó en su petate.
- Ituara
vagaba por la selva cuando encontró a una joven muy tierna y hermosa, con
donaire y gran apostura,
dijo Iyari.
Mientras Iyari narraba, Zaida
recordó la primera vez que vio la selva. Su padre, un comerciante en pieles, se
instaló con ella y su madre en un bohío cercano a un río.
Allí mercadeaba en peletería,
bisutería y todo tipo de menjunjes preparados con ayahuasca, barbasco, incira y
otras plantas con características afrodisíacas, alucinógenas o medicinales. Un
día el padre conoció a una joven brasileña de grandes ojos verdes y cuerpo
escultural. A los pocos meses desapareció. La madre, abandonada a su suerte con
una niña de corta edad, tuvo que aprender diferentes menesteres para mantener a
la hija. Mientras la mujer trabajaba, Zaida paseaba por la selva como un
animalito salvaje. Allí se dio cuenta que cuando llovía constantemente los
arroyos sobrecargados inundaban los caminos haciéndolos intransitables,
dejándolos cubiertos de un espeso cieno fertilizante; allí descubrió que las
lianas crecían incontrolablemente entre los árboles y que las ramas gruesas
estaban cubiertas de enredaderas silvestres que se descolgaban desde lo alto
formando copiosas matas; también en esa selva se extasiaba viendo al sol del
atardecer perderse detrás de una densa arboleda y, en la tiniebla que comenzaba
a formarse, enjambres de inquietos monos se acurrucaban en el tronco torcido de
un ahue semejando unas bambalinas tocadas por un tenue viento.
- La
aparición de la muchacha lo turbó de improviso, dijo Iyari sacando a Zaida de sus
pensamientos.
La muchacha miró a la madre de
Ituara, parecía como si su mente estuviera en otro lugar, en otro tiempo.
- Al
ver que la muchacha llevaba sobre la cabeza una corona de flores, Ituara quiso
congraciarse con ella y fue en busca de flores, prosiguió Iyari. A un lado de un recuesto había mucha
vegetación con abundantes enredaderas de flores blancas y rojizas que bajaban
la cuesta como una catarata verdusca. Con mano temblorosa cogió de ese paisaje
florígeo un manojo de florecillas y corrió en busca de la muchacha.
Iyari calló un momento. Tomó su
cachimba, la llenó de tabaco picado y lo encendió. Dio varias chupadas y luego
dijo:
- Cuando
regresó Ituara, la muchacha ya no estaba, había desaparecido como desaparece el tunche. En vano mi hijo regresó muchas
tardes al lugar donde la vio, ni rastros de la muchacha. A veces pienso que es
una alucinación puesta ahí por Añá para enloquecer a Ituara. El diablo
siempre seduce a los jóvenes utilizando bellas muchachas.
Zaida se hallaba embelesada,
pensando que porqué Añá no le traía a ella un joven apuesto. “A mí no se me escaparía”, pensó la
muchacha.
- Desde ese día mi hijo se puso más
huraño y más solitario.
II
Sentado en la ribera de un río,
Ituara preparaba unas flechas envenenando las puntas con curare. Los gritos de
auxilio de un niño que era arrastrado por la fuerte corriente rompió el
silencio. La madre, desesperada, corría por la ribera opuesta; un grupo de
pobladores la seguía sin poder hacer nada por salvarlo. El niño desapareció
entre un amasijo de hojas de palmera, ramas de huimba y pequeños troncos
añosos.
- Es
el más diestro nadador que se conoce y no hizo nada por salvar al niño. Ituara
mala espina, Ituara traerá desolación y amarguras a todos nosotros, dijo Ayuru, el cacique que impartía
la autoridad en la comunidad.
Consultado por Ayuru, Osuna
contestó:
- Puede
ser que Ituara sea así por culpa de la
madre. Ella no quiso dolor durante el parto, el hijo debe haber sido tocado por
el brebaje que le di a la mujer.
Alguien moría, Ituara no mostraba
pena alguna; unas hormigas gigantes mataron a cuatro niños que jugaban cerca
del hormiguero, todos en la tribu lloraban y mostraban los rostros desfigurados
por el dolor, Ituara miraba indolente como los niños eran sepultados.
En las pendencias con otras tribus invasoras
él luchaba ferozmente contra el enemigo que osaba meterse con él. En uno de
esos enfrentamientos el hijo del cacique, el osado y arrojado Yapeca, fue
perseguido en tropel por un grupo de agresores. Un niño que jugaba cerca del
lugar avizoró el peligro y, tratando de salvarse, se internó en lo más denso
del bosque y se introdujo en el hueco de un tronco. Allí, con la respiración
contenida, vio pasar a Yapeca y sus captores.
Quien parecía liderar al grupo lucía
un altivo penacho de plumas de guacamayo y blandía amenazante una repulsiva
pica. Se mostraba sumamente agresivo. La aparición imprevista de Ituara los
hizo retroceder. Cuando Ituara se fue acercando a los agresores el hijo del
cacique forcejeó buscando liberarse. Ituara miró la escena con indiferencia y
se marchó. Yapeca fue acuchillado y descuartizado son piedad. Una colonia de
hormigas carnívoras se encargarían de los restos. El niño del tronco hueco se
había agazapado entre la vegetación arrastrándose como un caimán hacia el lugar
de donde llegaba el rumor de la refriega. De regreso a la aldea narraría los
sucedido; muchos, incluyendo a su padre, recibirían la noticia entre sollozos.
- Muchos
hombres se negaban a ser capturados con vida, contaría el niño del tronco muchos años después a otros
jóvenes aborígenes, pues, sabían que serían
sometidos a una cruel y deshonrosa esclavitud, por ello tomaban la cuerda que
llevaban a manera de cíngulo, trepaban a alguno de los arboles más copudos y se
colgaban de la rama más alta y resistente. En épocas de guerras, continuó, era común encontrar numerosos hoyos, en cuyo
suelo se había colocado agudas estacas cubiertas de flores y hierbas.
Quien
caía en esas trampas quedaba enterrado y clavado en las duras puntas de los
pernales. Después de la batalla los sobrevivientes se reagrupaban entre las
brumas del atardecer y cuando entraban en la aldea cada quien iba descubriendo
a sus familiares caídos.
III
El cacique juró vengarse. Cinco
hombres darían un escarmiento a Ituara.
- Les
daré oro y ganado, azótenlo hasta que la carne se desprenda de los huesos.
Quiero oírlo gemir y llorar como un niño, quiero verlo retorcerse como una boa
mordida por un tigre.
El cacique presenció la escena
escondido entre unos arbustos. Los hombres se turnaban con el látigo. Veinte
azotes cada uno en la espalda desnuda. Abrazado a un tronco de lapacho, Ituara
recibía los azotes como si fueran caricias. Su mirada, indiferente, recorría
los parajes de la selva en dulce contemplación.
Los hombres se retiraron con los
brazos agarrotados por el cansancio. A pesar de la espalda lacerada, Ituara no
dio muestras de aflicción alguna. Antes de que las heridas de Ituara sanaran
por completo los cinco hombres enviados por Ayuru conocieron el reino de las sombras.
Uno se ahogó en un río; otro fue encontrado en una ciénaga con señales de haber
sido torturado; un tercero murió a machetazos; un cuarto perdió la cabeza
mientras huía de su perseguidor y un quinto, después de perder ambos ojos y la
lengua, yacía colgado de los pies de un gigantesco renaco.
La muerte de Yapeca significó para
su padre el fin de una vida tranquila que había alcanzado tras varios años de
meditación y reflexión.
- Desde
la muerte de su madre, querido Osuna, traté siempre de que a Yapeca no le
faltase el calor del amor y la comprensión. Todos los días camino hasta el río
buscando consuelo a mi pena.
El brujo cerró los ojos y tuvo una
visión. Vio al cacique penetrar a través de angostos senderos por esa selva
misteriosa atiborrada de árboles, enredaderas y herbajes en la que reverberaba
el sol como en un espejo ustorio; verdes helechos arborescentes crecían como plaga envolviendo los troncos de
acacias, izapíes y lapachos.
- Sorda
algarada llenaba el ámbito cuando vi una sombra al lado de un tabari, dijo
Ayuru. La silueta se acercó a mí y recién pude reconocer el rostro de mi hijo.
Mi cabeza ardía más que el madero encendido de una fogata. Sentí cansancio, me
tumbé al lado de un tronco de tala y me quedé dormido y soñé que en el alba
hendían el aire guacamayos y papagayos multicolores, los loros chillones y un
pequeño grupo de tinguazús.
- De
tinguazús dices,
preguntó el brujo con los ojos saltones.
La sola mención de esas aves de mal
agüero crispó sus nervios.
- Sí,
el tinguazú,
repitió el cacique.
Bebió un sorbo de yucuta y
prosiguió:
- Luego
la visión en mi sueño se hizo más reposada. Me vi caminando por la falda de una
colina rodeada de un lago de aguas azulinas donde flotaban bejucos y, sobre
ellos, una legión de hormigas llevaban los restos de Yapeca. Ahora sé dónde
terminaron sus restos después de ser descuartizado.
- De
alimento para las hormigas, dijo el brujo con voz consternada.
- Sí, asintió Ayuru con voz triste.
Ayuru estaba tumbado en una hamaca
de fibra de palmera. Cacique y brujo bebieron yucuta tibia, pues, la noche iba
perdiendo el poco calor con que había llegado.
- Hace
pocos días sentí la voz de Yapeca. Echado en mi petate me movía de un lado a
otro, poseído por una horrible pesadilla, dijo el cacique.
Osuna había prendido su cachumba y
fumaba y bebía yucuta.
- Una
voz gutural y terrorífica repetía a mis oídos el nombre de naca – naca. Era él,
Yapeca, quien gritaba ¡naca – naca! ¡naca – naca! ¡naca – naca!
- Extraño
sueño, dijo
el brujo.
- No
fue un sueño, yo no estaba durmiendo, dijo Ayuru con voz grave.
El rostro del brujo se mostraba
tenso; algo le decía que en los acontecimientos venideros el destino le estaba
reservando un lugar especial. Ayuru llenó su cachumba de tabaco y la encendió.
La mención de esa víbora pequeña y venenosa cuya mordedura condenaba a la
víctima a una lenta y dolorosa agonía cubrió el ambiente de una bruma de
tensión. El cacique miró al brujo con rostro grave.
- Cuando
Yapeca era un niño, dijo, yo lo llevaba de la mano por los pequeños senderos
que atraviesan la selva. Un día nos encontramos con una naca – naca.
El brujo sintió un escalofrío; más
que una sensación de frío fue un aviso que le venía de un mundo del cual
siempre solía hablar y al que siempre invocaba en sus conjuros. Un mundo
impenetrable para todo aquel que aún abría los ojos y vislumbraba un nuevo día.
- Debes
tener cuidado, le dije. Esta pequeña serpiente gusta esconderse entre las hojas
podridas, su mordedura es mortal, más potente que el animal más venenoso que
pueda existir. Lo que la hace más peligrosa es que es tan pequeña que nadie
piensa en ella.
Hubo un silencio.
- Nunca
le he deseado el mal a nadie, tú me conoces, Osuna. Pero desde la muerte de
Yapeca mi vida se ha transformado. Ituara destruirá nuestro pueblo como esos
ríos tortuosos de aguas barrosas que arrastran todo a su paso cuando su caudal
crece por la lluvia y se hace incontrolable.
El cacique se calló. Miró al brujo
y le dijo secamente:
- ¿Eres
una lluvia, Osuna?
El brujo, turbado, camino hasta el
ventanuco del bohío. Aún había claridad. Avistó esa naturaleza salvaje que con
el paso del tiempo había derramado toda suerte de hermosuras. Vio un camaleón
que despertaba preparándose para sus incursiones nocturnas que lo llevaban a
deslizarse por las ramas tan en silencio como el arrastrar de un caracol. El
mensaje del viejo cacique era claro, sólo bastaba la señal. Y la señal le
llegaría esa noche.
IV
- ¡Osuna!
El brujo dormía. Se agitó en el
petate.
Se acercó a la puerta. Era Incino,
un anciano que mercadeaba con paiches y zúngaros. Era un experto pescador.
Cuantiosas veces el brujo lo había asistido en las diferentes embarcaciones que
el viejo poseía. Dotado de un sentido extraordinario, Incino percibía como
nadie las ondas y burbujas de vida que se agitaban en el fondo de las turbias
aguas de los ríos. Sabía que pez andaba abajo, su especie, su tamaño, sus
hábitos, su velocidad y profundidad. Todo eso percibía mientras sus brazos
fuertes y manos diestras preparaban el hamo, la flecha o el arpón.
- Si
la presa es un paiche hay que ir alargando la soga, le dijo el viejo al brujo una
tarde. Tienes que imaginar a tu victima
agitándose en el fondo con ímpetus de gigante. Si quiere huir hay que
perseguirlo, si retrocede debemos girar y seguirlo a su ritmo. Se debe tener
mucha paciencia, la muerte a veces tarda, pero no falta a su cita, siempre está
presente. Llega un momento en que la presa sabe que ya es inútil todo esfuerzo,
pero se agitará con hercúlea fuerza en rápidos movimientos, hasta que
desangrada y cansada se entregará. A veces el machete debe dar el golpe de
gracia. Es ella o yo, Osuna, ella o yo.
- ¿Qué
sucede?, preguntó
el brujo regresando de sus recuerdos.
- Es
Iyari, contestó
Incino.
Era la señal que esperaba.
- ¿Naca
– naca?,
interrogó
El viejo pescador se rascó el
mentón.
- Sí, respondió intrigado.
- Ya
voy, dijo
el brujo resignado.
Incino se marchó pensativo.
El brujo se tumbó en el petate y
encendió su cachimba. Recordó su primer encuentro con una naca – naca, todo por
una travesura. Tenía siete años y se aventuró en la selva por pasajes
desconocidos. Sus padres habían salido a cazar añujes, ese roedor de pelaje
rustico y engañoso cuya carne suave sabrosa hace que la muerte lo aceche a toda
hora.
- No
salgas, le
dijo su padre mientras preparaba sus dardos y acomodaba su cerbatana.
- No
salgas,
repitió su madre. Te muerden las
serpientes y te devoran las tangaranas.
Tanto terror, lejos de intimidarlo,
lo estimularon a salir. “Tanto peligro
debe ofrecer un buen premio”, pensó. Y así salió esa mañana.
Estuvo tres días y tres noches
perdido, deambulando como desesperado en el día y como un ciego aterrado en la
densa oscuridad de la noche.
- Hasta
ahora no comprendo cómo salí ileso de ese extravío, le contó Osuna una noche a un
chamán ashaninka.
De
noche el andar se me hizo más terrible, debía tantear a ciegas el camino, mis
pies eran mis ojos, no quería perderme en ese bosque denso donde suenan los
vegetales, las plantas, el machimango de olores agradables; ahí me di cuenta
que en la selva escuchas también a cualquier ser por pequeño que sea, el zurí y
otro gusano que como este también se come porque es sabroso, el awiwa, hasta
diez centímetros mide. También escuchas a ese mono volador que aterriza de
árbol en árbol, el tokón. Todo escuchas, ashaninka, cuando estas atento, a la
brava arambasa, al pájaro flautero, a ese mono nocturno que corta palos y ramas
y los arroja desde lo alto de la oscuridad cuando presiente el peligro; también
de noche escuchaba al tunche, me daba esperanza, contrario a lo que dicen, mi
madre decía, “si un tunche silba es porque alguien ha muerto o va
a morir en las cercanías de esa noche”. A pesar de mi
cansancio logré dormir una noche, sólo una, profundo; soñé que estaba con la
luna en el fondo de un lago. “Esa luna que vez allá arriba en el cielo no soy yo, es el reflejo
que la luz, que sale del fondo de la tierra, hace de mi”. Yo
me quedé asombrado con esa revelación. La luna me guió a partir de ese momento
y me sacó de ese laberinto verde. Cuando aparecí mi madre me reprendió
severamente, “mira tú brazo”, me dijo, esta es picadura
de vampiro. Yo no comprendía, yo no sentí ningún
vampiro ni vi ninguno. “Ellos no hacen ruido, dijo mi padre, ni sus alas ni su mordedura revelan su
presencia, silencioso es. Su saliva adormece la parte que ha mordido y la
sangre brota a su boca como un riachuelo pequeñito, sin que te perturbe nada”. Mi
padre tenía razón, me sentí débil la última noche, ese debe haber sido el
momento en que me mordió. A veces me temblaban las piernas, las arañas y las
tarántulas se me subían, mis piernas se crispaban, ashaninka. Flaqueando volvía
a caminar, buscando un arroyo para beber, mis labios estaban secos, los arroyos
corren hacia los ríos como jabatos tras la madre, ashaninka. Y si encuentro un
río encontraré ayuda, en los ríos siempre hay gente, me deje. Murmuraba para
mis adentros, alguna canoa ha de haber, algún pescador, algún pescador, algún
viajero, y así, animado, caminaba. Ya amanecía cuando me di cuenta que el agua
me cubría los pies y que estaba penetrando en un pantano. Y ahí la vi a la naca
– naca, delgada, negra, pequeña, mortífera.
Me
paralicé al pensar en su veneno mortal. Pasó a mi lado, casi fregándose en mi
pierna, como si jugara conmigo hizo un giro repentino y pasó entre mis piernas.
Casi me desmayo de pensar que me mordería y que en pocos minutos terminaría
muerto en esas aguas cenagosas.
- No
llores, hijo, ya paso, sé que no volverás a hacerlo, vamos, cálmate, no llores
ya, dijo mi madre.
Osuna, el pequeño, durmió aquella
noche abrazado a sus padres.
V
Osuna vio a Incino perderse entre
los árboles. Quedó pensativo unos momentos.
Abrió un viejo orcón que estaba en
un rincón de la choza. Extrajo unas planchetas triangulares de conchas y las
colocó con sumo cuidado en su nariz agujereada; luego, dos aretes de plumas
brillantes con relucientes élitros de insectos fueron puestos con destreza en
sus grandes orejas. Se puso un taparrabos y cubrió su cuerpo denudo y curtido
con un cotón multicolor. Introdujo en una bolsa algunos brebajes, polvos y
pequeñas hojas y ramas. Salió de la choza cantar de niño. Tomó el sendero que
sus pies habían recorrido durante tantos años. Se detuvo, miró su choza. Sabía
que era la última vez que la vería. “Esta
noche conoceré nuevos caminos”, se dijo.
Cuando Osuna entró en el bohío
Iyari se retorcía sobre la estera como una pitón que ha capturado un pequeño
caimán. Le examinó la pierna; dos pequeños agujeros rojizos, muy inflamados
dejaban ver una sangre que comenzaba a ennegrecer. Dos agujeros más en el
antebrazo, la naca – naca había tenido tiempo para una segunda embestida. El
sueño de la mujer había sido profundo.
- Es
raro que muerda dos veces,
dijo el brujo.
Un crisol estaba en la cabecera de
la estera. Osuna lo olió. El olor del sanango era inconfundible. “Alguien la drogó y la naca – naca hizo lo
suyo”.
Miró a Zaida con recelo, la
muchacha estaba consternada, sabía que cuando la naca – naca atacaba ya no
había nada que hacer, a lo más apaciguar el dolor. El brujo pidió a la muchacha
que calentara agua para colocarle unos apósitos en las heridas que seguían inflamándose.
Iyari abrió los ojos un momento y vio a Osuna. Lo tomó fuertemente del brazo.
- Estuvo
aquí, siempre odió a mi hijo, pero ya no hay nada que hacer.
Osuna la miró y en sus ojos vio a
Añá.
- Sé
qué todo es inútil, brujo. Cuando ese bicho muerde ya nada puede detener
nuestras partida. Pero sí que puedes darme algo que me arranque este dolor que
me parte el cuerpo.
El brujo asintió. Iyari quedó
inconsciente unos segundos y después comenzó a contorsionarse como si la estera
la sacudiera. Osuna sacó unos pomos y mezcló en un crisol líquidos y polvos. En
ese instante. Ayuru entró en la choza y se detuvo al pie de la estera donde
yacía Iyari. El brujo movió la cabeza en señal de asentimiento ante la mirada
interrogadora del cacique. Ayuru se retiró; sabía que no volvería a ver al
brujo. Aprovechando un descuido de Zaida, Osuna dio de beber a Iyari un líquido
viscoso, una bebida inocua que en nada calmaría su dolor, sólo así Ituara
sentiría el sufrimiento que su madre sentía la tribu estaría inmune a él. Hubo
que amarrar a Iyari a unas cuñas hundidas en la tierra; la agonía seria atroz.
Mientras el brujo amarraba la mano izquierda de la mujer vio aparecer a la naca
– naca. Sus anillos blancos, negros y rojos alternados la mostraba en toda su
belleza. “La muerte separa al hombre de
la vida tarde o temprano, porqué temer entonces. No seré débil ahora que sé que
este enemigo puede vencerme. Ya he soñado bastante, ahora que venga la muerte,
piedras no pondré en su camino. Abro las puertas a las sombras y las cierro a
lo que es la vida”, musitó el brujo.
La mordida fue certera, como el
ataque que da la pitón, el golpe directo de la cabeza empleando toda la fuerza
y el peso del cuerpo. El brujo sacó de una talega un frasco y vertió una tisana
color café claro en un pequeño tazón. Era ayahuasca. A los pocos minutos los
gritos de dolor de Iyari se convirtieron en parte de los sonidos alucinatorios
que Osuna empezaba a percibir por efecto del narcótico. Vio discurrir paisajes
paradisiacos, mujeres bellísimas que corrían desnudas, monos que huían en
desbandadas y animales monstruosos. Vio el rostro de sus padres, bien juntitos
entre sí, casi besándose.
Vio su cuerpo caminar por todo el
bohío mientras el permanecía inclinado al lado de Iyari. Vio varias naca –
nacas salir de la boca de la mujer que se retorcía de dolor sobre la estera. Se
vio dentro de una piragua en el centro de una laguna donde un grupo de lagartos
de ojos inmensos devoraban a muchos hombres y mujeres que habían pasado por sus
manos, hechizos y conjuros. Vio eso y muchas cosas más que, del mundo de lo
fantástico, venían a él gracias a los
efectos de la liana del muerto. En un
instante vio aparecer a Aña y al lado de él a Yapeca. El cuerpo del hijo cacique
mostraba las huellas del machete con que fue cercenado, y su piel,
irreconocible, lucía un sinfín de picaduras.
“Debe ser de las hormigas”, pensó. El dolor de Iyari iba en aumento y el
del brujo se iba disipando en ese viaje mágico y misterioso por donde lo
llevaba la ayahuasca. Todavía tenía conciencia de que le quedaban algunos
minutos de vida, los suficientes para saber que en esa pócima inocua que le
había suministrado a la mujer estaban las ánimas que ya debían estar viajando
por la selva para posesionarse del cuerpo de Ituara. Una lluvia torrencial
comenzó a caer. Truenos, relámpagos y rayos hundían el celaje nocturno. Ituara,
tambaleándose y quebrado por un dolor indescriptible que le flagelaba el
cuerpo, luchaba por salir de su bohío.
Ayuru, escondido tras un árbol, lo
observaba no había en su rostro sentimiento alguno. El martirio de Ituara
pasaba por la mente de Osuna en imágenes en las que podía percibir a Añá
circundando por un enjambre de arambasas, lanzándoles maldiciones en un
lenguaje que sólo la acción de la ayahuasca hacia comprensible. Un grito
portentoso emergió como un volcán de la boca de Iyari antes de morir. Quedó
tiesa como un palo, despidiendo su cuerpo el perfume incisivo de las ramas de
un machimango. El brujo abandonó la choza. Un grupo de niños y ancianos se
cruzó con él. “Vienen a velar a la
muerta”, susurró. Zaida lo vio alejarse por un estrecho camino que iba
hacia el río. La lluvia era intensa y los rayos con su luz coruscante dábanle a
las copas de los árboles un aspecto fantasmal. Cuando Osuna se hallaba cerca
del río que pasaba cerca de la aldea, vio que a pocos metros se hallaba Ituara,
paralizado, erecto como un árbol seco. De repente, sus brazos y piernas
comenzaron a contonearse en una suerte de danza y su cuerpo todo fue
adquiriendo la forma del isapí. “Que el
rocío que brote de sus hojas calme el dolor de todo aquel que sufra”, dijo
el brujo antes de caer al río y ser arrastrado por el fuerte torrente. El viejo
cacique desde su bohío, tumbado en su petate, lo había visto todo. Vio al
hombre que, ahora hecho árbol, daría a su pueblo el consuelo que en su otra
vida no había podido dar. Vio al brujo perderse en las aguas desbandadas que
guiadas por Añá y su enjambre de arambasas lo llevarían a un mundo donde
culebras, víboras y serpientes invocarían jaculatorias por su descanso eterno.
Vio a Yapeca a través de la lluvia que comenzaba a arreciar como un diluvio se
miraron por última vez. El cacique permaneció inmóvil en ese bohío lastimoso
que olía a ruda y a ramas de machimango y donde un abundante rocío brotado de
hojas de izapí goteaba del techo refrescando el aire. Miró la noche por última
vez. Un sueño profundo lo venció.
Wolfsschanze, setiembre – diciembre
2013.
LA GRAN BATALLA
I
Una comunidad de hormigas se habían
establecido por generaciones en un bosque, donde disfrutaban de cuantiosos árboles
cuyas hojas les proveían de alimento y del material necesario para hacer sus
nidos con sus poderosas mandíbulas, un grupo de estas, abrían numerosas galerías
en la madera, de la cual también se alimentaban.
Cierto día en que la colonia
descansaba de una dura jornada, un movimiento brusco de tierra encendió la
alarma.
- Es un animal
gigantesco que tiene unos colmillos blancos y una protuberancia tan grande que
le sale de la cabeza que asusta, dijo una temblorosa hormiguilla que había aprovechado la confortabilidad
del clima para dormir al socaire cerca al hormiguero.
Muchas hormigas se mostraron incrédulas
y pensaban que aquella hormiga era una alarmista.
- Yo sé que es, dijo una vieja hormiga. Es un elefante, los he visto en gran número hace muchos años.
Nadie dudó de la palabra de aquella
vieja hormiga que tenía fama de ser muy sabia. El elefante pasaba todos los días
destruyendo todos los hormigueros que encontraba a su paso. El terror y la
incertidumbre corrieron por todas las galerías y túneles que comunicaban a un
gran número de hormigueros. Por más que un grupo de hormigas se avecinó donde
el elefante a pedirle que cambiara su ruta para evitar destrozos en sus guaridas, el enorme animal se negó a
atender esos requerimientos.
- Qué puedo temer
de unos enanos como ustedes, contestó el paquidermo embebido de soberbia.
Un resoplido con su enorme trampa
cayó como un huracán sobre la comitiva de hormigas que se dispersaron entre la
tupida selva. Tardaron varios días para reagruparse.
- Espérense que lo
tenga ante mí, les juro que lo ahorcaré hasta arrancarle el último suspiro, dijo una pequeña hormiga, héroe de mil batallas
fantasiosas contra las terribles avispas.
Un leve murmullo de risas se
escuchó entre el enjambre reunido en un calvero del bosque.
- No, es imposible
vencer a esa bestia enfrentándonos con ella en una batalla. En un santiamén nos
haría desaparecer, dijo una joven
hormiga cegatona que lucía unos gruesos anteojos de carey, y que por ser muy
instruida era conocida como el libro que
habla.
Todas permanecieron mudas. Había hablado
la voz autorizada del libro que habla
y su palabra era ley.
- Denme dos días y
tendré la solución al problema.
En pocas horas, todas las hormigas
se refugiaron en sus hormigueros a esperar un milagro. En los dos días que
sucedieron el elefante se ensañó contra los hormigueros; su pisada se hizo más
lenta, pero más destructiva. El mensaje era claro: “Aquí mando yo”.
II
A los tres días, mientras el
elefante dormía después de un día de arduo trabajo, sintió un incesante
cosquilleo que recorría todo su cuerpo. Cientos de miles de hormigas, agrupadas
en batallones bien organizados, iniciaron un ataque sincronizado que duró. De más
está decir que muchas murieron en tan desigual enfrentamiento, pero lograron
mantener al elefante en alerta hasta que amaneció. Cuando el cornaca fue a
buscarlo para iniciar las labores del día, el elefante se hallaba exhausto, con
el cuerpo cubierto de leves fistulas que más que dolor le producían escozor.
- Vamos, perezoso,
a trabajar, dijo el cornaca internándose
en la selva con el elefante.
Los destrozos que sobrevinieron
sobre los hormigueros esa mañana al paso del elefante fueron terroríficos.
- Ahora van a
conocer toda mi furia, dijo el
empecinado trompudo.
Las víctimas del enfrentamiento de
esa primera noche fueron enterradas con honores propios de los héroes. No faltaron
los discursos en memoria de los caídos; el más encendido fue el del libro que habla quien, al son de una
marcha fúnebre, hizo gimotear a miles de hormiguitas.
- Hemos perdido
una batalla, pero no la guerra, y esto recién empieza, concluyó la ilustrada hormiga muy emocionada.
- ¡Triunfaremos!, tronó una voz.
- ¡Triunfaremos!, se escuchó otra.
- ¡Triunfaremos!, ¡Triunfaremos!,
¡Triunfaremos!, se escucharon
todas.
III
Las incursiones contra el elefante
eran diarias. No había noche en que el enorme animal no sufriera los ataques simultáneos
de las legiones de hormigas. Miles de miles caían en el campo de batalla, pero
eran tantas, que de inmediato nuevos escuadrones ocupaban sus lugares. Los continuos
desvelos del elefante lo fueron convirtiendo en un animal avejentado y flaco;
el cornaca, ajeno a todo, lo seguía azuzando para que se incorporara al
trabajo.
- Lo que necesitas
es un poco de esto, decía el
domador, apaleándolo.
Al mes de iniciada la guerra y con
cientos de miles de muertos, el libro que
habla, encabezando una comisión de hormigas, se avecinó una noche donde el
elefante. Lo encontraron echado sobre hojas de banano tratando de conciliar el
sueño.
Al escuchar la voz de la hormiga el
elefante empezó a temblar como un junco azotado por un fuerte viento.
- No hemos venido
en son de guerra, sino en plan de conciliar.
El elefante, desde unos ojos vidriosos
y enrojecidos por los constantes insomnios, atinaba a solo mover la cabeza en
señal de asentimiento.
Las hormigas, que habían llevado un
documento con las condiciones para el armisticio, exigieron al paquidermo que
colocara una de sus patas sobre el papel. Cinco habilidosas hormigas untaron la
panta de la enorme para con tinta hecha con negro de humo. De regreso a la
comunidad hormiguera, el libro que habla
dio las buenas noticias.
- La paz de ha
logrado. Hemos vencido al gigante.
Los hurras
por aquella hormiguita sabia que, a pesar de las miles de víctimas caídas en
los combates, había traído la paz, resonaron en aquella calurosa tarde de
verano por todos los rincones del bosque. A media noche, cuando todos
descansaban y dormían convencidos de que nunca más habría nada que trajera
tanta desgracia a la comunidad, el libro
que habla, echado en su cama y provisto de una tenue bujía que iluminaba su
pequeño recinto, leía un libro escrito por un ciego de la antigüedad, donde se
hablaba de dos pueblos enemistados por el rapto de una bella mujer.
CUCUYA Y MAMAC CALLA
Coya: ¿Desde cuándo tanta tristeza,
Cusi Coyllur, espejo del Sol?
¿Desde cuándo se pierden
la alegría y la felicidad juntas?
OLLANTAY
Como celosos guardianes del altiplánico
departamento de Puno, emergen ingentes cinco cerros que están vinculados a los
amores frustrados del valeroso Cucuya y de su amada, la dulce y bondadosa Mamac
Calla. Codiciada por muchos guerreros
imperiales, la bella muchacha desdeñó, provocando la furia de sus soberbios
hermanos, las pretensiones de aquellos que a sus pies pusieron grandes tesoros
dejando de lado su realeza.
Para hacer de hinojos a los pies de Mamac
Calla. El corazón de la “niña mimada”,
como solían llamarla sus hermanos, se hallaba preso de un humilde guerrero de
nombre Cucuya, que en quechua significa “luciérnaga”. Mamac Calla lo había visto por primera vez
una noche en que había ido a un arroyo a beber de las cristalinas aguas. La cinta metálica que Cucuya llevaba en la
frente (de ahí su nombre), había resaltado
entre las brumas de la noche su imagen imponente. “Se me
presento ante los ojos como una gran luciérnaga” decía a su aya la linda Mamac Calla.
A partir de esa noche ni sus pensamientos ni su memoria daban cabida a
otra cosa que estuviera relacionada con la vida de su amado.
Las pretensiones de la
muchacha fueron recibidas con desagrado por sus cinco hermanos quienes
esperaban ver a su hermana casada con algún
Inca de raleza. Enclaustrada como
Cusi Coyllur en una prisión del Aclla Huasi, la pobre Mamac Calla hubo de
permanecer encerrada en su habitación hasta que sus hermanos decidieron qué
hacer con ella. Pero hasta el claustro
llegó el osado amante, quien ante un descuido del Huaychau, el pájaro pardo de
pecho y cola blanca encargado de dar aviso si algún intruso se aproximaba,
llevóse consigo a la muchacha.
El canto tristón del ave
atrajo a los hermanos. Fue un canto
agorero de la proximidad de la muerte anunciado en el batir de las alas de
aquel pájaro profético. Hambrientos y
agotados por el duro trajín del andar, Cucuya y su amada se vieron rápidamente
asediados por los encolerizados hermanos de Mamac Calla. Refugiados en la isla Esteves, a donde
llegaron en una pequeña canoa, los jóvenes incomprendidos permanecieron así,
sumidos en una profunda melancolía.
Pacientes y conocedores de que los fugitivos no podrían escapar, los
hermanos permanecieron alrededor de la isla con ojo vigilante.
Sólo algunos cóndores
que cortaban el aire en majestuoso vuelo, fueron testigos de aquel drama
trágico que ya llegaba a su fin.
Mientras Cucuya dormía, Mamac
Calla invocó a sus dioses pidiéndoles que los ayudaran a escapar de la
persecución de sus hermanos. Los dioses
acudieron a las súplicas de la muchacha, pero sólo a uno de ellos se le
concedería la gracia. Como era de
esperar, Mamac Calla pidió que Cucuya fuera el elegido. Ella hubo de ser convertida en un puente natural que uniría la
isla con la tierra para que por allí huyera su amado Cucuya.
Enloquecido por la
ausencia de Mamac Calla, Cucuya se hundió en un silencio agónico del cual nunca
saldría. Mientras tanto, por voluntad de
los dioses, los cinco hermanos fueron convertidos en cerros, hechizo que
duraría el tiempo necesario para que Cucuya pudiera huir. Sólo el paso del amante de la hermana
rompería el encanto. Los cerros que
hasta hoy pueden verse como celosos guardianes de Puno son la prueba inerte de
que Cucuya nunca salió de la isla.
El Kancharani, el Machallata,
el Pirwa Pirwani, el Kinsa Cruz y el pequeño Azoguini, se han fusionado en el
tiempo con el espíritu religioso de un pueblo creyente.
Wolfsschanze, octubre 1 del 2000.
TARDE DE CINE
Para Irma Corro
Si no voy con mis hermanos, mi madre no me dará permiso, dijo Irma. Hermanos, pensé yo, serán fácil de
manejar, más si son pequeños. Eran pequeños, sí, 6 y 5 años; pero dos
monstruos, Carlitos y Toñito, dos hijos de la gran puta. Fue en el cine-teatro
Arequipa. Pagué las entradas y los dulces (chocolates, caramelos, gomas y
cancha), todo empaquetado en las dos bolsas que Carlitos y Toñito llevaban
consigo. Me tiraron de un solo viaje la propina del mes. Irma, no importa, no te preocupes, le dije yo al verla un poco
incómoda.
La verdad, es que pensaba en los
besos que, aprovechando la oscuridad, ganaría como una justa recompensa. A los
quince minutos de empezada la película tomé su mano y acerqué mi boca a su
oído. Le dije que la quería. Las butacas y la oscuridad artificial jugaban a mi
favor. Los hermanitos estaban tres filas más adelante. Las condiciones estaban
dadas para el primer ataque. Sentí el calor de sus labios cerca de los míos,
fue en ese momento que la primera tormenta asomó el horizonte sombrío que me
esperaba: Irma, quiero pichi. Chitón,
por aquí y por allá y el infeliz seguía chillando. El reclamo venía de Toñito.
Mientras el monstruo estaría vaciando su vejiga, apareció el otro. Ya se me acabaron los chocolates y las
gomas, cómprame más. No lo mandé a la mierda, porque delante de mí una
señora estaba más atenta al pedido del niño que a la película que parecía ser
aburrida. Colérico fui hasta el foyer
a cumplir con el mandado. Cuando
retorné con las provisiones de dulces ya el meón se había sentado al lado de su
hermana y amenazó con no moverse de ahí sino le traía más “pocor”. Mientras veía a la mujer llenarme la bolsa de “pocor”
pensaba en que esos dos, en el futuro, serían dos chantajistas profesionales o
cafichos en algún burdel. Si hubiera tenido un frasco de veneno para ratas, en
ese momento de euforia, lo habría vaciado en la bolsa que Toñito recibió con
alegría. Tuve que iniciar un nuevo ataque, esta vez más agresivo, como si el
tiempo apremiara. Esos labios merecían todo el sacrificio y todo el gasto
económico. La película avanzaba. Nunca supe de qué mierda se trataba, algo de
espías creo, que se querían apoderar de una fórmula que hacía a los hombres
invisibles, como la creación de H.G. Wells. Tardé diez minutos en encandilar a
Irma quien, decidida y firme, resolvió entregar esa boca dulce y tierna como
una grosella madura.
Cuando sentí su aliento que me
llevó a las estrellas, se escuchó la voz de Toñito. “Irma, quiero caca”. Un murmullo
de tímidas risitas cayó como una marea. Me sentí como si una aplanadora me
hubiera pasado encima, un mojón de perro aplastado por algún borracho distraído.
Cuando pasó al lado mío sus nalgas rozaron mi pecho. Tomó al cagón ese de la
mano y se fue farfullando no sé qué maldiciones.
Cuando los minutos pasaron y
recobré en algo la serenidad, y meditaba sobre aquella situación fantasmagórica,
apareció frente a mí el tal Carlitos. Con voz autoritaria me dijo que quería más
gomitas o le decía a su madre que ya había estado besando a su hermana.
Lo miré con furia irracional, poseído
por todas las fuerzas malignas del infierno, dudé entre encajarle una patada en
la cara o mandarlo a la puta que lo parió”. Opté por lo último y me cagué en lo
que pensara la gente; seguramente muchos me hubieran dado la razón si hubieran
conocido mi situación. Dejé al infeliz boquiabierto y clavado como un capto en
el desierto. Estos desgraciados comen
dulces como la oruga devoradora de hojas. Grité mientras abandonaba la
sala. Me crucé con Irma en el lobby. La
miré con tristeza en el momento en que el otro marciano se preparaba a pedirme
algo que no alcancé a comprender porque ya, abandonado el cine, corrí tras el
Tacna – Trípoli que iniciaba su marcha hacia Miraflores.
Wolfsschanze, 23 de
mayo del 2019.
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