GRATITUDES


En el Corán, Surat VIII 57-60, se lee… “Las peores bestias, ante Dios, son los ingratos, pues ellos no creen; (…) Dios no ama a los traidores”. Ya el Dante se lamentaba de la ingratitud en el exilio. En su Epístola XII, dirigida a su amigo Feruccio de Manetti Donati, el autor de la Comedia se lamenta de las indignas condiciones que las autoridades florentinas exigían a los desterrados para regresar a Florencia. ¿Es ésta la graciosa revocación con que es llamado a su patria Dante Alighieri, que ha sufrido exilio durante casi tres lustros? ¿Esto ha merecido su inocencia a todos manifiesta? ¿Esto el trabajo continuo y el estudio? (…) ¡Lejos esté de un hombre que predica la justicia que, habiendo padecido injurias, pague de su dinero a quienes le injuriaron como si fuesen [ciudadanos] beneméritos! (…) No es éste padre mío, el camino de vuelta a la patria (…) Jamás entraré en Florencia.(…) seguro estoy de que no ha de faltarme el pan”.


La ingratitud golpea el corazón de todos; en algunos, aquellos de sensibilidad adusta, la herida se escara en poco tiempo; en otros, esas llagas permanecen imborrables a través de los años, como una ortiga amarga que de vez en cuando hinca nuestra memoria con su hiel ponzoñosa. No he sido ajeno a estos golpes, he recibido muchos y de gran calibre, pero, a pesar de ello, nunca he cerrado la mano a quien me la ha solicitado.


Quiero expresar mi gratitud a tres personas que han hecho posible la creación de este blog, libro de la modernidad que me permite llegar a un gran número de lectores que se resisten a vivir en las sombras de la ignorancia, esa asesina de mentes libres que durante mil años esterilizó el pensamiento del hombre medieval. “Nada hay más espantoso que una ignorancia activa”, sentencia Goethe.


Mi agradecimiento a Tatiana Vega Valencia, que tuvo la paciencia y la tenacidad, propia de su juventud, para batallar durante tres arduos años entre manuscritos, apuntes, fichas y estantes abarrotados de libros para poder consolidar en la computadora, parte del trabajo intelectual que me ha ocupado por más de cuarenta años; ella también es la responsable de un gran número de fotografías que conforman este blog.


A Sergio Villanueva Valdivia, inquieto, creativo y generoso como una mano extendida hacia el cielo, quien fue el gestor de este blog, fue él quien me impulsó (tan reacio yo) a entrar al mundo de la informática (así podrás llegar a un gran número de lectores) me dijo una tarde de esas en que la amistad se reviste de fraternidad y cariño inefable.


Por último, a Milagros Mora, quien hasta hoy, cual empecinado Sancho quijotesco, me acompaña en esta cruzada cultural con la que sueño día a día. Sus frecuentes desvelos y trasnochadas hacen posible que semana a semana se incrementen las páginas de este blog. Sus palabras de aliento, su amistad inmarcesible y, hasta sus frecuentes regañinas, levantan mi ánimo cuando me siento oprimido por este mundo de modernidad asfixiante, por este acontecer tan ajeno al de mi niñez tan llena de aventuras y ficciones que en mi mente introdujeron hombres como Salgari, Dumas, Verne o Dickens y otros tantos creadores de historias, verosímiles o inverosímiles, que hasta hoy perduran en mi vida.


Wolfsschanze, marzo 27 del 2011.


Guillermo Delgado.

domingo, 7 de noviembre de 2010

LIBRO MUÑECO DE NIEVE




EL TIGRE, EL LEON Y LAS HORMIGAS
                                                                             
En la jaula de un circo vivían un tigre y un león en gran armonía.  Cuando les llevaban la comida, compartían equitativamente, sin que nada perturbara su amistad.

Un día que dormían plácidamente sobre el heno, notaron que sobre las pajillas caminaba una pequeña hormiga.

-  Mira, dijo el tigre, qué bichito más interesante éste.

-  ¡Hum!, a  ver, a ver, dijo el león, mientras con una de sus garras levantaba al pequeño insecto.

La hormiga, molesta porque veía que esas dos fieras la estaban importunando en su trabajo, tomó la decisión de hacerse justicia por sí misma:

-  Eres abusivo, pintadito, le dijo al tigre.  ¿Por qué no te enfrentas al rey de la selva, ese sí que te daría su merecido?.

El tigre se sintió sorprendido y de inmediato replicó:
-  ¿De qué rey de la selva me hablas, insecto?  Si hay un rey, pues, ese debo ser yo.

-  Un momento. Dijo el león, con la melena ya erizada.  Esta hormiga tiene razón, soy el animal más imponente, bello y fiero de la tierra, así que con justicia me cabe la denominación de rey de la selva.

Como era de esperar, los felinos, después de intercambiar muecas, gruñidos e insultos, se trenzaron e una feroz lucha, propia de dos enormes animales.

Terminada la pelea, el tigre y el león quedaron muy maltrechos y fueron retirados para ser curados y puestos en jaulas diferentes.

Entre la paja chamuscada quedaron los restos de la hormiga que había causado la pelea.  El pequeño insecto no supo medir las consecuencias de aquella discusión que había originado, y por ello tuvo que pagar cara su osadía.



EL PERRO ASTUTO

Llegado un perro a un pueblo, se enteró de inmediato del maltrato que estos sufrían a manos de los pobladores del lugar.

-  Vaya lo que me espera, pensó el animal; si no encuentro una pronta solución a esto, la pasaré muy mal.

El animal recorrió los basurales del lugar y encontró en su camino un gran número de latas de pintura a medio llenar.

-  Ya sé lo que haré, dijo el perro, pintaré mis dientes color del oro para que la gente crea que son de gran valor y así, me acogerán con atenciones.

Cuando los habitantes vieron al perro, cuyos dientes brillaban fulgurantes, se deshicieron en atenciones y le ofrecieron hospedaje.

-  Ven aquí, lindo perrito, le dijeron unos ancianos mientras le ofrecían un gran trozo de carne que el perro engulló con gran satisfacción.
-  Aquí podrás descansar con gran complacencia,  le dijo un hombre en cuyos ojos se reflejaba la codicia y la ambición.

Los días transcurrían en la vida del animal entre el placer y la holganza, provocando la rabia y la envidia entre los perros del lugar quienes poco a poco fueron abandonando el pueblo llenos de desesperanza.

Pero el tiempo pasó y el envejecido perro veía llegar sus últimos días. Rodeado de gran cantidad de gente, el perro exhaló su último suspiro. No bien se percataron de que había muerto, los que habían alimentado y acogido al perro en sus casas se lanzaron en pos de la preciada dentadura, grande fue la sorpresa que se llevaron cuando descubrieron la estratagema de que se había valido el can para engañarlos.

-  Arrojemos los restos de este sinvergüenza al basural, para que así escarmienten los otros perros, gritaron los enfurecidos habitantes.

-  Mejor quemémoslo, vociferaban otros.
Lo cierto es que el perro, ya muerto, no podía sufrir los embates de venganza que se cernían sobre él.


EL CASTORCITO VALIENTE

Estaban los castores construyendo sus madrigueras, cuando se escuchó los gritos de uno de ellos que decía:

-Lobo a la  vista, se acerca el lobo.

Y como por arte de magia, los castores desaparecían sumergidos en el río, en cuyas aguas permanecían muchas veces hasta por espacio de quince minutos esperando que el lobo sacara su hocico de la orilla y se marchara.  Así estuvieron las cosas por mucho tiempo, llegando inclusive algunos de ellos a terminar sus días en las fauces de aquel temible animal.

-Hasta cuándo estaremos así.  Nuestras madrigueras no estarán listas para cuando nuestros hijos nazcan si seguimos ocultándonos de ese lobo hambriento.  Su voracidad es tal que ya ha dado cuenta de un gran número de nosotros en lo que va del año, se quejó una enorme hembra que estaba esperando crías.

 Yo acabaré con ese lobo malo, dijo un pequeño castorcito, van a ver, yo acabaré con él.

Las palabras del pequeñuelo provocaron gran hilaridad, sobre todo entre los castores más veteranos allí reunidos.

-Ya verán quién es mi hijo – dijo la madre del castorcito, bastante ofendida.

Y así fue, pues, una noche en que la luna brillaba con sus mejores luces, se oyó un aullido largo y profundo que estremeció las hojas de los árboles.

Al otro día, el lobo fue hallado muerto bajo el ingente peso de una encina.

El castorcito había cumplido su palabra.  Noche a noche había estado observando el camino que seguía el lobo hasta las madrigueras.  No le fue difícil ir royendo poco a poco, aquella encina, hasta la noche aquella en que sólo necesitó dar la última dentellada para que el gigantesco árbol partiera en dos aquel largo y profundo aullido.




EL JABALÍ, EL CIERVO Y EL MONO

Perseguido por una leona, un jabalí logró despistarlo introduciéndose en el tronco de un árbol hueco. A la fiera se le escapó la presa pero el fugitivo perdió mucha sangre por la herida recibida.  Imposibilitado para salir a cazar, el animal recurrió un mono que comía un plátano cerca de ahí.

-  ¡Auxilio!, gritó el infeliz, ayúdame amigo, estoy muy herido y no puedo valerme por mí mismo para alimentarme. ¿Podrías darme un poco de lo que comes?

-               Estás loco si piensas que compartiré mi comida contigo, además no estoy dispuesto a sacrificar mi descanso para irte a buscar algo para comer. Arréglatelas como puedas, dijo el simio antes de marcharse.
Allí, herido y abandonado en ese tronco, el jabalí terminó sus últimos días. Tiempo después un ciervo con una pata quebrada se detuvo al pie de un árbol y se quedó dormido.  Cuando despertó, se dio cuenta que le era imposible continuar su marcha. La sed y el hambre comenzaron a apremiarlo.  Diose la casualidad que por allí pasó el mono que se negó a ayudar al jabalí, iba comiendo una manzana que acababa de arrebatarle a otro mono más pequeño.

-  ¡Ayúdame amigo!, exclamó el ciervo con voz extenuada. Por huir de un jaguar tropecé con una roca y he lastimado una de mis patas de tal manera que no puedo levantarme. Tengo mucha sed y también necesidad de comer algo.

Antes de que el ciervo pudiera proseguir, el mono, en tono desafiante le dijo:

-  Cállate ya; no tengo por qué estar escuchando tus lamentos y mucho menos tus peticiones.  Piensas acaso que soy tu sirviente para estar atendiéndote. Si tienes sed y quieres comer, vas a tener que valerte por ti mismo.
Como era de esperar, el ciervo murió de sed y de hambre y sus restos fueron fácil presa de los buitres.  Tiempo después sobrevino una sequía y como consecuencia de ello hubo escasez de alimento.  Sólo los más fuertes parecían resistir.  Perseguido por un tigrillo, el mono trepó a un árbol cuyas fuertes ramas permitieron al pequeño felino trepar por ellas.  A punto de ser cogido por su perseguidor, el mono pidió a una grulla que estaba posada en la copa del árbol que lo ayudara a huir de ahí.

-  Ayúdame a huir, sino ese gato enorme acabará conmigo. No te costará mucho esfuerzo, yo me cogeré de tus patas y a los pocos segundos que hayas alzado vuelo, me dejaré caer en otro árbol. Sabré recompensarte, amiga, concluyó el desesperado simio.
La grulla se mostró indiferente y se elevó rápidamente, mientras un chillido recorría el bosque como hoja arrastrada por el viento.






MUÑECO DE NIEVE


Para ti, Renata, por ese amor divino que une
a los hombres con los animales. Ahora unidos para
siempre en la magia que encierra la palabra.



I

Acabados los fuegos artificiales de la noche anterior, el cielo había quedado más límpido, más claro, más azulino que nunca.  Renata estiró sus patas y bostezó, dejando ver su paladar oscuro y sus dientes blancos.

Miró a su alrededor y se dio cuenta que todos en la casa habían salido.  De la calle le llegó una voz que la llamaba insistentemente.

-      ¡Renata!, ¡Renata!, ven rápido, ven rápido.

Era la voz de Vanda, la ardilla que vivía en un tronco de acacia cerca al lago.

-      Qué sucede,  Vanda, por qué tanto escándalo.

La ardilla no contestó y partió a la carrera adentrándose en el bosquecillo cercano a la casa.  Renata de cuatro zancadas alcanzó a la ardilla.  Antes de que pudiera decir algo, Orejas, Lucrecia y Betina aparecieron tras unos arbustos.

- Vamos, Betina, cuéntale a Renata lo que has visto, dijo la gata Lucrecia.

- Sí, cuéntale, repitió el conejo Orejas.

La paloma Betina le describió con lujo de detalles la figura de un hombre de nieve, en cuya cabeza había un enorme sombrero negro en forma de hongo.

-      Tiene atado al cuello una chalina con franjas verdes, rojas y otras tan blancas como él. Además parece tener mucho frío, pues, sus manos están cubiertas de unos gruesos guantes rojos, concluyó la paloma.

Renata se rascó la cabeza en el tronco de un árbol y luego preguntó:

-      Estás seguro que es un hombre.

-      Por supuesto.  Y es muy gordo y blanco, blanco como la nieve, dijo Betina.

La perra bóxer refunfuñó.  Conocía a la paloma desde mucho tiempo atrás y sabía muy bien que jamás exageraba ni mentía.

-      Bien, escuchen todos.  Esta noche nos reuniremos en el viejo molino y desde ahí iremos a investigar quién es ese extraño sujeto ¿Les parece bien?

Todos asintieron.  Sólo Orejas se mostró algo indeciso.

-      No tengas miedo. Orejitas, nada te pasará mientras te mantengas junto a esta perrita, le dijo Renata.

El conejo se mostró más tranquilo.  Luego todos se marcharon.



II

Cuando Renata llegó al molino, ya la esperaban Betina, Lucrecia y Orejas.  A los pocos minutos llegó Vanda, quien por escuchar los villancicos que un grupo de  niños cantaban por la calle, se había retrasado.


Esta brillando la luna
como un rayito de luz,
buena es la madre del niño
bueno es el niño Jesús.


-      ¡Qué bonita canción!, vamos Vanda, cántala de nuevo, dijo Orejas.

-      Ya habrá tiempo para eso amiguito, pero ahora vayamos a ver a aquel hombre que realmente me tiene intrigado.

Todos se mostraron conformes con la opinión de Renata y hacia el lugar donde Betina había visto a aquel extraño hombre se dirigieron.  Cuando llegaron, vieron que estaba a pocos metros del río congelado.

- ¡Qué ser más extraño!, dijo Orejas escondido tras el cuerpo de Lucrecia.

- Nunca había visto algo así, musitó la gata Lucrecia.

- He volado por muchos parajes y nunca vi hombre más insólito, dijo Betina.

Renata olisqueó los alrededores del muñeco y  luego con voz decidida dijo:

-      No es más que un tonto muñeco de nieve, de esos que hacen los niños para pasar el tiempo.

Acostumbrada al trato con los humanos, pues, era la única que disfrutaba del calor de una vivienda, Renata conocía la forma en que los niños se divertían en las navidades cuando caía la nieve.

- Quieres decir que no puede hacerme nada, preguntó el tímido Orejas.

- Así es, amiguito, no hace nada porque es sólo de nieve, dijo Renata.  Ven, te lo voy a demostrar.

-      ¡Oye!, devuélveme mi sombrero, dijo el muñeco.

Todos a excepción de Renata, huyeron del lugar despavoridos al escuchar la gruesa voz que brotaba de aquella gélida y enorme boca.  Petrificada, Renata miraba fijamente los ojos del muñeco. El sombrero de hongo permanecía entre sus dientes.

- Vas a estropear mi sombrero si lo sigues mordiendo así, dijo el muñeco quien de un manotazo recuperó el sombrero.

- Disculpa, amigo, es que pensé que tú...

- Pues, pensaste mal, dijo el muñeco de nieve sin dejar que Renata terminara lo que quería decir. Y ahora márchate que quiero dormir, esos niños no me han dejado pegar los ojos desde que me crearon y de eso ya van muchos días.

Renata se hallaba aún algo pasmada después de aquella inesperada experiencia, por lo que lentamente se fue alejando del lugar donde se hallaba el muñeco.  De vez en cuando se detenía y miraba hacia atrás para ver si el muñeco aún seguía en aquel lugar. Al verlo ahí, pensó que nunca se iría y que habría tiempo suficiente para volver a verlo



III

-      Oye, Orejas, deja de temblar, ya te dije que no te hará ningún daño, dijo Renata al ver que el conejo se resistía a ver el muñeco de nieve.

La mañana había despertado más helada que nunca. Consistentes copos comenzaron a desprenderse como fruta madura de las ramas desnudas de los árboles. La nieve se hizo más intensa por lo que el grupo marchaba bien abrigado, gorros, chalinas, botas y guantes envolvían cabezas, pescuezos y patas.

No tardaron en congeniar con el muñeco quien, al no tener como llamarse, fue bautizado con el nombre de Muñeco de Nieve.  Era un gran narrador de historias, conversador inagotable y gran bailarín, pero, por estar sujeto al piso, no podía trasladarse de un lugar a otro.

- Y por qué no lo subimos a un trineo y así podemos llevarlo al bosque, dijo la gata Lucrecia.

-      ¿Por qué no?, dijo Betina.

Después de gran esfuerzo, Muñeco de Nieve fue subido en un viejo trineo que Renata encontró entre los trastos de la casa en que vivía.

-  Cuando me vieron jalando el trineo pensaron que lo hacía para congraciarme con ellos, por eso no tuve inconvenientes para hacerme con el trineo, explico Renata.

A partir de ese día, Renata halaba el trineo sobre el que Muñeco de Nieve descansaba.  Sobre las congeladas aguas del río, el vehículo sin ruedas parecía volar.  Betina revoloteaba alrededor del muñeco, mientras Vanda, Orejas y Lucrecia corrían junto al trineo.  Nunca como antes aquellos cinco amigos se habían sentido tan dichosos con la compañía que les brindaba Muñeco de Nieve.

Todas las noches, para no despertar sospechas entre los vecinos, el muñeco era depositado en el mismo lugar donde había sido construido.  Luego de un arduo día de juegos, Muñeco de Nieve fue colocado en su sitio.

-      Mañana vendremos temprano para tener más tiempo para divertirnos, dijo Vanda:

Muñeco de Nieve no contestó, estaba muy triste.



IV

Al día siguiente un sol esplendoroso asomó en el horizonte, Renata dormía a pata suelta debajo del descanso de la escalera que conducía al segundo piso.  No tenía sitio fijo para dormir, pero ese era uno de  sus lugares preferidos.  Las correrías del día anterior la habían agotado tanto que le costaba un mundo abrir los ojos aun cuando en la casa había un gran alboroto aquella mañana.  La voz de un niño se escuchó.

-      Mamá, ya la nieve se está derritiendo.

Renata que se acomodaba para seguir durmiendo, dio un brinco felino y salió de la casa tan rápido como sus patas se lo permitían.  Cuando llegó al molino, Orejas daba saltos como producto de su nerviosismo y Betina y Vanda se movían de un lado a otro sin poder articular palabra alguna.  La única que parecía conservar la calma era Lucrecia.

-      Parece como si se derrumbara, dijo la gata cariacontecida.

Renata no necesitó escuchar más.  Muñeco de Nieve se iba y ella no lo permitiría.  En pocos minutos la bóxer llegó hasta la ribera del río donde Muñeco de Nieve daba muestras de haber perdido una gran cantidad de su peso original.

-      Yo te ayudaré, amigo, no te preocupes, nada podrá separarnos, dijo Renata mientras trataba de subir el muñeco al trineo.  Un hilillo de agua salía incontenible de la base de Muñeco de Nieve, el calor comenzaba a hacer lo suyo.

Muñeco de Nieve se estaba derritiendo y esa era una realidad que Renata no llegaba a comprender.  Aquella dura realidad era más fuerte que cualquier sentimiento de afecto brotado del corazón.

A medida que pasaba el tiempo el calor se iba haciendo más fuerte y Muñeco de Nieve más débil.  Cuando Betina, Orejas, Lucrecia y Vanda aparecieron ya la lucha de Renata contra el fin de Muñeco de Nieve era inútil.

Cuando uno de los lados cedió, el muñeco se ladeó tanto que quedó tumbado de costado. En esa posición fue fácil que comenzara a caer por una pequeña pendiente rumbo al río ya deshielado y de corriente turbulenta.

- No, no te irás amigo, yo te salvaré, decía Renata muy angustiada por la situación.

- Nada podrás hacer, Renata, esto me ha sucedido todo el tiempo y he aprendido a aceptar mi destino, dijo Muñeco de Nieve sumamente triste, pues, en todos los años de aparecer y desaparecer, nunca había conocido un ser más tierno que a aquella perrita blanca con manchas marrones en la cabeza.

-      Adiós, amiga, debo irme ya, dijo el muñeco mientras lo que quedaba de su cuerpo se hundía en las frías aguas del río.

Renata se lanzó tras el muñeco ya amorfo y sin vida.  Los gritos desesperados de Orejas y Vanda de nada sirvieron contra una decisión surgida del corazón de aquel noble animal, convencido de que sus esfuerzos podrían salvarle la vida al amigo.

Lo que sucedió después, lo contaría todas las navidades una Lucrecia ya vieja y forjadora de una innumerable prole.  La gata, con los ojos arrasados en lágrimas, describía con tristeza los últimos momentos de su nívea amiga.

-      Y cuando se lanzó al río, sus patas delanteras se abrazaron a Muñeco de  Nieve, de quien no quedaba casi nada.  Fue la última vez que la vimos. Betina sobrevoló durante todo el día pero nunca pudimos encontrarla.  Sus dueños también la buscaron pero toda búsqueda resultó inútil.  Parecía como si el río se la hubiera tragado.

Terminado su relato, la vieja gata se quedó dormida como poseída por un sueño eterno.

Se dice que en las primaveras, muchas flores escucharon contar a los pájaros la historia de un muñeco de nieve que aparecía todos los inviernos junto al río.  Decían que era muy alegre, gran narrador de historias, conversador inagotable y gran bailarín y que siempre andaba acompañado de una hermosa y esbelta perra bóxer blanca.

-  ¿Y es de nieve también? preguntó un gorrión.

-  Sí, pero dicen que su corazón está hecho de amor y de ternura.

Trujillo, setiembre de 1991.




EL LOBO CUENTISTA


“Corrientes aguas, puras, cristalinas; árboles que os estáis mirando en ellas, verde prado de fresca sombra lleno...”
GARCILASO DE LA VEGA


Descendiendo de una loma venía un cabrero arreando a sus cabras, cuando una de ellas le dijo a una de sus compañeras.

- Oye, amiga, aquí cerca hay un arroyo donde corrientes aguas, puras, cristalinas atraviesan estos campos. Es deliciosa y refrescante, vamos y nos tomaremos un trago. Lo siento, contesto la otra cabra. Yo sin él (dijo señalando al cabrero) no voy a ningún sitio, dicen que por allí hay un lobo y que muchas de las nuestras han terminado entre sus fauces.

La cabra desobediente trató a la otra de cobarde e igual se marchó haciendo oído sordo a las recomendaciones. Cuando bebía agua del arroyo, vio sobre ellas la imagen de un lobo.

- Caramba, amigo ¿qué haces allí dentro? preguntó la cabra.

- No estoy allí, sino aquí, contestó el lobo poniéndole una pata sobre el lomo.

- ¿No irás a comerme verdad?

El lobo la miró y vio que estaba muy delgada y, que con el hambre que traía encima, no le alcanzaría.

- Yo sé contar muy bonitos cuentos. ¿No quieres que te cuente uno?

La cabra aceptó  y luego de varios minutos dijo:

- ¡Qué hermosos cuentos! Mañana vendré de nuevo para que me cuentes otro.
El lobo aceptó de buena gana y recomendó a la cabra que comiera más, pues, se le veía muy debilucha. Además le dijo que podría traer a otra cabra con ella, para que así no se sintiera sola.

Al otro día apareció la cabra acompañada de una cabra de pelaje blanco.

- ¡Qué bonita piel tiene tu amiga!, dijo el lobo lamiéndose el hocico de contento.

El lobo comenzó a contar un cuento que mantuvo la atención de las cabras durante mucho rato.  Complacidas con las historias del lobo, las cabras acordaron regresar al otro día. Para eso, ya el lobo le había dicho a la cabra de pelaje blanco que llegara más temprano que la otra para contarle dos cuentos en vez de uno.

- Pero sólo para ti que eres tan bonita, le había dicho.

Y así la cabra ingenua se avecinó a la cueva donde habitaba el lobo quien se la comió. Cuando apareció la otra cabra, el lobo fingió extrañeza de verla sola, pero todo quedó ahí, pues, la cabra debilucha pensó que la otra se había aburrido y que por eso no se había presentado. La cabra siguió trayendo a otras que también sirvieron de alimento al lobo, quien seguía con el cuento...  “Pero sólo para ti que eres tan bonita”.

El lobo se puso gordo y barrigón, la cabra debilucha más estúpida que antes y el cabrero más confundido cada día por la disminución de su ganado.

- Algo extraño sucede con esa cabra flaca, díjose el pastor fijando la mirada en la cabra debilucha que ya se alejaba de la manada con otra cabra siguiéndole los pasos.

Después de seguir a las fugitivas, al cabrero no le fue difícil esclarecer los hechos.

Cubierto de una piel de cabra, el pastor fue a buscar al lobo alegando que la cabra debilucha le había hablado de las bellas historias que contaba.  No teniendo como ocultar el rifle que llevaba, el cabrero se lo había amarrado  a la espalda, sobresaliendo los cañones por sobre su cabeza a manera de cuernos.

- ¡Qué cabra más gordita! dijo el lobo cuando vio al pastor disfrazado.

El lobo se esmeró  en su narración, esta cabra tan gorda se lo amerita, pensó.

De repente, el lobo reparó en los cañones del rifle.

- ¡Qué cuernitos más raros! dijo el lobo mientras miraba por los huecos de las cañas de fierro.

Pensando que había llegado el momento y que no tendría mejor oportunidad, el cabrero jaló del gatillo y un fogonazo se escuchó a lo largo y ancho del campo.

Con el tiempo las cabras fueron reproduciéndose y el pastor recuperó su ganado.

- ¡Qué piel más extraña has colgado en la pared!, preguntó al cabrero otro pastor.

- Es de lobo, respondió el cabrero, de un lobo cuentista.

- ¿Y la cabeza?, preguntó el pastor.

- ¡Ah!... es que este lobito tenía tanta imaginación que un día de tanto pensar le estalló la cabeza como una granada.

Allí permaneció la piel del lobo por mucho tiempo, muda no sólo por haber pertenecido al lobo que mató el cabrero, sino porque ya no poseía esa cabeza fantasiosa que tanto deleite había brindado a las cabritas.






EL GRAN REGALO



Un canario que se hallaba cautivo descubrió un día que las aves como él, vivían en libertad, en comunidad con la naturaleza, respirando un aire más puro y disfrutando en el verano del sol y en invierno de la suave garua. Fue entonces que una leve tristeza se apoderó de su joven corazón. “El paso de los meses va cambiando la naturaleza, se dijo un día”. “El otoño juega con las hojas amarillentas; el invierno, con su viento helado cubre las cumbres de los eternos nevados; la primavera revista los campos, rubia y alegre en estación florida y tú, verano, con tu glamour y despojado de tu abrigo, dejas que los cielos, con ardientes hilos, tejan en risa y gracias los mantos de las sombras. Cada mañana, al despertar, veía los pequeños barrotes que lo privaban de aquel espectáculo que se daba al otro lado del mundo en el que él vivía. Un día un vencejo se posó junto a su encierro. El canario lo miró triste y le contó su desventura. “No te preocupes, yo te ayudaré a salir de aquí, eso será muy fácil, mientras tanto, te enseñaré mis trinos”. El canario, cuyo canto suave y armonioso era la alegría de su amo cuando lo mostraba a sus amigos, tuvo que soportar aquel canto que, más que canto, era un chirrido agudo y disonante. “No estaría bien que le dijera a este pequeño pajarito que su trino me desagrada. Lo hace con tanto cariño hacia mí que sería ingrato criticarlo, se dijo el canario. Al contrario, el canario comenzó a imitar el trino del vencejo cada vez que éste se acercaba a su jaula en las mañanas. “Vaya que si pareces uno de mi especie, le dijo el vencejo al canario al ver que cantaba a la perfección”. “En estos días te daré un regalo que nunca olvidarás le dijo al canario el pequeño vencejo cuando se marchó”. 

Al otro día el vencejo no apareció y, por más que el canario imitaba su trino este no aparecía. En vano el canario cautivo llamaba al amigo ausente. Mientras tanto, el dueño del canario no sabía dónde meter a ese canario que chirriaba como vencejo. “Seré la burla de mis amigos si te oyeran cantar así, así que mejor te marchas y dicho esto, el hombre abrió la jaula y el canario alzó vuelo. Los días pasaron y el canario volaba de un lado a otro en busca de su amigo. Posado en la rama de un arce, contempló la llegada de la primavera. Vio florecer rosas y gardenias, zumbar abejas y observar abejorros haciendo sus nudos debajo de musgos y piedras; vio pequeños enjambres de mariposas multicolores; vio gorriones, cuclillos, mirlos y tordos, todos ellos volando en libertad sublime. En ese momento recordó las palabras del vencejo… “En estos días te daré un regalo que nunca olvidarás”. Fue entonces que se sintió feliz y surcó los cielos con sus pequeñas alas y su dulce trino se volvió a escuchar.




EL INDIO WARA


Cuando el indio Wara salió de su casa la mañana en que los truenos retumbaban entre los cerros del valle y los relámpagos iluminaban los caseríos aledaños a Condorarma, su mujer le dijo que cuando regresara le tendría preparada la sopa de cresta de gallo que tanto le gustaba. El indio llevaba en su alforja granos tiernos de maíz cocido a fuego lento, algunas ocas y trozos de yuca sazonadas con ají de panca. La caza del día anterior había sido buena, por eso se lanzó por las laderas de los cerros muy confiado, llevando su honda sobre el hombro y unas cuantas piedras en una pequeña bolsa de piel de chinchilla. Vio pasar una llama y algunos guanacos; las bestias buscaban por esos lares la hierba tierna y fresca que era abundante. Anduvo a pie firme hasta el mediodía en que decidió descansar junto a unas breñas que asomaban entre la vegetación como una cresta de ola enorme. Juntó algunas ramas secas, algo de bosta y logró un fuego cuya llama se mostraba azulina, verde y magenta. Extrajo de la alforja una filosa cuchilla y cortó algunos trozos de yuca. 

El uso constante del metal hacía que el indio afilara constantemente la hoja en algún pedernal. Mientras comía pensó en su mujer. A esa hora estaría con sus hijas en los telares, dándole al huso, con la destreza de las mejores hilanderas de Pariacoto. Al entrar la tarde, ya había dado cuenta de un buen número de presas. Una buena chinchilla se le había escabullido entre una roca puntiaguda y una honda cavidad de tierra y pedruscos. “Ya te atraparé”, se dijo así mismo mientras regresaba al caserío. Se sentía complacido.